10
—Good morning, Mem.
La niña habría vuelto a escapar de no ser por la mujer, que le cerró el paso tras devolverle el saludo a Bimo. Éste se apresuró en excusarlos.
—Lo siento, enseguida nos iremos. Ven aquí—la llamó adentrándose en el callejón.
—¿La conoces? —preguntó la mujer, tomando a la niña por la muñeca con firmeza.
—¿Meerna, qué estás haciendo?
Era el señor Wood. El hombre había ido en busca de su esposa al sentir su demora y acabó por unirse en el mismo enredo que Bimo.
—No nos conocemos, pero—respondió Bimo en su idioma— tengo que llevarla al hospital.
—¿Ella se te acercó? —interrogó la señora.
—¿Qué dice, Mem…?—Bimo la miró confundido. Había hablado muy deprisa y su inglés no era al que Bimo acostumbraba oír.
—¿Ella se te acercó a pedirte ayuda? —repitió la mujer, con el mismo tono desconfiado en su voz.
—No, señora. Solo que es nuestra obligación brindar caridad a los pobres.
La señora Wood la inspeccionó de pies a cabeza.
—No parece una de esas chicas indecentes. —La analizó una última vez, chasqueando la lengua—. Dios mío, que delgada… —gimió al ver su ojo hinchado—. ¿Es sangre? ¡Dios…!
—¿Cómo te llamas? —le preguntó amablemente el hombre, pero la niña se ocultó tras de su esposa apenas se inclinó.
Los pedagang-pedagang
blancos intercambiaron miradas.
La señora Wood murmuraba algo de lo cruel que eran algunos hombres, cuando el señor Wood fue adentro y volvió con un frasco de frutas en almíbar. Aseguró que el azúcar era buena para reponerse pero, de nuevo, al avanzar hacia a la niña esta volvió a refugiarse contra su esposa.
La señora Wood extrajo un gajo de durazno del frasco y se lo ofreció. Esta aceptó un trozo tras otro. Observó con una fascinación casi salvaje cómo Meerna le hacía entrega del frasco. Tras unos cuantos bocados y beber del almíbar, no obstante, su tez volvió poco a poco a sus mejillas acaloradas. Parecía un esqueleto vestido en sangre. El párpado hinchado en su rostro resaltaba de una manera preocupante.
La señora frunció los labios y le sonrió a Bimo.
—¿Por qué no la dejas conmigo?
Bimo se sobresaltó.
—Es la prioridad de un cristiano brindar caridad —declaró solícita, bajo la penumbra de los muros opacando sus claros ojos.
—No, no podría hacer eso…—titubeó.
Su risa seca lo hizo callar. Sonaba como un gorjeo.
—Cuido de una tienda pequeña y de un marido hipocondríaco; una persona más no hará mucha diferencia —respondió la Mem agitando una mano.
Bimo se encogió de hombros.
—Bueno, supongo que sí…
Hubo un silencio que incomodó a Bimo. Contempló la entrada al callejón, respirando la brisa marina y la podredumbre del río. Después de todo, ¿adónde más podían ir? Mei Ying jamás le permitiría la entrada a otra mujer en la casa aparte de sí misma.
Los ojos de la señora Wood no se apartaron de los de Bimo en ningún momento.
—Estoy segura de tienes problemas ahora—continuó ella amablemente, recordándole a su propia madre—. Solo ven a verla seguido, un día o dos a la semana; sabemos que estás ocupado por tu trabajo, y no tendrás que preocuparte.
Puso una mano en su hombro, casi masajeándolo sobre la tela de su camina; aun así Bimo pudo sentir sus dedos pegajosos de almíbar de frutas.
—Nos ayudaría mucho con la tienda—coincidió Helmer, optimista.
Bimo no dijo nada. El joven no podía decir mucho de sus dueños. Solo los conocía de hacía unos meses, pero desde el primer día, los Wood recibían a Bimo como a un amigo de años. Tal vez por ser más joven, la señora Wood siempre le regalaba un vaso de agua y la mayoría de las veces daban buena propina. Pero aún con la prisa por librarse del enredo, al final no estaba bien manejar así la vida de alguien que no entendía qué ocurría a su alrededor.
Miró a la niña. Seguía tan asustada como un perro apaleado contra la pared, pero ésta le devolvió la mirada, inescrutable. Bimo se dio cuenta de que absorbió la escena todo ese tiempo que hablaron. Quizás no hablaba inglés, aunque sus ojos fueran extraños. Pero miraba, sí intuía. Ni siquiera comió otro diente del frasco; tal cual como esa noche en Amoy Street.
Volvió a mirar al matrimonio.
Con una mujer estaría mejor cuidada, y su esposo era un hombre honesto.
Bimo inspiró hondo e hizo una enérgica inclinación, aliviado.
—¡Gracias!
Le tradujo con cautela cada palabra a la implicada. Ésta no mostró ni alegría o enfado cuando Bimo le explicó su punto de vista.
—No piden nada a cambio, solo debes ayudarlos con su trabajo. Es algo para tomar en cuenta—le insistió—. No será para siempre, solo hasta que hallemos el modo de enviarte a casa. Por favor…
Ella miró de reojo a la pareja.
—De acuerdo—pronunció sin mostrar entusiasmo, como alguien resignado a su suerte.
Bimo esbozó una sonrisa.
—Prometo venir a verte. Aquí estarás a salvo y tendrás un trabajo honesto, así que descuida. Adiós.
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