—¿Así que el señor se va a Brasil? —me dijo Mauro, mi compañero de cubículo, mientras jugaba con una engrampadora.

    —Así es. Ya era hora de un descanso. Al final la saqué barata, ¿no?

            —Ellos fueron los que la sacaron barata. Dicen que la empresa está con cagazo a una demanda por acoso laboral.

            —Sí, no sé si para tanto, igual. Además, ni me menciones a los abogados. Estoy hasta acá de los cuervos.

            —Bueno. Que disfrutes. Tratá de no destrozar el despacho de ninguna otra jefa.

            —Voy a extrañar tu cara de idiota.

            —Yo también te quiero.

El avión salió de Aeroparque un viernes por la tarde. Al momento del despegue, estaba totalmente tenso. Vi mi reflejo en la ventanilla: una mancha cenicienta. Detrás, el cielo púrpura con las primeras estrellas.

            —¿Se encuentra bien, señor? —me preguntó la señora que viajaba a mi lado.

            Hice un gruñido y di vuelta la cara.

Durante el vuelo tuve una pesadilla. Estaba en el pasillo de la oficina, inmóvil. De atrás sentía la presencia de mi jefa, y no me quería dar vuelta porque sabía que ella estaba ahí. Me ponía la mano en el hombro y hacía fuerza para girarme. Detrás de un vidrio al costado del pasillo, todo el resto de los empleados hacían sus tareas como una gran monstruosidad sin prestarme atención. Mi jefa me pasaba las manos por el pecho y me besuqueaba el cuello. Yo estaba inmóvil. Entonces todos mis compañeros se ponían en fila y se acercaban para darme la mano uno a la vez. Pero yo no podía porque sostenía un matafuego y los miraba a todos desconcertado. Abría y cerraba las manos llenas de cicatrices hasta que desperté.

Después de dos horas de vuelo, arribé al aeropuerto de Florianópolis. El olor de la vegetación y el maravilloso sonido del idioma portugués me sentaron bien.

            Cruzamos unos 100 kilómetros de exuberantes montes de distintos tonos de verde y, al anochecer, llegamos al hotel con vista al mar.

            Dejé el bolso al pie de la cama y salí al balcón. Me quedé mirando al mar. La bahía estaba poblada de barquitos flotando en la oscuridad. Recién entonces caí en la cuenta de que me había ido solo a Brasil. Está bien, debía descansar, ¿pero mi estado mental era adecuado como para estar solo y tan lejos de casa?

Me desperté un rato después, pasada la medianoche, y no sabía qué día era ni dónde estaba. Por la ventana del balcón ingresaba el ruido de unas conversaciones animadas. Un viento frío me hizo temblar. Me levanté a cerrar las cortinas y la habitación quedó a oscuras. El silencio era como una masa negra y pegajosa.

Bajé en ascensor y me fui a sentar a las mesas del bar del hotel, con vista a una piscina iluminada. Me había olvidado de lo que se sentía no usar zapatos. Seguí pensando en la locura de los últimos meses en la oficina y de qué modo había permanecido bajo la mirada humillante de mi jefa.

Entré al agua de la pileta. Estaba tibia. Nadé de un lado para el otro, mientras contemplaba la estatua de una ninfa al borde de la piscina.

Unos minutos más tarde, el mozo llegó con una hamburguesa y un daikiri de frutilla. Al terminar, dejé una propina en la mesa y volví a mi habitación y me acosté.

Al día siguiente, por la tarde, me fui a caminar. A la vuelta ya estaba atardeciendo y me senté en una de las sillas de un barcito con vista al mar. El dueño del establecimiento se me acercó y se sentó en una de las sillas libres:

Oi, amigo.

Oi —respondí.

Nos quedamos en silencio.

—¿Qué le parece aquí? —dijo luego de un rato.

—Es bellísimo. Nada que ver con la ciudad.

—¿Hasta cuándo se queda?

—Mañana ya me vuelvo… Hay algunas cosas del trabajo que debo resolver.

—Me parece bien, amigo.

Suspiré y el hombre me miró de reojo.

—¿Le pasa algo? —me dijo.

Tenía ganas de llorar.

—No, nada.

Desplacé la vista a la bahía y permanecimos en silencio un rato más. Hasta que dije Adiós y me fui. Caminé unos cien metros hasta la orilla y dejé que las olas me acariciaran los pies. Sentí que el tiempo se desintegraba. Esto es lo que necesito, pensé. Tiempo para procesar lo que pasó. Entonces me giré, y di con un cartel que ofrecía paseos en barco y guías de buceo. Me acerqué. Era una de esas casuchas de madera donde los pescadores guardan los botes. Adentro, di con un viejo pescador, de gorra azul con un ancla bordada en el frente. Mientras enrollaba una cuerda gruesa, me describió el recorrido del paseo y los horarios de salida.

—Por cien Reais, llévo-los a mergulhar
a la Ilha do Pássaro.

No tardé en reservar dos lugares para ese mismo día a las nueve de la mañana.

Al otro día, en la orilla había un grupo de personas reunidas y el viejo pescador les repartía salvavidas. Saludé y me coloqué el mío. Una vez preparados, nos adentramos en la marea y caminamos con el agua hasta los hombros y los bolsos por sobre la cabeza, hasta la embarcación. El viejo pescador ya se hallaba a bordo y nos echaba una mano a cada uno para subir. Arriba del pequeño barco, las familias bromeaban, pero yo no entendía bien lo que decían.

Después de volver a presentarse y de decir unas palabras de bienvenida, el viejo pescador ingresó a la cabina y le dio arranque a la embarcación. La nave se desperezó y avanzó, arremetiendo contra las olas.

La orilla fue haciéndose cada vez más distante hasta que, de pronto, ya estábamos mar adentro. El oleaje rompía con ferocidad contra la embarcación y echaba espuma para todos lados, mientras el olor a combustible me impregnaba las fosas nasales. Nos alejamos hacia el horizonte, en cuya línea pronto empezó a divisarse la silueta borroneada de una isla. Apenas se veía la línea de la costa que habíamos abandonado.

Me adentré en la cabina junto al viejo pescador. Lo saludé con una inclinación de cabeza y él me devolvió el saludo.

—¡Aryentino!

Me quedé mirando a través del panel de vidrio de la cabina, hasta que me pareció que algo surgía de la superficie del mar a lo lejos.

            —¡¿Golfinhos?! —le consulté, en medio del ruido del motor y de las olas.

            —Sim, sim,
golfinhos
.

            —Qué beleza…

—Sujete el timão, aryentino.

Acepté y puse las manos sobre el mando. Me quedé unos minutos así, y una sensación de felicidad surgió dentro de mí. ¿Será esto lo que llaman estado de gracia?, me pregunté y quise sentirme de ese modo por el resto de mi vida.

A todo eso, el viejo pescador había salido a cubierta y conversaba con los pasajeros. Volvió, me pidió el mando de vuelta, operó unas palanquitas y botones y apagó el motor. El silencio fue delicioso, sólo se oían las olas que chocaban contra las tablas de la embarcación y alguna que otra gaviota que sobrevolaba. El sol pegaba fuerte, y la bruma no llegaba a compensar el calor. El capitán dijo que íbamos a hacer una parada de unos minutos para los que quisieran bucear. Luego repartió el equipamiento de buceo a dos o tres que habían levantado la mano, incluido yo. Las demás familias se sacaban fotos, sosteniendo algunos de los instrumentos de navegación disponibles, como cuerdas, arpones o anclas diminutas. Mientras me colocaba el equipo de buceo, me distraía mirando a las familias. Estaban todo contentísimos. Los miré y les sonreí.

Me estaba calzando las patas de rana, cuando se oyó un grito y todos se abalanzaron hacia la baranda de la embarcación.

            —¿Qué? ¿Qué pasó? —grité.

            —¡Meu filho! Caiu
—dijo una señora de malla enteriza negra.

Me abrí paso entre los pasajeros y vi al niño en el agua sacudiendo los bracitos y la cabeza y escupiendo agua. Creo que no sabía nadar, así que empezó a hundirse, hasta únicamente quedar una mano alzada con el dedo índice apuntando al cielo. Sin dudar un instante, me ajusté la máscara y me arrojé al mar, en busca del niño. Hundí la cabeza y miré a través de las gafas y del agua. Vi la sombra del niño descender a una velocidad imposible.

            Retorné a la superficie para tomar aire y nuevamente me sumergí y buceé hacia el niño. La luz del sol penetraba la superficie como un conjunto de flechas. Un cardumen de pececitos colorados con destellos dorados pasó frente a mis ojos y, apenas tendí la mano en su dirección, se desintegró. Descendí. Cada vez había menos luz. Del niño, sólo podía ver la sombra, hasta que, de golpe, se detuvo. Finalmente me estaba aproximando. Pero me estaba quedando sin aire. Retorné a la superficie y el viejo pescador me dio un grito de aviso y me arrojó una máscara y un snorkel. Me volví a sumergir y fui en dirección al niño. Seguía en el mismo sitio. Alrededor suyo noté un manojo de algas o de anguilas. Me acerqué un poco más y vi una sombra alrededor de él.

Respiré con esfuerzo a través de la máscara de oxígeno —el snorkel apenas guardaba una pequeña ración de oxígeno— y luego de una serie de aspiraciones e inspiraciones conseguí adaptarme. Veía a las burbujas ascender en dirección al sol, que apenas era una mancha de luz desparramada sobre la superficie. No oía nada de lo que sucedía allá atrás. Mientras avanzaba en busca del niño, me vino a la cabeza todo el incidente del trabajo. ¿Cómo había llegado hasta ese punto? Había venido acumulando bronca año tras año y, si bien había tenido episodios de angustia y ataques de furia, nunca lo había hecho públicamente. Me la agarraba con una puerta o le daba trompadas a un almohadón.

Seguí nadando en dirección al niño. Pude ver sus cachetes inflados, tratando de utilizar hasta el último mililitro de oxígeno. Con esfuerzo, braceó hasta mí. Cuando finalmente lo tuve cerca, lo tomé de la muñeca y le ayudé a colocarse el snorkel. Le di un empujón para que subiera y lo vi mover los piecitos hacia la superficie, cuando una sombra pasó por sobre mi cabeza. Miré alrededor pero sólo la quilla del barco, desde abajo, y las pataditas que daba el niño. Otra vez, una sombra se deslizó a mi lado. Sentí algo pegajoso que se enroscó a mi brazo y me quemó la piel. Me di vuelta, pero no había nada.

Me dirigí a la superficie. Pero entonces sentí un tirón a la altura del tobillo. Instintivamente di una patada, como bajo un reflejo, y sentí un globo pegajoso que se desinflaba bajo la planta del pie. Intenté patalear para arriba, pero tenía una cadena enroscada al tobillo. Miré hacia abajo y me encontré con la mirada de una bestia. Dos ojos negros dentro de unas cuencas ubicadas a ambos lados de una cabeza negra y abultada hacia atrás. Mis entrañas se contrajeron. Los tentáculos se retorcían en todas las direcciones y se contorsionaban alrededor de mí. El bicho empezó a tirar hacia la llanura infinita del ultramar, llena de corales y plantas marinas y cuyo aspecto no quería imaginar. Creí ver la abertura circular de una cueva empotrada en un montículo de piedra negra en el fondo del mar. Le tiré una patada al bicho y logré lacerarle el globo ocular izquierdo. La multiplicidad de sus tentáculos se abrió como un paraguas y luego se aferró más fuertemente a mi pierna. Ahora sus tentáculos se enredaban hasta la altura de mi ingle. Gusanos gigantes y viscosos. Cerré el puño en torno a uno de estos, hasta que cedió y conseguí liberarme. Pataleé en dirección a la superficie, pero estaba atrapado. Hice fuerza con los pies y logré hundir la punta de los dedos del pie en su cabeza gelatinosa. Agité la pierna —un humo negro brotó para todos lados—, y la bestia me liberó. Enseguida extendió sus tentáculos e hinchó su cuerpo a la máxima capacidad. Me hallé en el centro de una telaraña negra, la cual empezaba a hacer succión. Intenté nadar hacia arriba, pero me costaba mucho patalear con una sola pierna. Ya casi no me quedaba oxígeno en la máscara. Me la quité y la usé de puñal, hundiéndola en la misma abertura que le había hecho con el pie, en la coronilla de aquel cráneo gomoso. Retorcí la máscara de oxígeno en su cabeza y mucho más polvo acuoso y negro salió de adentro y se dispersó por el agua. No quiero recordar lo que mi mano sintió allí dentro. Pude oír un gemido que venía de algún lugar lejano. Me imaginé que había toda una cuadrilla de aquellas bestias esperando en la cueva al fondo del mar. El cuerpo gelatinoso y desinflado fue cayendo, como un globo desinflado, y me encontré libre para volver a la superficie.

Una vez arriba, escuché a los pasajeros llamándome y festejando que había salido vivo. El viejo pescador me tendió el brazo y, con su ayuda, pude subir a bordo. Sentí sus brazos firmes que depositaban mi cuerpo sobre unas mantas, donde, finalmente, caí desmayado.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que desperté en la camilla de una sala de guardia. Una enfermera negra se hallaba cerca. Cuando me vio, dijo:

—¡Está despierto! ¿Cómo se siente?

Balbuceé algo con la intención de decir:

—Creo que no quiero volver a la oficina.

La semana siguiente, volví a Buenos Aires y renuncié. Estaba nervioso por el encuentro con mi jefa. Pero, al parecer, la habían echado. Varios compañeros se habían animado a denunciarla por acoso laboral luego del episodio de mi ataque de ira. Hasta me llamaron a declarar y todo. Y ayer me vino a visitar Mauro.

—Así que un pulpo, ¿eh? —me dijo una vez que le terminé de contar todo.

—Sí. Todavía no caigo.

—¿Y eso? —señaló a la altura de mi abdomen desnudo. Un bulto sobresalía y casi parecía moverse—. ¿Una herida de guerra?

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