6
Bimo y Ah Beng dejaron atrás la fría humedad del tragaluz decorado con plantas, llegando a un comedor a través de mamparas de madera, hasta una cocina donde también se encontraba el patio trasero y los baños. La primera planta, aunque estrecha, luciría muy elegante cuando instalaran muebles. Orgulloso, Bimo no podía quitar la sonrisa de su amigo. Luego de años de arduo trabajo, Ah Beng había cumplido la meta casi inalcanzable de muchos kulis. Contratar a hombres en China y trasladarlos allí era una de los negocios más lucrativos de los kongsis. Por la travesía y el acuerdo de un puesto de trabajo a cambio de reunir una suma correspondiente, se contrataba a sinkehs a precio de cerdos, y los malos tratos eran historia sabida.
—Oficialmente, soy un hombre libre—le comunicó su amigo durante la cena—. De paso me han ascendido de puesto en el kongsi. Parece que al Gran Hermano le gusta como trabajo.
Bimo no sabía en qué consistía el nuevo puesto salvo que, con ello, vino una nueva casa. Una vida más cómoda para Ah Beng que, a ojos de cualquiera que lo conociera, sabía que merecía.
El hombre lo había preparado la noche anterior para partir hacia New Bridge Road temprano en la madrugada. A la luz del alba, la vista del río era cortada por el puente Coleman. El bullicio despertaba entre las hileras de tiendas y almacenes floreciendo hasta el Pasar Bahru, un gran y húmedo bloque triangular de dos pisos que se destaca por su pescado fresco y productos del mar secos. Los surtidos de olores de verduras, carnes y a arroz frito abrieron el estómago de Bimo hasta llegar a un achaparrado edificio entre dos casas. De exterior simple, más allá de los pilares sosteniendo la pequeña casa de dos plantas, ambos subieron a los dormitorios. Las gruesas paredes de ladrillo protegían del sol, enlucidas con cal y los pisos de terracota dispersaban la humedad. Bimo contó hasta tres habitaciones a lo largo del piso superior, cuando Ah Beng abrió la última puerta al final del pasillo, invitándolo a pasar.
—Y ésta es tu habitación. Espero que sea de tu agrado.
Hasta ese momento, el muchacho había participado intrínsecamente del recorrido, pero aquella oración aturdió a Bimo al punto de preguntarse si no seguiría dormido.
Ah Beng se despidió sin más ceremonias, dejándolo solo en el cuarto vacío.
Bimo lo alcanzó por las escaleras. Su amigo se ponía el sombrero de seda antes de salir a la calle, parte ilustre de su nueva vestimenta.
—Se me olvidaba —lo miró—, esta tarde por favor regresa temprano a la tienda para retirar tus cosas…
—¿Por qué? —le cortó Bimo, alzando más sus cejas si era posible.
Indiferente, Ah Beng se encogió de hombros.
—Vivo con quien me dé la gana invitar; mientras cuides de los bueyes como ahora y Tan les de uso, no veo porqué no.
Una vez solo, Bimo abrió la ventana de su nueva habitación dando al río. Los twakow
—en su mayoría Teochews—se arremolinaban en coloraciones rojizas a orillas de los muelles de aguas turbias. Bukit Larangan se alzaba verde tras los edificios. Ah Beng era asombroso. Incluso cuando resultó complicado vivir los dos amontonados en un segundo piso, que la hilera de casas apestara por los transportadores de tierra —a veces, si iba en mal momento, Bimo encontraba que el cubo había desaparecido porque el kuli
había venido a cambiarlo, y como estaban en el segundo piso, ¡siempre rezaba para que cuando el tipo subiera las escaleras, no se derramara! —, pero que de lo que tuviera que estar realmente alerta fuera de los gángsters… Sus amigos le advertían estar siempre atento. Muchas de las calles de Pecinan estaban infestadas de diferentes pandillas con “céspedes”, y cuando se era extranjero, se debía tener cuidado de no pisar el “césped” de otro. Afortunadamente, Bimo nunca tuvo ningún encuentro al asegurarse de no se alejarse de donde señalara Ah Beng. De verdad le debía la vida a este hombre. Pero la vida en Sago Lane no se trataba solo de las pandillas. Bimo había llegado a amar la sensación de la calle por las mañanas. Casi no había vida en comparación con la noche, cuando hacía mucho más ruido. Al caer la oscuridad, casi se sentía como una ciudad despertando.
De pronto sintió que le picaban los ojos. No había sonreído así desde esa fatídica noche en Amoy Street. Bimo apenas dormía por las noches, cargando con un amargo nudo en el pecho durante el día. Su tristeza no le había dejado razonar de inmediato en que tal vez ahora esa niña era libre en la promesa del Paraíso de Allah, lejos de las manos de ese hombre cruel. No obstante, a veces aún podía oír sus gritos de dolor apenas Tan agitaba su fusta, o sin querer veía su rostro en cada niño jugando en la calle, en cada mujer, y los cánticos Taoístas y el fulgor del fuego y los ataúdes atormentaban su mente todas las noches. Tal vez por fin, en esta nueva habitación, ahora podría dormir con la consiencia en paz.
Cubierta de sombra, una decorada kaki lima daba a la calle a lo largo de varias tiendas vecinas. El embaldosado proporcionaba a Bimo algo de alivio a ese calor tropical mientras esperaba a Tan. Todavía no cabía en sí de contento. La bondad de su amigo no tenía límites, ¿en serio no esperaba nada a cambio? Por ahora, solo tenía su lealtad para pagarle, en tanto no tuviera dinero… ¿Con dinero lo compensaría? Quizás se estaba volviendo codicioso.
Las cornamentas de los animales se vislumbraron a través de la multitud y Bimo agitó sus brazos frenéticamente.
—Ya te vi—refunfuñó el aguador a modo de saludo, pero Bimo subió de un brinco al tónel. Sabía que Tan no estaba realmente enfadado. Con los días había aprendido a descifrar las emociones en su rostro arisco con los verdaderos accesos de furia, y luego de tantas cenas juntos comprendió que tras las groserías y el mal humor de Tan había verdadero apego por Ah Beng, e incluso por él.
—¡Buen día! ¿Supiste lo de Ah Beng?
—¡Ah! La flor de humo ésa…—mumuró Tan entre dientes.
El ceño de Bimo se frunció.
—¿De qué hablas? —Aceptaba que nunca se acostumbraría al carácter de Tan; era un salvaje con el que aprendió a convivir a filo de espada, y por vez primera esa espada apuntaba hacia Ah Beng.
—¿Quieres escuchar una basura? —Tan se chupó los dientes. Ahora estaba realmente molesto—. Ese tonto se ha casado. ¿Puedes creer eso? Ah Beng estuvo yendo a las casas de flores por ese asuntito ya hace una semana, ¿no? Y ahora viene y me dice: “Yo la quiero, tú sabes”. —Tan movió la cabeza. —Qué estupidez. Maldita sea, ese tipo puede desarmar un ábaco y armarlo otra vez en la oscuridad. Trabaja casi codo a codo con un Pek y se pagó su propia maldita casa.
—Muy bien—dijo Bimo, preguntándose por qué, a pesar de todo, se sentía celoso.
—¿Sabías que ahora podría haber tenido una vivienda de las enormes, como las de afuera? Sí, lo querían para que fuera asistente, pero se queda acá porque compró a esa mocosa. Así que ahora está clavado en el puerto porque ella no quiere separarse de su mami. Maldita sea. Te lo digo: las mujeres te idiotizan.
—Ya.
Con que Ah Beng le omitió ese detalle tan importante en su conversación de ayer, sin mencionar que no pensó invitarlo a su propia boda. No pudo evitar sentirse otra vez rebajado a un chiquillo.
Intentó no pensar más en ello el resto del día, ni al reunirse con Ah Beng por la tarde. En todo caso poco importó, porque Chen Ajin resaltó del funeral que se alistaba para salir, cuando Bimo y Ah Beng se despedían y daban las gracias a la mujer de la tienda y Bimo reconoció a su amigo entre el gentío. Por lo que les contó el taikong, conocía al muerto, un contador sextagenario cuya familia recibía sus ganancias en China y que llevaba muchos años trabajando para la compañía. Aunque reservado, no había día en que no madrugara. Por lo mismo, Chen, que llegaba a trabajar a temprana hora y siempre se encontraba al viejo tras su escritorio, enseguida notó que faltaba algo.
—Estaba claro lo que había ocurrido, y yo no tengo estómago para esas cosas. Fui con el jefe y pensó lo mismo que yo. Sabíamos que el vejestorio iba a estar muerto. Los perros grandes lo encontraron tumbado en el suelo de una casucha húmeda y a punto de venirse abajo. Para cuando se llevaron el cadáver, ya era muy tarde. Yo estaba en casa y los mirones se habían marchado.
Los tambores comenzaron el siniestro desfile. Ah Beng y Bimo tuvieron que moverse con la muchedumbre, siguiendo aquel caudal de colores y cánticos incomprensibles para Bimo. Doblaron entre las tiendas hacia South Bridge Road, la calle contraria a la multitud estival y las efigies de papel sobre sus cabezas. Bimo no imaginó que su despedida a esa calle sería participando en un funeral. Ya a lo lejos, Bimo y Ah Beng contemplaron su avance hacia el cementerio chino. Sin explicarse porqué, Bimo se sentía en paz.
—Sesenta y pico años, y solo en una pocilga—les dijo más tarde Chen—. Yo no quiero acabar así. Sin mujer, ni un maldito amigo. —Lian rió y de pronto Chen se volvió hacia él—. No te creas que ser joven te garantiza nada. Mírate: gastas toda tu paga persiguiendo al dragón y duermes en una cabaña con perros con peor suerte que tú.
Acongojado, Bimo se convenció de que el matrimonio de Ah Beng era algo para celebrar, así que dejó a un lado su inquietud como un buen amigo.
Hubiera querido decir lo mismo de Tan.
Al día siguiente la casa estaba bien amueblada y más acogedora para recibir a la joven esposa. Aquel fue el esperado día en que Ah Beng fue a buscar a la chica, mientras Tan y Bimo lo esperaban en el comedor.
La hora pasaba, alargando el cara a cara de Bimo con el pequeño santuario dedicado a los antepasados que tenía en frente. Se sentía nervioso, como si fuera él el recién casado. Lo cierto era que no había vivido tan cerca de una mujer desde que viajaba. Deslizó su mano por la suave madera de la mesita. Dado que no podía permitirse rozar siquiera por accidente los dedos de una mujer al comer, Bimo había solicitado a su amigo —no sin algo de pena— una segunda mesa específicamente para él.
En tanto, Tan se revolvía incómodo en su silla de palisandro oscuro por cada trago de vino, como un animal con una soga al cuello.
—Si bebes demasiado, no podrás saludarla correctamente—sugirió Bimo con cautela.
Tan se sirvió otra copa, que bebió con avidez.
—Como si esa perra no estuviera acostumbrada a recibir ebrios.
Bimo frunció el ceño, incrédulo por su grosería.
—Que fuera comerciante no significa que esté obligada a soportar tu actitud, Tan.
La voz de Tan adquirió el tono de un asco insano.
—Tampoco busques por el subsuelo: Ah Beng ha traido a casa una huayanjian, no a una callejera.
Bimo ladeó la cabeza. Creía haber entendido que la muchacha era comerciante de flores.
—¿Tenía una tienda entonces? ¿No vendía flores en la calle?
Viendo que no lo comprendía, Tan puso los ojos en blanco.
—Ah Beng se ha casado con una puta del fumadero de opio—espetó con molestia.
Sentado al borde de su nueva mesa ornamentada, Bimo se vio asaltado por una diversidad de emociones. Conocía a las mujeres de mala vida, así como lo referente a la cría de gallinas y vacas, las mujeres que había visto en Amoy Street eran las que se apareaban con toda clase de hombres sin casarse con ellos a cambio de dinero. No creía que Ah Beng trajera a casa a una mala mujer, en lugar de a una chica decente. Otros hombres mandaban a pedir directamente de su país una chica joven para casarse. No razonaba porqué Ah Beng había comprado una prostituta del derrengado fumadero de Amoy Street. Esta idea manchaba la idea en cierto modo pulcra imagen del mismo Ah Beng. El asunto turbaba al mismo Tan. Le pareció tan extraño que no le dijera antes de sus propósitos. Y Bimo sospechaba que estaba dolido, porque la noticia había procedido tarde ya después de la ceremonia.
Su inquietud aumentó cuando oyeron los pasos y la voz de Ah Beng venir del salón delantero. Bimo trataba de imaginarse la escena de su encuentro. Él y Tan vieron que su amigo se aproximaba con la silueta de su joven esposa a la siga, apoyada de un bastón. Aquella niña era muy joven, pero no bonita. De constitución delgada, tenía cara ancha y rasgos furiosos. Pero su cabello era muy brillante y de color negro. Llevaba un limpio Ao de mangas amplias sobre una falda de seda que le llegaba hasta los pequeños y bellos zapatitos arqueados…
En eso Tan y Ah Beng se estrecharon en el raro dialecto de Tan y Bimo odió a esa niña de rostro familiar que se había acercado a ellos y ahora estaba junto a su esposo.
—Mi mujer, Mei Ying; ya conoces a mi hermano Tan—dijo Ah Beng. Luego se dirigió hacia Bimo—: Este es mi amigo Bimo…
Sus pies diminutos le provocaron a Bimo el mismo escalofrío de esa noche.
Disgustado, miró a la joven contra su voluntad. Pero su mirada no expresaba nada. Ni verguenza, ni perplejidad. Era la mirada ambigua que un desconocido le dirige a otro.
La chica quitó una mano del bastón y les dirigio un breve saludo que cayó sobre Bimo con alivio, como si nunca se hubieran conocido.
—Mei Ying, véte a poner la mesa para la cena.
La muchacha se dirigió obedientemente hacia la cocina y Bimo y Tan se sentaron a la mesa.
—Comprendo que los he sorprendido—dijo Ah Beng—. Tan, pensaba contarles cuanto antes la novedad. Fue tan inesperado. Nunca lo sospeché. —Su rostro se puso colorado.
Tan se rio entre dientes, resignado.
—Bien, no lo hubiera sospechado. Supongo que será de ayuda tener una mujer en la casa.
—Desde luego. ¡Me ahorrará mucho tiempo!
Vino la chica con los cuencos en una bandeja. Los puso en la mesa y retrocedió, observándolos. Bimo sabía que marido y mujer no se sentaban juntos, pero Ah Beng miró a su esposa.
—Siéntate Mei Ying.
Durante toda su conversación, Ah Beng estuvo pendiente de Mei Ying. Aquella expresión en su rostro era muy curiosa. Bimo lo había visto con las chicas del barrio de Amoy, pero no así. Siempre evitando a las mujeres, concentrado solo en fumar y de acompañar a Tan en sus torbellinos. Y no era porque no anduvieran tras él. Ah Beng siempre le había evocado a un príncipe pero no solo por su rostro delicado, sino que en sus maneras refinadas y sus modales; era un hombre más apuesto y acomodado que Chen o Tan, con una buena casa y trabajo.
La joven nunca hablaba, salvo cuando Ah Beng se dirigía a ella, limitándose a decir “sí” o “no”.
Terminó la cena y Bimo subió a su habitación. Las persianas de madera estaban cerradas, en completa oscuridad. El fuego del antiguo vecindario había quedado atrás. Era una noche casi tan silenciosa como la primera vez que durmió allí.
Permaneció muy quieto, a la escucha, pero no oía nada, salvo el choque de algunos botes a la luz de la luna. No quería escuchar, desde luego, por ninguna razón obcena. Estaba atrapado por una mezcla de ansiedad y curiosidad: qué le indujo a Ah Beng a pedir a Mei Ying casarse con él y venir a la casa a compartir la cama por el resto de la vida. Se preguntaba qué era lo que hacía brillar los oscuros ojos de Beng siempre que miraba a Mei Ying, qué era lo que él tardaría tanto tiempo en descubrir.
Bimo pensó que, desde que viajaba, nunca se había sentido tan solo como en aquella noche.
Se acostó en el colchón y en un abrir y cerrar de ojos se encontró flotando a bordo de un twakow
rojo, completamente solo en un mar de niebla. Por la superficie del agua flotaban desperdicios de madera y espuma amarillenta que, al chocar con la proa, producía un fuerte estruendo. Un sedal atado a su pecho se tensó amenazando con arrastrarlo al agua, y al tirar de él, sacó a la superficie el cuerpo sin vida de la esclava en la calle de las ventanas, atrapada al sedal por el cuello. Pese a estar muerta, sonreía. Cuando se despertó sobresaltado, con el pecho empapado de sudor, comprendió que lo que había escuchado era la lluvia. Bebió un poco de agua, pasó una esponja húmeda por su cuello y bajó a la cocina.
Ah Beng ya se había ido. Se sentó en su mesa, concentrado en hacer su desayuno. Pero ni siquiera eso borró la inquietud que le provocó la espalda encorvada de la muchacha sobre la estufa, raspando las sobras de una cacerola antes de tragarse un té.
Al darse cuenta de la prescencia de Bimo, cogió su bastón y abandonó la cocina sin decir una palabra.
Y así, después del rápido desayuno, Tan y él se dirigieron a Pecinan.
Llegó la tarde y los dos se separaron, cuando le llamó la atención una voz que procedía del segundo piso. Era una voz airada, la de Mei Ying. Llegaba claramente por las escaleras, por lo que Bimo podía oír todas las palabras en Hanyu. Ah Beng llevaba oyéndolas varios minutos y no estaba sorprendido como Bimo, con su taza de té entre las manos, a la escucha. Luego le sonrió y dijo en un murmullo:
—Es Mei Ying que está con sus jaquecas vespertinas.
Bimo no podía hacer otra cosa que escuchar, observando la cara de Ah Beng, una cara serena que expresaba una tranquilidad casi intolerable. De pronto no se oyeron más voces y, después de permanecer esperanzadoramente a la escucha durante algunos instantes todavía, Mei Ying bajó por las escaleras y les sirvió la cena.
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