Aquí estoy. Tirada. En medio de esta vereda gris como el cielo de esta
mañana. Siento el frío áspero del pavimento bajo mi superficie, y un escalofrío
me recorre, justo en el recuerdo de su pequeña mano, cálida y firme, pero a la
vez tierna y amorosa.
Ha pasado ya, no sé cuánto. Días, quizás semanas
que, para mí, que mido el tiempo en rebotes y risas, se sienten como una
eternidad. Lo último que sentí fue el impulso, esa fuerza con la que me lanzó,
tan alto. Recuerdo el silbido del aire a mi alrededor, una sensación de
libertad pura, única. Luego, el golpe seco contra lo desconocido, varios
rebotes descontrolados que cada vez eran más cortos y esa oscuridad que me
envolvió. Cuando volví a ver la luz, él ya no estaba. Se había ido.
Mi niño. Sí, para mí siempre será él, mi niño.
Con sus rodillas todas raspadas, y esa sonrisa que, lo juro, era capaz de
iluminar las tardes más grises del parque. La primera vez que sus dedos me
sujetaron, tan chiquitos, y sus ojos, grandes y llenos de curiosidad,
observando mis colores. ¿Los recuerdas? Azul, rojo y un toque de amarillo. Éramos
inseparables, como si mi pequeño mundo de jebe existiera solo para él.
Nuestros juegos. ¡Ay, esos juegos! Sencillos, sí,
pero para mí eran la razón de cada día. Él me lanzaba contra esa pared blanca
de su casa, y yo regresaba, vibrando de alegría con cada impacto, deseando ya
el siguiente. En el parque, me hacía rodar por el césped, y yo lo veía correr
detrás de mí con sus piernas todavía un poco torpes, mientras sus carcajadas
resonaban y rompían la luz tenue de la tarde. A veces, otros niños se unían, y
yo saltaba de mano en mano, sintiendo la energía de todos, una explosión de
movimiento y felicidad.
Hay un día que lo tengo grabado en cada fibra de
mi jebe. Era soleado, en ese parque donde los árboles daban una sombra fresca y
el aire aún olía a tierra mojada por la lluvia de la noche. Me lanzó con todas
sus fuerzas, tan alto que por un instante sentí que podía tocar las nubes,
viendo las copas de los árboles bailar con el cielo. Una emoción…
indescriptible. Y al caer, aterricé justo en sus manos, perfectas, esperándome.
Su alegría, esa era mi mayor recompensa.
Y la playa… Esos días. La arena cálida
metiéndose en mis hendiduras, el sonido de las olas, una melodía constante.
Allí, nuestros juegos se volvían una aventura. Me lanzaba hacia el mar, y lo
veía chapotear, su rostro lleno de determinación para alcanzarme. Luego, me
enterraba en la arena, dejando solo un pedacito de mí a la vista, esperando que
me encontrara con sus manitas.
Éramos él y yo. Su compañera de aventuras.
Aunque yo no tenía palabras, entendía sus risas, sus pucheros cuando algo no le
salía, el brillo especial en sus ojos cuando lograba algo nuevo. Supe de su
cariño en cada lanzamiento, en cada carrera, en la forma tan cuidadosa en que
me guardaba en el bolsillo de su pantalón al final de cada día.
Ahora, la soledad es mi única compañía. Extraño
el calor de su mano, la emoción de los rebotes, el eco de su risa. A veces, el
viento me arrastra unos centímetros, y por un instante, una pequeña esperanza
se enciende. ¿Será él? ¿Habrá vuelto a buscarme? Pero el viento se calma, y la
realidad me golpea con la misma dureza de este pavimento.
Sé que el tiempo no se detiene. Los niños
crecen. Sus juegos cambian. Quizás ahora tiene coches más grandes, o esas
pantallas llenas de luces y sonidos. Tal vez ya ni me recuerde, a esta pequeña
pelota de jebe que compartió tantos momentos felices.
Siento una punzada, sí, una especie de tristeza
en mi inanimado ser. Quisiera volver a sentir su agarre, escuchar su voz,
aunque sea por un instante. Quisiera revivir uno de esos días en el parque, el
sol en mi superficie, la emoción de un lanzamiento alto, la alegría de ser
atrapado por sus manos.
Pero sé que es difícil. El mundo es enorme,
lleno de cosas nuevas. Mi niño está creciendo. Se está convirtiendo en el
hombre que debe ser. Y aunque mi corazón de jebe lo extraña, también le deseo
lo mejor, con toda mi fuerza.
Espero que esté bien. Que sus rodillas ya no se
raspen tanto, aunque sé que la vida siempre deja alguna marca. Deseo que su
sonrisa siga iluminando cada día, y que esa chispa de alegría que yo veía en
sus ojos nunca se apague.
Espero que se convierta en un hombre de bien.
Que sea honesto, justo, que no olvide a los demás, que siempre extienda su mano
a quien la necesite. Que recuerde la importancia de la bondad, esa que a veces
parece tan escasa en este mundo.
Y que quiera mucho a sus padres. Ellos lo
cuidaron, lo protegieron. Que nunca los deje, que los abrace, que les diga
cuánto los quiere mientras pueda. Los padres, mi niño, son un tesoro, un
refugio seguro en la tormenta de la vida.
Y yo… yo me resigno. Mi tiempo con él fue el
regalo más hermoso, una etapa llena de felicidad que guardaré en mi memoria
silenciosa. Quizás mi destino ahora sea otro.
Miro a mi alrededor. Veo pies pasar, algunos
apurados, otros lentos. Pequeños niños de la mano de sus padres, quizás yendo o
viniendo del colegio. Una pequeña chispa de esperanza se enciende de nuevo.
Ojalá… ojalá algún otro niño me encuentre. Un
niño que necesite un compañero de juegos, alguien a quien lanzar, a quien hacer
rodar, alguien con quien compartir la alegría en el parque, o en la playa.
Espero que ese niño tenga la misma chispa en
los ojos que tuvo mi niño. La misma curiosidad. La misma capacidad de encontrar
la diversión en algo tan simple como yo, una pequeña pelota de jebe.
Cuando ese momento llegue, estaré lista. Aunque
siempre guardaré un lugar especial en mi interior para mi primer niño, sé que
mi propósito es dar alegría. Y si otro niño me necesita para eso, seré feliz de
comenzar una nueva aventura, de sentir el calor de una nueva mano, de escuchar
nuevas risas.
Hasta entonces, seguiré aquí, esperando.
Sintiendo el frío del pavimento, recordando el calor de su mano, y deseando,
con cada fibra de mi jebe, que mi niño crezca feliz y que yo pueda volver a ser
la fuente de alegría para alguien más. Ese es mi último deseo. Mi silenciosa
plegaria aquí, en medio de la calle solitaria.
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