Raquel y Jose Luis celebraron su primer aniversario con una cena romántica. A la luz de las velas, Jose Luis le dio su regalo de aniversario. Raquel abrió el papel con frenesí y lo que sintió entonces sólo puede compararse a lo que habría sentido si le hubiera regalado una plancha, un botijo o una entrada para la ópera.
-¡¿UN LIBROO?! –exclamó Raquel, que en su vida había leído otra cosa que no fuera el Qué me dices. ¿¿Pero qué mierda es esto?? Eso no llegó a decirlo, pero lo pensó.
-Espero que te guste –dijo Jose Luis-, es El hombre letrado y es de Saramago, mi escritor favorito después de Sánchez Dragó.
Raquel se le quedó mirando perpleja, sabía que en algún momento este chico le había dado morbo, pero ahora no conseguía recordar por qué.
El hombre letrado se quedó aparcado en la estantería del comedor de Raquel durante semanas, recordándole diariamente su irritante presencia. Al fin, una noche de insomnio, se decidió a coger el libro para ver si le entraba el sueño. De haber sabido lo que se escondía en el interior de aquellas páginas, lo habría abierto mucho antes, porque allí estaba el hombre letrado, un hombre hecho de frases y palabras brillantes que, a partir de entonces, llenó sus días de una pasión desenfrenada.
Ahora cuando Jose Luis le proponía que fueran al cine o a dar una vuelta, Raquel siempre le decía que no podía porque estaba enganchadísima al hombre letrado. Jose Luis, que por una parte se alegraba de que su novia se estuviera culturizando, no podía evitar sentir cierta frustración al ver que Raquel prefería estar con un libro que con él. Ahora se arrepentía de no haberle comprado una colonia, que siempre quedas bien y no te pasan estas cosas.
Mientras tanto Raquel vivía un idilio delirante. Los dedos de aquel hombre dibujaban increíbles metáforas sobre su cuerpo, sus besos eran poesía pura; sus polvos, elegías. Le encantaba despertarse a su lado, oler su aroma a libro nuevo, acariciar aquella piel suave y blanca. Le volvía loca su mirada negra y penetrante, su cabello negro que contenía infinitas historias. Pero, en realidad, lo que más le gustaba era su polla, en la que, en momentos de excitación, podía leerse la palabra «supercalifragilisticoespialidoso». Era el hombre perfecto. Desde luego, el pedante de su novio no le llegaba ni a la suela de los zapatos. Tras varios meses de evasivas, Jose Luis le dijo que o quedaban de una vez o se olvidara de él. Así que fueron a comer juntos, pero, cuando iban por el primer plato, Raquel se atragantó con la sopa y empezó a toser. Dos palabras salieron disparadas de su boca y fueron a parar al plato. Esto debe de ser de la mamada de anoche, pensó Raquel. Jose Luis se quedó mirando aquellas dos palabras que flotaban sobre la sopa, con cara de pocos amigos. Entonces Raquel le confesó que se había enamorado de otro hombre, que era alguien que la entendía de verdad y le daba lo que ella necesitaba y era mil veces más sensible que él y mejor amante y más todo y, vamos, que muchas gracias por el libro, pero ya no quería salir más con él.
Raquel llegó a casa taquicárdica y fue directamente a la estantería a coger El hombre letrado, pero ahí no había nada. Lo buscó desesperadamente, puso la casa patas arriba, pero el libro no estaba allí. Encima de la mesa encontró un sobre misterioso. En su interior había una nota en la que el hombre letrado le confesaba que llevaba un tiempo viéndose con la mujer estadística, una hermosa joven que vivía en el interior de un libro de economía que el hermano de Raquel se había dejado olvidado un día. Raquel se quedó sin habla, imaginó los encuentros que habían estado sucediendo en su ausencia. Pensó en el hombre letrado y la chica estadística retozando juntos, una orgía de cifras y letras y raíces cuadradas y signos de puntuación en un caos absoluto, sin orden ni concierto, ni armonía, ni nada. ¿Qué tenía aquella mujer matemática que no tuviera ella? ¿Cómo podía haberle hecho eso? Joder, ¿por qué eran así los hombres?
Raquel y Jose Luis no volvieron a salir juntos, pero alguna vez coincidieron en alguna cafetería. A Jose Luis le sorprendió ver que, en cada ocasión, Raquel estaba leyendo un libro distinto de Saramago.
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