El Dr. Elías Kaine se despertó con el eco de un grito que nunca emitió. En la penumbra de su camarote en la nave “Atalanta”, gracias al gélido espacio exterior y al pobre sistema de calefacción de la astronave, sintió el frío de su propia transpiración pegándosele a la piel como una mortaja. Las imágenes del sueño aún danzaban en su mente: una ciudad devorada por llamas azules, sombras aladas surcando cielos cenicientos, y un ojo reptiliano que lo observaba desde las tinieblas del cosmos. Llevaba semanas estudiando el Draconis Ex Nihilo, un escrito prohibido que había encontrado en la Biblioteca de Estudios Hermenéuticos en Nocta Prime. Sus páginas, cubiertas de una caligrafía antigua y enloquecida, hablaban de una criatura imposible: un xenomorfo cuyo ciclo de vida no terminaba con su estado larvario, sino que culminaba en la forma de un dragón viviente, un depredador de mundos. Las descripciones anatómicas desafiaban la razón. Huesos de un metal desconocido, una exoestructura mutante que evolucionaba en escamas cristalinas, órganos que metabolizaban plasma. Y lo más inquietante: la transformación no era solo física. Algo en la criatura desbordaba la biología, trascendía la muerte.
Cuando Kaine presentó su investigación a la Dra. Lyra Dunne, su colega xenogenetista, ella se mostró escéptica.
—“Los textos antiguos están llenos de mitos disfrazados de ciencia” —dijo ella, hojeando las páginas envejecidas del libro—. “Pero si esto es real… sería el eslabón entre lo biológico y lo divino”.
Decidieron verificar la verdad en la luna olvidada de Zeta Orionis 4, donde se había encontrado el primer rastro de la criatura. En ruinas de construcción ciclópea, los restos de una civilización extinguida se esparcían como los huesos de un coloso caído. Fue allí donde encontraron el feto del espécimen alienígena preservado en un ámbar negro, latiendo como si el tiempo no hubiera pasado. Durante semanas, los científicos sacaron el feto del ámbar y lo desarrollaron en el laboratorio de la Atalanta. Primero era solo un embrión amorfo, luego se transformó en una larva inquietante con una estructura de vida oscura. Pero a medida que crecía, algo en ella comenzó a cambiar de forma inexplicable. Sus exórganos se endurecían, volviéndose similares a escamas; sus extremidades se alargaban y adquirían una musculatura inusitada. Kaine no podía apartar la mirada de fascinación. Veía en ella la materialización de los sueños que lo atormentaban: la figura de un dragón de pesadilla, la encarnación del memento morí universal.
—“Esto no es evolución” —susurra Dunne, una noche, observando la criatura dormitar dentro de su cámara de contención—. Es una transformación deliberada. Como si estuviera siguiendo un diseño… un destino.
Fue entonces cuando Kaine comprendió la verdad. Aquello no era solo un depredador, ni siquiera una aberración biológica. Era un ser diseñado para recordar a los vivos su fugacidad, una máquina de muerte que trascendía la carne y el tiempo.
Esa noche, la criatura despierta.
La alarma de emergencia irrumpió el silencio sepulcral de la nave. Las luces titilaron cuando el ser atravesó el metal reforzado de su jaula con sus garras de obsidiana. Idris Albos, el jefe de seguridad, ordenó abrir fuego junto con su contingente de hombres protegidos con sus armaduras de placas de titanio y rifles de última generación, pero las balas apenas rozaron su piel metamórfica. Con un rugido que resonó en el sistema nervioso de los presentes, la bestia se alzó, desplegando unas alas membranosas que antes no estaban allí. Se había completado la transformación…
Kaine, paralizado, vio la mirada de la criatura posarse sobre él. No había furia ni hambre en esos ojos reptilianos, sino algo peor: compasión. Como si la criatura reconociera en él la chispa de quien la había traído al mundo. Como si quisiera que él comprendiera su lugar en la inmensidad del cosmos.
Dunne lo sacudió del trance.
—Tenemos que salir de aquí.
Pero Kaine no pudo moverse. Porque en ese instante, el fuego azul llenó la nave, y él vio la visión que lo acechaba en sus sueños. La criatura no era solo una aberración. Era un heraldo. Y donde ella volaba, la muerte le seguía.
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