Querido Gato chico:
No sé si creerás que esta carta viene del futuro, pero si te ayuda, piensa que soy solo un sueño raro de esos que uno tiene después de comer pesado muy tarde. No me tomes demasiado en serio, pero sí escúchame un ratito.
Tenías 6 o 7 años y ya te creías Cueto con cara de buena gente. Jugabas por la selección de tu colegio, La Salle, con el profe Benigno Pérez, y te ponían de volante derecho porque no te cansabas nunca. Al lado tuyo jugaba Mauricio González, al que todavía no llamaban Speedy, pero ya lo era, se comprendían a la perfección, llegaban al área rival haciendo paredes que terminaban en gol en el campeonato “Corito ´79”.
Después vinieron los calichines del Club Internacional, con el profe Cachito Lozada. Las canchas eran más grandes, los sueños también. Ya adolescente, repartías el alma entre los entrenamientos con el «Chueco» Ortiz y las clases, haciendo dupla con el Tibu Rodríguez, ese hermano que la vida te tiró por la banda derecha. Te sabías sus pases, sus silencios, sus ganas. Con él no solo compartías cancha, también el aliento, la risa después del esfuerzo, y los silencios donde todo estaba dicho.
Ahí también apareció la «I», la Maquinita Blanca, ese equipo de uniforme blanco inmaculado que funcionaba como un motor recién afinado, que en realidad era tu escuela de rigor. Entrenabas de 5 a 7 am. Te levantabas antes que el sol, te recogían en una pick-up y te ibas en la tolva como ganado, con otros locos como tú, rumbo a la cancha de la “I” que quedaba en la salida de Arequipa. El frío era parte del uniforme. Volvías directo al colegio, te bañabas a las apuradas, te comías dos panes duros con queso o jamón, y tu leche caliente en el termo que tu viejita preparaba en la madrugada. Esa era tu rutina, y la hacías sin drama, como quien desayuna y sigue.
Y después… clase hasta las 2 pm. Por ratos, te dormías en el aula, pero la mayoría del tiempo en el colegio lo usabas para meter chacota con los amigos. Apenas sonaba la campana, salías volando a entrenar atletismo en el Club Internacional. Eras rápido, muy rápido. Los 100 metros planos se te hacían cortos, como si la pista fuera una excusa para que el viento te diera en la cara. Ganaste campeonatos, representaste a tu ciudad. No eras solo bueno: eras constante. Y eso vale más. No siempre ganabas, pero siempre estabas ahí, en la línea de partida, con los músculos tensos y los ojos en el horizonte.
Después vino la universidad. El deporte seguía, pero menos. Apareció el amor, los trabajos, la vida «algo más estable», esa frase que uno empieza a repetir cuando siente que corre menos. Te casaste a los 23. Dejaste el deporte competitivo, pero seguiste los sábados con el fulbito del barrio y los partidos de la liga interna del Club Internacional, siempre con Los Compadres: El Gato Benavente, el 10 del equipo, el Flaco Oviedo, alias el Zancudo, un goleador de aquellos, y tú. ¡Qué equipazo! No importaban los trofeos, sino las risas, los gritos de gol y esa sensación de que, al menos ahí, el tiempo no avanzaba.
Ahora estás suscrito a un gimnasio que pagas como si fuera un fondo de pensión, pero al que fuiste cinco veces… exagerando. Dices que no tienes tiempo, pero en el fondo sabes que lo que falta no es tiempo, es esa versión de ti que se levantaba a las 4:30 sin quejarse. El que sudaba la camiseta sin hashtag ni selfies. Ese que no necesitaba likes porque ya tenía aplausos: los propios.
Miro hacia atrás y no siento culpa, Gato. Siento ternura. Todo lo que hiciste, lo hiciste con el corazón caliente y las piernas llenas de barro. Diste todo. No te guardaste nada. La vida no te puso en una vitrina, pero tampoco en una banca. Jugaste siempre, aunque a veces con calambres y otras con dudas.
Hoy, cuando subes las escaleras y te falta el aire, cuando te quedas viendo el partido en lugar de jugarlo, hay una parte de ti que todavía corre. Esa parte no tiene edad ni artrosis. Solo tiene memoria. Y sigue soñando con un pase en profundidad al vacío, donde estás solo, de cara al gol, y el viento te despeina como entonces.
No vuelvas al pasado. Pero no dejes que el pasado se te muera.
Entrena, aunque sea el alma. Corre, juega, aunque sea con palabras. No le temas a la nostalgia. Es solo una forma elegante de decir que algo valió la pena. Y tú, Gato, valiste cada amanecer con frío, cada pan duro con queso, cada salto al vacío con los chimpunes puestos.
Quizás no fuiste profesional. Pero fuiste auténtico. Y eso, con el tiempo, pesa más que cualquier medalla.
Si algún día tienes nietos, cuéntales de la Maquinita Blanca, del Tibu Rodríguez, del Flaco Oviedo, del Gato Benavente, del profe Benigno, del Chueco, de Cachito Lozada. Que sepan que su abuelo corrió como si el mundo se acabara a 100 metros. Que sepan que hubo una vez en la que la vida te alcanzaba para todo: para correr, para reír, para soñar, y hasta para enamorarte entre partido y partido.
Hoy quizás no ganes carreras, pero aún puedes ganar historias. Y esa, mi querido Gato chico, es la maratón más jodida pero también la más hermosa.
Te abraza,
Tu yo que aún cree que puede volver a los 100 metros planos, al menos en la memoria.
PD: Speedy se hizo rápido. Tibu sigue siendo hermano. Y la leche del termo… ahora es café cargado sin azúcar, porque los años no perdonan, pero tampoco olvidan.
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