El Gato Mayor

Los ojos verdes de mi padre le ganaron el apelativo de “El Gato”. Y por supuesto, desde niño comencé a ser llamado “El Gatito”. Es decir, el apodo que conservo hasta hoy lo recibí por herencia. Soy, según una amiga que conoció a mi viejo, “el Gato fake”. Y aunque ese nombre lo llevo con orgullo, no fue la mayor herencia que mi viejo me dejó.

Los domingos íbamos en familia al cementerio a visitar a mi hermana Ana Cecilia, una pequeñita que falleció al poco tiempo de nacer y a quien mis padres visitaban religiosamente.
Un domingo en particular —no recuerdo el motivo— fuimos solo el Gato y el Gatito.

Salimos en el Volkswagen escarabajo blanco que tenía mi viejo, el equipo a todo volumen como nos gustaba, sonando un cassette de Joan Manuel Serrat. A voz en cuello cantábamos con él:
«Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo camino, camino sobre la mar… Caminante no hay camino, se hace camino al andar…”
Y vaya que el Gato hizo camino al andar, con tantas lecciones que me dejó. Tenía un corazón inmenso.

Al llegar al viejo cementerio de La Apacheta, unos muchachos se acercaron al auto para ofrecerse a limpiarlo a cambio de unas monedas. Elegimos a uno al azar y luego fuimos a donde las vendedoras de flores. El Gato ya tenía su casera.
—¡Señor Gatito, le damos lo de siempre! —dijo doña Leonor con una sonrisa inmensa.

Llevamos claveles blancos, ilusión, y además un solo clavel rojo.

Caminábamos de la mano rumbo al ingreso, donde los aguateros ofrecían escaleras y baldes para limpiar nichos. De pronto oímos una voz delgada y temblorosa:
—¡Agua, patroncito, agua!

Se acercaba una señora bastante mayor: cabecita blanca, espalda encorvada, un caminar rengo apoyado en un palo de escoba que hacía de bastón, y dos pesados baldes de latón colgados a modo de balanza.

Los ojos del Gato se clavaron en ella.
—Vamos —le dijo con su voz bondadosa—, pero con una sola condición: tú llevas mis flores y nosotros cargamos tus baldes.

La viejita sonrió y aceptó el trato.

Yo, sentimental desde chico, levanté la vista con los ojos hechos agüita, admirando a mi viejo.
—¡Ya, no llores y carga un balde! —me dijo, haciéndome reír de inmediato.
Luego levantó mi barbilla con su mano, me miró a los ojos y me dijo:

“Si tienes que elegir entre ayudar a un niño o un anciano, ayuda siempre al anciano. Los niños tienen toda una vida para cambiar su situación; a los ancianos les queda poco tiempo.

Tremenda lección que me dio el Gato.

Mientras avanzábamos, la viejita nos contaba que llevaba más de 40 años trabajando en el cementerio. La artritis y su espalda encorvada hacían cada vez más difícil ganarse unas monedas.

A medio camino hicimos un alto frente al nicho de don Benigno Ballón Farfán, compositor de Silvia, Melgar, La Benita y muchas otras obras arequipeñas. Había sido profesor del Gato en el Colegio San Francisco de Asís.
Para él era el clavel rojo.
—Hay que ser agradecido y recordar con cariño a quienes nos ayudaron en la vida —me dijo.

Otra simple pero gran lección de mi padre.

Por fin llegamos al nicho de Ana Cecilia. La viejita sacó un trapo y un pequeño recipiente, lo sumergió en el balde y comenzó a limpiar la lápida, mientras mi viejo y yo retirábamos los claveles marchitos del domingo anterior. Al terminar, los tres nos persignamos y oramos juntos.

Luego, el Gato sacó su sencillera y le dio unas monedas a la viejita, quien agradeció dándole la mano con cariño. Él la miró con ternura, le sostuvo la cabecita con ambas manos, la besó en la frente y la abrazó.
Yo, imitando a mi viejo, también la abracé y le di un beso en la mejilla.

La viejita se dio vuelta y comenzó a alejarse con sus baldes vacíos, colgados al palo, como un equilibrista de la vida.

El Gato me miró, me dio un beso, puso su mano sobre mi hombro y me dijo: 

“Siempre dale cariño a los ancianos. A su edad, es lo que más necesitan.”

Tremendo.

Sin sacar su mano de mi hombro, nos dimos vuelta y comenzamos a caminar.

Con los años, comprendí que los hijos no aprenden con las palabras.
Aprenden con el ejemplo.

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