Maura. Capítulo 3. Comer en público

Maura. Capítulo 3. Comer en público

Just Mel

05/05/2025

A Maura le ardían los ojos.

Se obligó a parpadear varias veces antes de volver a enfocar la mirada en la pantalla de su computadora. Las últimas semanas habían sido un caos en la oficina. A su derecha, pegado en la pared, había un post-it amarillo que, con letras rojas, citaba: “Deadline: Viernes, 8:00 a. m.”. Era jueves y la joven no veía el fin. Parecía que por cada bug que lograba corregir, tres se sumaban a la lista.

“Parecen gremlins” murmuró con hastío, mientras se tomaba los restos del café frío que tenía en su escritorio, para después depositar el vaso desechable sobre la torre inestable que amenazaba con desbordarse.

Suspiró, frotándose los ojos. Su pull request seguía estancado en revisión. Se había hartado de ignorar los correos redactados en mayúsculas donde se le insistía la urgencia de concluir en la fecha estipulada. No podía dejar de pensar en lo absurda que era la actualización que le habían encargado, pero no tenía el valor de decirlo en voz alta. Las correcciones eran un dolor de cabeza.

“El botón no respeta la guía de estilo”.

“El deploy debería ser más limpio”.

“Hay que cuidar el responsive”

Olivia era una pesadilla con título y maestría, aunque debía admitir que la oficina funcionaba mucho mejor desde que su ex jefe se había jubilado. Al menos con ella los avances tecnológicos eran una necesidad y no un estorbo, como pensaba el licenciado Ramírez, que había aprendido a programar cuando a Maura no le habían terminado de salir los dientes, y para quien la cúspide de la innovación había sido la máquina de escribir.

Tenía menos de doce horas para lograr un build decente. Fantaseaba con abrir el correo electrónico, escribir la dirección de su jefa y teclear: “Ya quedó. Si se rompe, soluciónalo tú”, y largarse a descansar, pero era demasiado cobarde como para siquiera considerarlo una opción válida.

Odiaba la sensación de estar a contrarreloj, más cuando sabía que no llegaría a ninguna parte. Olivia no sabía ni lo que quería, por eso le encontraba peros a todo. Para ese punto del día, se le dificultaba pensar con claridad. No podía más.

Cerró el navegador, y por primera vez en todo el día, se permitió pensar en algo diferente: comer. Existir más allá de las líneas de código. Eran casi las nueve de la noche y Maura solo tenía un sándwich y preocupantes cantidades de cafeína en su organismo.

Abrió la mochila para guardar su laptop y vio su libreta. Suspiró. No podía dilatar más ese pendiente; tenía que cumplir lo que se había propuesto.

Habían pasado ya tres semanas desde la desastrosa salida al parque. Aquella noche, Maura había vuelto rota, y había permanecido gran parte de la madrugada despierta, hecha un ovillo en su cama. De vez en cuando, Tobby pegaba un salto y aterrizaba a su lado. La joven extendía una mano y lo acariciaba distraída. Se sentía cansada y con un pesar indescriptible.

Después de dos noches sin dormir, su cuerpo no podía más, y la semana siguiente la joven durmió una exagerada cantidad de horas, comía aún menos de lo normal y se concentró en lo único que todavía disfrutaba un poco: su trabajo como programadora.

Para ella, el lenguaje computacional era un arte. Desde temprana edad, había desarrollado un inquietante interés sobre cómo funcionaba “lo que estaba atrás” de todo: los videojuegos, las computadoras, incluso la televisión. Solía perseguir a su abuela por la cocina.

—¿Cómo le hacen, abuela? —preguntaba, sosteniendo su calculadora—. ¿Cómo consiguen que al presionar un botón aparezcan formas aquí? Y mira, si lo borro y escribo otra cosa, se cambia.

—Porque para eso la inventaron —respondía la mujer con su mejor intención, pero esa inexacta explicación bastaba para que Maura ocupara su tarde presionando botones, intentando ver por la parte de atrás de la calculadora si acaso había un truco oculto o alguna pequeña persona encargada de encender y apagar las “pequeñas luces” que conformaban los símbolos que veía en la pantalla.

Con el paso de los años fue más evidente la pasión que sentía, no solo por las pantallas y el cómo funcionaban las cosas, sino por el orden entre el caos. Amaba pasar horas reorganizando las decenas de frascos con especias que había en la cocina, y anunciarle a toda la familia el nuevo “código” que había implementado en las etiquetas, o pasar toda la tarde absorta en los rompecabezas más complejos que su abuela había visto jamás. Siempre había sido una joven solitaria y reservada, pero era feliz a su manera. Mientras sus compañeras del salón hablaban de príncipes y castillos, de hadas bailarinas y brujas malvadas, ella soñaba con crear un mundo utópico, con reglas que funcionaran como los engranajes de un reloj.

Cuando el momento de elegir una vocación llegó, ni siquiera pestañeó al tomar la decisión de mudarse lejos de su hogar para estudiar en una universidad que le ayudaría a cumplir su sueño, aunque eso terminó de romper el casi inexistente lazo que aún la unía con sus padres.

Al salir de la oficina, Maura caminó por la ciudad sin rumbo fijo. En lugar de dirigirse directo al metro para volver a casa, decidió encontrar un lugar donde pudiera calmar el insistente reclamo de su estómago, que rugía sin piedad desde hacía un cuarto de hora.

Apenas unas calles más adelante, notó una pequeña cafetería con poca afluencia y un enorme menú publicado en el ventanal que daba a la calle. En el pasado habría ingresado, pedido cualquier cosa para llevar y vuelto a casa, aunque significara pasar hambre otra hora y media, pero estaba decidida a tomarse en serio su anti-lista, así que, en su lugar, tomó asiento en la mesa más alejada de la puerta y esperó ser atendida.

Además de la suya, había solo dos mesas ocupadas, por tanto el tiempo de espera resultó insignificante. Una mujer de alrededor de cuarenta años se acercó a ella, acompañada de una pequeña libreta de notas y una enorme sonrisa dibujada en el rostro.

—¡Bienvenida! —anunció, desbordando una energía impropia para un jueves a las diez de la noche.

Maura intentó corresponder al entusiasmo, pero solo logró un gesto ambiguo, más cercano a una mueca de incomodidad que a una honesta sonrisa.

—Mi nombre es Julia y para mí será un verdadero placer atenderte esta noche. ¿Estás lista para ordenar o necesitas un minuto para revisar el menú? Si me permites hacer una sugerencia, las hamburguesas son exquisitas. Nuestro cocinero sazona personalmente la carne, nada de productos congelados —soltó una risita.

Mientras hablaba, la mujer movía las manos con alegría, a Maura le recordaba a un colibrí, con su aleteo constante y veloz.

—O si prefieres algo más ligero —continuó la mesera, al no haber recibido respuesta —Tenemos una gran variedad de ensaladas que te puedo recomendar.

—Hamburguesa, por favor —respondió en voz baja la chica. La mesera asintió con la cabeza y escribió en su libreta la orden. Sus miradas se cruzaron una vez más.

—Y un refresco de dieta.

—Sale entonces una hamburguesa y un refresco de dieta. En unos minutos te traigo la orden, y si necesitas algo más, solo grítame y vengo volando. ¡No me tardo!

Maura asintió, mareada por la emoción de la mesera. Además de ser una persona de pocas palabras, en su día a día no estaba acostumbrada a escuchar a personas hablando tanto, fuera de las largas y tediosas reuniones de trabajo, donde desglosaban, departamento por departamento, los resultados de los KPI, los procesos a mejorar y las áreas sólidas. Pero eran discursos tan repetitivos que podía poner su cerebro en modo automático y dejar de escuchar hasta que un simple “Licenciada Figueroa” la hiciera regresar al mundo terrenal.

Durante los siguientes diez minutos, Maura se detuvo a observar el entorno que la rodeaba. La cafetería era sencilla, sin llegar a verse descuidada. Había tan solo diez mesas con seis sillas cada una, acomodadas con una distancia suficiente para que las únicas dos meseras en turno pudieran transitar con comodidad con las bandejas de alimentos.

El suelo, recubierto de pequeños azulejos color manila con motas color café, y el gotelé en las paredes le indicaban que aquel establecimiento tenía por lo menos treinta años en funcionamiento. Parecía más un lugar al que uno va por familiaridad que un punto de encuentro para personas que buscan un momento de esparcimiento. Y era esa calidez que se respiraba en el ambiente lo que la hizo relajarse en su asiento. Cuando la mesera regresó con su comida, Maura se permitió observarla de verdad, por primera vez desde que había cruzado la puerta.

—Aquí tienes —le dijo Julia con una enorme sonrisa dibujada en el rostro—. Espero que disfrutes tu comida. Si necesitas algo más, me dices.

A primera vista, la mesera irradiaba energía, hablaba rápido y fuerte, movía las manos en exceso y parecía tener tatuada en el rostro la sonrisa. Pero había algo en su mirada que llamó la atención de Maura. Sus ojos, pequeños y rodeados de líneas de expresión, dejaban ver un panorama distinto al que mostraba en el exterior. Esa mujer sufría una pena que solo puede identificar otra persona que vive lo mismo. Sintió empatía, abrió la boca una vez más, pero no se atrevió a decir lo que pensaba.

—Gracias —respondió en su lugar, y dio un trago a su bebida.

La mesera asintió y se retiró a continuar sus labores. La joven sentía el estómago revuelto, y no era por el gas de su refresco chocando con los jugos gástricos que exigían recibir alimento, no. Por algún motivo, Maura sentía la urgencia de preguntarle qué era lo que le pasaba.

Tomó un bocado de la hamburguesa, sorprendida de cuánto lo disfrutaba. Julia tenía razón: la hamburguesa era casera, pero preparada con dedicación y una sazón exquisita. La combinación le supo a logro. No por lo que era, sino por lo que representaba: una decisión propia. Un paso más hacia el cierre que tan desesperadamente necesitaba.

Sacó su libreta y marcó como “realizado” el renglón en el que se leía “comer en público”. Repasó la lista una vez más; se estaba empezando a quedar sin cosas sencillas que marcar, y apenas llevaba dos. Por una parte, se arrepentía de haberse puesto tan profunda al momento de redactarla, y por otra, creía que no tendría chiste si solo hubiera puesto situaciones sencillas de sobrellevar.

“Decir adiós”: ¿A quién? ¿En su trabajo? ¿A su familia, aunque no hubieran hablado desde hacía más de cinco años? No. Ese punto podía esperar.

“Pedir ayuda”: Ni siquiera sabía por qué había puesto ese punto, no estaba segura de necesitar ayuda para nada a esas alturas de su vida.

“Hablar con un extraño”: Levantó la mirada buscando a la mujer, quien ahora conversaba con una pareja de ancianos en la otra esquina del local. Julia reía con ellos, como si los conociera de toda la vida. Maura no pudo evitar pensar que quizás sí los conocía. O quizás simplemente era de esas personas que se entregan por completo a lo que hacen, aun cuando nadie les aplauda por ello.

Se sentía intrigada. ¿Cómo podía ser una persona tan feliz, pero tener una mirada tan triste? Había elegido qué punto marcar en su anti-lista a continuación, pero ese no era el momento. “Tendré que volver”, pensó. No sabía si lo cumpliría hoy, mañana o nunca. Pero estaba ahí. Una posibilidad. Cerró la libreta y sonrió, esta vez con honestidad.

Tal vez no se sentía mejor, pero al menos, por primera vez en mucho tiempo, sentía que tenía un propósito.

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