Corre paralelo a la villa que lleva su nombre, colonizada la contorna por toda clase de árboles, especialmente sauces y alisos. Éstos acunados constantemente por la suave brisa ponderante regalan minúsculos destellos lumínicos filtrados entre las hojas.
Los junquillos y las incontables trepadoras crean un vergel tan caprichosamente colorista que uno creería estar en el Edén.
El rumor de sus aguas al alcanzar la cañada agasaja al espectador virtuoso de emociones de otro mundo. Paseantes de dos y cuatro patas fluyen por las orillas con zapatillas de deporte los primeros y uñas sin manicura los segundos. Las señoras más doñas pasean al abrigo de sombrillas de sol y abanicos en mano, contándole a sus amigas las últimas tendencias en ropa parisina.
Un perro con un palo en la boca mira de reojo a su dueño que no semeja estar muy dispuesto al juego. Un niño llora al haber sido empujado por otro; un señor pequeño y barrigón obsequia a su esposa con un helado de lima, una pareja a caballo recorren la senda verde….
Las familias van ocupando las mesas de piedra desde primera hora de la mañana mientras a lo lejos la ría se abre en dos hacia el mar. Imposible mejor lugar para gozar de una jornada dominical.
Me parece estar allí viviéndolo en primera persona y sin embargo no es cierto. Embrujados propios y extraños por las aguas turquesas del río. Elemento líquido tomado al asalto por bañistas ansiosos y barqueros de brazos fornidos.
Nunca se ha sabido de ahogamientos en sus aguas, ni siquiera en la temporada de crecidas. Música de gaiteros y fuegos de palenque anuncian que aquí cualquier forastero es siempre bienvenido.
Domingo de homilías cogidos de la mano; domingo de pescadito frito, carne salpimentada, mosquitos molestos y sabores irrepetibles que en algún momento de nuestras vidas echaremos de menos…
Humos bravucones desde las barbacoas al cielo. Chillidos de infantes jugando al «te pillé» y algarabía de padres intercambiando experiencias entre carbón vegetal y espátulas metálicas. Yo estaba allí…
Aguas rehundidas, círculos arremolinados creados por habilidosos peces al tratar de capturar los insectos que revolotean peligrosamente cerca de la superficie. Este río siempre ha estado en su sitio, invariablemente a cuantas generaciones hayan pasado por el tránsito de la vida.
Tiene su nacimiento en las tierras del presbítero, lugar por cierto para cabras salvajes que desafían a la muerte saltando de piedra en piedra con pasmosa habilidad. Pocos hierbajos sobreviven al continuo castigo del arduo sol y las hambrientas bocas de los caprinos. Salvo un anciano ermitaño, del que decían era sabio mayúsculo, nadie se dejaba caer por aquellos lares. ¿Qué habrá sido de él? ¿Habrá muerto solo y consumido por su sapiencia? ¡Eso sí que sería liberación!
A veces el torrente muestra su peor cara creando pedregosas rutas hechas por las crecidas. Entonces arremete furioso cuan toro de lidia y ante tal dispendio de intimidación poco se puede hacer, salvo campear la ventisca lo mejor que cada uno pueda…
Abandona desbocado el cauce sereno y marcado por siglos excavando para inundar las tierras bajas, llegando a poner en peligro tanto la escuela como la iglesia. Ambas demasiado cerca de los gigantes y furiosos brazos del río.
Hasta donde sé nunca hubo que lamentar víctimas mortales. Sin embargo atendiendo a la sapiencia de los viejos éstos afirman, encendiendo cigarros sin filtro con sus chisqueros, que cada año las aguas suben más. ¿Cuál sería el parecer del ermitaño?…
Tras pasar la borrasca la crecida termina recuperando niveles normales. Crecido o de normal siempre marcha al océano, haciéndolo por lo regular de forma tranquila y escalonada. Ha dejado de ser aquel monstruo destructor convirtiéndose en el gran benefactor de biodiversidad y placenteros domingos. Al menos hasta las próximas lluvias torrenciales…
Pequeñas bandadas de pájaros lo cruzan volando a toda prisa hacia sus anidadas hechas entre zarzas con grandes espinas. Cargan en sus picos lombrices desafortunadas que los perros han dejado al descubierto tras excavar en la tierra.
Pequeñas embarcaciones lo surcan con parsimonia y elegancia, haciendo de las mañanas dominicales placenteros frescores estivales. Los arrullos del cauce acompasan los estómagos llenos mientras las emisoras portátiles calientan motores esperando al fútbol de la tarde.
Es hora de echar la partida; encender un puro, reír por un chiste malo o simplemente ver correr a los jóvenes tras una pelota que se va lejos por chute mal calculado. Nadie quiere ir a buscarla, ni siquiera el portero…
Le tengo cariño a este enorme arroyo y también él me lo tiene a mí. No puedo culparlo por mostrar a veces su peor cara pues la naturaleza funciona a sus propios biorritmos…
Cada gota, cada haz de luz reflejado encima del agua y cada piedra bajo ella galantean el alma con cánticos y alabanzas al anhelo. Meció mi infancia que tan atrás quedó. Jornadas dominicales entre los meses de julio y agosto con aroma a familia; aroma a remembranzas. Sé que es imposible empero me parece estar respirando aquellos aires del pasado…
Varios puentes romanos lo cruzan para dar servicio a incontables molinos que escalan la ladera. Llevan a cabo la molienda del maíz, del trigo y del centeno. A pie del camino se ubica el pilón comunal, en desuso desde hace décadas. En éste mujeres de otra época, de riguroso luto, acudían a lavar la ropa. Frotaban la suciedad por dentro y por fuera mas no podían hacer lo propio con la roña que llenaba sus corazones viudos…
Muchas vidas dentro de una, inconfesables secretos dejando de serlo cuando se cuentan a quien no es uno mismo. Si lo pienso detenidamente he perdido mi infancia no tanto por los años transcurridos sino por no haberla sabido valorar.
Lejos de este lugar siento que he fracaso. Me ha visto partir para no regresar hasta muchos lustros después, sin echármelo en cara. Este rincón irrepetible me ha insuflado cierto carácter, instruyéndome para un futuro sin desflorar…
Corre en paralelo a la villa que lleva su nombre. Trascurre entre sauces y alisos pobremente enraizados. Familias de fiesta rachada, olor a barbacoas, cinturones aflojados, vino derramado sobre los manteles, algarabía ruidosa y rabia suficiente como para apretar los puños al recordarlo.
Ahí pasé los mejores veranos de mi vida y a pesar de haber vuelto en alguna ocasión nada es ni parecido a la realidad que interpreto a mi manera. Nunca lo es porque al crecer dejamos atrás esa inocencia que nos hace vivir, sentir y disfrutar cada aventura como si fuese única e irrepetible…
El río ha cambiado y yo con él. Ya no soy aquel chaval que se zambullía en sus aguas turquesas ni el atolondrado que corría detrás de los perros hasta caerme en los zarzales. Consecuentemente la consabida reprimenda de mis padres. Sana culito de rana, si no sanas hoy sanarás mañana…
Por esto mismo tomé la dolosa decisión de regresar por última vez para no volver jamás. ¿Por qué? Porque el único lugar donde todo continúa igual es dentro de mi cabeza y no me da para llenarme alma y corazón…
El agua finalmente dio razón a los viejos, llevándose por delante parte de la escuela y de la iglesia. Me enteré tiempo después que las dos fueron trasladadas a zonas más elevadas.
Moldeo mis reminiscencias sin hacerme sangre sin embargo no logro quitarme de encima este padecimiento tan personal. No quiero marcharme pero debo hacerlo porque sólo en mis sueños sigo siendo aquel niño feliz que con sus padres y hermanos disfrutaba del verano…
Cada domingo fiesta entre los meses de julio y agosto. Cada domingo fuegos de palenque, rosquillas dulzonas y multitud campechana.
Cuando cierro los ojos y veo hacia atrás exhalo aire de añoranza. Veo cara adelante y me percato de todo lo que he perdido. ¡Qué rabia no tener la experiencia actual pero con la edad de aquellos años! Habría comprendido tantas cosas…
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