1 – Asesinos

El asunto era el siguiente: había mentido. Nunca asesiné a un hombre. Lo más violento que había hecho en mi vida fue cuando trabajé, junto a mi primo, para un prestamista, en el que mis tareas se reducían a intimidar a deudores, atarlos a una silla para golpearlos y, en casos extremos, sujetarles la mano para que mi primo les cortara un dedo. Exceptuando eso, sólo había realizado hurtos menores.

Me palpé los bolsillos en busca de un cigarrillo, saqué el paquete para tomar uno, lo sacudí y tres de ellos fueron a parar al piso. Me agaché a levantarlos y otro más cayó. Limpié uno con la mano y me lo llevé a la boca; guardé el resto. Extraje el encendedor, que se empecinaba en dar pequeños saltos entre mis dedos. Pude finalmente asirlo con firmeza para que no escapara y, luego de tres intentos, pude encenderlo. Lo acerqué al cigarro y lo prendí. Di una profunda y trémula pitada. 

Desde la puerta vi, por la luz que ingresaba desde el pasillo, que Alfonso acababa de terminar de atar al individuo a la silla. Logró hacerlo, él sólo, sin que el sujeto le causara problemas, gracias a que entre los dos le habíamos atado las manos por detrás de la espalda antes de ingresarlo a la habitación. 

Exhalé el humo sin poder evitar toser. Tiré, escupí, el cigarro al suelo y lo pisoteé en forma torpe para apagarlo. El roce del cuello de la camisa se me hacía insoportable. Lo aflojé y con la manga me limpié el sudor de la frente. Alfonso salió al pasillo. Temí por lo que sabía que me iba a decir.

—Ya sabés lo que tenés que hacer. Nada de testigos. Vos terminá con este; yo, con el otro.

No lo miré. No quería que viera el temor en mis ojos. Creí que de haber este tipo de problemas él se encargaría y no, yo. ¡Maldita la hora en que aquellos dos habían visto nuestros rostros!

Saqué mi cuchillo del bolsillo del pantalón. Ingresé en la penumbra del cuarto sin tener mucha idea de cómo realizar el encargo. Lo más seguro y menos violento sería cortarle la yugular. ¿En qué parte exacta del cuello se encuentra? Me acerqué a él maldiciendo, lo insulté y lo golpeé impotente, intentando armarme de valor.

Me incliné y le apoyé el filo en el cuello; el tipo suplicaba. Podía hacerle un gran tajo. Uno que fuera de arriba a abajo con un buen ángulo. De seguro así alcanzaría la vena. Era sólo cuestión de presionar y luego hacer un movimiento rápido. ¿Qué tan difícil podía ser eso? La camisa se me había hecho una con el cuerpo; el olor del sudor me impregnaba por completo. La respiración me corría al ritmo del pulso. Bajé la cabeza, expulsé el aire en tres cortas exhalaciones, hice una gran inhalación, y entonces un golpe me tumbó al piso; el cuchillo se me cayó. Aquel mastodonte se había desatado las manos y comenzó a liberarse los pies. No comprendía cómo había podido deshacer los nudos; las cuerdas eran fuertes, gruesas. Tanteé rápidamente el piso, pero no encontré mi arma. Grité por ayuda. Me levanté y corrí hacia la puerta para ponerme a salvo. Llegué hasta donde estaba Alfonso, quien acababa de sacar su revólver. Giré la cabeza; el hombre se había desatado por completo y ya estaba de pie. Alfonso le apuntó y disparó. El tiro le dio de lleno. Si gritó o no, nunca lo sabré: uno de mis oídos estaba a escasos centímetros del arma al accionarse. En medio del campo, sólo los que estábamos en la casa escuchamos el estampido. El olor a pólvora flotaba como una fantasmal neblina, procurando cubrir el aroma de la muerte.

Alfonso ingresó a la habitación, se agachó y tomó el cuchillo, que había ido a parar cerca de la puerta. Me lo alcanzó, sosteniéndolo por el mango. Apenas lo agarré, me abofeteó.

—¡No vuelvas a soltarlo, imbécil! —me gritó, encolerizado. Me tomó de las solapas y, casi llevándome a rastras, me condujo hasta la entrada de la siguiente habitación, donde el otro tipo atado gritaba desesperado.

—Ahora este. Ni se te ocurra volver a fallar; voy a estar detrás de ti —me advirtió.

Aún sostenía el revólver en las manos. Capté el mensaje. Me di vuelta y me adentré en el dormitorio. El sujeto había cambiado los gritos por llanto. Me detuve frente a él, el impiadoso y pesado filo del acero en la mano. El miedo a ser yo quien terminara en un charco de sangre pudo más y, entonces, ese día, me convertí en asesino.

Fin

2 – Mi Mejor amiga

Un silencio incómodo se interpuso entre las dos. La cabeza de Vanesa estaba en otro lado; no se atrevía a decírselo. Clara notó su malestar y preguntó:

—¿Pasa algo?

Vanesa suspiró, entendió que no podía dilatar más el asunto y, al fin, le confesó el motivo de su angustia:

—Mi papá no quiere que sigamos viéndonos. Dice que necesito otra clase de amigas.

Clara abrió los ojos consternada.

—Pero ¿por qué? Si yo no te hice nada malo. Son las otras las que no te tratan bien. ¿No le contaste lo que te pasa en el colegio? —quiso saber.

Sí, Vanesa le había contado, aunque no todo; sólo que la ignoraban. De todos modos, estaba segura de que el saber toda la verdad no lo iba a hacer cambiar de opinión.

—¿No soy tu mejor amiga? —preguntó Clara.

—Sí, la mejor que tuve.

Vanesa se sentía a gusto con ella; logro que no conseguía con ninguna otra chica. El día que la había conocido, dudó de cómo debía tratarla. A medida que pasó el tiempo, se fue soltando y entró en confianza como con ninguna. No existían entre ellas peleas ni discusiones y podía confesarle sus sentimientos más íntimos sin temor a que se riera o los divulgara.

Sentada en el banco, Vanesa miraba sus zapatos, apoyados sobre la punta del talón en el suelo, mientras movía los pies de un lado hacia el otro. Esos zapatos marrones, con tira, de diseño antiguo, pero clásico, que tanto le gustaban y que eran motivo de burla en la escuela.

Clara estaba sentada a su lado con las piernas inclinadas hacia delante y el tronco ligeramente curvado, las manos apoyadas en el borde del banco, con la vista fija en el piso.

—Vení, vamos a la plaza —propuso Vanesa.

Al rato, estuvieron sentadas a la sombra de un frondoso pino. Varios chicos, a unos metros, disfrutaban de las hamacas, la calesita y los demás juegos del lugar; hacía poco Vanesa era una de ellos. Una brisa suave jugueteaba sobre los cabellos rubios de Clara haciéndolos ondular, aunque Vanesa no podía percibir su soplo. En lo alto del árbol, se había desatado un escandaloso cotorreo que le hizo acordar a las discusiones entre la familia de don López y la de doña Cata; dos vecinos. Clara levantaba algunas de las espinas del pino, que formaban un colchón en el suelo, y las dejaba caer a intervalos desde la mano, mirándolas atenta.

—¿No hay chance de que tu papá cambie de opinión? —expresó compungida.

—No creo —respondió Vanesa—. No quería decirte nada; viene con eso desde hace rato. Ayer me dijo que hoy es la última vez. Insistí y le rogué, pero no hubo caso.

Él creyó que esa relación ayudaría a Vanesa a socializar y a sentirse más segura de sí misma ante los demás. Sin embargo, al cabo de un tiempo, percibió que la idea había tenido un efecto contrario al buscado. Su hija se encontraba aislada y encerrada en esa rara y única amistad; la madre de Vanesa pensaba lo mismo.

La rutina se había repetido durante meses. Después de almorzar, Vanesa encaraba las tareas escolares y, al terminarlas, se reunía con su amiga. Paseaban en bicicleta por la plaza, les daban de comer a las palomas, se sentaban en un banco del parque a charlar mientras miraban los patos del lago. Cuando la lluvia las sorprendía, se refugiaban bajo la garita de la parada de algún colectivo, observando las gotas que caían alrededor y que nunca mojaban a Vanesa. Un relámpago latigaba el firmamento y competían por dar el grito más aterrador. Pasado el aguacero, buscaban la baldosa floja que salpicara mayor cantidad de agua. Competencia en la que Clara siempre ganaba. ¿Haría trampa?, se preguntaba Vanesa. 

Mientras conversaban, Clara tomaba, cada tanto, un nuevo manojo de espinas del suelo y lo dejaba caer en forma pausada, como buscando retener el instante. Pasados unos minutos, ambas quedaron en silencio. Clara continuaba abstraída, repitiendo su juego. 

—Te voy a extrañar, siempre te voy a preferir mil veces a vos que a cualquiera de las idiotas del colegio —se sincero Vanesa, sin mencionar que sus compañeras de año se habían enterado de esa amistad y eso había provocado que se mofaran de ella. 

Clara no dijo nada, bajó la vista y a la lluvia de espinas le sumó una de lágrimas. La reacción sorprendió a Vanesa. Nunca esperó que fuera a llorar.

—Es nuestro último día juntas, pasémosla bien —sugirió Vanesa, intentando cambiar sus ánimos—. Vamos al parque de diversiones.

—Dale —respondió Clara, quien sonrió y se refregó los ojos.

Al rato estaban subidas a la montaña rusa y con cada giro y caída se les iba la voz en gritos. El carro se volteaba de cabeza, se precipitaba al vertiginoso vacío, escalaba traqueteando sobre los rieles. Por instantes, Vanesa lograba olvidarse de todo; sólo existían ellas, el vértigo y el griterío.

No conformes con el mareo recibido, se subieron a las tasas giratorias para ser revueltas como el azúcar de un café con leche. Luego fueron a parar a las sillas voladoras, en las que uno de los zapatos de Clara salió despedido en uno de los giros, con tal mala fortuna, que fue a dar sobre un pequeño perro que escapó corriendo ante el sorpresivo golpe. Ambas se taparon la boca con las manos, las cejas arqueadas, se miraron y soltaron risas entrecortadas.

Después de recuperar el calzado, ingresaron al salón de fiestas del parque, en el que se desató una fiesta. Dos enormes parlantes vibraban en el centro y otros cuatro, de menor tamaño, en cada esquina. Permanecieron de pie unos breves instantes, escuchando la música, hasta que fueron invitadas a bailar cuando comenzó a sonar You Should Be Dancing de los Bee Gees, un clásico de la música disco. Otro de los gustos de Vanesa que era motivo de menosprecio y que la hacían retraerse. Sin embargo, allí podía expresarse sin sentir ninguna mirada de reojo ni cuchicheos ni risas socarronas y, lo más importante, poder compartir con su amiga esas vivencias.

La música cesó de forma abrupta. Vanesa sintió un leve toque en uno de los hombros; la voz de su padre resonó en el lugar.

—Ya es hora, Vanesa —le dijo.

La chica vio reflejada en los cristalinos ojos de Clara su propia desazón. Vanesa extendió los brazos sobre su amiga. Quiso hacer durar ese extraño instante por siempre; el padre insistió. Ahora eran dos las que derramaban lágrimas.

—Gracias por todo, nunca te voy a olvidar —expresó Vanesa.

—Yo tampoco —contestó Clara.

Vanesa no supo cómo interpretar esas palabras. La miró una última vez, puso las manos al costado de la cabeza y, jalando hacia arriba, se sacó y le entregó a su padre el casco de realidad virtual.

Fin

3 – Los últimos días

Carta del hijo

Acabo de llegar del hospital. Las noticias no son buenas: papá se está yendo. Tenía la esperanza de equivocarme; sin embargo, la doctora fue muy clara al respecto. Es cuestión de días, quizás de horas. Me enfrento a ese instante de la vida que la mayoría de los hijos tememos.

¿Habré estado a su lado lo suficiente estos últimos años? Supongo que siempre vamos a pedir más, siempre va a faltar algo.

Es extraña la percepción del tiempo a medida que uno crece. En la niñez, las horas, los días, las semanas transcurrían con lentitud. Las manecillas del reloj, incluso, parecían a veces amenazar con detenerse. Luego, en algún momento de la vida, los segundos aceleran su marcha como si alguien hubiese dado la señal de largada de una carrera. Entonces, los meses se transforman en semanas, las semanas en días, y al mirar hacia atrás todo parece haber pasado en un parpadeo y no haber sido lo suficientemente vivido. Aunque algunas cosas, sí. Y de ellas no pueden faltar los veranos en Claromecó; su lugar en el mundo.

Las tardes en la playa, el aroma a sal que esparcían las olas al saludarnos ni bien mojábamos los pies en la orilla. Las mañanas somnolientas en el bar del hotel que nos despabilaba con el intenso aroma del café de las enormes cafeteras metálicas detrás de la barra del mostrador. Tan diferente a este presente en el que no puedo deshacerme de los olores de remedios y vendajes que se filtraban por los pasillos del hospital y que me permanecen todavía estampados en la memoria.

Es una pena que papá no haya podido cumplir su sueño de pasar sus últimos años en el balneario. Tenemos la intención, llegado el momento, de arrojar sus cenizas al mar.

Sabrina y mamá se quedaron cuidándolo. Nos vamos turnando. Entre todos decidimos que lo movieran a una habitación privada (departamento, le dicen en el hospital) para tener un ambiente de mayor intimidad y silencio. Es un cuarto sobrio con una cama de sábanas blancas, una o dos sillas (no lo recuerdo bien) de metal, una mesita raquítica, un sillón lo suficientemente cómodo para quedarse a pernoctar en él y un televisor pendiendo, mudo, desde un soporte en lo alto de la pared enfrentada a la cama. No puede faltar la bolsa de suero que cuelga al lado de cada paciente, a la que no pude evitar acompañar varias veces en su lagrimeo.

Me arrepiento de la poca paciencia que le he tenido en este último tiempo, esa que él tuvo cuando yo era un niño y que olvidé en esos momentos en los que me hubiese venido bien tenerla. De adulto pude darme cuenta de las dificultades que atravesó, sobre todo cuando yo era un infante y quedamos prácticamente en la calle. Hizo lo necesario para que no pasáramos privaciones. Siempre le estaré agradecido por la forma en que nos cuidó. Se lo tendría que haber dicho y nunca lo hice.

Me costó entenderle ciertos comportamientos y decisiones hasta que fui mayor y me enfrenté a situaciones similares en la crianza de Ernestina y Sergio. Es irónico; a veces los reto por los mismos temas que él me regañaba, sobre todo en lo referente al estudio. Me comporto ante ellos como si hubiese sido el mejor alumno cuando lejos estuve de serlo; es por el bien de ambos, como lo fue por el mío antes.

Él se irá, continuará vivo en nuestros recuerdos y dejará un vacío difícil de llenar. Me pregunto a quién de nosotros le tocará estar en la habitación cuando llegue el final.

Le echo una ojeada al reloj. Es tarde. Tenemos que cuidar a mamá.

Carta del padre

Martes 9 de abril

Presiento que está por terminar todo: lo veo en sus rostros. Todavía me quedaban asuntos pendientes; me gustaría haber hecho más. Si pudiera retroceder, cambiaría algunas cosas y no sería tan duro en otras. Pero es algo que se aprende con la experiencia de los años. No puedo reprocharme mucho sabiendo eso. Después de todo, no lo hice tan mal. José está aquí, a mi lado; él ha formado una linda familia. Hace un rato estuvieron Sabrina y Helena; desearía haberlas podido abrazar y decirles cuánto las quiero, al igual que a José.

Tuve contratiempos en la vida. Algunos grandes, como cuando perdí el trabajo y el banco ejecutó la hipoteca de la casa. Años duros con una familia que mantener. De alguna manera salimos adelante y pude arreglármelas para que siempre tuvieran lo fundamental: nunca les faltó techo, educación y comida, así como salud. Cada vez que recuerdo esa época, me siento como un soldado que cumplió con su deber.

Veo la preocupación en la cara de José. El color de los ojos le va a intervalos del marrón al rojo. Quisiera calmarlo, decirle que todo estará bien y lo orgulloso que me hace sentir. Me arrepiento de no haberle prestado algunas veces la atención que requería; pero fue difícil, muchos años lo fueron. Mal momento para querer expresarlo; me he quedado sin habla y, además, parece que necesito esa energía para seguir respirando.

Tengo un poco de sed. ¿El suero está cayendo? Desde esta posición no puedo verlo.

Miércoles 10

Me han cambiado de habitación, a una privada. Es un alivio; había mucho ruido en la otra, demasiada gente yendo de acá para allá, demasiados parientes visitando a los internados. Supongo que los demás dirán lo mismo de nosotros. ¿Vino la enfermera que revisa el suero? No distingo cuál viene para qué tarea. Me gustaría saber cuánto tiempo llevo en el hospital.

Jueves 11

Han sido buenos hijos tanto Sabrina como José y sé que cuidarán bien de Helena. Sea el momento que fuere en que me vaya, lo haré con la tranquilidad de que ellos no tienen grandes padecimientos y necesidades en sus vidas. Lo han hecho bien, mejor que yo. ¿Qué hora será?, parece de noche. No fue fácil criarte, José; te tocó ser el primero. Los dos fuimos aprendiendo lo que era esto de ser padre e hijo.

Viernes 12

No sé qué me pasa. Todo me da vueltas y los ojos me pesan demasiado. Oigo la voz de José. Está contándome lo que se tenía guardado. Así que fue él quien había chocado el auto aquella vez, y no alguien que lo embistió estacionado y huyó. No hace falta que me pidas perdón. Tampoco que me agradezcas por los sacrificios que hice para cuidarlos en las malas; son mi familia. Somos tan diferentes y tan parecidos. Siempre veo algo de mi carácter escondido debajo de esa piel. Dicen que el legado de los padres perdura a través de sus hijos. Lamento que no pueda ver crecer a Sergio y a Ernestina. Me molesta cuando los retás por pavadas. Deberías ser más complaciente con ellos.

Estoy demasiado cansado. El tono de su voz me arrulla. Gracias por el abrazo de despedida. Creo que voy a dormir otro rato.

Fin

4 – En el largo plazo

Ernesto observó la grilla en la pantalla del monitor: la columna de las variaciones diarias se pintaba de rojo, al igual que lo venía haciendo desde hace semanas, pero ahora con caídas más pronunciadas. Maldijo las compras que había hecho. Golpeó con el puño, como tantas otras veces, la mesa en la que estaba la PC. Se levantó arrojando la silla hacia atrás, la cual cayó al piso. Dio vueltas por la habitación, los labios fruncidos, la cabeza gacha. Murmuraba hablando consigo mismo. Levantó la silla con brusquedad, se sentó y colocó órdenes de venta, que se ejecutaron de inmediato. Las acciones siguieron bajando durante la siguiente hora y entonces frenaron su descenso. Luego, una en forma tímida cambió su tendencia; el resto la siguió. «¿Y ahora qué?», se preguntó. El rebote cobró mayor impulso. El verde afloraba en las variaciones diarias; había llegado la primavera al panel líder. Estiró las piernas, apoyó la espalda sobre el respaldo de la silla, meneó la cabeza. La mano sobre la boca ocultaba la sonrisa incrédula de su rostro. Rio, insultó y cada tanto levantaba el brazo a media altura con la palma extendida hacia arriba y lo dejaba caer muerto sobre las piernas; se preguntó quién lo habría ojeado. Una vez más, el mercado se burlaba de él. ¿Cómo comenzó todo? Retrocedió en el tiempo.

El sueldo le alcanzaba para lo básico y un montón de conceptos no eran remunerativos: no se contabilizaban para la jubilación. Estimaba el futuro monto a percibir por ellos en un porcentaje cercano al setenta por ciento. Aunque faltaban muchos años para el retiro, el tema le preocupaba. Debía encontrar una salida: una actividad adicional. Ser cuentapropista con los escasos ahorros acumulados era riesgoso. Una mala experiencia en el pasado lo hacía desistir de ir por ese camino. Vio una posibilidad en las inversiones. Investigó las del tipo inmobiliario. Los montos para ingresar eran elevados y para el retorno había que esperar años, sin posibilidad de recuperar parte o todo lo invertido antes de tiempo. Analizó otras y se decidió por las inversiones bursátiles. Podría operar online desde la web; comprar y vender activos sin esperas y desde la paz del hogar. Nadie lo interrumpiría; él estaba divorciado y no tenía hijos.
Se inscribió en un bróker, transfirió dinero y comenzó a invertir en la bolsa. En menos de tres meses había logrado una buena ganancia con las primeras acciones que compró. Pero al inicio del tercer mes, bajaron abruptamente. Había estado indeciso y escaso de reflejos. Golpeó la mesa sobre la que descansaba la PC; resopló y vendió con pérdidas. Esa fue la primera lección: no es ganancia hasta que se venden; si no, es sólo una apreciación del valor. Sin embargo, luego de una semana de bajar por el ascensor, las acciones comenzaron a subir y al poco tiempo superaron el precio al que las había vendido. Esta vez no hubo golpes. Sentado frente a la computadora, levantó los brazos y cruzó las manos por detrás de la nuca, se echó ligeramente hacia atrás y alzó la cabeza. Paseó la vista por la habitación, miró a través del gran ventanal la parra del jardín de la casa en la que las hojas, movidas por el viento, lo invitaban a respirar aire puro. Fijó la vista allí y le dio alas a sus pensamientos. Después de un rato, puso las manos en el teclado y comenzó a navegar. Una vez que encontró suficiente información, decidió hacerse con algunos libros de análisis técnico; que basan su estrategia de compra/venta en los gráficos de los precios de una acción a lo largo del tiempo. Había descartado por el momento el análisis fundamental, el que hace hincapié en el estado contable de la empresa.
A veces se sentaba a leer en las tardes bajo la parra, acompañando la lectura con una cerveza y maníes; otras, frente a la pantalla al necesitar hacer comparaciones con el mercado real. «Toda la información está en los gráficos» rezaba el mantra del análisis técnico. Con los nuevos conocimientos adquiridos, volvió a invertir. No siempre los movimientos se adecuaban a lo que había aprendido. Los valores parecían moverse en forma caprichosa. Entonces, supo que el gobierno intervenía en el mercado de bonos para que el dólar no se disparara. Los bancos estaban atiborrados de esos bonos, lo que provocaba que el precio de las acciones del sector bancario se meciera alocado en un subibaja y, debido al peso que tenían dentro de las acciones líderes, arrastraban a las demás. Las caminatas en círculo por la habitación con los brazos en jarra y la vista baja se transformaron en algo habitual, así como los insultos.
—Eso no está en los gráficos —comentaba, meneando la cabeza hacia los lados.
Entonces, recordó otro de aquellos preceptos del análisis técnico: «Comportamientos pasados no garantizan comportamientos futuros». Pero se percató de que a lo largo del tiempo el mercado le ganaba la pulseada a esa intervención y en un momento el gobierno se retiró debido a las grandes sumas de dinero que perdía en esas manipulaciones.
—Ahora, sí —se dijo al saber del flujo de los precios libres de esa intromisión.
Las cosas comenzaban a marchar. Y una vez más fue testigo de los berrinches del mercado. Un cambio de autoridades del banco central fue mal recibido por los grandes operadores y los precios cayeron.
Leyendo las noticias de los medios, tamborileó los dedos sobre la mesa. El seguimiento de estrategias de entrada y salida no estaba dando los resultados esperados. Como decía un famoso mentalista cuando algo no salía de acuerdo a lo esperado: «Puede fallar». Recurrió al lanzamiento de opciones de compra; operación en la que se gana si los precios se mantienen más o menos estables o se minimizan las pérdidas si estos caen. Fue una manera desafortunada de averiguar que un cambio de expectativas por un posible cambio de gobierno hacia uno más pro mercado haría subir las acciones en forma desenfrenada.
Ernesto colocó las manos en la nuca y presionó, haciendo sonar las vértebras. Intentó girar la cabeza hacia la derecha en su totalidad, pero le quedó trabada a la mitad. El brillo del sol de las tardes había sido reemplazado por el led de la pantalla del monitor, el aire puro por el viciado humo del tabaco y el contacto con la naturaleza por cuatro opacas paredes. Horas observando la fluctuación de los precios en tiempo real. «¿Qué estrategia tengo que usar para anticiparme al mercado?», se preguntaba de continuo.
Por las mañanas leía las noticias. A la tarde, ni bien llegaba del trabajo, se pegaba al monitor. Se inscribió en un sitio de publicaciones y orientación financiera; allí encontró una cita de uno de los mejores inversionistas del mundo: «Sé temeroso cuando otros son codiciosos y sé codicioso cuando otros son temerosos». En otras palabras: vender cuando todo el mundo compra y hacer lo opuesto cuando los precios caen. Esperó la próxima caída y compró, pero el precio siguió cayendo. Otra de las máximas rezaba: «Nunca intentes atrapar un cuchillo que cae». Las manos se le cubrieron de cicatrices.
El polvo se acomodaba en los rincones de las habitaciones y vestía con un velo a los muebles. Le ardían los ojos, sus ojeras eran evidentes, la ropa le quedaba más holgada y su piel comenzaba a confundirse con el blanco de las paredes.
Buscó qué hacerse de comer. Abrió el aparador: yerba, té, café y espacios vacíos. En la heladera, una gaseosa a la mitad, una jarra de agua y un huevo eran los únicos huéspedes. Pediría la comida a domicilio: un pollo con fritas; así tendría para comer por más de dos días sin preocuparse por cocinar. Había muchas decisiones que tomar; varios caminos. Entonces, por esa vez, dejó que todo siguiera su curso natural sin intervenir, que los precios corrieran, se acomodaran y ver qué sucedía. Iría sumando acciones y bonos de a poco.
Al cabo de un año, las cosas marchaban mejor de lo previsto. Se alegró de haber derrotado a la impaciencia. La bolsa había entrado en una tendencia alcista y, semana tras semana, los activos subían. ¿Debía salir? No, esperaría un poco más; no había nubarrones en el horizonte. Sin embargo, hubo una baja. «Toma de ganancias», pensó. La tendencia se aplanó: los precios descansaban agotados por el ascenso. «Es cuestión de esperar, no volverse loco. Ya va a volver al cauce anterior», pensaba. Los valores parecían moverse al ritmo del frío invierno. El dólar subía y, medidos contra él, el valor de los activos financieros se deterioraba. Las tardes grises se alargaban frente al monitor. Cada tanto apartaba las manos del teclado para rascarse la barba, con semanas sin rasurar, que le picaba. Los cajones del placar lucían despoblados y el cesto de ropa sucia había aumentado de peso. Las luces de las lámparas transformaban en niebla el humo que brotaba silencioso del cigarrillo. Esperaría a que los precios volvieran al nivel máximo anterior, medido en dólares, y entonces, ahora sí, vendería. Pero ese nivel nunca retornó.
Una semana antes de las elecciones presidenciales, el mercado comenzó a subir. Hacia el viernes, las subas eran notables. Los inversores esperaban un resultado positivo del partido gobernante. El día de la jornada electoral, el destino y los votantes dispusieron lo contrario. El lunes, la bolsa abrió con la caída más estrepitosa de su historia, con una pérdida del cincuenta por ciento medida en dólares. El corazón de Ernesto latía acelerado, pero no tanto como era de esperar.
«Es una caída exagerada, ya va a subir de nuevo, no al nivel anterior, pero sí mucho más alto que el actual. Habrá que esperar unos meses a que las cosas se calmen». Los meses pasaron. Lejos de recuperarse, los precios se deslizaron por un suave tobogán. Las noches lo encontraban despertándose a la mitad de la madrugada. Se acostaba a las diez. Se distraía con alguna lectura en la cama; lectura que cada tanto volvía hacia atrás. A las once, apagaba la luz. Giraba para un lado de la cama y para el otro, se sacaba alguna frazada que se empecinaba en pegársele en demasía al cuerpo; al rato volvía a cubrirse con ella y, cerca de la medianoche, se dormía. Al levantarse en la mañana, sus músculos, entumecidos, le dificultaban los movimientos.
«Tengo que aprender de estas experiencias, de estas pérdidas; si no, no sirve de nada todo lo que haga. Hasta los grandes inversores han sufrido porrazos antes de volverse exitosos. La recuperación va a llevar más tiempo», repetía una y otra vez. Pero lo inquietaba otro de aquellos malditos eslóganes que circulaban por el mercado: «En el largo plazo morimos».
Las pequeñas victorias lo exaltaban. Y cuando creía que había encontrado los indicadores adecuados para saber qué era lo que estaba ocurriendo detrás de los números, un golpe lo volvía a la realidad. El aprendizaje era constante, parecía no tener fin. Supo que había mucho de psicología de masas en esos vaivenes. Que los mercados globales estaban interconectados: uno estornudaba y los demás se resfriaban. El capital, además de ser especulativo, era cobarde. Un millonario influyente desarmaba posiciones, un funcionario de altísimo rango dictaba una medida económica contraria a los deseos de los inversores, y la ola resultante era un tsunami. Esos comportamientos eran difíciles, cuando no imposibles, de predecir. Una y otra vez las lecciones iban a contramano de sus deseos.
Y llegó el día en que se tuvo que jubilar. Afortunadamente, en los últimos años, el sueldo había mejorado y todos los conceptos se habían vuelto remunerativos. No tendría problemas de pasar. Sin embargo, se mantuvo en su «afición». Nuevas variables surgían, otros mercados se abrían, aparecían nuevos instrumentos. Ahora tenía más tiempo y podría poner toda la cabeza en una sola actividad. De modo que creyó tener el éxito asegurado.

Fin

5 – Búsqueda

Desvaría en pasión aquel amor

atormentado por el sufrimiento.

Sin ser capaz de conciliar su sueño

encadenado en sus padecimientos.

Por la flor que se marchita olvidada

late el inquieto corazón herido.

En mil penurias grises se desangra,

y en el alba se despierta afligido.

Cual diamantes que brillan las lágrimas

reflejan del apasionado su alma.

En una estrofa la voz podrá perderse,

en las palabras de amor enredadas.

En tus ojos se alimentará mi ansia

prendida de un amor que me estremece.

Va ella incrementándose cada día,

como la sombra que al ocaso crece.

Sabrá que me depara el cruel destino

que lo sabe todo y no dice nada.

Busco la luz que me alumbre el camino.

Busco la paz que me sosiegue el alma.

Fin

6 – El chantaje

No pudo más y, fuera de sí, gritó:

—¡Basta!, no te quiero oír.

—No me voy a callar —contestó él sin inmutarse.

—A ver si entendés. Andate y no vuelvas —ordenó ella mientras extendía el brazo indicándole la salida.

—Ya no vas a poder amedrentarme —replicó mirándola fijamente, sin moverse de la silla. Y añadió:

—Mejor sentate y hablemos. —No pensaba retroceder. No esta vez.

—No pienso quedarme un minuto más. Me voy.

Sofía agarró su cartera. Dio unos pasos, pero se paralizó ante lo que oyó.

—Se ve que tendré que hablar con Beatriz.

A continuación, Luis sacó el celular del pantalón. Ella se dio vuelta, lo miró, cerró los puños con fuerza. No podía creerlo.

—¡Qué ni se te ocurra! Te mato —amenazó furiosa, escupiendo cada palabra.

Él le vio un ligero temblor en los labios y entonces se dio cuenta de que bajo esa fachada de furia se ocultaba el temor.

—Me parece que no estás en posición como para querer imponerme condiciones —dijo mientras sostenía el celular.

Sabía que tenía la ventaja; no la iba a dejar pasar. Cuántas veces había deseado ese momento. Y ahora, que se le daba, quería saborear cada segundo como si fuera el elixir más preciado del mundo. Había soportado una y otra vez sus continuos desplantes y burlas. Dejarla al descubierto sería una buena revancha, aunque esas no eran sus verdaderas intenciones.

—Veamos qué opina Beatriz cuando descubra que su querida hermana fue quien arruinó su compromiso, al tener un affaire con su prometido. Aunque no creo que sea eso lo que más te preocupa que le diga, ¿no?

El temor salió de su escondite y afloró en lágrimas. Con mucho esfuerzo y la voz trémula, suplicó:

—No… por favor. No hagas eso. —Se cubrió la cara con las manos y rompió en llanto.

Él la miró con detenimiento. Nunca la había visto así, tan vulnerable. Pero eso no le iba a hacer cambiar de opinión. Todo lo contrario. Estaba dispuesto a sacar provecho hasta el límite.

—Bueno, entonces, ¿qué vas a hacer?

Ella paró de llorar. La había atrapado. No tenía más opción que acceder a su pedido. Sin mirarlo, preguntó:

—¿Cuánto querés para no decir nada?

—Bueno, tendría que meditarlo —respondió sobrando el momento—. No puedo negar que el dinero me vendría bien. Pensaba cambiar el auto, y pasar unas vacaciones en el exterior sería fabuloso. No conozco Miami. Esa sería una buena alternativa, entre tantas. Me encantaría ir a un buen hotel. Con uno de cuatro estrellas, me conformo. Pero en la vida también hay otras cosas.

Ella cerró los ojos, resopló haciendo pasar el aire entre los dientes apretados. Él seguía hablando, dueño de la situación. Lo miró de reojo. Vio su amplia sonrisa mientras gesticulaba con las manos, contando sus planes. ¿Quién le había proporcionado la información? ¿Estaría Raúl involucrado? Era un descuido increíble, que no se podía perdonar. Ahora, estaba a merced de ese imbécil. Entre medio de sus pensamientos, alcanzó a oír.

—… sí, nos vamos a divertir mucho los dos —. Abofeteada por esas palabras, reaccionó:

—¿Qué?

—¿No pretenderás que vaya solo? Además, alguien debe hacerse cargo de algunos gastos extras. Descuidá, prometo llevarte a los mejores restaurantes. Aunque, eso sí, no seré yo quien pague la cuenta. ¡Ah!, casi me olvidaba, por el sexo no te preocupes; no es eso lo que busco. Aunque si quisieras… —Y levantó las manos a la altura de los hombros mostrando las palmas.

Ella lo miró entre desconcertada e incrédula, cuando no con desprecio, intentando dilucidar qué era lo que pasaba por esa cabeza.

—Estás loco —sentenció.

—Loco, pero no tonto.

Sin embargo, a raíz de lo que sucedería en esas próximas semanas, Luis demostraría que era mucho más tonto de lo que podía parecer.

Fin

7 – Persecución

Miré la cartelera; me había equivocado con el horario. Faltaba una hora para que empezara la película. Medité un momento en qué gastar esos largos minutos hasta verme con Sandra. Para colmo, había olvidado el celular en casa; por suerte, traía el reloj. Eché a andar rumbo al zoológico. Me esperaban más de diez cuadras de caminata, pero no había apuro; tenía tiempo de sobra. No lo visitaba desde que era chico. ¿Cómo estaría?

Con sólo trasponer la entrada percibí un cambio: la concurrencia del sábado era mucho menor a la que recordaba. A medida que me adentraba, todo me parecía más sombrío y triste. Quizás fuera la tierra que manchaba las veredas del paseo; el ensañamiento del clima sobre las jaulas y estructuras, que pedían un poco de clemencia y mantenimiento; o los pastos sin cortar, abandonados a su libre albedrío. Me detuve frente a una gran jaula en la que un viejo chimpancé, en cuclillas, apoyaba la espalda, derrotado, en el acrílico que lo separaba del mundo. Caminé frente al vallado hasta una posición desde la cual me fuera posible verlo mejor. La falta de pelaje, los pliegues de la piel colgando y algunas canas daban testimonio de sus años. Permanecía cabizbajo con la mirada fija en el piso, quizás recordando épocas de libertad. Levantó la cabeza y entonces vi la expresión de su lánguida cara apergaminada y no pude más que pensar en el hastío de una vida en cautiverio. No divisé señales de algún compañero de celda.

Continué con el recorrido. Un león famélico permanecía inmóvil rodeado de barrotes y alambre. En un compartimiento vecino, un tigre de tres patas hacía esfuerzos por dar unos pasos. Un enorme foso con una pileta vacía en donde otrora se bañaba un oso polar, permanecía en silencio. Me alejé del sector de las jaulas y corté camino por uno de los senderos hacia la salida. A un costado, mi vista tropezó con un carrusel inactivo y, a unos metros, unas hamacas y subibajas oxidados y con la pintura descascarada. No había chicos jugando. Todo el conjunto formaba una maraña de metal esperando ser desmontada para despedirse del complejo, al igual que el resto de sus habitantes. Un vestigio de una época pasada que se desvanecía en el tiempo. Gastaría los minutos que me quedaban en el parque Del Lago, ubicado enfrente.

Escapé del zoológico y crucé la calle. Varias personas, de todas las edades, trotaban o caminaban por los senderos. Desde lo alto de los pinos, tilos y tipas se esparcía un coro de silbidos y cánticos de cardenales y zorzales, cuando no un escandaloso cotorreo. Un par de nenes corrían detrás de una pelota y un padre hacía de arquero en un arco improvisado con un par de ramas. Dos enamorados, en una banqueta de madera, sellaban en besos la pasión del uno por el otro. Me senté en una de las bancas y aspiré la brisa, saciándome con el olor a tierra húmeda y pastos verdes, que me transportaban a un paisaje campestre. Cerré los ojos y alcé la cara al sol. Era una tarde primaveral sin nubes, apacible. Por un momento todo me pareció lejano y dejé las preocupaciones a un lado. Aunque aún seguía intrigado por el mensaje repentino de Sandra para vernos en el cine Avenida. Un mensaje escueto con un ruego para que fuera. Raro viniendo de ella.

Las risas musicales de unas adolescentes que tomaban mate sentadas bajo un fresno me tintinearon en los oídos y volví al presente. Miré el reloj y entonces me di cuenta de que estaba demasiado justo con la hora. No llegaría a tiempo si iba a pie; hora de tomar el subte. Me levanté y en unos minutos llegué a la estación central. Descendí por la boca de acceso al sótano de la ciudad. Siguiendo las indicaciones, recorrí los laberintos revestidos de pequeños azulejos esmaltados; unas veces en verde pálido, otras en azul marino, que me recordaban las clases de cerámica en la primaria de doble escolaridad a la que había asistido. Llegué a la plataforma. Los históricos carteles de publicidad me saludaban desde las paredes y un artista callejero, provisto de un pequeño parlante, aporreaba su guitarra al otro lado del andén. Creí reconocer la canción, aunque no recordaba el nombre. Le eché una mirada a la pantalla de uno de los monitores que pendían desde el techo; no iba a tener que esperar mucho. Dirigí la vista hacia el fondo del túnel de concreto y enseguida vi, reflejada en las paredes en círculos concéntricos, la luz del subte. De inmediato, apareció como una sonda luminosa y metálica que se deslizaba presurosa sobre las vías en busca de la estación. El inconfundible traqueteo de la marcha se hacía más audible. Al arribar frenó, chilló y expulsó aire como si las ruedas de metal, por algún extraño designio, se desinflaran. Las puertas laterales se abrieron. Por fortuna, no era la hora pico y los vagones sólo eran eso y no latas de sardinas atiborradas de personas. Un sonido agudo, imitando al de una pava silbadora, anunció el cierre de las puertas y la máquina arrancó con un suave deslizar que fue ganando velocidad. Las lámparas a cada trecho en el recorrido, la falta de luz externa y la claustrofobia del túnel creaban en mi cabeza la imagen de una mina sumergida en lo profundo de una montaña. Mientras que el traqueteo rítmico y constante ronroneo del subterráneo me invitaban a adormilarme en el asiento. Sin embargo, el breve tiempo entre las paradas y la rapidez del viaje hicieron que pronto llegara a destino.

Al bajar y buscar la salida, divisé un hombre que se detuvo frente al puesto de revistas de la estación y comenzó a hojear una. Al pasar a su lado, vi que había tomado un periódico y procedía a pagarlo. Salí al exterior y enfilé rumbo al cine. Al mirar hacia atrás, distinguí a aquel sujeto, mezclado entre los transeúntes, tomando una dirección contraria a la mía. Creí ver algo que no encajaba. Sin darle importancia, apuré la marcha.

Al llegar al cine, Sandra no aparecía por ninguna parte. Esperé unos minutos. Quizás ya había entrado. Ingresé en el momento en que las luces disminuían su brillo, extinguiéndose como velas en la oscuridad. Aun así, tuve tiempo para echar una rápida mirada y darme cuenta de que no estaba. Pronto los peldaños eran un recuerdo que se desvanecía en las retinas, y los indicadores lumínicos en las escaleras guiaban mis pies. Desde la sala de proyección, un potente haz de luz desgarró las sombras y pintó de colores la impávida pantalla. Los murmullos de los espectadores se fueron apagando de igual modo que el de una rompiente que llega a la orilla, a la vez que el tronar del sistema de sonido comenzó a retumbar desde los parlantes en las paredes. Estiré el cuello y alcé la vista, buscando algún sector semivacío. Ubiqué una butaca libre a la izquierda. Al sentarme el tapizado crujió; aún se percibía el aroma a nuevo de los asientos. Miré hacia la entrada para ver si llegaba Sandra. Nada. Pero reconocí a una persona; una que ingresó con las manos vacías y los brazos libres, y me inquieté: el tipo de la estación del subte.

Fin

8 – Poemas

Anhelo

Al viento susurrarán las hojas.

Al viento navegará el mundo.

Suspirarán las mareas al divisarte,

y despertarán a un sueño profundo.

Consuelo necesitaré cada vez que no te vea.

Pues es inmenso este anhelo mío,

que no conoce de divisiones y lejanía.

Tan sólo se sosiega mi alma,

al tener muy cerca tu dulce compañía.

Veré desfilar los días.

Veré la noche parir estrellas.

Tu cuerpo bañará la luz de la luna,

y el sol irradiará tu sonrisa.

Pero ninguno de ellos podrá acariciarte,

como yo con esta blanca poesía.

Angustia

Vaga mi alma angustiada

por estrechos pasillos

perdida, olvidada.

No logra ver un camino

que sea salida.

No hay mañana, ni presente

tan solo un oscuro vacío

que nunca está ausente.

Qué me depara el destino

más que nieblas y neblinas.

Da lo mismo luz y sombra,

los campos sembrados,

los montes devastados.

Terminará esta angustia algún día.

Veré las escarchas derretirse,

y en un mágico momento

brillar al firmamento.

Fin

9 – El chanta

Habíamos quedado en encontrarnos en un café. Uno, de un par de conocidos suyos. No sé por qué accedí ni por qué siempre me encontraba involucrado con este tipo de personajes. Nos sentamos y, al abrir su boca, el tema fue el de siempre: el autoelogio permanente basado en hechos de dudosa veracidad. A veces pensaba que su obesidad estaba alimentada por su enorme ego. ¿Por qué lo aguantaba? Un imbécil con todas las letras. Alguna vez terminaría diciéndoselo, aunque no ese día. De sus fanfarronerías pasó sin trámites ni demoras a enumerar qué cosas debía yo hacer y cuáles no. Me costaba entender por qué no aplicaba esos consejos en él, en vez de tratar de convencerme a que yo los siguiera. Por si no quedó claro, estaba harto de sus chiquilinadas y comportamiento; como lo de hacía unos instantes. Al repartir las mediaslunas en dos platos, me dio las que había agarrado con sus dudosas pulcras manos y él se quedó con las que no había manoseado. Sólo faltaba que metiera el dedo en mi café para comprobar si estaba caliente. Entonces, dejó caer dos terrones de azúcar en su taza; agarró otros dos y, sin más, los echó en la mía.

—¿Eran dos o tres? —preguntó en medio de su monólogo, haciendo amague de arrojar otro, y antes que le contestara, otro terrón fue a parar al fondo de mi taza.

¿Para qué me quedaba? ¿Qué raro influjo me ataba a la silla? ¡Qué ganas de levantarme y tirarle toda la mesa encima! Buscaba una excusa para irme, cuando dijo:

—Tengo un negocio redondo. No puede fallar. Nos vamos a hacer ricos.

Estúpido de mí que, en vez de salir corriendo, me quedé como un pavo a escucharlo.

—Criptominería —dijo como si hubiera descubierto la piedra filosofal.

—Eso gasta mucha electricidad —respondí—. Además hay que hacer una fuerte inversión en equipos y esperar un tiempo para que reditúe.

—Te ahogás en un vaso de agua. Ya te dije que no tenés que ser tan negativo. Tengo solucionado lo de la electricidad y la compra de todo lo que necesitamos. Un amigo mío, Juan, es electricista y conectaría los cables de electricidad para que no pasen por el medidor de luz. Así, minaríamos gratis.

Ya lo sabía, siempre en la trampa, qué otra cosa podía esperar de él. No cambiaba más.

—De todos modos, tenés que tener lo que se llama una granja de servidores para minar Bitcoin, lo cual son cientos de máquinas; lo leí hace poco en un portal —y puse mi mejor sonrisa pensando que lo había atrapado, pero…

—¿Y quién habló de Bitcoin? Vamos a minar ETH: Ethereum. Siempre hablando demás vos. Por suerte estoy acá para corregirte —retrucó, devolviéndome la sonrisa y meneando la cabeza.

—Juan va a ser parte del negocio también. Instalamos los equipos en nuestras casas. Así, repartimos la responsabilidad y la carga. Si por alguna razón se corta la electricidad en alguno de los domicilios, los otros dos siguen funcionando —añadió.

—¿Cuánto nos va a salir comprar los equipos? —pregunté. ¿Cómo?, ¿yo hice esa pregunta?, ¿estaba considerando involucrarme?

—Yo fui el de la idea y, además, consigo las máquinas a bajo precio. Tengo un conocido que las trae de contrabando y, por si fuera poco, conecta todo por unos pocos pesos; pero no tengo plata en este momento. Mi mamá está en las últimas y no creo que le quede mucho. Alguna herencia voy a recibir, pero andá a saber cuándo. Juan está complicado, tiene algunas deudas.

Comenzaba a ver por dónde pasaba mi participación en el proyecto.

—Vos me dijiste que tenías algún ahorro que no sabías en qué invertir. Bueno, acá te doy una que no puede fallar. Garantizada. Confiá en lo que te digo. Sé de lo que hablo.

¡Por qué habré prestado oídos a tales palabras!

—Además, si algo va mal, vendés los equipos y listo. ¡Hasta capaz que hacés una diferencia a favor!

Y contra toda sensatez dije:

—Pasame cuánto saldría todo y vemos.

¿No se suponía que yo era una persona honesta? Por desgracia, averiguaría en un par de meses que Ethereum dejaría de minarse a la manera de Bitcoin; y que haberme dejado llevar por la codicia, y ese sinvergüenza, me costaría algo más que plata.

Fin


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