Por entonces yo estaba en el único descanso del día, el cual no duraba lo suficiente, tomando agua y reposando las piernas. La mujer llegó al bar antes de que la transpiración se me secara y rápidamente atrajo mi atención. Estaba vestida como todos, pero había ciertos detalles diferentes; pensé que quizás estaba en su día de descanso mensual, pero la mancha de barro en la parte trasera de su pantalón descartó esa idea. Aun así, llevaba un aire fresco y una cara despreocupada —esos atributos difícilmente podían ser encontrados en estos tiempos—. Yo siempre jugaba a relacionar a las personas con un color, quizás para mantenerlas vivas en mi mente. A ella, sin titubear —lo cual era raro en mí— la identifiqué con el color verde. Luego pensé que fue fortuita esa elección, porque ese tono acompañaba con secreta belleza su pelo teñido de negro y su piel blanca.
Cuando el sol comenzó a bajar se presentó la circunstancia que tanto esperaba: ella buscaba una calle y yo era experto en ellas —antes había trabajado en el sector “Planeación de Ciudad” del Estado—. Sin apuro le indiqué, pero sorpresivamente me invitó a ser su guía de recorrido:
—No soy buena para las ubicaciones —dijo, y yo pensé que esa fue una elegante forma de decir que no quería estar sola. Accedí.
La mujer caminaba lento y yo, que estaba acostumbrado a un ritmo más rápido, debía demorar el paso. Parecía muy tranquila, musicalmente tranquila, como si en realidad no tuviese destino y caminara solo por el simple y alegre hecho de caminar —aquí eso está prohibido—. Estuvimos un largo rato en silencio, y fue grato darme cuenta de que ninguno de los dos estaba incómodo por ello. Nos íbamos cruzando con otros hombres y mujeres y niños que, con expresión apurada, avanzaban con rapidez. Somostantos, pensé, y supuse que ella estaba pensando lo mismo… Por suerte, acá las veredas tienen el ancho que solían tener las calles de nuestro mundo. Ella se agarraba el pelo largo de tanto en tanto y lo cruzaba para adelante tratando de airearse el cuello y la espalda —ese día estaba sumamente caluroso—. Tuve una imaginación de cómo le quedaría la ropa de colores, tales como el naranja o el amarillo, pero rápidamente me devolvió al presente el gris apagado de los uniformes que usamos desde el lanzamiento de la Ley 11:
“No vestirás distinto a nadie de tu rango”.
Noté que nuestros pasos se sincronizaron. Ya estaba oscureciendo, cesaba el calor pero no la sed; con una mano le indiqué un paradero de bebidas y allá fuimos.
Entramos por una puerta trasera, nos sentamos frente a frente y comenzamos a hablar. Las charlas usuales de aquí se sienten como antiguas entrevistas de trabajo —todavía recuerdo algunas— pero esta fue la excepción: nada nos interesaba menos que las aptitudes o habilidades laborales del otro, mucho menos la ganancia; el mundo pareció darse pausa frente a nuestra pasividad. Me contó que le gustaba maquillarse, y que eso era lo que más extrañaba de nuestro mundo, eso y también su perrita —no me atreví a preguntar que le había sucedido a ese pobre animal—. Me preguntó qué era lo que extrañaba de nuestro casi olvidado y lejano hogar, y respondí:
—Mi hermano… y también las noches sin estruendosos sonidos.
Ella tampoco hizo pregunta alguna, y pareció comprenderme. Mientras sus ojos se perdían en el aire, yo supuse que también vivía cerca de las estaciones, allí donde las máquinas se aturden a sí mismas y no hacen otra cosa que nunca descansar. Le pregunté cuáles eran sus intereses y contestó, con gracia, que no vivía para otra cosa más que para encontrar momentos hermosos y disfrutarlos al máximo.
—Es el mejor plan qué he escuchado —respondí. Sonrió y bebió todo el vaso.
El calor ya había desaparecido, ahora el ambiente vacilaba entre vientos frescos que aliviaban y polvos que contaminaban; el color marrón rojizo del día descendió a una noche azul grisácea. Convivimos un rato con un sonido agradable de percibir, y mientras su pelo ondeaba de a ratos yo sentía cómo la última
gota de transpiración se secaba en mi espalda.
—¿Qué dijiste? —Ella se había distraído por la cámara de seguridad que se había quedado fija mirándonos. Yo también la había notado.
—Decía qué si tenes más sed yo pido otro vaso. —Traté de hablar con tranquilidad.
—No, no te preocupes. —Hizo silencio por unos momentos. Luego con un aire renovado volvió a abrir la boca —. ¿Cómo se llamaba ese objeto qué te ponías en la espalda para cargar tus cosas? Acá necesitamos algo así, hace días que pienso como le decíamos y nada.
—Mochilas —dije yo, pensando que era muy triste que se hubiera olvidado… cada vez estábamos más lejos de nuestro hogar.
—¡Eso!, ¡eso! ¡Qué manera de vencer la gravedad! Debe ser el mejor de los inventos. —Lo dijo con tono alegre, pero con ojos grandes y llenos de una nostalgia infinita. Supuse que en su mente los recuerdos ya se resquebrajaban, igual que en la mía.
Los recuerdos, los malditos recuerdos. Había que esforzarse de una manera dolorosa para conservarlos, nuestra mente debía viajar millones de años luz por un camino tan oscuro y frío que cada vez era más difícil de recorrer. Extrañamente, en ese momento yo recordaba muchas cosas y con mucha claridad. Dejé los pensamientos y volví:
—Irnos de aquí será lo mejor —dije, mientras miraba la cámara del techo, que nunca había dejado de apuntarnos… Un extraño escalofrío me corrió por el cuerpo.
Miró su reloj circular, que hacía un tic-tac de relajante sonido, y asintió.
Salimos por la puerta de la izquierda que daba a la parte más oscura o menos iluminada de la manzana, y entonces nos dimos cuenta de que estaba lloviendo; las gotas eran espesas, y a juzgar por el nivel del agua en el piso deduje qué llovía hace mucho tiempo. ¿Cómo no nos habíamos dado cuenta? Era imposible, estábamos en un lugar prácticamente abierto y nosotros nunca nos enteramos de aquel temporal. No escuchamos nada más que las voces susurrantes de los otros y también nuestras propias voces, quizás el ruido de un vaso al apoyarse en la mesa, pero ni rastro alguno de una lluvia. Estaba atónito, y de la sorpresa no tuvimos mejor idea que correr —eso aquí también está prohibido—. Íbamos rápido y pisábamos los charcos cuándo de repente alcé la vista al cielo, lo que vi fue realmente impresionante.
—¡¿Cómo puede ser?! —grité—. ¡¿Aquellas son las Tres Marías?! ¡Es imposible! —Estaba muy confundido, lo que veía eran nuestras estrellas, nuestras antiguas estrellas… Ella se había adelantado y nunca supe si escuchó lo que dije… A mí, que había quedado atrás, me agarraron entre dos y me cubrieron la cabeza, la cámara del techo nos había delatado. Lo último que vi en esos instantes fue a ella escapando en la noche azul.
Ahora, tiempo después, lo supe todo: la comodidad, el ambiente fresco, las miradas cálidas, las estrellas y la lluvia que nunca escuchamos… Juntos habíamos logrado atravesar millones de años luz por ese camino tan oscuro y frío que es el espacio, regalándonos un viaje de vuelta al lugar del que nunca debimos
habernos ido, a los árboles verdes y al café caliente y a nuestras estrellas y a mi hermano. Es difícil librarse de este maldito planeta, pero ahora qué conozco a esa mujer, tengo esperanza… desde que la vi por última vez un segundo antes de que me arrestaran, no hago otra cosa que buscarla.
Para Bryanna.
OPINIONES Y COMENTARIOS