He recorrido lo que creo es la mitad de un camino que ahora sé que termina con un letrero: “En construcción”. Un desbaratado y chueco anuncio de letras negras sobre fondo naranja, ennegrecido por la vaguedad de las imprudencias.
Se presenta como una puerta transparente que deja ver cielos oscuros de industrias y carreteras desoladas, que se entrecruzan en duda, bajo una brisa de azufre y ecos metálicos. Pero este recuadro —triste o audaz— tiene la cualidad de ser intermitente: se esfuma y regresa como advertencia a lo que está presente.
Hace apenas unas horas descubrí este majestuoso letrero. Lo que antes era el camino de la serpiente, infinito y curvilíneo, un tanto juguetón y promisorio, ahora se muestra fatal.
Grito sin ruido, corro inmóvil. Me engaño diciéndome que es suficiente por hoy… pero sigo esperando algo y presumo de no tener tiempo.
¿Y es que realmente el tiempo no me alcanza? Lo veo y está ahí detenido.
Veo mi propia señal esperándome entre escombros, sobresaliendo en medio de una calle fría, custodiada por largas cadenas, con un naranja encendido diciéndome: ‘En construcción’.
Y es que, ¿por qué he de cambiar esa banalidad que llenaba en mis ayeres estos huecos de tiempo?
La dicha era mi atención a los demás.
Mi dicha, el egoísmo que ellos me entregaban.
Lloraba y reía sin desgracia, me refugiaba en juegos sociales y me sentía bien, triunfal y definido.
¿Por qué debe cambiar?
Las necesidades realmente son las mismas.
¿Es acaso que nuestros zapatos se han roto y esas raíces ignoradas se nos han escapado sin previo aviso?
Tal vez no soy lo bastante atento y no logro entender estas palabras: “En construcción”.
¿Quién construye qué?
La idea aquí planteada es esperar que alguien tome ese letrero y lo mueva, simplemente, un poco más adelante.
— A. M. García
OPINIONES Y COMENTARIOS