
Había una vez un estante de libros. No era un estante cualquiera. Estaba ubicado en el tercer subsuelo del depósito de la Biblioteca Nacional. Un lugar al que casi nadie bajaba, porque se inundaba según los caprichos de la napa freática, y eran pocos los que se le animaban al riesgo de electrocución que había que correr al encender la luz.
Un monumental despojo repleto de ejemplares sin identificar. Habían sido sacados de sus diferentes secciones y olvidados allí sin orden. Ningún registro daba cuenta de su paradero.
—Igual que un secuestro —se quejaban los libros.
El estante del que hablamos estaba cerca del piso. Compartían su existencia de hoja inerte con miles de seres orgánicos, a los que venía alimentando la humedad de ese subsuelo. Pero con una soberbia que los rescataba de la desesperación, habían decidido ignorar a las bacterias, que no tenían ni voz ni voto. Les hacían el vacío. Sólo se comunicaban entre libros. ¿Y qué contaban en esas noches de encierro? ¿De qué hablar cuando se intuye que no queda más opción que la nada y sin embargo se sabe que tardará en llegar? De su época ilustre: trozos de vida activa, cuando eran biblioteca.
Miles de personas venían a nutrirse de ellos. Eran sobrevolados por los pájaros del espanto. Los recorrían con las alas abiertas y ellos no sabían qué frase les habían sacado. Qué parte suya empezaba a viajar por el mundo en el barquito simple de una monografía. Y después del trabajo, los libros se tocaban el pecho. “Estoy bien”, se decían, “estoy entero”. Y con un respiro, volvían a su estante, con la emoción de haber cumplido como bomberos voluntarios de la ignorancia.
Pero también hablaban de cosas que no tenían que ver con su trabajo. En esas ocasiones, los relatos podían ocuparles toda una noche. Se divertían cuando la conversación tomaba ese giro que la vuelve deseable y combate los cabeceos de cualquier cansancio. Hablaban de carnes y de huesos. A veces de sangre. Igual que lo hacemos las personas cuando nos ponemos a discutir sobre el espacio infinito. O como cuando, después de tomar vino con amigos, queremos destripar el universo y saber de una vez, si existe o no existe Dios.
Los ejemplares del estante hablaban de cosas que no entendían, pero que, en alguna parte, contenían. Hablaban de humanos. Y esto los mantenía curiosos, despiertos, vivos.
Sólo morían pronto los libros de texto. Porque nunca se animaban a ir más allá del “mi mamá me mima”. Eran textos que no admitían la letra “Q”. Nunca se preguntaban “por qué”. No tenían aspiraciones.
Uno de los relatos de la noche de este cuento, lo hizo un libro roto. Estaba desgastado y sucio, con los bordes deshilachados. Alguna vez había sido un tratado de economía poco atrayente. Tal vez por eso su historia sonó tan seductora. Porque los feos consiguen que el otro baje la guardia, para entonces sorprenderlos con alguna carta que se vienen guardando, y que porta todos los encantos.
—Una vez vi a dos jóvenes en una de esas mesas enormes y alargadas. Desprovistas de adornos y distracciones. La austeridad del ambiente, hace que en ese contexto, cualquier señal sea una señal para alguien. Y como hay poca gente, es muy difícil no entender el mensaje.
Si ella se insinuaba, lo hacía para él, por la sencilla razón de que no había más nadie ahí. Ella mordía el capuchón. Él pasaba las hojas con fuerza y se arrugaba el pelo, mirando de reojo. Ella subrayaba lo que leía pasándose la lengua por los labios. ¿Cómo explicarles, compañeros, lo que es el rito humano de la seducción? Como libro, solamente se me ocurre decirles que cuando los humanos intentan aparearse, se ponen a sí mismos títulos enormes.
Entonces tomó la palabra un tratado de filosofía. Todavía muy elegante en su herrumbre. Era muy viejo, y tal vez por eso la historia que contó sonó demasiado sensual, carente de toda compostura.
—Una vez tuve la ocasión de presenciar algo parecido a lo que usted comenta. Eran dos que se amaban. Enloquecieron. En vez de mirar los textos se miraban cada uno en los ojos del otro. Y la espalda de ella fue justo a apretujarse contra el estante en el que estaba yo. Pude sentir la forma rítmica en que latían. Sus olores de persona, su sudor de vida. Tener sexo por amor parece ser la unión del más concreto de los actos con el más abstracto de los conceptos. ¿Cómo explicarles lo que yo vi aquella noche? Ya no parecían dos seres por separado. Yo diría que juntos se convirtieron en una sola trama textual.
Un libro pálido quiso intervenir. Era finito y sin efecto visual. Una parte entre tantas, de una colección más. Un libro parcial, que solo, no interesaba a nadie. Tal vez por eso se escuchó su historia. Porque los que pasan por vulgares no hacen más que disfrazarse para que no se les noten las increíbles singularidades que atesoran.
—Mireya era una chica muy inteligente. De esas que andan por los pasillos siempre con las antenas y los pezones parados. Tenía vocación de ratón, de excavadora arqueológica. Una convencida de que investigando el pasado se puede medir el futuro. Una noche se quedó sola en la biblioteca hasta muy tarde. No había seguridad de ningún tipo. Y en un recodo la asaltó un hombre con un arma. Le ordenó quitarse la ropa y quedarse quieta. Ella le dijo sin titubeos:
—Dame un beso —lo dijo con las pestañas rotundas como cintas, con la certeza de un mortero.
El hombre se sintió asaltado con la misma prepotencia con la que había atacado. No entendía. Ella le repitió:
—Dame un beso —y mientras él se reponía de su sorpresa, ella se apoderó del arma y lo asesinó. ¿Cómo nos explicamos todos nosotros, los libros, lo que es interrumpir la existencia de otro? Podría decirles que aquello fue como si, repentinamente, ella le hubiera arrancado al tipo unas cuántas hojas de su centro.
El proceso de deterioro que sufrían los libros hacía que, a veces, no se entendiera parte de lo que hablaban sobre nosotros. Entonces inventaban. Y donde a alguno le faltaba una página, el otro se la prestaba. Y lo que decían empezaba a carecer de sentido; y el libro, de razón de ser.
Con el pasar de las historias y de las noches, la inundación ganaba un terreno que no era peleado por nadie.
Los libros empezaban a chochear, babeaban, hablaban escupiendo. Hasta que terminaron todos sepultados en una tumba líquida y silenciosa. Miles de textos que ya no significaban nada.
Pero también, dentro de ese improvisado ecosistema que se alimentaba de páginas desechas, germinaba la alternativa infinita. El punto cero desde donde todos los libros empiezan a escribirse. Como una gigantesca sopa de letras.
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