A Horacio se le había ocurrido lo del transporte escolar. Por culpa del sarampión el pobrecito Santi se había quedado sin cumple el año pasado. Ahora, para los siete, iban a festejar a lo grande, en la quinta de la madrina en Luján. Con parque, parrilla, cancha de fútbol y todo.

Diez amigos varones, una primita y la familia. Y el ómnibus que, uno por uno, los iba a buscar.

Ya instalado el pequeño gentío de varoncitos, la mamá los miró. Le parecieron elegantes y hasta de orejas puntiagudas. Un temible puñado de duendes del bosque, visiblemente inquietos. Expectantes al arranque, señal de partida hacia el griterío mayúsculo.

La mamá no quería retar a Santi el día de su cumpleaños. Si el nene era el centro mismo del lío, era porque ella siempre lo hubiera preferido así. Su hijo: a la cabeza del destrozo. En el fondo, le encantaba.

Cada tanto se detenía el vehículo a recoger a un nuevo familiar que se sumaba al festejo que había empezado dentro mismo del ómnibus, fuera de todos los planes de los padres que habían creído, por inexperiencia, que esa parte consistía sólo en “el viaje”. Inflaban globos, abrían paquetes, amontonaban abrigos. Y se cambiaban de asiento, riendo. Tal vez porque los transportes escolares les traían a todos recuerdos color caramelo.

Subió la tía Cristina, con su tapadito beige. Buscó a la mamá, para entregar lo que había traído, porque cuando de niños se trata, cada regalo viene, como si fuera una tarjetita, con una explicación colgando.

Cristina se excedía en los precios de lo que compraba. Para compensar, era corta de palabras:

—Es un juego didáctico. Para el desarrollo de la inteligencia.

En cambio, a veces, la abuelita Azul, traía con sus obsequios, un rosario de palabras, que rezaba junto a la madre, aburridas las dos.

Subieron Martín y Lorena, los otros tíos. Arlequín y Polichinela parecían. Desprolijos, despreocupados y alegres. Muchos se preguntaban cómo hacían para criar a la nena que habían tenido. La habían envuelto bien, y la traían como un pequeño souvenir rosado que nadie quería dejar de ver.

La euforia de ellos estaba algo aplacada para no despertarla, y hacía un llamativo juego con los colores que vestían. Verde él, rojo ella… y regalaron al nene una auténtica pelota de cuero.

—Para estimularlo en el deporte… ¡le gusta tanto!…

Enseguida Lorena estuvo metida entre los chicos improvisando un taller de canto.

—¡ La de Pinocho, tía!

Hasta el viejo Hospital de los muñecos… llegó el pobre Pinocho malherido…

La madre sintió el invierno se apoderaba de su nuca. Se dio vuelta y se sobresaltó: dos ojos grises le penetraron casi hasta los pensamientos. Una vieja la miraba desde el espejo grande que tenía el chofer, adelante. Quiso hacerle frente y la buscó pero, a pesar de que la veía reflejada, no podía encontrarla. Sintió irritación hacia el chofer, ¡¿cómo había dejado subir a una desconocida?!

De repente, como una aparición, la encontró cerca, iba parada en medio del pasillo, con una expresión impávida y unas manos huesudas y fuertes, agarrada de una baranda. Había que vigilarla… ¿tendría intención de robarse algo? La vieja la miró con sus ojos líquidos y la madre desvió la cabeza hacia otra parte, mientras el corazón se le ablandaba en una cabalgata peligrosa.

Cuando hizo su llegada la tía abuela Bea, la madre vio a su marido ponerse de pie y aprovecharon para intercambiar miradas interrogantes acerca de la desconocida.

—¡Yo qué sé quién es!

El marido movía los labios haciendo muecas a espaldas de la vieja, que se iba desplazando lentamente por el pasillo. En etapas. Avanzaba, esperaba, descansaba. La mamá de Santiago empezó sentir un tamborilleo de susto en los oídos, hasta que la tía Bea, después de varios saludos efusivos con gran sonrisa lavanda, logró alcanzarle un paquetito.

—Ahora que hace frío le va a venir bien.

—… porque el viejo espantapájaros bandido, lo sorprendió dormido y lo atacó

Agradecida, ella tomó lo que le daban y lo puso en el buche que estaba encima de un asiento doble, junto con los otros regalos que, sin enterarse, iba recibiendo el hijo.

Los chicos seguían enfrascados en el placer de las luchas cuerpo a cuerpo. Los mayores habían abierto un paquete de sandwiches de miga que iba y venía, entre vasitos descartables y alguna que otra servilleta. Hasta a la extraña señora le fue ofrecido un bocado. Todos quedaron a la expectativa, mientras la vieja se negaba amablemente, pero sin sonreír, apretando sus labios pálidos y finitos. Parecía muy concentrada dentro de su sombrero grueso.

La repetición de la canción iba picando un poco en los oídos de los que trataban de relajarse mirando por la ventanilla.

… a un viejo cirujano llamaron urgencia, y con su vieja ciencia pronto lo remendó, pero dijo a los otros muñecos internados: todo esto será en vano, le falta un corazón…

La última parada que hicieron fue para que subieran el padrino y el abuelo.

Uno de chomba amarilla, omnipotente, como si tuviera calor. Trajo plastilinas, porque a Santi le divertían mucho.

El otro, con su serena cabeza blanca, agregó unas témperas “porque el nene tiene condiciones para el arte”.

El transporte tomó una velocidad nueva, entusiasmado salir de la ciudad era un OK gigante para avanzar sin freno.

La madre ahora se resignaba a hacer el resto del viaje en medio de un silencio vigilante que la erizaba. Sentía cómo el pulso le aflojaba las rodillas mientras observaba a la mujer que pasaba revista a su querida gente, con una mirada que arrastraba un cansancio de siglos.

Todos tenían una sensación incómoda: ser mirados sin atreverse a mirar. Estaban al lado de la vieja, urgidos por el poco espacio. Caminaban en puntas de pie, y pasaban sin tocarla. Como temiendo despertar a un murciélago.

En el fondo, el bullicio infantil celebraba el cumpleaños sobre la muerte de los tapizados.

En el medio del micro la figura de pie se recortaba como un hada gris, una mariposa de la noche.

Ajena al clima enrarecido, la tía Lorena bailoteaba con el coro:

—…entonces llegó el Hada Protectora y viendo que Pinocho se moría, le puso un corazón de fantasía y Pinocho sonriendo despertó…y Pinocho sonriendo despertó…

La madre pensó, ya sin lucidez alguna “tengo que impedir que se acerque a los niños”.

El transporte escolar se detuvo en algún remoto semáforo, entonces la intrusa se puso de frente y empezó a avanzar. Agarrándose de los asientos que tenía a ambos lados, con los brazos abiertos, como desplegando dos alas harapientas.

La madre estuvo a punto de gritar “¡Horacio!”, pero un miedo pálido le trepó desde el estómago a la boca. Bajó los ojos, entonces, y se puso de pie, para interrumpirle el paso.

La desconocida caminaba con cierto trabajo, alternando los pies sobre el piso y los brazos sobre los asientos, en su avance. Tenía el aspecto de una tortuga furiosa. Una fiereza amable y sin dientes.

La madre enderezó la espalda y esgrimió los pezones como espinas de dos maternales escudos.

Cuando estuvieron frente a frente, la vieja le dio a entender que era solamente hasta ella adonde quería llegar. La anfitriona del espanto temblaba ante la inminencia de un sacrificio.

La vieja, dueña de una gastada solemnidad, le ofrendó entonces una caja de metal. Cuadrada. Filosa. Sin aberturas a la vista.

La madre renunció con entereza a creer que todo lo que se recibe para un hijo son bendiciones de colores.

Sintió que algo frío e intenso le atravesaba la voz. Como tragarse una daga de hielo.

Supo que, como en una paleta de pintor repleta de opciones, en los rincones aguados aparecen las mezclas, que inevitablemente devienen en gris.

Tomó la caja. Pesaba. Los ojos de la vieja también pesaban. Igual que el aire, y que la angustia. Con voz casi transparente, dejó salir un “gracias, señora”.

Los chicos, estrenaban la vida a golpes, sin importarles nada de aquellos otros que estaban más lejos del comienzo.

La vieja, recibido su don, de repente ya no estaba.

La madre, con sus manos apretadas y el rostro firme, iba de pie acompañando, sin derramar una lágrima y sin miedo, dueña de la esperanza. Repartió retos y caramelos. Se encargó de la fiesta. Guardó, junto a los demás paquetes, la caja para su hijo que había llegado hasta ella, esta vez, sin explicaciones.

La valentía le atravesaba el pecho, como una espada de sombra.

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