Libro III: «Katábasis»; (V) «De holgazanes, de mudos y de mentirosos»

Libro III: «Katábasis»; (V) «De holgazanes, de mudos y de mentirosos»

Alkaios Gaelli

17/03/2025

I

La trampa estaba bien dispuesta. Un invisible y tensado cordel cruzaba el camino a la altura de las rodillas. Bien sujeto estaba al cuerpo de una encina gigantesca, extraordinaria, que crecía al pie de la montaña. Sus altísimas y robustas ramas parecían brotar hasta empujarse unas a otras, obligándose a sombrear el camino debajo. Del otro lado, al borde del sendero, Anacarsis y Nicias se ocultaban detrás de tupidas matas y arbustos. A sus espaldas tenían una pendiente que se internaba en la profundidad del risco, una de las muchas laderas que circundaban el monte Citerón. De la vertiente pendía una roca amarrada al cordel, que promediaba el peso de un hombre y que fungía de contrapeso. Abajo, el abismo culminaba en un inclinado y extenso bosque de pinos y chopos, aún cubiertos en parte por mantos de blanca nieve. Desde que Aurora había descubierto su velo rosáceo, una vez la presa había abandonado su cobijo para emprender la cacería matutina, Anacarsis había trabajado en tal ingenioso armadijo.

—¡Prepara tus ojos para atestiguar una de las más infalibles proezas de caza! —alborozado, el escita habló a Nicias, que se mostraba algo inquieto—. La sangre de mi pueblo recorre mis venas; recuerda que, antes de ser hábiles orfebres y mejores jinetes, somos natos cazadores, mi sagrado amigo.

Tal dijo a su acompañante, que bien al tanto estaba de que al calificarlo de tal forma no era para adularlo, sino para demostrarle que era, quizá, el único sacerdote que merecía su respeto.

—Tu pueblo será cazador de terribles bestias que merodean las lejanas estepas, mas no de hombres armados y peligrosos —le replicó Nicias.

—Hombres o bestias, ¡da igual! A ojos del cazador exitoso son sólo carne, huesos y miembros. ¡Hasta elefantes asiáticos han sido presas de este artilugio!

—Mejor ponte calmo y céntrate en idear un plan de huida en caso de fracasar.

Anacarsis prorrumpió en una carcajada para después decirle:

—Yo nunca fracaso en estos menesteres, mi sagrado amigo.

Tal se jactaba el escita, que siguió riendo hasta que el fastidiado Nicias lo acalló con un ademán después de otear camino abajo desde los arbustos. Helios intenso ya brillaba alto en el Este cuando ambos avistaron a su presa andando la senda que la conduciría directo al corazón de la trampa.

Era un hombre fornido y de imponente altura. Su frente era amplia y su apariencia, en toda regla, la de un bárbaro vigoroso, de movimientos torpes y poco armoniosos. Frondosas barbas le crecían desde el cuello y se unían sin diferencia a sus cabellos azabaches. De pelo hirsuto, aunque corto, llegaba a notársele una aureola de calvicie en el centro de la cabeza. Llevaba a cuestas una piel de corzo y arrastraba tras de sí una red con pieles de otras alimañas a las que había dado exitosa caza; seguramente consistían de conejos, liebres, martas o perdices.

Nicias entonces se mostró aún más inquieto, pues bien conocía su nombre y su reputación, mas nunca se había encontrado con él en persona. Acorde a todo lo que le habían narrado, las descripciones eran muy acertadas; de todos modos, un hombre de tales rasgos, de tamaña estatura, no sería difícil de reconocer. Tal era la figura de Susarión, un poeta itinerante oriundo de la pólis de Tripodisco, al pie del monte Gerania, uno de los tantos poblados que integraban el territorio de Megáride, ciudades vasallas de la pólis más rica que daba su nombre a la región: Mégara; por tanto, ligadas a la suerte del dominio de Teágenes.

Tal como era el caso de Salamina, el tirano había impuesto una cleruquía por cada una de las bien habitadas aldeas de Megáride. Esta región ístmica lindaba al Oeste con Corintia, la tierra de Periandro, y al Este, separada por el démo de Eleusis, con el Ática. Por su estirpe eumólpida, Nicias oficiaba como hombre probo al servicio de los dioses y pasaba la mayor parte del año en el Santuario Eleusino. El joven sacerdote supo ahí enterarse de cierta inestabilidad política que azotaba a Mégara por aquellos días, y toda esta información la reveló a su amigo Solón y a los demás sabios que integraban la conjura contra Mégara, en tanto a la misión de repatriar Salamina.

Todo habíase iniciado años atrás cuando Teágenes decretó el exilio de Susarión después de una serie de veladas poéticas que había juzgado muy insultantes, pues el arte de este poeta era harto inusual e irreverente. No se esmeraba en satisfacer al público profesando los cánones de lo bello y lo solemne, sino que, quebrantando toda norma, lograba exacerbar de mala manera los ánimos de las gentes. Su don era la elocuencia, y su estilo, una descarnada sátira política. La naturaleza de su poesía transgredía el yambo tradicional, y sus dionisíacas representaciones consistían en atacar con grotescas burlas a ciertos integrantes del público, a expensas de las carcajadas de los demás.

En ocasiones, incluso había logrado alterar los nervios de nobles y magistrados, haciendo de ellos un ridículo y pálido enjambre de rabietas y berrinches. Nadie podía negar su inusitado talento para el verso soez, los remates y las chanzas, pero cierto era que muchas de sus presentaciones solían romper en grandes escándalos, pues ningún chisme o rumor se guardaba para sí, ni era incapaz de reírse de sí mismo o de sus seguidores. Tal fama había hecho de Susarión un hombre tan elogiado como repudiado. Este montón de indignados, en el que se contaban varios nobles y magistrados víctimas de sus versos, habían dado a él y a sus fieles seguidores un mote ignominioso: «Los Farsantes». Se quejaban también de su estilo de vida, acusándolos de incurrir en una odiosa holgazanería, y alegaban que tal arte poético era indigno de los dioses, que sólo ameritaba una censura permanente. Por respuesta, Susarión los apodó “narices flácidas” y asertó en muchas oportunidades que tenían nalgas en lugar de mejillas. En adición, los acusó de malinterpretar o de extraviar por completo la esencia de su magnífico talento y estilo. Para ello, se justificaba diciendo que “ante una montaña de oro, gemas y joyas, los asnos y los cerdos no verán más que paja, farro y desechos, por tanto era más sensato esperar de estos animales lo que es propio de ellos: patadones y flatulencias”. Con todo, Susarión se ufanaba de poseer entre manos una revolucionaria forma de arte: la komoidía.

Fue en una plaza de Mégara donde había tenido lugar su último espectáculo en ocasión de una fiesta popular en honor a Dionisos, auspiciada y conducida por el mismo Teágenes. El tirano, por naturaleza, no era un hombre presto a la diversión, a la juerga y a las chanzas, sino más bien obsesionado por el control, el bruto dominio y la sumisión de sus súbditos y aduladores; adulación que pretendía extender por toda la región. Sin embargo, dada su labrada reputación provocadora, y pese a las advertencias, Susarión no tuvo escrúpulos al momento de tomar presos de su lengua a los amigos y familiares de Teágenes. De hecho, mientras algunos reían, a punto estuvo de lanzar unos versos intolerables contra el tirano, que interrumpió la fiesta para ordenar su inmediata detención y la de sus discípulos. Esa noche, el regente, injuriado, decidió ejercer crueles torturas contra todos ellos. A quienes imprecaron a los verdugos se les arrancó la lengua, a otros cabellos, a otros dientes, a otros uñas o dedos, y a otros infortunados les atrofiaron algún miembro. Al día siguiente, sin juicio mediante, el tirano decretó su expulsión de Mégara, y amenazó con severos y símiles castigos a quienes ofrezcan asistencia u hospedaje a los desterrados.

Con esta acción Teágenes pretendió el cese de sus actividades, pero, muy lejos de eso, llevó a Susarión a ser enaltecido como cabecilla de un grupo de insurgentes desprovistos de tierra y ávidos de venganza. Por el contrario: se mostraban muy orgullosos de sus cicatrices, pues simbolizaban su triunfo; habían logrado su cometido al irritar con crudas verdades a muchos poderosos. Ahora éstos vivían de forma precaria, como salvajes montaraces, lejos de las ciudades y en su propia ley —si es que tenían alguna— y habitaban diversas cuevas del monte Citerón. Tal era su encono contra el régimen del tirano y tan irreverente su prédica hacia toda norma moral que la necesidad los llevó a confeccionar rústicas armas y a incursionar en una vida de pillaje y vandalismo. Habían robado bueyes de campos aledaños, expoliado riquezas de algunos santuarios en démos limítrofes e interceptado comitivas de políticos megarenses para sabotear sus diligencias. Así se volvieron reputados criminales del camino, muy temidos y peligrosos. Pero no sólo se involucraron en actos de hurto y latrocinio, sino también en crímenes de sangre. Ya habían sido muertos por Los Farsantes algunos regentes de ciudades menores, legisladores y magistrados megarenses; un total de cinco hombres que tenían una cualidad en común: todos eran profesos aduladores al servicio de Teágenes.

Atacaban en grupo, intrépidos e impredecibles, como las manadas de lobos en las montañas, en áreas rurales despejadas, si bien sus formas eran algo más extravagantes e, incluso, pavorosas. Solían portar máscaras de algún dáimon grotesco y emitían en coro chirriantes alaridos, mientras saltaban feroces sobre sus víctimas y las robaban o mataban. En ocasiones culminaban sus gestas con actos provocadores. Tal había sido el caso de un magistrado rico y corrupto, al que ataron su cadáver desnudo al vientre de su caballo, vistieron al animal con sus prendas y así lo libraron al galope en torno a las murallas de su ciudad. De todos modos, al ser un grupo muy reducido, no llegaban a inquietar a Teágenes y, a no sea que invadan su territorio o provoquen una afrenta mayor, no tendrían oportunidad de evitar la masacre a manos de sus huestes. «No son más que moscas erráticas, insignificantes, en torno al poderío de un terrible jabalí», se oyó decir al tirano.

Llegado Susarión al punto, el eumólpida y el escita ya oían sobre sus cabezas los resonantes pasos del poeta, sus hondos suspiros merced al fatigoso arrastre de las redes. Cuando lo sintieron tropezar contra el cordel, Anacarsis cortó las sólidas amarras y la roca que fungía de contrapeso cedió abrupta hacia el vacío. Oculto por las hojas del suelo, se accionó entonces el lazo circular que rodeaba al poeta desprevenido. Le enredó ambas piernas y lo tumbó sobre la tierra. Sintió, de repente, una tremenda fuerza impulsándolo por los pies, elevándolo cabeza abajo, hasta colgar así de una robusta rama de la enorme encina. Quedó suspendido en el aire, a los gritos, agitando sus larguísimos brazos que le caían vencidos desde los hombros.

—¡Eureka! —exclamó Anacarsis mientras abandonaba el escondrijo, festejando el éxito de la cacería.

Desoyendo las maldiciones de aquel hombre, los cazadores se apresuraron en inmovilizarle los brazos. Por las muñecas le unieron ambos miembros con un lazo inviolable, previamente confeccionado por el astuto escita.

—¿Quiénes son ustedes? ¡Limpiaculos de Teágenes! ¡Perros advenedizos! ¿Saben acaso a quien han capturado, miserables sacos de huesos?

—Sin ánimos de irritarte, grandulón, ¿sabes quién, ahora mismo, más se asemeja a un saco de huesos? —se burló Anacarsis, que, al contrario de Nicias, mucho se divertía con la situación.

—Oh, ¿qué quieren de este humilde poeta que sólo busca el reconocimiento de su genio? ¡Ay, desdichado de mí! ¡Qué caro me ha costado este gran talento!

—¡Ah, pero si hemos capturado al mismísimo Homero! —exclamó el escita con patente sarcasmo—. ¿Qué precio estimas que nos valga esta robusta cabeza? —le amenazó, acercándose al enrojecido e inflamado rostro de Susarión.

—¡Yo me meo sobre Homero y todas sus musas! —Rebuznó el poeta irreverente.

—¡Tarde o temprano tú acabarás meado sobre tí mismo, bocazas insensato! —le espetó Nicias con un coraje demasiado fingido.

—¡Ay! ¡Que Momo los castigue! ¡Que los hunda en la insufrible vergüenza y que no hallen abrigo hasta perder de a jirones todo el sano juicio! —Tal maldecía el poeta escupiendo incontrolables espumas de rabia.

—Deberíamos hacer algo con esta cerca de dientes.

Tal sugirió el escita, que hizo un gesto a Nicias para que le entregase en manos un andrajo sucio. Con éste procedió a amordazarle por la mandíbula, dándole varias vueltas a su cabeza. Y a merced de él estaba Susarión, cuyas maldiciones y rabietas se degradaron de pronto en estertores incomprensibles. Ahora, sin más interrupciones, el escita se dispuso a hablarle muy serenado, con palabras y pausas que parecían aguijones, como tanteando o jugueteando, acaso, con la desesperación de la víctima.

—Éste es el trato, mi afamado amigo. Asesinos no somos, por lo menos en la mayor parte del día. Tampoco somos hombres serviles a tu querido rey Teágenes. Primero, como es cortesía en mi tierra, me presento ante tí. Yo soy Anacarsis, un humilde labriego de Atenas, y este muy apuesto joven es Nicias, mi… —carraspeó— porquero y asistente personal. A nuestros oídos llegó que tú, Susarión, hijo de Filino, comandas a Los Farsantes, unos reputados holgazanes que te ayudan a perpetrar tus muchas fechorías. Pero, lo que hallamos más interesante, ambos tenemos un común enemigo. Es por esta razón que, junto a mi apuesto compañero de aventuras, pensamos que sería buena idea que Los Farsantes se dejen de jugar a las guerrillas y se dispongan, de una buena vez, a tomar al toro por las astas…

En ese momento, Anacarsis detuvo su plática, pues su presa comenzó a encogerse de hombros y a contraer el pecho con brusquedad. Para sorpresa del escita, lo que el hombre regurgitaba eran carcajadas. Le retiró entonces la mordaza, apenas dejando sus labios al descubierto, y esto espetó Susarión:

—¡Los Farsantes! ¡Cuánta estulticia la de mis detractores! Podrán esmerarse mil vidas y no hallarían aún mote más ridículo e irrisorio. ¡Con detractores como éstos sólo puedo regocijarme en mis hazañas! Sólo un mentecato puede así referirse a mis niños y a mí… ¡Somos los Hijos de Momo, el de lengua y mente agudas, y, tal como él del Olimpo, nosotros pagamos con el exilio las ofensas de esos insensatos, incapaces de comprender las artes del ingenio y la mordacidad!

—¿Disponen, entonces, los Hijos de Momo algún resquicio de razón? ¿O son, acaso, unos necios sin remedio como tú? —tomó la palabra Nicias—. Nosotros venimos de parte de Solón de Atenas, un noble que tiene por enemigo al mismo que ha vituperado a los Hijos de Momo y los ha condenado a vagar por tierras sin ley. Lo que buscamos aquí es tu amistad, en favor de destronar al tirano.

—¡Púdrete! —lo interrumpió Susarión—. ¡Los Hijos de Momo no pactamos con nadie! ¡Y menos con mentirosos! Tú, tal vez. Pero aquél —miró a Anacarsis— ¡tiene de griego lo que una puta de virgen! Mas parece tener el aspecto y el acento de mis niños escitas, a quienes libré de la penosa esclavitud que sufrían en la odiosa Mégara.

—Si tan sólo cierras tu hocico y te limitas a escuchar y a razonar sobre nuestra propuesta, los Hijos de Momo tendrán un porvenir auspicioso y menos ignominioso. De lo contrario, serás tú quien se pudra aquí, colgado hasta que el resplandor de la nieve abrase toda tu piel y te drene el cerebro por las narices.

—¡Ay, los maldigo! ¡Qué crueldad ejercen contra este gran poeta! ¡Sólo bastará con que un grupo de mis hijos los importune por aquí muy pronto y los castigue por esta ultranza: les darán caza como a las alimañas y los desollarán vivos!

Por respuesta, Anacarsis gesticuló a Nicias y ambos procedieron a verter negro aceite desde unos odres en torno al perímetro del suceso. Chispearon las piedras y un flamígero anillo de fuego comenzó a arder con voracidad bloqueando todo acceso al estrecho paso del sendero montañés.

—¿De qué te es útil ahora tu ingenio, grandulón, cuando la pericia de mis manos se impone al arte de tu labia? —espetó Anacarsis—. ¿Acaso me fulminarás con uno de tus descarnados yambos? ¡Aún hay más: presta atención!…

Y diciendo esto, entre risas, el escita tironeó de otro cordel. Se accionó entonces un deliberado movimiento de las ramas de la gran encina, pues muy ingeniosa e infalible era su trampa basculante, y el cuerpo de Susarión se trasladó por los aires hasta quedar pendiendo por encima de la vertiente que daba al vacío. A esto gritaba el poeta:

—¡Ay, por Dionisos, dios mío, y por todas sus rameras! ¡Sáquenme de aquí!

—¿Qué haremos con él? —dijo Nicias, lanzando una grave mirada al escita.

—Lo sacudiremos un tiempo más, como se curte el duro cuero, hasta ablandar de a poco su voluntad.

—Si es que aún tiene algo de hombre detrás de esas fauces…

Anacarsis repitió algunas veces más el proceso, a la vez que Susarión berreaba como una bestia. Luego volvió a conducirlo moviendo los cordeles hasta mitad del sendero. Una vez allí, Nicias insistió en disuadir al poeta de sus salvajes modales, sólo recibiendo a cambio otra serie de rabietas y maldiciones, hilvanando insultos hilarantes.

—¡Ah! —exclamó entonces Anacarsis con el rostro iluminado, como si un ardid hubiera fecundado su mente—. Está bien, grandulón. Tenemos la grandeza de admitir que no hemos sido del todo honestos contigo. Esta es la verdad: Nicias es, en realidad, un hombre sagrado. Es un eupátrida. Su sangre es eumólpida y oficia como hierofante en Eleusis, y mucho sabe de tus infortunios en Mégara. Yo, en cambio, pertenezco a la estirpe noble de Escitia. Y mucho conozco de esas colonias megarenses que se asentaron en nuestras costas bañadas por el Ponto Euxino, que llevaron la ruina a parte de mis gentes y a otros llevaron prisioneros hasta el puerto de Nisea a servir como esclavos en tus ciudades. Si alguno de esos cuentan hoy entre los Hijos de Momo, les será grato oír que estarán sirviendo también a un príncipe de su lejana patria.

—¡Si tú eres un príncipe, entonces yo soy el mismísimo Príapo! —se regocijó Susarión en más carcajadas interminables.

—Abre bien tus ojos, entonces.

Tal le respondió el escita y soltó las amarras que herían y comprimían el cuerpo invertido del poeta. Susarión cayó al suelo y rodó sobre sí mismo aún privado de sus movimientos; empero, un gran alivio lo invadió al sentir cómo la sangre volvía a irrigar sus músculos y miembros. Retiróse entonces Anacarsis los ropajes que cubrían su cuerpo y le exhibió todo su pigmentado torso al incrédulo poeta. Aquellas eran las artes bárbaras que practicaban los pueblos escitas, y muy bien las reconocía Susarión en muchos de los esclavos en Mégara que las portaban en su piel. Sin embargo, los diseños que ahora contemplaba, tanto más elaborados y refinados, acreditaban la pertenencia a la casta gobernante de los Saurómatas. Lo que ignoraba era que este príncipe bárbaro había desertado por voluntad propia en pos de viajar y expandir sus conocimientos; por lo que se tragó sus propias palabras y, finalmente, vencido y humillado, pareció doblegarse su juicio. Atinó a levantarse del suelo para pronunciar palabra, pero tanto había sido su empeño que su cuerpo convulsionado no soportó el esfuerzo; oscura sangre le brotó de la nariz, las rodillas se volvieron trémulas, la vista se le ennegreció y desfalleció inconsciente sobre el sendero.

—¿Crees que ha sido suficiente sorpresa? —acotó, venturoso, el escita.

—Perfecto —farfulló Nicias—. Un poeta holgazán y displicente; y un príncipe sarcástico y libertino. ¿Qué mejor compañía podía pedir en este remoto sitio?

—¡O’ maravilloso! —exclamó Anacarsis—. ¡Un sacerdote serio y aburrido poniéndose sarcástico! ¡Esto es algo que no sucede todos los días!

—Quizás porque mucho me estuve reuniendo contigo. Estimo que tú, mas no yo, podrías llevarte muy bien con este grandulón…

Tal conversaban mientras arrastraban el cuerpo de Susarión hasta un cercano refugio natural de piedra. Allí esperaron que el poeta recobrara la conciencia. No desearon dejarlo sin su desayuno, por lo que abrasaron sus presas y mezclaron el dulce vino, no deseando incurrir en más hostilidades. Ni bien regresó Susarión de su oscuro sueño, Nicias desplegó un papiro, y con articulada voz lo leyó:

«Yo, Solón de Atenas, hijo de Euforión, del clan medóntida, honraré a Susarión y a sus adeptos si aceptan y juran de palabra prestar el debido servicio solicitado por mi causa. Los días de odiosa errancia a la que fueron sometidos por decreto de Teágenes llegarán a término al tiempo que culmine la meditada gesta. Porque existe en Ática una tierra provechosa a la que referimos como el démo de Icarion, ubicada al norte del monte Pentélico y detrás del Parnés, que abunda en higueras, en olivos y viñas, donde se les proveerá asilo y plenos derechos, en tanto se atengan de la vida delictiva y no vulneren de ningún otro modo las leyes que imperan en suelo ático. Se les otorgará, además, una pareja de cabras, macho y hembra respectivamente, para que hagan servir a voluntad; una mula o un asno por cada tres varones mayores de treinta años; y un gallo o gallina por cada mujer en edad casadera. Allí, libre de represalias, en comunión con los dioses y en loor de Dionisos, Susarión y sus hijos podrán seguir cultivando las artes que fueron censuradas en su tierra, y Atenas las acogerá de buen grado.»

Tal habló el eumólpida y Anacarsis retiró la mordaza que por precaución habían colocado al poeta. Ni bien liberó sus labios esto repuso el oriundo de Tripodisco:

—¿Por qué no ha venido el tal Solón con sus propios pies? ¿Es acaso un cobarde o ¡ah! los ha perdido en alguna alocada juerga? ¡He asistido a muchas de ésas!

—Solón ha zarpado a Creta en una de sus importantes diligencias —respondió Nicias—. Y, además, el tiempo apremia, Susarión.

—¿Qué garantías tenemos los Hijos de Momo de que todo cuanto ha escrito ha también de cumplirse?

—Si los dioses nos conceden el éxito en esta gesta, los ciudadanos de Atenas elevarán a Solón al arcontado epónimo. Sus leyes tendrán asidero en todo el territorio y él mismo supervisará el proceso, que, por ser ilustre, muy capacitado está para esta empresa.

—¿Qué suerte correrá el puerco Teágenes? ¿No es de lo que se trata todo esto?

—Ese asunto quedará librado al gusto de sus opositores; lo cual, por supuesto, te incluye. Sabemos que su tiranía es vulnerable si sabemos cómo atacarla. Otra embajada, ahora mismo, se ha enviado a la isla de Calauria, cuna de la anfictionía entre Atenas, Egina y Epidauro. Ahí Drópides, insigne eupátrida, tendrá audiencia con el megarense Zeuxipo, a quien quizás conozcas o por nombre o por fama, ese antiguo oikistés en Propontis y hoy allí exiliado, después de vituperar al tirano con loables razones.

—¡Ese verraco, Teágenes, tiene ojos hasta en el recto! ¡Se mueve como un pulpo con tentáculos hacia todos sus lados! ¡Se cuida tanto de sus sentencias que las corta con navaja! Sólo vive y respira para estar al pendiente de que todo en redor suyo se cumpla según su voluntad. ¿Cómo piensan los atenienses empujarlo al abismo hasta obligarlo a dar un paso en falso? ¿O es que acaso proponen una guerra abierta contra Mégara? ¡Que yo sepa, ningún oráculo decretó tal cosa!

—En realidad, mi querido amigo —tomó la palabra Anacarsis—, nadie en Atenas está todavía al tanto de esta gesta. Es por esto que te buscamos a tí. Digamos que estamos tan desplazados como tú y tus… niños. Nuestro secreto es precisamente ése: la discreción. Bastará con decirte que uno de los nuestros se infiltrará entre los consejeros de Teágenes y endulzará sus oídos con seductoras propuestas. Pero todo cuanto necesites saber sobre tu acción y la de tus hombres te será revelado en tanto, ahora, aceptes de mi copa este dulcísimo vino, y brindemos en cordial acuerdo. ¿Qué dices, grandulón? ¿Crees que seremos buenos amigos?

—Ay —dijo Susarión—, de alguna manera me resultan irresistibles tus encantos, príncipe. Aceptaré este acuerdo en la medida que seamos capaces de propiciar a Teágenes el triple de la humillación que hoy me has hecho padecer.

—¡Tenlo por cierto, pues! —sentenció Anacarsis elevando su copa—. ¡Digamos que Teágenes se limpiará el culo con tallos muy espinosos!

Tal dijo y mucho agradó al poeta, que prorrumpió en carcajadas, por lo que desataron las amarras y así brindaron en complicidad Anacarsis, Nicias y Susarión.

II

A todo esto, mientras el astuto escita y el eumólpida se ganaban el muy caro favor de los esquivos Hijos de Momo, Drópides, el intachable rector, acompañado de sus jóvenes sirvientes, atracaba su nave en las preciosas costas de Calauria con intenciones de seguir ensanchando las filas de la conjura.

Acudía con el propósito de auditar con Zeuxipo, el mudo, un navarca megarense ahora desterrado, docto en la guerra por mar. Éste, en su juventud, fue apodado ‘el niño de oro’, pues junto a su padre fundaron algunas colonias y habían disputado y asegurado el dominio de muchas otras. Entre estas contaban Ástaco en Bitinia; Calcedonia, Mirlea, Cícico y Heraclea Póntica en torno al mar de Propontis; Selimbria y Perinto en las costas de Tracia; pero, en concreto, habían asegurado la riquísima Bizancio, ubicada en el cuerno de oro del paso del Bósforo. Tutelada por Hera, esta espléndida y codiciada ciudad capitalizaba todos los impuestos de las naves que cruzaban el estrecho, donde antaño se ubicaban las Simplégades, rocas monstruosas que, en su periplo, Jasón y los argonautas derrotaron, separándolas por la eternidad y abriendo ruta a los helenos a la exploración de todo el Ponto Euxino.

Tal como sus aliadas Mileto y Corinto, Mégara ostentaba un gran predominio en aquellas zonas, pues, en estos días, estas tres metrópolis eran las más prósperas de toda la Hélade. También en Sicilia y en Italia, en el Metaponto, prosperaban las colonias de Selinunte, Tapso y Mégara Hiblea, en donde el propio Teágenes y sus huestes habían tenido una participación decisiva en asegurar su control.

Tanto se ufanaba el tirano de sus hazañas bélicas que Zeuxipo y su padre, en principio muy leales a él, se sintieron menospreciados por sus logros. Pues, mientras Teágenes estaba muy ocupado erradicando las guerras intestinas del corazón de Mégara, esas que se suscitaban entre heterías y bandos aristócratas, y pavimentaba su ascenso al poder agradando al campesinado con suntuosas fiestas e instituyendo sus cultos en la ciudad, los oikistés libraban una vida lejana en los frentes de batalla, cuyos onerosos éxitos sustentaban los gastos de todas sus ceremoniosas acciones cívicas y políticas.

Con el tiempo, las relaciones entre Teágenes y la familia del oikistés habíanse tornado peligrosamente ríspidas. A la sazón, Zeuxipo era aún joven, y Teágenes sabía que en la medida que el Niño De Oro creciera, llegaría un día a disputarle el poder y a significar una auténtica amenaza a su tiranía.

Fue en ocasión de un festín cuando el padre de éste, respaldado por sus hombres, increpó al tirano con sus razones. Lo acusó de vanagloriarse en demasía por sus conquistas en Megáride y en Sicilia, mientras que ‘miraba por encima del hombro’ las agobiantes labores que ellos dirigían en las colonias de Propontis, y que ni sus botines ni los tributos que percibían cubrían una décima de sus riquezas. Al oírlo, Teágenes lo reprendió de esta suerte: «Te jactas de valeroso y vituperas mis riquezas por malhabidas, pero tú mantienes a raya bárbaros escitas, tracios o cimerios; y yo etruscos, umbros y sabinos, que son, por mucho, tribus más poderosas».

Fue entonces que el tirano ingenió una treta para apartarlos del poder y erradicar cualquier influencia que éstos puedan ejercer. Con la excusa de poner a prueba su valía los exhortó a medir fuerzas contra los espartanos de Tarento, en el Metaponto, asegurándoles que si los batallones atacaban ordenadamente avanzando por las costas del Este, llegarían al cabo a tomar sus ciudades y cosecharían gran prestigio. Así hicieron Zeuxipo, el niño de oro, con su padre y sus huestes megarenses, que hacia allí zarparon, ignorando que Teágenes, en su estrategia, había omitido información de forma deliberada.

Atracaron las naves e ingresaron entonces por el Este. Saquearon los poblados aledaños. Pero ni bien divisaron la ciudad de Tarento notaron las flamantes fortificaciones que se erguían por aquél flanco y a los ordenados batallones enemigos esperándolos en guardia. Tal lo pretendido por Teágenes, los hombres entonces incurrieron en la funesta duda: se dirimían entre cargar valientemente contra las fuerzas enemigas o replegarse hasta las naves, pues juzgaron que no les sería posible pasar sobre ellos y franquear las enormes murallas. Pero fue demasiado tarde: la calamidad ya se había desatado por retaguardia. El tirano también omitió que aquellos aguerridos habitantes no eran, en concreto, ciudadanos de Esparta, sino renegados, hombres libres iniciados en la inexpugnable falange hoplítica, expertos en el arte de guerra por tierra y en el marcial combate; quizás más feroces, si cabe, que los propios espartanos, pues cargaban sus valientes corazones con angustias y orgullo. Sufrieron así los megarenses una penosa derrota. El batallón fue diezmado, y entre los caídos contaba el padre del propio Zeuxipo.

Habiendo huído de las negras parcas, después de sortear muchas penurias en la mar y de perder gran parte de su flota, el oikistés regresó a Mégara. Allí imprecó de palabra al tirano; lo tachó de imprudente y le inculpó el hecho de haberlos enviado en una misión suicida. Por respuesta Teágenes acusó a Zeuxipo de insubordinación y de insolencia, dos penas que, a su juicio, ameritaban dos castigos muy certeros: exilio perpetuo, por un lado, y, por el otro, extirpación de lengua; cuya oculta intención consistía en que el desdichado navarca no pudiera jamás poner en palabras su infortunio. En adición, con los bienes confiscados a su familia, entre los que contaban un trirreme y dos pentecónteros, el tirano lo destinó todo al pueblo: embelleció los espacios públicos de Mégara, levantó magníficos templos y edificios y también una envidiable fuente en el centro de la pólis, famosa por su tamaño y la calidad ornamental de sus columnas.

En tanto a Zeuxipo, ya caído en desgracia, se vio obligado a refugiarse en Calauria, donde el grueso de sus hombres le siguieron. En esta isla montañosa consagrada a Poseidón, frente a las costas de Epidauro, región que regentaba Procles, el progenitor de la bella Melisa, podía mantenerse a resguardo, puesto que era un sitio de reunión protegido por la Anfictionía de los Minias, una liga de estados que proponía deliberar cordiales relaciones comerciales y políticas entre Atenas, Epidauro, Egina, Orcómeno y otras ciudades menores de Argólide. Ahí Mégara se mantenía ajena a toda clase de potestades; por tanto no había posibilidades de sufrir más persecución u hostigamiento por parte del régimen de Teágenes. Ahora, el mudo pasaba sus amargos días como obrero en un astillero en mitad de la isla, no muy lejos del esplendente templo de Poseidón, donde recibía una modesta paga por sus servicios.

Todo esto era lo que sabía Nicias, que oficiando en Eleusis tenía un oído en Megáride y el otro en Ática. Tanto la suerte de Susarión como la de Zeuxipo eran puntos vulnerables de la tiranía de Teágenes que los sabios podían emplear a su favor. Pero ¿qué negociarían con aquél desprovisto de lengua y que, a diferencia del displicente Susarión, aún albergaba en su corazón el orgullo de la grandeza megarense de los tiempos precedentes al tirano?

Todo esto se debatía en la mente el ilustre Drópides, que se presentó en Calauria como un magistrado ateniense, un emisario dispuesto a negociar acuerdos inconclusos de la vieja y penosa guerra que libraron Atenas y Egina. Ni bien sorteó esos tratos, envió a uno de sus jóvenes domésticos a buscar el astillero donde hallar a Zeuxipo y sus hombres, con la excusa de haber tropezado la nave contra unos escollos; averías que amenazaban el prudente retorno por mar a Atenas.

Al poco tiempo ya desplegaban el desdichado Zeuxipo y sus hombres la labor del músculo reforzando los maderos del casco. Mucho se sorprendió el mudo al ser convocado por un magistrado ateniense al interior de cubierta de la nave. Al presentarse ante él en la bodega, se deslumbró de los lujosos anillos que portaban sus nutridos dedos y de la rutilante túnica que lo investía. Al advertirlo, entonces, de esta suerte le habló el eupátrida, exhibiendo una cordial y amistosa sonrisa:

—¡Zeuxipo, el niño de oro!… De haber tenido otra suerte tú estarías portando alhajas y prendas de esta prez. Demás está decirte que ya conozco enteramente la historia de tu desgracia; un hombre de mi posición no gastaría un ápice de su valioso tiempo en venir aquí en vano. Quizás pienses que los dioses no te han favorecido, que fueron crueles contigo. Pero vengo a anunciarte que aún te sonríen, que no te han desamparado. Todavía puedes reclamar la gloria que te ha sido arrebatada. Sírveme a mí, Drópides de Atenas, que la sangre antigua de Codro inunda mis venas, y también te estarás sirviendo a tí mismo. Tú no tienes lengua, lo que te vuelve un perfecto aliado para mi causa; porque aún dispones de ojos, oídos, destreza en tus músculos, un juicio sensato y el corazón valeroso de un guerrero, ¿o me equivoco?

El mudo, que conservaba una complexión robusta y en cuyo rostro ya curtía la piel de la segunda adultez, se limitó a asentir con extrañeza. Esgrimió una mirada que dejó entrever su interés y, sin apartarle sus ojos grises, inclinó un tanto su cuerpo. Drópides entonces fue al punto de la audiencia, discurriendo en la simpleza que precisaba la situación. Caminó hacia una de las aberturas de los remeros, señaló al Levante, sobre el purpúreo horizonte de la mar, y así le habló:

—Allá está Atenas, mi patria —dijo, indicando su lejana posición a través del Golfo Sarónico—. Allí —movió un tanto la posición de su brazo—, a espaldas de Egina, está Salamina. Allí —desplazó algo más su derecha— está el puerto de Nisea; y, más allá, la oprobiosa Mégara, aún regentada por aquél que tanto duelo te ha causado. Pero para llegar hasta allí, primero, debo asegurar aquí —atrasó su brazo hasta la posición de Salamina—. Y esa, amigo mío, es tu ruta hacia la gloria. Con la llegada de la primavera un súbito estrépito sacudirá esas tierras. Sonará el chasquido de las armas y broqueles y el clamor de hombres aptos y tenaces, hombres con el pecho henchido de justicia. Está entre mis potestades poder armar hasta una centena de esos hombres, proveer un veloz bajel y tres cuadrigas de corceles. ¿Dispone aún Zeuxipo, alguna vez referido como ‘el niño de oro’, de esos hombres que vengo a buscar? ¿O acaso tales recuerdos yacen perdidos entre las fatigas de la curtiembre de tu piel?

Un torbellino de sentimientos acosó el corazón de Zeuxipo. Sus ojos, que eran como el vidrio, se empañaron y hasta parecieron encenderse en múltiples tonalidades. Golpeóse el pecho con vehemencia e interrumpió el proceso de Drópides volviéndose hacia atrás y emitiendo un confuso y gutural sonido —¡Xhk…!—, seguido de un alarido sórdido e informe que, a juicio primero, sonaba desgarrador.

Presentóse un hombre a su lado; a él parecía haber convocado. Aquél hizo una reverencia y dijo llevar por nombre Skoura —tal había atinado a pronunciar el mudo—. A la vista tenían similar edad y parecían cargar sus pieles y sus ojos con la misma suerte funesta. Zeuxipo entrecruzó graves miradas con él mientras le dirigía sucesivos gestos con ambos brazos; movía ágilmente sus dedos, abría y cerraba sus puños, y acompañaba esas muecas de cortas vocales sueltas. Al culminar, el segundo habló entonces a Drópides:

—Zeuxipo desea saber si sos vos, señor, un hombre de guerra.

—En mi juventud —aceptó el eupátrida—. Tracia… Jonia… Beocia… Codo a codo combatí junto al famoso Frinón, de estentórea voz, mortífero con su lanza. Muy pronto mi patria me necesitó en las magistraturas, donde, tal como en la guerra, se hace del engaño un arte, se busca atacar el defecto del enemigo; sólo que allí las arduas batallas se valen de palabras y se libran entre la mente y el corazón.

Lanzó Zeuxipo otra serie de gestos y estertores a Skoura, que así habló después:

—Zeuxipo dice no aceptar órdenes de hombres sin experiencia…

El agraciado rostro de Drópides se tornó adusto, frunció el ceño y esto le dijo:

—Cuando la oportunidad de la redención toca tu puerta, amigo, insensato sería que la dejes pasar; pues ni siquiera has escuchado lo que vengo a ofrecerte. De lo contrario me iré tal como he llegado. Y tú terminarás tus días aquí, en un astillero, lamentando tus hados a sabiendas que podrías haber reclamado justicia.

El mudo agravó su expresión; sus ojos volvieron a tornarse grisáceos. Intercambió más quejas y muecas manuales con su hombre, que así los tradujo:

—Zeuxipo se pregunta: «Si Atenas no proporciona de sus propios hombres, ¿qué clase de guerra es ésta que vienes a proponer?»

El mudo asintió y convalidó. El eupátrida se dispuso a responder:

—La razón es sencilla: el poder de Atenas ha vetado por ley la posibilidad de incursionar en armas en Salamina. No hay oráculo al que obedecer. Por lo que no será una guerra numerosa y en campo abierto, sino una guerra señuelo. El éxito quedará garantizado en tanto primen la discreción y la astucia. Se nutrirá de tres frentes de avanzada, y se acudirá a una estrategia de pinzas. Y, por lo que veo, aún tienes la voluntad de conducir. Eso nos es muy provechoso, porque lo que vengo a ofrecerte, amigo, es la conducción de uno de esos frentes, como tú lo veas propicio. Proveerás refuerzos a la retaguardia ateniense mientras mis hombres toman y recuperan el corazón de Salamina. Allí, si la fortuna te sonríe, tendrás ante tus ojos al causante de todos tus males.

Tal escuchó y un destello asesino recorrió el ojo de Zeuxipo, y Drópides mucho se complació al advertir que el rencor aún le carcomía el corazón; tal sentimiento podía trocar en devastadora furia. Después de deliberar una vez más el mudo y su confidente con ágiles señas y miradas, ésto preguntó Skoura:

—¿Qué pretensiones tiene Atenas sobre Mégara?

—Salamina es la única pretensión de Atenas. La suerte de Mégara quedará al arbitrio de sus propios ciudadanos.

Entonces el mudo dirigió nuevas señas a Skoura, que esto dijo:

—Zeuxipo desea saber, entonces, a quién servís vos, señor.

—Eres sagaz —asertó Drópides mirando al mudo, maravillado por su mente, y procedió a responderle—. Sirvo a Solón. Un hombre no mayor que yo en sangre y en linaje, aunque me supera por mucho en juicio y en prudencia. Legisló durante un tiempo, pero hace años que el poder de Atenas decidió apartarlo del centro, pues prefieren persistir aún en la peste en tanto conserven sus propios privilegios. Es Solón esa purga, a quien hoy considero el único ateniense capaz de brindar concordia y prosperidad al pueblo. A veces, Zeuxipo, reconocer las virtudes en el otro es también parte de la grandeza.

—¿Qué aspiraciones tiene este hombre en Salamina? —dijo Skoura, después de interpretar los gestos de Zeuxipo.

—La razón es tan loable como cierta: Salamina es su suelo natal.

El mudo volvió a dirigirse a su hombre. Esta vez, sus gestos y estertores eran harto más vehementes. Entre roncos sonidos chocó ambos puños algunas veces y sacudió sus manos llevándolas a la cabeza y al cuello. Skoura le respondió de la misma suerte, como si hubiese entre ellos algún punto en discusión. Al terminar giró hacia Drópides, dio un suspiro, y esto sentenció:

—Zeuxipo, entonces, se complacerá en servir a cualquier hombre que le garantice llevarlo frente al cuerpo de Teágenes…

Los hombres entonces mucho se agradaron con las miradas. Sin más dilación Drópides les exhibió un papiro que contenía previos bocetos confeccionados de la estrategia y los puso al corriente de las formas del agón. Se enteró también que la mitad de los hombres que oficiaban en el astillero de Calauria eran remanentes de su batallón diezmado, mientras que otros habían desertado, pues tenían familias y oficios allá en las colonias de Propontis, y otros habíanse volcado a la piratería. No llegaban a cubrir cien hombres, por lo que Drópides los exhortó a reclamar sus voluntades. Les avisó además que Nicandro, el hombre de Hipócrates, vendría por ellos muy pronto a deliberarles más instrucciones, y así, satisfecho su corazón, el cauteloso eupátrida emprendió el regreso a Atenas.

III

Muy lejos de allí, surcando el proceloso mar, una expedición mucho más fatigosa e inquietante estaban por afrontar los sabios Pítaco y Solón.

La travesía había comenzado en un puerto de Andros, llegados en un navío mercante de esclavos zarpando desde Falero la noche anterior. Allí invirtieron preciadas monedas en comprar algunos favores de laboriosos hombres, de largo conocidos por Solón en su vida mercante, buscando la embarcación más propicia para navegar hasta la lejana Creta. Se hicieron entonces de información auspiciosa: en el puerto de Minoa, en la isla egea de Amorgos, se estaba preparando una lujosa nave que regresaría en unos días a Egipto cargada con sacras reliquias de esas tierras, deliberando antes unas comisiones a los Kosmoi, un partido de ricos magistrados cretenses, atracando en sus costas.

—Porque mucho te conozco, Solón —le dijo uno de los ricos comerciantes, por nombre Sóstrato de Egina—, y sé que eres varón de mente recta y palabra sabia, ésto te diré: al cabo tenía que presentarme yo ahí con dos laboriosos tripulantes míos, pero si tú estás dispuesto a cubrir la misma paga que recibiré por ellos, éstos dos pedrejones te daré en permuta, que son de fayenza egipcia, las únicas que dispongo, y serán tu permiso de embarque. Tú tendrás tu seguro cruce hasta Creta, y yo mis arcas equilibradas.

Tal habló y, sin dar mucha cavilación, los sabios honraron el trato.

Pero antes a embarcar, Pítaco y Solón precisaban llevar consigo algunos objetos que juzgaban valiosos para el periplo. Valiéndose de sus artes, pues Pítaco cargaba su piel de oso, se infiltraron en un navío en dirección a Quíos so pretexto de ser reputados domadores de bestias. Adujeron buscar dar captura a una pareja de oseznos para llevar en embajada a un codicioso sátrapa lidio; pues muy famosas eran las feraces laderas de los bosques quiotas, donde merodeaban en abundancia distinguidos ejemplares de estas bestias de Ártemis, que salían a dar caza a espléndidos ciervos, como avispas y abejorros merodean en redor de una melífera colmena. Una vez atracaron en el puerto de la homónima pólis, partieron a pie hacia otro más pequeño ubicado en la costa norte de la isla; ya dos días con sus noches habían rodado sobre ellos.

Desde esa ensenada de Quíos, muy cercana a una humilde aldea de pescadores, muchas modestas naves partían seguras hacia Mitilene, un trayecto corto, por lo que compraron la voluntad de un comerciante de aparejos para que los lleve consigo y los deposite en el pueblo de Hiera, lo suficientemente alejados de Mitilene, no sea que a Pítaco lo importunasen los magistrados de su pólis y le exijan explicaciones de sus secretas diligencias. Una vez allí encomendaron al comerciante la tarea de llevar al puerto de Mitilene un recado dirigido a Irana con prudentes instrucciones.

Tal lo dicho, y según su mensaje, a las pocas horas compareció ante ellos Irana, de lozanas mejillas y vivaces ojos. No lo hizo en soledad, pues, por delante de sus criados, la secundaban su padre Lirceo y Tersites, y también Mélas, el raudo corcel de Pítaco, y su fiero can Diógos, y su retoño Tirreo, de flamante sangre pentílida, cobijado por mantas entre los amorosos brazos de su joven madre.

¡Cuánto se regocijó el corazón de Pítaco al ver llegar esas compañías!

Uno a uno los saludó, y gozó algún tiempo acunando en brazos a su tierno hijo. Pero tanto él como Solón comprendían lo apremiante de la situación, por lo que fueron de inmediato al asunto del encuentro. Irana entonces entregó a su esposo todo aquello que le puntualizó en su recado: un amplio zurrón con las pequeñas ánforas selladas que tomó aquél día de la caverna del eremita, el odre requisado a Safo con los restos del misterioso polvo —¿oricalco?—, el labrado bastón que ocupaba para enderezar y afirmar sus pasos, y una copia de mágicas hierbas que aletargaban sus dolores del muslo. En adición, Pítaco encomendó a Lirceo la tarea de preparar con celeridad su velero bajel de guerra, uno de sus bienes más antiguos, que por viejo tenía a cuestas muchos cruces de mar, pero que, bien reforzado su casco e impulsado por ágiles remeros, podía conducirlos en el viaje de regreso a Atenas desde el puerto de Cnoso, en Creta. Designó a Tersites capataz y lo exhortó a reunir sin dilación a sus hombres más leales y a comenzar las labores, pues al cabo de quince días vendría a despuntar la primavera sobre el mundo heleno y, con ella, la meditada gesta de Salamina.

Así deliberaban entonces los sabios, y se enteraron que un rápido navío mercante mitilenio zarparía a Naxos ni bien aclare la Aurora rosácea. El rico Lirceo, entonces, pagaría la voluntad de esa tripulación para que embarquen a Pítaco y a Solón por Hiera. Llegados a la preciosa Naxos, un corto trecho por mar los separaría de Amorgos, donde, al fin, abordar la lujosa embarcación egipcia.

—¡Oh Pítaco, lo he notado! —Se expresó Irana al cabo de unas horas en el puerto junto a Pítaco, mientras esperaban el veloz bajel—. He visto cómo contemplabas al hijo que me has dado, y en tus ojos brillaba algo muy parecido a la nostalgia… Juraría que es así como un hijo mira a su madre cuando la despide, y ésta lo ve marchar a alguna odiosa batalla como si quizás no fuera a regresar… ¡Tan parecido te ví al preclaro Héctor! ¡Cuando, ante su amada Andrómaca, en las murallas de Troya sostuvo al tierno Astianacte, a sabiendas que se acercaba su día postrero!… Dime, entonces, ¿fue eso una despedida? ¿Qué ocultan tus pupilas? ¿Qué es lo que tu deber te mueve a hacer ahora, que otra vez te ausenta de mí, y para qué has solicitado te entregue estos bártulos y objetos? ¿Qué clase de peligros te esperan en esta nueva aventura en la que embarcas tu prudente corazón?

—Oh Irana, que por ser joven y madre cargas con tanto peso tu tierno corazón, sabes que no tengo intención, ni posibilidad alguna, de combatir. Tanto más deseo yo estar en Mitilene, viendo la ciudad prosperar y a Tirreo crecer en ella. Pero un hombre debe, primero, permanecer leal a su palabra, pues, de faltar a ella se faltará también a sí mismo y su pecho cargará con odiosos pesares que pronto serán el pábulo de esos dioses que se deleitan en la discordia. Tal es el ethos que embarga mi corazón, y tal mi compromiso con la causa de estos hombres, a la cual, por ser loable, adherí de obra y de palabra. En tanto a los bártulos y objetos que me has entregado, serán ofrendas para los dioses y gran ayuda para mis pasos. Tú, en mi ausencia, cuídate de Tirreo, acude en prisa a él ni bien escuches sus llantos y mantén siempre cerca de sus tiernos labios tus bellos senos; riega el jardín de hermosas melodías, honra a los dioses decorando sus altares con las flores más carnosas que pronto brotarán por doquier, procura ninguna se marchite, y así también a mí me honrarás; y, te aseguro, Irana, que me verás regresar mientras la primavera aún estira su canto.

Tal dijo Pítaco a su joven esposa, omitiendo todo detalle que pueda agitarla en sus pensamientos, encimando sus manos a las de ella por sobre las mantas de su retoño. Irana aisló las inquietudes de su pecho y se limitó a pronunciar, a él mirando con sus vivaces ojos:

—Elevaré, entonces, dulcísimas plegarias a Ártemis y a Potnia para que vele por tí y se cuide de cada paso que des.

—Oh Irana, tú, aunque te empeñes, jamás carecerás de dulzura —tal respuesta le dio, y a ella contuvo en el ánimo.

Tras el espectáculo del crepúsculo ya todos se habían despedido. Retornaron Irana y los suyos a la tonante Mitilene, mientras Pítaco y Solón esperaron anchas horas al navío en Hiera, y no olvidaron ofrecer caros sacrificios a Poseidón.

Atracaron en Naxos bien entrado el segundo ocaso, bajo la negra noche, habiendo antes sorteado las fatigas del infecundo mar; pues, en el trayecto, viéronse obligados a reforzar el mástil y las velas en Samos. Habían perdido un día, y al reanudar el periplo, tanto Pítaco como Solón, proveyeron de su propio músculo a los remeros. Una vez en tierra bregaron a los dioses y a los cuatro vientos por aún alcanzar el navío egipcio presto a zarpar desde el puerto de Minoa, en la cercana isla de Amorgos.

Sin darse tiempo al anhelado descanso, ahí compraron el favor de un mercader de caballos. Éste les proveyó en préstamo dos monturas y la guía de un esclavo, quien se apresuró a conducirlos al raudo galope hasta el cruce de ambas islas. Atravesaron entonces toda Naxos eligiendo prudentes senderos, por playa, valle o montaña, y valiéndose de las inmutables estrellas. Llegados a la bahía de cruce pagaron al zagal, retiróse aquél muy alegre con su limosna, y los sabios acudieron de nuevo al favor de unos humildes pescadores. Penaron un tanto esas negociaciones, pues el pescador se rehusaba a cruzarlos con adversas corrientes, y dos opciones entonces les dio: o esperar el resplandor intenso de Helios para confirmar así los vientos, o duplicar el pago por un viejo bote remero, carente de vela, dejándolos a su suerte. Ante la urgente situación, proclamó entonces Solón:

—¡Ay, este vil metal, pecunio que desde la rica Lidia llegó para quedarse, y que tanto endureció el corazón de los mortales! ¡Ya de nada valen los trueques de los favores de antaño ni las palabras honestas! Pero, ¡ea, Pítaco, vayamos entonces por este cóncavo bote que, de ahora en más, nunca nos condenarán los dioses inmortales por tacañería! ¡Así nos ganaremos mejor sus favores, pues todavía nos queda sangre en las venas, vigor en los brazos y valentía en el pecho! ¡Sólo debemos confiar en el músculo, procurar navegar bien lejos de todo escollo que amenace nuestra seguridad, y te aseguro que Apolo nos alumbrará allá en Minoa, porque ahí mora el dios lejano y mucho lo veneran sus ciudadanos!

Tal arengó el ateniense y entrambos se lanzaron a la aventura.

Con las curtidas pieles que cubrían el viejo bote, bien a resguardo pusieron todas sus pertenencias para evitar se empapen de salina mar y se estropeen, y las aseguraron con sólidas amarras bajo el mascarón de popa. Mucho penaron el comienzo del viaje contra inclementes y borbollantes olas que embestían el casco. Tal lo dicho, a expensas del músculo se alejaron cuanto pudieron de los inhóspitos islotes rocosos que separaban ambas islas, intentando no perder el rumbo. Ya en mitad del cruce, empapados sus rostros y ropajes, por el Este, Eos delineaba la prominente Amorgos, la colina lindante a la muy antigua ciudad de Minoa y avizoraron sus ciclópeas murallas, ahora derruidas. Hacia allí fijaron curso y dieron hasta el último aliento. Estaba frente a sus ojos ya el puerto, cuando todo vigor de sus brazos se quebrantó y cayeron vencidos ante el embate de la mar.

El bote era precario; no había sido confeccionado para surcar la mar, sino para vadear ríos y orillas. Se les cerraba pecho y garganta, y cada azote de las gélidas aguas los sumía en el súbito espanto. Acalambrados ya tenían los miembros y aturdidos de dolor los oídos, y a punto estaban de dar contra agudos escollos. Pítaco, que iba por delante, sólo atinó a aferrarse a las pertenencias. La mar los elevó, sintieron la quilla partirse bajo sus pies y quedaron así a la deriva. Un caudal de espumoso mar comenzó a manar de los maderos y temían la inminente zozobra. La claridad ya los bañaba mientras proferían silenciosas súplicas, cuando Poseidón sopló tras ellos favorables brisas y benévolas corrientes que a ambos libró de las fatigas y los encauzó felizmente en dirección al golfo de las costas de Minoa. Exasperados como estaban, pudieron entonces descansar sus miembros, se dedicaron entre sí ampulosas sonrisas, y lanzaron gritos de júbilo al éter anchuroso ni bien divisaron el enorme navío egipcio aún encallado en el puerto.

Arrojaron sus cuerpos entonces al mar mientras el maltrecho bote sucumbía. El prudente mitilenio aseguró los bultos sobre sus hombros robustos y Solón fue por delante, trenzándose con firmeza los antebrazos. Un tanto lo arrastró a nado, pues aquél tenía truncada una de sus piernas, y, al rato, muchísimo se regocijaron al sentir el cosquilleo menguante del lecho arenoso discurriendo en redor de sus tobillos.

Se tumbaron exhaustos y triunfantes sobre una pequeña porción de playa entre los precipicios y afiladas peñas que rodeaban el golfo de Minoa. Secaron sus prendas al sol y se complacieron de sacar indemnes todos los papiros y las invaluables pertenencias, entre ellas el permiso de embarque conseguido en Andros: los dos pedrejones de fayenza, con símiles e ignotas inscripciones egipcias bajo el vítreo esmalte de la superficie. A nombre de Sóstrato comparecieron en el puerto, los exhibieron a la tripulación, se los entregaron y al cabo zarparon en el lujoso bajel. Juzgaron que de haber esperado el resplandor de Helios para cerciorarse de los vientos, el navío egipcio hubiera partido sin ellos.

Una vez a bordo, ni bien hincados al regazo de Poseidón, poco tiempo tuvieron para entregarse al descanso, pues el capataz egipcio, un hombre alto, de párpados delineados y prominentes y afeitadas mandíbulas, les encomendó un trabajo. Si bien habíanse hecho con las piedras de fayenza para embarcar, aquél comerciante de Andros omitió informarles sobre su labor: mantener a resguardo los valiosos tesoros para evitar se azoten entre sí, y dar lustre a las pulidas piezas de arte; tal cosa debían indicar en la preciosa piedra las inscripciones que eran incapaces de leer.

No todos en esa tripulación eran egipcios, pues los había de muy diversas patrias —fenicios, carios, licios, griegos, cartagineses—, pero sí lo era la procedencia del barco y los integrantes del estado mayor. Se enteraron también que la nave venía de deliberar cabales diligencias en Claros, en Delos y en Dídima, tierras de santuarios oraculares en donde se permutaban riquezas y forjaban alianzas políticas y comerciales; y que el hombre que la capitaneaba, opulento nomás verlo, era uno de los quince hijos del visir, funcionario de corte que venía por debajo del faraón Necao II, a quien servía.

—Si algo conozco de los egipcios —hablaba Solón a Pítaco mientras ambos se daban al arduo trabajo— es que, en mayor medida, son gentes pacíficas y de mente sagaz, aunque muy reservados; son celosos de sus secretos. Fueron de los primeros mortales en habitar la fecunda tierra. Dicen algunos que caminaron a un tiempo con Titanes y Gigantes; y que levantaron su milenario reino a lo ancho de las nutricias riberas del Nilo majestuoso, que fue regalo de los dioses. Aislados por interminables y áridos desiertos a ambos lados, prosperaron libres de invasiones, edificando tierras adentro magníficos portentos de piedra; y tanto se encomendaron a ello que durante milenios se olvidaron de la inmensa mar, a la cual temen y aborrecen. Tal parece que fuimos los griegos, no hace mucho —en términos históricos—, quienes influimos en su abrupto cambio de parecer. Pues también supe oír que el opulento rey que ahora gobierna el país como uno más de sus dioses, muy interesado está en la exploración marítima, en llevar regalos y tender alianzas diplomáticas. Por tal razón estamos aquí. Yo opino que al principio fuimos todos una misma gente, como lo acreditan muchos mitos de nuestras tierras, recuerda a Dánao o a Cécrops, y que sólo las barreras del tiempo, el mestizaje y la lengua nos dividen; aunque bien sabemos que, ahora, el mundo se mueve en constante cambio…

—Oh Solón, algún compatriota ya me ha hablado tal como tú ahora. Tal vez, algún día viaje yo mismo a conocer esas tierras ancestrales.

—¡Oh Pítaco! De hacerlo, suscribirás a todo cuanto he dicho.

—No dudo de tu palabra, Solón. ¿Y qué piensas de esos monumentos y maravillosas pirámides de las que muchos hablan y ahí permanecen?

—¡Ah, resérvate tu aliento si algún día las contemplas! —exclamó el ateniense con inquietante fascinación—. Te aseguro que de ser arrasadas todas las bien muradas póleis de los griegos [¡que no lo permitan los dioses!] sólo bastaría la mitad de esa ingente cantidad de piedras para volver a edificarlas todas…

—¿Crees también que fueron erigidas por el músculo de dioses o gigantes?

Tras la pregunta, Solón dirigió su mirada al vacío y dio un suspiro, como reconociendo las mortales limitaciones, y esto se obligó a responder:

—En Egipto, como he dicho, son muy celosos de sus secretos. Tan sólo te diré que entre ellos circula un sabio proverbio, que así reza: «Mientras los mortales mucho temen al paso del Tiempo; de igual forma el Tiempo teme a las Pirámides.»

—Tan intenso, insoportable y primitivo es el anhelo de los mortales por la eternidad, que alguien se ocupó de dar testimonio de ello —caviló Pítaco en voz baja.

Así hablaban entre ellos, iluminados sus exhaustos rostros por el oro, mientras afirmaban amarras sujetando perfectas estatuas y esfinges de diorita y caliza; tallados obeliscos de alabastro; sillas y mesas de refinados contornos; y bellísimos y delicados vasos con encastres de piedras preciosas. Sabían que sus ojos nunca volverían a contemplar tan cuantiosa riqueza; quizás Delfos, Dídima o alguna cámara de los tesoros de las póleis más ricas podían concentrar semejante cantidad, y calidad, de tesoros.

No mucho tiempo más se dieron a la placentera plática, pues, a todo instante, uno u otro hombre les encargaba más faenas. Se aseguraron ellos de completar todos los trabajos antes de llegar a Creta, pues ahí se quedarían y no continuarían embarcados hasta auténtico destino.

Atracaron primero en la rocosa Cidonia, de suelo rojizo, protegida detrás por las Montañas Blancas. Los egipcios la referían como «Pequeña Khemet» por el símil clima de sus tierras. En rigor, a esa ciudad de la costa Oeste de Creta la fundaron aqueos oriundos de Zacinto, pero Pítaco y Solón tenían intenciones de desembarcar en el puerto de Cnoso, más al Este, pues estaba más cercano a Festos, según los enigmáticos versos de Zalmoxis que obedecían. En Cnoso se deliberarían las comisiones en segunda instancia, entonces los sabios tomaron una muy prudente decisión: la isla de Creta era tan extensa —la última y más grande de todas las del Egeo— que les llevaría todo un día, o más aún, llegar a Cnoso desde allí, por lo que se entregaron al sueño y al descanso lo que dura un día entero esperando hacerse a la vela al día siguiente.

El sueño de Cidonia fue reparador: la gracia de Hypnos los halló muy plácidos, y las diosas protectoras vertieron bendiciones sobre sus cuerpos. Sus miembros olvidaron las fatigas y sus mientes recobraron el mismo vigor de antes. Al despertar con la Aurora rosácea engrasaron sus pieles y se lavaron en el temprano cabrilleo de la mar.

IV

Desembarcaron en Cnoso; pisaron su milenario suelo. Prominentes y lejanos cordones montañosos se alzaban en todas las direcciones. Vientos internos fuertes y áridos doblaban copas de altas palmeras y embestían las salinas brisas egeas, trayendo consigo una calina blancuzca que empañaba la vista. Todo allí parecía manifestarse en monumentales proporciones, y tan ajeno al mundo heleno parecían esas vastas tierras; aunque ahora eran un remedo tan sólo, el eco, de un pasado esplendoroso.

Ascendiendo a la peñascosa ciudad, mientras veían el confuso caserío que parecía colgar de las laderas rocosas, los recibía un alto pórtico de madera custodiado por una estatua grotesca: el cuerpo desnudo de un hombre con cabeza de toro, todo de piedra; una aldaba de cobre pendiéndole del morro y blandiendo con ambas manos un hacha de doble filo, el labrys sagrado.

Al internarse por sus calles comprobaron de inmediato la reputación de sus ciudadanos. Pues los cretenses acudían a ellos como buitres a la carroña, con promesas de llevarlos a recorrer, desde luego, a cambio del preciado metal, cada maravilla de la grandiosa isla: los inmensos palacios minoicos, las aduanas y los aljibes, toda clase de ruinas antiguas y mosaicos, las anchurosas plazas de tauromaquia, los eternos valles de azafrán tocantes del horizonte… Otros, sin escrúpulos, proferían promesas más espurias: alegaban conducirlos hasta la cuna de Zeus; o que atesoraban fragmentos del hilo de Ariadna; o decían llevarlos al taller de Dédalo a ver las alas de Ícaro y demás artilugios… Incluso aseguraban conocer el camino hasta el corazón del laberinto de Minos, donde Teseo se enfrentó a la horrenda bestia mitad hombre mitad toro, y que aún gemía allí moribundo.

Toda clase de artimañas llevaban entre manos estos insolentes habitantes…

—¡Que no queremos ver ningún Minotauro! —reprendió Solón la insistencia de uno de ellos—. Si quieres ganarte tus monedas —añadió—, acude entonces a la nave egipcia que acaba de atracar en puerto; consíguete un amigo; exhibe estas piedras de fayenza y trabaja para ellos. ¡Así te las ganarás de un modo más loable!

Mientras ascendían por la ciudad preguntaban a cuanto cretense dónde hallar la morada de Epiménides, el antiguo vate y purificador, pero todos enarbolaban estrafalarios mitos, improvisados y de muy dudoso crédito, y les ofrecían respuestas disímiles respecto a su ubicación.

—¡Por supuesto que yo te guiaré hasta la guarida de Epaminondas! —dijo uno.

—¡Que no es Epaminondas, sino Epiménides! —gritó Solón, muy irritado.

Natural era que no se fíen de ninguna de esas bestias de habla doria. No podían arriesgarse a ceder a alguno de sus embustes y derrochar valioso tiempo, por lo que juzgaron más prudente ascender a los templos de Festos, donde la calma abundara y mejor custodiasen sus secretos. En concreto, pensaban visitar los más antiguos; pues, según los relatos, el profeta durmiente habría caminado estas tierras, de mínimo, cincuenta y siete años atrás, conforme los registros de Nicias.

Se alejaron ambos de la atestada ciudad y de las garras de esos cretenses timadores y charlatanes. Solón divisó entonces la figura de un anciano campesino. De faz gentil, su rostro parecía tallado en piedra antigua. Trabajaba pausadamente colmando su carro de heno, absorto y dominando muy bien sus movimientos.

—¡Anciano —le habló el ateniense—, tu talante me parece mucho más dócil y afable que el de éstos habitantes insolentes! Seguramente tú nos indicarás la dirección a Festos sin incurrir en historias falaces o pedir caras retribuciones. Pero una cosa te aseguro: de ser válida tu palabra, yo mismo vendré a retribuirte después con lo que me parezca justo.

—¿De qué me valen tus dádivas, forastero, ahora que la vejez me ha alcanzado? —respondió el viejo—. Cuantos gustos tuve en mi juventud ya los he disfrutado y agradecido debidamente a los dioses; y en nada me afecta completar ese trayecto que me pides con o sin ustedes en mi carro, pues lo transito todos los días. Aunque hoy no lo parezca, hubo un tiempo en que los mortales se compadecían entre ellos y no bastaba más que una palabra honesta para prestar solícitos servicios. Si me ayudan a aligerar mi trabajo les daré cupo en mi carro. El heno les resultará plácido y los conduciré por un camino veloz, que, aunque esté ante sus narices, ni estos necios conocen: pues es invisible a sus ojos.

—¡Que los dioses bendigan tu amabilidad, anciano venerable! ¡De no ser un laborioso campesino diría que eres la transfiguración del propio Hermes! —Tal exultó Solón, ignorando que, quizás, lo era—. De todos modos pienso retribuirte con lo que me parezca justo —insistió— si consigo lo que vine a buscar. Seguramente de algo te sirva mi paga; tal vez te consigas mejores caballos, un mejor carro o mejores prendas, o algún otro bien que alivie la fatiga de tus años.

—Nada de eso preciso, pues llevo una vejez dichosa. ¿Cuántos hay que poseen grandes copias de oro y plata, y extensos campos de abundante mies, y bueyes, asnos y caballos, y aún padecen muchas desgracias? ¿Cuántos que piensan que la vejez es angustiante sólo por perder el vigor de la juventud? ¿Cuántos que, por aferrarse tanto a los joviales placeres, llegan a viejos entristecidos y codiciosos? Los dioses ya me bendijeron con tales placeres, y también con mujer e hijos, quienes me retribuyen con amables palabras y acciones todo cuanto he podido ofrecerles; aunque sea apenas un techo de vigas y paja, modestas parcelas y sanos animales prestos al trabajo. De todo ello me cuido mucho y me basta para vestir, comer y vivir cómodamente. Oh, la codicia, forastero, es un jarrón muy hermoso por fuera, pero lleno de orificios en la base: no importa el empeño que pongas, te será imposible de colmar… Pues, ¡ah!… ¡Las posesiones que posee el poseedor terminan poseyendo al poseedor poseído por sus posesiones!… Y en tanto tú, que estás a mitad del camino, comprendas esto, comprenderás que también la vejez puede ser llena y dichosa, pues yo envejezco aprendiendo aún muchas cosas.

—¡Oh anciano, en mis mientes grabaré cada palabra que con tanta sabiduría has proferido! Pero, ¡ea, Pítaco, vayamos al trabajo que el tiempo apremia!

Tal hicieron y brincaron aprisa al carro del anciano, que fustigó sus corceles y se hicieron al camino. Bordearon la caótica ciudad, que se esparcía como derramada desde las ruinas de un grandioso palacio minoico. Hacia esa cima señaló Solón a Pítaco, indicándole que toda la población de Cnoso cabía dentro de aquel ciclópeo recinto. Las anchurosas calles, plazas, galerías, que en aquellos tiempos dorados e inmemoriales fueron destinadas al paso de fastuosas procesiones y sagradas ceremonias, habían devenido en un profano barrio de mercaderes; no era más que un enjambre de telas, mantos y tirantes de madera adosados a los vestigios de esas milenarias murallas; no eran más que hormigas plantando colonia en un abatido tocón corroído por los siglos.

Un atajo los conduciría directo a Festos, donde llegarían a la par con los cantos del ocaso. Observando tras el carro notaron que la hierba del sendero crecía de forma inusual, pues las briznas de pasto brotaban disparejas en todo lo ancho y lo largo, y así seguía atravesando bajas praderas y altozanos. Se sorprendieron al advertir enlozadas piedras de gran tamaño por debajo de la capa de hierba. En efecto, transitaban una monumental calzada soterrada por los siglos, que antaño conectaba ambas ciudades: las esplendentes Cnoso y Festos. Más los inquietó pensar que tal plataforma parecía destinada al andar de gigantes, mas no de hombres; pues era tan inmensa que escapaba a simple vista del mortal incauto, confundiéndose en el inhóspito paisaje.

En medio del trayecto, el conductor del carro les consultó por la razón de su visita a Creta y Solón entonces le comentó todo lo que sabía, a lo que repuso el anciano:

—Ahora que me revelas esto, forastero, un recuerdo que creía perdido ha vuelto a florecer en mi mente. Te diré como todavía lo figuro: era yo aún un crío, nacido hacía poco en la feraz Gortina, corazón de la gran llanura de Mesará, terruño que también vio nacer al prodigioso Taletas, que a un tiempo soplaba el aulós y tañía la lira. En la misma época que de él escuché las primeras dulces melodías que amenizan la vida campesina cuando volvió a su patria, ya muy anciano, después de largo vivir en Esparta y recorrer todo el Peloponeso, recuerdo que de Esparta también llegó un varón experto en prodigios de los dioses. Sanador de rubios cabellos, decían de él que era natural de Festos, y éste aseguraba proceder de la estirpe de la Luna, hijo de la dríade Blástaa. En ocasión de una hambruna prolongada más de lo habitual, una noche de luna llena con mis padres procesionamos hasta Festos y nos congregamos los ciudadanos de Gortina a la luenga sombra del templo de Rea. El vate, que no decía mucho, descendió para mezclarse entre las gentes y, mientras caminaba, lo recuerdo detenerse cerca mío y girar el pescuezo hasta encontrar mis aterrados ojos infantiles. Ascendió al cabo al templo y allí deliberó sabias indicaciones a los regentes de Gortina, pues, desde entonces, jamás se padeció hambruna semejante.

—¿Recuerdas con qué nombre referían a ese sanador? —preguntó Solón.

—No lo recuerdo porque, además de niño, pasó como te diré: después de permanecer aquél sesenta días en el templo de Rea, los ciudadanos de Gortina, ya florecida y ubérrima de cosechas, quisieron rendirle honores alzando un gran monumento con su nombre, a lo que él rehusó la idea indicando, en cambio, que no se lo mencione y edifiquen de inmediato un templo a la diosa Dictina, que al cabo había sido ella quien envió hordas de sus fieras a devastar las cosechas; que mientras el templo permanezca y se la venere, la llanura de Mesará seguirá ofreciendo cuantiosos frutos. En tanto lo que vino después, el vate se retiró tal como había llegado y, según decían, se refugió en las montañas desconocidas. Después oí que muchos salían a buscarlo, llevando ofrendas y exvotos, y que cada tanto recibían oráculos desde el interior de una caverna. La imaginería de los cretenses completa el relato según les place el ánimo, pero tal lo recuerdo yo, Misón, que me jacto de ser el varón más anciano de toda Creta.

Intrigados por sus palabras, los sabios llegaron a Festos con la puesta del sol, después de repartir heno por las granjas, y el anciano, congraciado, se retiró a Gortina. Sólo una sombra de su antiguo esplendor quedaba de la ciudad de Festos, pues se decía que, en un arrebato de furia, Poseidón la había devastado siglos atrás. Su derruido palacio había devenido en cantera para edificar modestos templos y peores casas. Ascendieron entonces a lo que les indicaron era el templo de Dictina, cercano al de la titánide Rea.

Poco conocían de este culto ancestral que hundía sus raíces en la noche de los tiempos, pero reconocían en las imágenes una símil veneración a la de Cibeles en Frigia o la de la innombrable Despena en Licosura, confluyendo con aspectos de la antigua Gran Diosa Madre cretense, las cazadoras lunares Britomartis y Potnia y la poderosísima Hera del Peloponeso, una de las tres diosas más bellas del Olimpo. Llegados al pórtico, indagaron a sus vírgenes acólitas sobre el origen del templo. Éstas les relataron una historia acotada y similar a la del anciano; tal parecía que así tenían permitido narrarla. Solicitaron audiencia entonces con la alta sacerdotisa de la Gran Madre, pero resultó que no había tal cosa, pues la entidad rectora del templo se dividía en las cuatro facciones que completaban a la Única Dictina, un Consejo integrado por cuatro altas sacerdotisas.

Traspasaron unas cortinas colgantes y se abrieron paso por un anchuroso jardín regado de mujeres y animales, con cuatro templetes: al Sur, al Norte, al Levante y al Poniente. No les resultó difícil reconocer a las cuatro más sagradas entre todas, puesto que así iban vestidas: llevaban el rostro velado y portaban atuendos distintivos, todos de colores y motivos ornamentales que aludían a diferentes animales. Blandían con ambas manos un báculo de madera ondulado y flamígero, semejante a serpientes estáticas. Sus vestimentas de holgadas y largas mangas les cubrían los miembros, pero, pese a estar bien ceñidas a sus esbeltas cinturas, tenían abierto todo el torso superior: una raja les descubría los senos, que sobresalían desnudos al sol, orgullosos y erguidos, como apretujados por la fina costura. Bronceados y ungidos con algún aceite que los hacía resplandecer, exhibían también pigmentos espiralados y símiles ornatos en torno a la areola de sus pezones. Según les indicaron, ellas eran en concreto: la Alta Sacerdotisa de la Luna, la Alta Sacerdotisa del Oso, la Alta Sacerdotisa del Ciervo y la Alta Sacerdotisa del Can.

—«Implora el favor divino del Oso…» —musitó Pítaco.

Sin mucho cavilar, Pítaco y Solón comparecieron ante ella. La mujer sagrada los hizo ingresar a un baldaquín de colgantes bambalinas. Ella se sentó por sobre ellos, en labrado trono, y se limitó a impartirles un relato que involucraba una horda de jabalíes, cosechas malogradas y un antiguo purificador de tierras que decía encarnar a Radamantis.

«Escondido yace el durmiente Radamantis…»

El verso resonó en sus mentes. «¡Es él!», se dijeron. Al oírlo se prosternaron ante ella y le imploraron que les revele el nombre de aquél purificador y algún rastro de su morada.

—Yo encarno una sola de las cuatro partes de la Gran Madre; no es conveniente que yo juzgue sus intenciones —sentenció la sensual sacerdotisa—. Muchas veces lo que se persigue durante el día se halla de noche; y lo que se busca de noche aparece de día. Tú bien sabes esto, piel de oso. —Se dirigió a Pítaco a través del velo que cubría su rostro—. Pero ustedes comparecen al límite del ocaso. Si la Diosa los acoge de buen grado, en los Sueños les serán reveladas sus respuestas.

Se sometieron entonces a un rito de purificación en virtud de pasar allí la esclarecida noche. Consistía en yacer tumbados, sumidos en un extenso baño de humo, mientras la alta sacerdotisa avanzaba por encima de ellos, agazapada, en tanto debían besarle ambos pezones cual si fuera la teta de una bestia indómita y salvaje. A la vez, les recitaban un sermón en una lengua incógnita al son de las melodías que silbaba una zampoña. Al finalizar ingirieron un caldo herbáceo, un vaho al que se añadía luego un líquido alcalino de coloración rojiza que, según decían, purgaría sus estómagos. Traspasaron entonces al otro lado del alto santuario, donde estaban los cuatro templetes dedicados a cada facción de la Única Dictina. Se entregaron al sueño bajo las estrellas entre los arbustos lindantes al templo que ella custodiaba. La Alta Sacerdotisa del Oso encendió los velones y los sirios, sahumó todo el recinto con sagradas hierbas y se retiró del jardín.

V

Despertaron al alba con inquietantes sensaciones que se guardaron para sí, pues ninguno de ellos comprendía los abstrusos prodigios de sus sueños. Se sentaron sobre curvados bancos de piedra de cara a la planicie por debajo, sopesando la idea de malograr demasiado esfuerzo en una búsqueda absurda, infecunda.

En su torno se paseaban las aves sagradas, símbolos de la Gran Madre, y mucho se admiraban de las polícromas bellezas que exhíbían sus plumajes. Conocían representaciones de algunos frescos, y las enormes plumas con las que se confeccionaban flabelos y adornos de gran fasto, mas nunca habían visto una de esas majestuosas criaturas de los lejanos reinos de Oriente caminando a sus anchas, agraciadas bajo el resplandor de Helios. En rigor, habían traído a esos ejemplares desde el templo de Semíramis en Babilonia para criarlos en este sagrado recinto. Absorto contemplaba Pítaco uno de esos magníficos pavos arrastrando su extensísima cola tras sus cortos pasos. Un repentino pavor sagrado agitó su corazón ni bien vio a la criatura graznar y sacudirse un tanto, desplegando sobre su lomo un gigantesco abanico de radiantes colores salpicado con tanta perfección de incontables motas esmeraldinas, ¡tan parecidas a los ojos que portan los mortales!

Ante el suceso se echó a un costado, cayendo encima de Solón y señalándole con estupor aquél portento. Los ojos del ateniense se maravillaron al contemplar el glorioso abanico del ave, a la vez que Pítaco evocó, una vez más, las palabras de Zalmoxis:

—«Doscientos ojos mirarán en esa dirección»…

—«Lo que se busca durante la noche, aparece de día» —completó Solón.

Obedeciendo el inesperado augurio, se incorporaron para emprender el camino hacia las montañas del Dikte, donde miraban los doscientos ojos de la opulenta ave y donde algunos cretenses ubicaban la cuna del propio Zeus. Tomaron sus valiosas pertenencias y descendieron del templo. Invirtieron las últimas monedas en hacerse con dos raudos corceles y en comprar la voluntad de un zagal que oficie de guía, y allí partieron en prisa.

El tiempo les era favorable, pues debían atravesar al galope toda la llanura de Mesará, que no implicaba los mismos desafíos de los terrenos escabrosos, rodear las murallas de Gortina y cambiar paulatinamente el rumbo hacia el norte. Como una flecha atravesaron muchos poblados, fértiles valles, montañas amarillentas y extensísimos campos interminables de azafrán. En Gortina hicieron descansar los corceles, aliviaron sus cuerpos de muchas formas y confeccionaron antorchas, muy útiles para la travesía. Llegaron al pie del cordón montañoso del Dikte ni bien Helios se preparaba para completar su giro celeste. El zagal se negó a continuar, alegaba que tal era el trato, y allí los dejó a su suerte, despojándolos también de los caballos.

Dos días con sus noches penaron Pítaco y Solón la errancia por esas montañas de picos nevados. Al acabarse sus provisiones se vieron obligados al sustento de la caza y a cuidar sus pasos del acecho de las fieras; habían visto por allí merodear carnívoros linces, osos y jabalíes. En los ratos de descanso, escandían los versos de Zalmoxis con muchas ocurrencias, pero no aparecían más respuestas.

No fue hasta que hallaron vestigios de antiguas ofrendas que un calor les invadió el pecho; tal vez pertenecían a antiquísimas procesiones. A medida que las fueron desenterrando, figuraron que demarcaban un camino ascendente, hasta que al tercer día dieron con una anchurosa entrada en la piedra. Al verla pronunciaron con asombro:

—«Figura el acceso a la piedra»…

Ni bien ingresaron notaron en el lecho rocoso desperdigadas ofrendas, sales y restos de osamentas humanas y animales. Encendieron las antorchas y se internaron entonces por el antro a través de un descendente y penoso camino. Toda la bóveda y las rancias paredes de roca parecían venirse sobre ellos, derramándose en formas de millares de sólidas estalagmitas; algunas se unían con las estalactitas formando columnas. Llegaron a un punto donde sus pies volvieron a afirmarse sobre un nivelado lecho de piedra y esquisto. Alumbraron el sórdido entorno para dilucidar su extensión y volvieron a notar vestigios de exvotos de oro, plata y marfil y más huesos bajo sus pies. Escudos votivos, cabezas de ciervos, caballos, esqueletos de hombres, de niños gimientes… Vislumbraron en el centro de la cámara una trébede que sostenía un brasero de bronce y que albergaba antiguos rescoldos cenicientos de una preparación que desconocían.

—«Malva y asfódelo ofrendarás al letargo»… —musitó Solón.

Arrojaron cortezas de fresno y chispearon el fuego. Pítaco extrajo del zurrón las dos pequeñas ánforas selladas. Al romper el sello se sorprendieron al corroborar su contenido. Vertieron las resecas hojas herbáceas en la hoguera, que se avivó abruptamente y comenzó a esparcir una espesa humareda a sus anchas, elevándose hasta las chimeneas de la bóveda. Se dispersaron para explorar minuciosamente esa antigua y sagrada sala de culto, pues la gruta parecía concluir en ese espacio, cuando divisaron una hendidura abajo en la piedra, penosa para el paso de cualquier hombre. Ni bien aprontaron la tea, notaron reverberar las opalinas paredes de un oculto corredor por detrás. Ambos evocaron entonces:

«Sigue el camino umbroso y opalino»…

Mientras llenaban de valentía sus temblorosos corazones atenazados por el miedo, Pítaco, que tanto vivificaba su alma las experiencias pasadas, miró a Solón sacar del zurrón un extensísimo cordel que iba amarrando al surco de una roca saliente.

—En Creta lo haremos a la manera de Ariadna —le susurró el ateniense—. Tú asegura las provisiones. Yo iré por delante.

Tal dijo, entregó al mitilenio un tramo del cordel y se introdujo primero por la grieta. Se internaron por el tortuoso corredor de reverberantes muros de ópalo, mientras se esforzaban por no ceder al tremendo espanto del encierro; pues si dejaban al terrible Fobos apoderarse de sus mientes, los espasmos del pecho cerrarían la estrecha vía del hálito que los mantenía con vida. A la vez que descendían, un sonido semejante a copiosa lluvia iba cobrando mayor intensidad.

—Creo que no nos será grato lo que sigue —dijo Pítaco.

—…«nadando por cauces terribles y menguantes» —aludió Solón, tragando saliva.

Desembocaron en un umbral que se abría a otra gran cámara. Aquél sonido ya era estruendoso. Provenía de un caudal bajo sus pies que moría en una interna cascada unos pocos pasos por delante que se precipitaba furiosa en un lago subterráneo. Al verlo, mucho se estremecieron sus valerosos corazones.

Solón entonces descendió el primero. El torrente de agua embestía su cintura, pero no llegaba a doblegar su vigor. Movió sus pies hasta una cavidad de roca lindante en donde apoyó la tea para volver a enlazar un nuevo cordel en el extremo del otro. Habiendo tomado estos recaudos, Pítaco le siguió, sujetándose ambos al infalible injerto de amarras, y juntos se hicieron camino abajo por la profusa cascada, que fluía inclinada por una serie de naturales piedras del antro.

Procuraron mantener la antorcha elevada, no sea que las aguas feroces devoren las llamas y se sumerjan en una abominable tiniebla. Pero por poco tiempo se mantuvieron firmes: el lecho resbaladizo los despojó de todo control de sus pasos y cedieron abruptos a la corriente, que los arrastró un largo trecho. La antorcha que portaba Solón salió despedida de sus manos y, a la lumbre de la tea de Pítaco, sólo se limitó a mantener los bultos de las provisiones en alto. Las aguas los dirigían a su merced directo a un abismo ensordecedor, y en un súbito movimiento, invadido por el pavor, el ateniense atinó a aferrarse a una serie de formaciones rocosas. Dos veces su cabeza impactó la roca, pero algún dios le brindó protección y le infundió un arrebato de fuerza que le permitió sostener el peso del mitilenio y halar del cordel hasta acercarlo a él. Soportando el embate incesante de las aguas, ambos lograron escalar hasta ponerse a resguardo. Con el pecho y el corazón exasperados contemplaron el insondable abismo que tenían bajo su vista; ambos sabían que habían burlado a la aborrecible muerte.

—«¡Oh Orfeo! ¡Oscuro es el vacío ominoso!» —Exclamó Solón con el pecho agitado y una inextricable sonrisa de alivio en el rostro.

Profusa sangre caía de la sien del ateniense, a lo que Pítaco le cedió andrajos para detener la hemorragia y aprontó un saco de hierbas adormecedoras, las cuales él también se untó y mascó para aletargar los crecientes dolores óseos de su fémur defectuoso. La antorcha del mitilenio iba mermando en intensidad, por lo que la empapó toda de negro aceite y avivó el fuego que iluminó el precipicio que discurría al borde de la abismal oscuridad. A esto repuso el mitilenio:

—«Sigue el camino incesante»…

«¿Cuántos en este punto ya hubieran desistido de esta hazaña? ¿A cuántos ya hubiese invadido sus miembros el pánico temor y los haría huir despavoridos? ¿Qué héroe no obtuvo gloria después de someterse y superar las tremendas pruebas de los dioses?» Tal pensaban hacia sus adentros permutando ígneas miradas al calor de la tea… Pero muy tarde era ya para desistir, pues reconocían uno a uno todos los augurios y al pulso de sus corazones lo animaba un misterio irresistible.

Se aseguraron las amarras alrededor de sus cuerpos, añadieron en lazo el tercer y último cordel, y avanzaron por el vertiginoso pasadizo. A un lado las tinieblas, y al otro, un pujante muro rocoso todo centelleante de minerales: funesto sería dar tan sólo un paso en falso.

Notaron que más adelante el camino se bifurcaba. Llegados al punto, alumbraron las dos estrechas calzadas opuestas, sostenidas por un despeñadero letal que se hundía en la ominosa profundidad del vacío. Se debatían en la mente qué dirección tomar. Apoyaron entonces las pertenencias en el suelo, las escurrieron y las secaron al fuego. Solón extrajo el malogrado rollo de papiro buscando respuestas.

—«Emula el vuelo de Ícaro» —Murmuró su lectura, intrigado.

—¿Se supone que ahora brincaremos al vacío suplicando a los dioses que nos doten de alas? —sonrió el mitilenio con descrédito.

El ateniense, en cambio, se mantuvo reflexivo; mucho examinaba la situación. Al tiempo, en su talante asomó el asombro: llevó una mano hacia su pecho y asió con los dedos el collar que llevaba puesto. Arqueó las cejas, le brillaron los ojos y gritó excitado: «¡Eureka!», como si acabase de descifrar un acertijo.

Pítaco lo observaba extrañado, mientras Solón se desataba el collar de piedras que pendía de su cuello y extraía del zurrón otros pequeños sacos y materiales.

—¿Tenemos aún cortezas? —preguntó.

—Sólo quedan restos… Pero dime, Solón, ¿qué tienes en mente?

—Con restos me bastará —dijo mientras retiraba extractos de corteza y sacos con agujas y clavos de metal—. ¡Verás, Pítaco, que lo que pende de mi cuello es un mineral prodigioso!… Serás testigo de uno de los más caros secretos de los fenicios, con mucho los navegantes más intrépidos y sabios de toda la mar. En mi vida mercante, de ellos aprendí sus artes de navegación, sus ciencias y su magia, que las tienen por sagradas. ¡Pero estoy dispuesto a incurrir en este sacrilegio en virtud de superar esta prueba!

—Aún no figuro lo que me dices, Solón…

—Ya lo verás por tí mismo… ¡Ea, alúmbrame aquí! —le indicó, señalando una hendidura cóncava en el suelo rocoso.

Tal obedeció Pítaco y Solón procedió a escurrir sus mojadas vestimentas sobre el punto, hasta colmar de agua ese pequeño receptáculo natural. Tomó una pequeña aguja de metal y la ensartó en un resto de blanda corteza, de modo que la aguja la traspasaba de lado a lado. Repetidas veces rozó el extremo punzante de la aguja con la piedra prodigiosa que portaba en sus dedos, a la vez que hablaba:

—Piedra de magnesia, así llaman a este mineral. Desde que me revelaron estos secretos, jamás me hago a la mar sin ella. Es frágil, pero alberga un misterioso poder: es capaz de orientar a los navegantes en las noches opacas y blanquecinas, aquellas en que densas nubes esconden las estrellas de la vista…

—Dime, Solón, ¿en qué se asemeja éste extrañísimo ritual que ahora emprendes con los encriptados versos de Zalmoxis?

El sagaz ateniense, entonces, con gran ímpetu se dispuso a responderle:

—Acorde al mito, Ícaro voló hacia el norte. Emprendió su vuelo desde Creta, pero quiso volar tan cerca del sol que las alas de cera se derritieron y cayó en la isla que hoy lleva su nombre: ‘Icaria’; que se halla a nuestro norte.

—¿Y sabes dónde está el norte ahora mismo que la oscuridad nos rodea?

—¡Eso, Pítaco! Este mágico artilugio nos dará la respuesta…

Y afirmando eso, apoyó la corteza con la aguja ensartada en el diminuto receptáculo de agua; la escasa densidad de la madera la mantenía a flote en la superficie. Como danzante, el delicado adminículo menguó algunas veces sobre su eje, hasta inclinarse fijamente en una dirección. Indistintamente de cuántas veces Solón repitiera el proceso, o si frotaba la aguja por uno u otro extremo, siempre su danza moría apuntando el mismo rumbo.

—¡Aquél es el norte! —dijo el ateniense, indicando el camino de la derecha.

—¡Oh Solón, sabio eres! ¡«Sabio será quien lo logre»! —exclamó Pítaco, regocijado su corazón ante el prodigio que terminaba de atestiguar.

Superada la prueba, se prepararon para ingresar en la calzada, tan estrecha que sólo admitía el paso de un solo hombre a la vez. Solón fue por delante. Al caminar sobre el abismo se obligaron a no mirar abajo; no sea que el horrendo vértigo los haga sucumbir en la omnímoda negrura. En medio del cruce comprobaron que habían llegado al extremo del último cordel que poseían.

—¡Dámelo! —dijo Pítaco—. Lo arrojaré allí, por donde vinimos. Estimo que ya no estamos muy lejos. Sólo retengamos en la mente el camino que andemos a partir de ahora. En caso de volver sobre nuestros pasos, aquí encontraremos el cordel, que nos será útil para volver a contemplar el bello resplandor del sol.

Así hicieron y no cedieron al miedo, y cruzaron con éxito el penoso abismo. Mucho se sorprendieron al ver lo que había más allá del próximo umbral, que suponía la presencia de otros mucho antes que ellos.

Apenas traspasarlo alumbraron la pared rocosa, repleta de desconocidos glifos y símbolos esculpidos y pigmentados… ¡Tanto los reconocía Pítaco en la piel de aquél eremita! A un costado, una gigantesca oquedad se abría paso hacia abajo; no veían más allá de la luz de la antorcha. A sus pies hallaron restos de vasijas de muy antigua factura al lado de un brasero polvoriento… ¡con maderos adentro!

—«Enciende el fuego tremolante» —evocó Pítaco, que procedió a soplar el polvo de los antiguos maderos, aprontó la tea y se encendieron chispeantes desde abajo.

Mientras se admiraban de las inscripciones ignotas que colmaban ese pétreo muro antiguo, advirtieron una soga sobre la hoguera, de la que colgaban siete ánforas, todas amarradas entre sí y muy alejadas del alcance de sus manos. Halaron de otra soga que pendía del techo rocoso: conectaba con el mismo cordel que ataba los colgantes recipientes, pero no cedía ni hacia arriba ni hacia abajo, sino hacia un lado y hacia el otro, deslizándose por una arandela. Decidieron entonces desplazarlas hasta el calor ascendente de las ascuas voraces. No fue hasta que el fuego las hirió lo suficiente que comprobaron su contenido. Comenzaron a reventar con estrépito, una gran llamarada se elevó iluminando el claustro hasta verter negro aceite sobre el suelo, que comenzó a fluir con rapidez por un surco en la piedra. Atónitos por el suceso se pusieron a resguardo y observaron cómo el viscoso material iba discurriendo y alumbrando el gran vacío.

Ni la inconmensurable fuerza creadora de la naturaleza podría jamás haber obrado tal prodigio… Pues las trazas de aceite formaron una ígnea espiral descendente adosado a las paredes rocosas de la abrupta oquedad, que demarcaban el camino por lo que parecían ser muchos umbrales y galerías.

Se internaron entonces en declive por la curva espiralada de fuego y advirtieron el ingente número de pasadizos que se integraban al camino, cual si fuera un colosal laberinto pergeñado sólo por la mano tremenda de los dioses Inmortales. De una cosa estaban seguros: de no haber reventado las ánforas de aceite, de no revelarse los atajos, hubieran hallado allí la nefasta perdición.

«Sigue los atajos luminosos»…

Obedeciendo los versos procuraron seguir los rastros del fuego y omitir las galerías oscuras. Uno detrás de otro atravesaron umbrales y pasillos. La misma inquietud acosaba sus pensamientos. «¿Estarán nuestros pasos emulando los de Teseo, el héroe de antaño? ¿Serían esos esqueletos que vimos los sacrificios solicitados por Minos? ¿Hallaremos aquí los restos del horrible minotauro?»…

Todo esto cavilaban sus mientes hasta que desembocaron en un recinto circular, esta vez, ante sus maravillados ojos, de pulida perfección… ¡Tal cosa no debería existir! ¡Qué mano mortal hubiese sido capaz de esculpir semejante portento, allí, en el profundo y feral corazón de esos cordones montañosos de la lejana Creta!…

En el centro de la enorme bóveda se elevaba una escalonada plataforma cónica, pues obedecía la misma forma curvada de las paredes. Circundaron todo el salón y contaron un total de doce puertas con dinteles y jambas de madera incrustadas en la roca, todas apareciendo en regulares distancias y mirando a esa plataforma central; por uno de los doce umbrales habían ingresado al indecible salón.

Encendieron los doce braseros que se hallaban ante las doce puertas del circular y simétrico recinto, y la lumbre del claustro cobró mayor intensidad. En medio del eco crepitante contemplaron entonces los curvados escalones de acabado lustre: eran siete en total, aunque de magnitud desproporcionada; demasiado grandes para los pies de un mortal, más bien parecían peldaños fabricados para el andar de Cíclopes o Gigantes, pues cada uno les llegaba a la altura del cuello.

Aún albergaban vigor en los músculos, por tanto se esforzaron en empezar a escalarlos. Solón primero. Pítaco después. Uno por uno fueron ascendiendo a esa cumbre, como dados a la consecusión de un premio sin forma, sin son, sin rostro… El ateniense fue el primero en llegar al séptimo y último círculo, mas no ayudó a Pítaco a escalar, pues, lo que contempló frente a él fue tan estremecedor que sintió un escalofrío recorriéndole la espina. De tal forma se sobrecogió que puso su pecho a emitir un maquinal alarido, que resonó amplificado por todo el recinto…

¡Ay, cuánto pasmo le embargó por completo las mientes! ¡Cuánto asombro profesaban sus ojos hechizados! ¡Un anciano! Sí… ¡Epiménides moraba ahí dormido!

Espantado y azuzado por sus gritos, Pítaco se esforzó en alzarse por su cuenta.

Y ahí lo vieron…

Yacía sobre una plataforma de piedra, un sarcófago acaso… entre negros y pesados ropajes. Su pecho al descubierto parecía irradiar un místico fulgor. Su grisácea piel… toda atiborrada de inscripciones en absoluto comprensibles para los mortales… “¡Tan parecidas a las de Zalmoxis!”, se dijo el mitilenio. Sus párpados lívidos… Su fausta postura… Sus longevas barbas plateadas divididas, trenzadas sobre sus dos tetillas… Todo lo rodeaba un halo del más reverente y profundo orden sagrado.

Tan perplejos quedaron ambos de esa visión que tardaron en advertir que yacía separado de ellos por un insondable abismo, un gran foso circular en su torno.

¡Ningún mortal podría dar brinco semejante!

Despavoridos, abajo escuchaban feroces caudales de aguas indómitas como tormentas distantes. Y alzado sobre ellas, sostenido, acunado al fin, por una ancha columna de lustre piedra: el antiguo profeta de Festos… Sí. Epiménides.

No podían acercarse a él. Ni los gritos que emitían parecían despojarlo, incomodarlo siquiera, de su profundo y místico ensueño… ¿Estaba muerto acaso? No… ¡Su pecho se henchía con una placidez lenta y extraordinaria!…

—¡Yo soy Solón de Atenas! —se dirigió al durmiente con un grito impotente—. ¡Mi patria está siendo asolada por males sin cuento! ¡Los dioses de la discordia, enfurecidos, han lanzado una peste que no ha cesado en años! ¡He cruzado mares, valles y montañas para comparecer ante vos! ¡Levántate, Epiménides de Festos! ¡Levántate!…

Pero sus súplicas no vulneraban sus sordos oídos. Parecían disiparse en el espacio que los separaba, como si se tratara de un intangible e impenetrable muro de silencio. ¿Qué lograría despertar del letargo al sagrado vate? Nada más podían intentar, ya no tenían más respuestas… Los enigmáticos versos de Zalmoxis… Todos los augurios ya se habían cumplido.

—¡Oh Hypnos soporífero, dios misericordioso —imploraba el ateniense—, retira de sus párpados el profundo sueño que le has infundido! ¡Tú eres grande y poderoso! ¡Oh hijo de la venerable Noche, ven y atiende mis plegarias!…

Por más que bregaba y bregaba era inútil; nada ocurría. Nada.

¡Qué amargo premio hubiera sido aquél! ¡Como el oprobioso Tántalo se sentían; intentando tomar por delante el fruto que escapa, esquivo al alcance de las manos!… Al llanto ya se había entregado Solón, y tanto se lamentaba de su suerte.

Pítaco entonces se acercó a consolarle:

—¡Ea, Solón, volvamos sobre nuestros pasos mientras la luz siga alumbrando, que ya la veo apagarse! ¡Porque muy fatigoso es el camino por andar y nuestras provisiones escasean! ¡Ten ánimo, amigo mío! Regresaremos al cabo con nuestros mejores hombres en algún otro tiempo, y mejor preparados para esta hazaña…

Por su parte, Solón yacía en el suelo, puesto de hinojos. Desconsolado, sus manos temblorosas sostenían el papiro desecho. Buscaba entre los versos más señales y portentos; acaso alguno que no había contemplado, que había pasado por alto.

«Ordena la palabra omnisciente.

Sembrarás, por fin, la simiente»…

Tal leía y hablaba para sí mismo; y repetía…

—¡Ea, Solón, regresemos! —le hablaba Pítaco—. ¡Antes que extraviemos por completo el rumbo en ese funesto laberinto de oscuras cavernas, y que de nuestro infortunio se hagan eco los terribles dioses de la fatalidad!…

Ante la ausencia de respuesta, Pítaco se dispuso a levantarlo del suelo y a arrastrarlo tras de sí. No fue hasta que llegaron al borde del primer peldaño que Solón abruptamente se liberó del mitilenio y volvió sobre sus pasos. Corrió hasta el borde del foso, de cara al profeta durmiente, y gritó con todas sus fuerzas la palabra omnisciente, la única que ocupó sus pensamientos de repente:

—¡Reclomodilóptilos!…

Tal vocalizó… Y el suelo comenzó a sacudirse.

Toda la bóveda inmensa ya temblaba con estrépito. La cámara emitía horrorosos gemidos y las almas se aturdieron de espanto. Sus pies perdieron el equilibrio, cayeron al suelo mientras los muros se resquebrajaban y enormes piedras caían derrumbadas partiendo en muchas partes el pulido lecho del gran salón. Sortearon las grietas que se abrían ante sus ojos desconcertados y se mantuvieron aferrados a sus vibrantes cuerpos buscando una protección vana: no había cobijo posible. Las aguas del foso se agitaban debajo y salían despedidas por entre las grietas, lanzando rugientes columnas de olas cálidas que azotaban sus cuerpos abatidos. Al mirar atrás notaron que las rocas que volaban sobre ellos habían desecho y taponado todo el camino que habían andado. Al advertir tal descalabro, de muchas penas se acongojaron sus corazones.

Soportaron todo aquél espeluznante escarmiento y, al mermar los temblores, se atrevieron a alzar la vista. Un resquemor indecible los dominó al atisbar cómo el torso del anciano se dobló sobre sí mismo: Epiménides, al fin, había despertado.

—El tiempo… Aquí… [καιρός εστιν] —pronunció con voz grave y cavernosa.

Estupefactos, ninguna palabra se atrevía a escapar de sus gargantas. El anciano giró la cabeza hacia ellos y los obnubiló con tan incandescente mirada.

—¡Necesitamos salir de aquí! —Esas fueron las únicas palabras que el ánimo del mitilenio supo proferir.

El durmiente se incorporó, vistió sus colgantes ropajes, se echó un manto negro por sobre la cabeza y se desplazó con ingravidez a una quebrada pendiente, y de un salto, el estupor les impidió ver con claridad el suceso, compareció de pie ante sus trémulos y desparramados cuerpos.

—Los caminos del Psicro… Abiertos al fin… —pronunció el augur, señalando una de las doce puertas.

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