Cuando lo conocí no sabía contar hasta diez.
Lo vi por vez primera en una foto que me enseñó su madre, una foto suya en la bañera mirando hacia arriba con sus enormes ojos oscuros. Aquella mirada preciosa con un punto de tristeza: los ojos de su padre. Pero los oyuelos que le salían cuando sonreía, esos eran de su madre.
Antes de dormir su mamá le ponía chanson française. Cuando estaba con su papá escuchaba bossa nova clásica. Todo para que un día llegara a casa cantando una de Enrique Iglesias.
Siempre llamaba al timbre de abajo cuando llegaba a casa de su madre, para que el nene tuviera tiempo de disfrazarse o de esconderse en algún sitio para darme un susto cuando menos lo esperara. Mi papel era entretenerlo, jugar con él mientras su madre preparaba la cena. Pasábamos las tardes inventándonos historias estrafalarias con sus muñequitos de LEGO.
Le gustaba mandar y se ponía de muy mal genio si le hacía demasiado caso a su madre. Pablo estaba acostumbrado a salirse con la suya y pasaba horas mirando vídeos violentos en la tablet. Llegó un momento en que todos los juegos se convirtieron en una sucesión de combates, explosiones y masacres.
Cuando le explicamos que su mamá y yo ya no éramos novios y no íbamos a vernos tanto se quedó pensativo y luego dijo: «Bueno, es igual, no te gustaba jugar a las batallas».
Aún voy a verlo de vez en cuando. Ahora escribe y sabe contar hasta cien mil, pero todavía le gusta jugar a LEGO y cuando le encanta la historia que estamos inventando, se pone en pie de un salto y corre en círculos a mi alrededor.
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