Óscar siempre había sentido que su corazón no le pertenecía del todo. Desde niño, había experimentado esa incómoda certeza de que su alma llevaba piezas prestadas, como un rompecabezas al que alguien, en algún rincón del universo, guardaba las piezas faltantes. Fue al conocer a Cristina que lo entendió: ella era el borde y el centro de ese rompecabezas, la constelación que daba sentido al caos de su existencia.
Cristina no era una mujer cualquiera; era un espejismo de colores brillantes en un mundo opaco. Cuando sonreía, parecía que las flores del mercado crecían dos centímetros más altas. Cuando lo miraba, aunque fuera por accidente, Óscar sentía que el aire tomaba forma, como si hasta el viento quisiera quedarse cerca de ella. Pero había algo en Cristina, una levedad, como si caminara sobre las puntas de los pies para no dejar huella, que a él le inquietaba y fascinaba por igual.
Se enamoró como los ríos que desembocan en el mar, inevitablemente, sin saber que la corriente lo arrastraría hasta la orilla más amarga. Cristina lo quería, claro, pero de esa manera en la que se quiere a una flor: con la certeza de que algún día marchitará, sin dolor ni apego. Él, en cambio, la veneraba como si fuese una diosa griega caída en desgracia, imperfecta, inalcanzable.
Una noche, bajo la luna gorda y color miel, Óscar le confesó su amor. Cristina escuchó, y cuando él terminó, respondió con una sonrisa tan triste que parecía pedir disculpas por adelantado. «Tú mereces algo que no soy capaz de darte», dijo, y esas palabras se clavaron en el alma de Óscar como un diente que muerde la fruta equivocada.
El tiempo pasó, aunque no como debería. Para Óscar, el tiempo no era lineal, sino un círculo vicioso que giraba siempre alrededor de Cristina. La dejó atrás físicamente, pero no había un rincón de su alma donde no encontrara su rastro. Cuando se mudó a aquel apartamento pequeño pero acogedor, sintió, por primera vez en años, que estaba superándola. La distancia le daba la ilusión de un olvido próximo. Ordenó sus escasas pertenencias y respiró hondo, creyendo que por fin había hallado un territorio neutral, una tregua para sus recuerdos.
Hasta que descubrió el secreto de la habitación.
Cuatro días después de su llegada, mientras acomodaba aún un par de cajas sin abrir, el casero —un hombre mayor de manos huesudas y mirada esquiva— apareció con un cuaderno de tapas azules y un cenicero de cerámica gastada. Los había encontrado en el altillo.
—Mire, joven, estas cosas se quedaron del anterior inquilino —comentó con tono casual, casi distraído, sin saber la importancia que tendrían esas palabras—. Era un tipo callado, alto. Un día se marchó sin avisar. Sé que salía con una muchacha, creo que se llamaba Cristina. Venía seguido por aquí. Una pena, parecían buena pareja.
Dicho esto, el casero se encogió de hombros, como quien habla del clima, y se marchó. No tenía forma de saber que ese nombre era un cuchillo girando dentro del pecho de Óscar. Para él, la mención de “Cristina” era sólo una nota al margen en la historia del edificio, una anécdota sin importancia.
Óscar se quedó solo, el cuaderno en la mano. Lo hojeó con cuidado, descubriendo entre sus páginas una nota escrita con caligrafía pulcra: “Nunca supe si Cristina entendió que no podía quedarme.” Ese nombre, atrapado entre las paredes que ahora habitaba, lo dejó paralizado. La habitación había presenciado el amor de Cristina y otro hombre antes que el suyo. No era su imaginación lo que le hacía sentir su presencia; esa habitación tenía memoria. En las grietas de la pared y el crujir del suelo, Cristina seguía viva, convertida en un eco que se negaba a dispersarse.
La idea lo obsesionó. Cada noche, mientras intentaba dormir, podía sentirla. La imaginaba acostada sobre esa misma cama, su risa rebotando en las paredes, sus caricias habitando cada fibra del colchón. En sus sueños, Cristina aparecía etérea, como si flotara por la habitación, sonriendo con la dulzura de siempre, pero con ojos que no eran para él.
Una noche, incapaz de soportarlo más, Óscar decidió hablar con la habitación. «¿Por qué no puedes dejarme ir?», preguntó en voz alta, sabiendo lo absurdo de su acción. Pero, contra toda lógica, la habitación respondió. No con palabras, sino con un eco. Las paredes susurraron la frase que Cristina había dicho aquella noche bajo la luna: «Tú mereces algo que no soy capaz de darte.»
Óscar cayó de rodillas, roto, pero en el fondo comprendió la cruel verdad: no era Cristina quien lo retenía, sino él mismo. Había llenado cada rincón de su alma con ella, no porque no pudiera olvidarla, sino porque no sabía cómo enfrentarse al vacío que quedaría en su lugar.
A la mañana siguiente, con el corazón pesado pero decidido, recogió sus cosas y dejó la habitación para siempre. Al cerrar la puerta, sintió que un peso se desprendía de su pecho, como si finalmente entendiera que no se puede sacar a alguien del corazón, pero sí aprender a vivir con su sombra.
La habitación quedó en silencio, esperando al próximo huésped, mientras Óscar caminaba hacia el amanecer, sabiendo que nunca sería el mismo, pero que, tal vez, eso no era algo tan malo después de todo.
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