Una semana después, los noticieros ya se habían olvidado del desafortunado incidente. Las personas que habitaban el mundo una semana antes ya han hecho su terrible metamorfosis a seres desapegados, individualistas y desunidos, y lo peor, solo fue una semana después. Tan solo siete días fueron suficientes para que las manos se soltaran y la cera de vela se agotara para dar paso a la fría oscuridad, para que los deseos compasivos y amorosos de todos finalmente se disolvieran en un amalgama de superación y desinterés en tiempo récord. Incluso los amigos ya han empezado a desconectarse, a separarse no solo del evento, sino de la persona también. Los familiares lejanos, los que viven en el extranjero, o solo en la infinita distancia de un corazón a otro, también se han comenzado a desarraigar, tampoco hablaban mucho con ella, la vieron una que otra vez cuando nació, que lástima que haya sucedido esta tragedia, dirán. Por supuesto que se sienten increíblemente conflictuados, puesto que no les importa ni les duele más de lo que les importó y les dolió. Incluso se sienten desalmados, como si no les importara el resto del mundo, se sienten egoístas y egocéntricos, terriblemente individualistas, y, esta noción autoimpuesta, esta idea perversa que no se refleja con la realidad objetiva de que, en realidad, no duele mucho la muerte de alguien que no se conoce bien, solo agrandará más la brecha de corazón en corazón, inevitablemente separándolos de la familia casi por completo. Los familiares cercanos, los que sí la conocieron, todavía están en duelo. Una que otra tía ya ha acabado su semana de rosario y camándula en honor a la sobrina, uno que otro primo ya empieza a lidiar con el vacío en el alma que deja aquella pérdida, pues los abrazos y consuelos de sus madres y padres, hermanos y hermanas, hacen que el dolor se convierta en algo más fácil de sobrellevar. Los abuelos están devastados, como es natural pensarlo. Aquella niña que, cuando nació, iluminó la sala del hospital, la sonrisa sin dientes, pero sincera y bella, que hizo de los ojos del abuelo y la abuela un espejo de lo abiertos que estaban. Los pequeños pasitos que aprendió a dar mientras caminaba por su casa todavía seguían ahí, en la baldosa, nunca se han ido, solo están cubiertos por polvo, pero, como es conocimiento general, por muchas veces que se barra y se trapee, no se logra borrar el recuerdo, está ahí pegado. Claro, cuando aprendió a hablar era tierno, pero luego los impacientaba, estaba estrenándose la lengua hablando de esto y aquello, de las caricaturas y los juguetes que quería de navidad, pero esa misma sonrisa, ahora con dientes de leche, nuevamente les derritió el corazón, y lo que antes era insoportable ya era lo más bello de ver a una persona crecer: conversar. Cuando cumplió once años, el abuelo le regaló un “tururú”, que no era más que el cartón robado del cadáver de un rollo de papel higiénico hecho instrumento musical con el poder de la imaginación. La niña, al verlo, quedó bastante decepcionada, incluso con el “tururú” que hacía el abuelo a través del cilindro. Pero ella, tan educada como siempre, dio las gracias, aunque la tristeza se le veía en los ojos. Finalmente, el abuelo le dio el regalo real, unos patines que había estado pidiendo hace tiempos, y la verdadera felicidad se asomó, solo para consumirla por completo y hacerla abrazar y besar al abuelo incontables veces. Cuando estaba a punto de cumplir quince años, la abuela le enseñó el vals y le regaló su propio vestido de quince años, que estaba tan bello y conservado como la primera vez que fue usado. El día de la celebración, la abuela lloró cuando vio que el vestido le quedaba hermoso, fue como revivir aquel día, y la sonrisa ahora desarrollada y radiante de aquella niña, hizo que las lágrimas de la abuela se convirtieran en una confusa sonrisa, entre llanto y felicidad, aunque, claro, la abuela lloraba porque no lograba entender cómo hizo esa niña para crecer tan rápido. Por supuesto, estaban devastados, no lograron ver el cumpleaños número diecisiete de la niña. Los padres están desechos por igual, si no en mayor proporción. La madre ha recaído en el viejo vicio de fumar, y las noches se las dedica a la bebida y el tabaco en el primer bar que se encuentre tan pronto salga de su vacía casa. Las personas cercanas a ella le suelen preguntar cómo se siente, y ella simplemente ha dejado de escuchar el mundo. Es una sordera más complicada que la sordera usual; estaba sorda por no querer escuchar. El problema es que no logra comprender que las cervezas, rones, guaros y vinos que bebía solo hacían más grande la herida. El alcohol pierde su propiedad antiséptica cuando se ingiere, y, en lugar de desinfectar heridas, las infecta con la procrastinación a sentir, anestesia el dolor pero no para hacer cirugía, sino para hacer olvidar que hubo dolor en primer lugar, y, tristemente, se requiere mucho para olvidar ese dolor. Se requiere el suficiente para hacer desmayar al paciente. Por esto mismo, cuando se levanta en las calles, enguayabada y maltratada del día anterior, no va a su casa a desayunar, va a donde el primer tendero que encuentre y le compra un cigarrillo. No soporta ir a su casa, la siente desolada, pues ya lo explicamos antes, de las paredes no se logra arrancar la sombra del amor que ya no está, no se consigue limpiar la evidencia del sentir, no se logra desinfectar de los ácaros del duelo. El padre ha desaparecido. Ni él mismo sabe donde se encuentra. El viaje en auto que ha recorrido durante cinco días lo ha llevado a lugares que no conoce y que no quiere conocer, simplemente busca una excusa para que lo maten. Es el suicidio del cobarde, ya que tiene tanto miedo de matarse a él mismo que busca que otra persona le haga ese favor. Aunque le parezca mezquino, asqueroso y completamente terrible e inhumano, desea tener el valor que tuvo su hija para tomar mil y un pastillas de todo lo que encontró y echarse a dormir. Pero ya se le ha acabado la gasolina y la plata, entonces probablemente dormirá en su carro hasta que le de a alguien una excusa suficiente para acabar con su vida.
Cuatro días después de su muerte, los directivos de la escuela buscaban conmemorar a su estudiante. “Han habido varios problemas en el estudiantado. Principalmente, ninguno se siente en ánimos de estudiar. Están los farsantes que fingen dolor para tener unos días menos de estudio, pero luego están los que de verdad sienten el dolor, y, entre estos dos grupos, todos se han confabulado en no querer asistir más. Las charlas de salud mental no han surtido efecto; hemos estado recibiendo muchas llamadas de padres angustiados por el bienestar de sus hijos.” afirma el rector. Se han estado debatiendo entre un cuadro con una foto de la cara de la que fue estudiante, o un video conmemorativo para mostrar en el coliseo a todos los estudiantes, para honrar su memoria y que todos sean testigos. Entre los estudiantes y su dolor, resalta uno que lleva también culpa en su espalda. Lleva por nombre Mateo. Mateo ha estado enfermo y faltando a la escuela los últimos tres días, pero es nada más que una representación de su interior, su cuerpo se ha enfermado porque su alma se ha empezado a deshilar. Ha sublimado su sentir de muchas formas, ha tratado todo lo que le ha servido usualmente; salir, comer, jugar videojuegos, masturbarse, llorar y más, sin embargo, no ha surtido efecto, sigue estando tan mal como antes. La culpa que lo corroe es una culpa sencilla, no vio el mensaje de ayuda que le llegó tan solo diez minutos antes. Solo logró leer el mensaje de despedida y agradecimiento junto al llamado de ayuda diez minutos después. La culpa era incluso más grande porque en ese lapso de veinte minutos, Mateo estaba hablando con una amiga, con quien tenía intenciones de noviazgo y amor, pero, como es solo natural entre los adolescentes, buscaba sexo. Por esto, cuando el celular vibró, anunciando la llegada del primer mensaje, estaba ocupado besándose con aquella amiga, tocando aquí y allá, oliendo esto y aquello, apretando tal y tal cosa. Su corazón estaba en taquicardia, anticipando lo que esperaba que sucediera, los ojos de aquella amiga se veían más radiantes que nunca, llenos de pasión. Las palabras susurradas eran suficientes para hacer que la piel se hiciera como la de gallina, que un rayo recorriera su columna y su estómago se llenara de vacío, los breves suspiros entre frases que hacían que se sintiera increíblemente extasiado, como incrédulo de la misma situación. Cuando encendió la pantalla del celular para apagar las notificaciones y la alarma vio el mensaje esperándolo, pero ya no el de ayuda, si no un texto que aparentaba ser más largo por los puntos suspensivos y que comenzaba por “Muchas gracias por tenerme en cuenta.” No habían alcanzado a quitarse la ropa. Serán cuestiones del destino, porque se habría sentido mucho peor de pasar más tiempo, incluso algunas horas ignorando la despedida. De haber sido así, Mateo hubiera sido el siguiente en acabar con su vida.
Un día después del suicidio, la compasión y la empatía se hicieron paso en la comunidad local. Las emisoras de radio hablaron de ella, la hicieron mártir. Los programas mañaneros que se emitían a nivel nacional le dedicaron unas cuantas palabras de apoyo y fortaleza a la familia, sus mejores deseos, su más sentido pésame, para luego dar paso a la sección de farándula, pues una artista había sido vista besándose con un actor, y el mundo estaba en shock por tal revelación. En Twitter se hizo tendencia brevemente, se comenzó a discutir la importancia de la salud mental y la responsabilidad afectiva, algunos incluso acusaban a los padres de ser los inmediatos culpables por la decisión de aquel otro ser. Se llegaron a ver unas cuantas amenazas diluidas entre la multitud de videos con velas encendidas como planos principales, diciendo algo por los lados de “Siento su dolor, mucha fortaleza, que la niña sea un ejemplo de lo que nunca puede volver a pasar.” o “Que las personas del mundo sientan que otra alma las ha abandonado, resultado de su propia lucha interna. Que esta tragedia nunca se repita.” Sin embargo, tras el cinismo solo se esconde un desinterés pero ganas de aceptación social, camuflada de verdadera empatía. Las velas, inmortalizadas en los videos, se extinguieron en menos de una hora. Algunas incluso apagadas tan solo finalizar la grabación, para que la mesa y el mantel no se llenen de cera. Los vecinos tocaron la puerta del destruido hogar durante todo el día, con flores, regalos y sentires. Abrazos se repartieron entre todos. Los vecinos hicieron un altar a la niña, lleno de flores y velas que se apagaban rápidamente con el viento, con su cara puesta en lo alto, casi en un pedestal. Contrario a lo que creían, ver la cara de la fallecida solo les hizo sentirse peor y más ineficientes en brindar alivio a los dolientes.
Una hora después, nadie había notado que un alma había abandonado un cuerpo, con la notable excepción de los espíritus. El olor no era nada del otro mundo, no había empezado ningún tipo de descomposición. Su cuarto olía a una mezcla extraña de alcohol y dulces. Nada particularmente remarcable. Tiradas por todo el cuarto hay cien hojas de papel, arrancadas de un cuaderno en blanco que iba a ser dedicado al estudio de la matemática, lógicamente cuadriculado y de tamaño mediano. En algunas hay dibujos, en otras hay frases y palabras escritas y desconectadas, “Lo siento” “No quiero más” “De verdad lo siento” “Perdónenme” “No quería que fuera así” entre otras. En otras hay intentos fallidos de carta de despedida, pero ninguna realmente demostró ser efectiva en dar el mensaje al que se quería llegar. En la mesita de noche reposa una sola hoja de papel, con una breve carta dirigida al desafortunado lector que la ha encontrado muerta. “No quería que fuera de esta forma, pero no quiero sentir más, no así, no ahora. Me hubiera gustado despedirme personalmente, pero no quería que nadie se tomara el trabajo de tratar de frustrar mi cometido. No hay nadie a quien culpar en particular, tal vez solo a la puta vida, al destino o a dios. Pudo ser prevenido, pero no significa que alguien sea directamente culpable o no, simplemente estaba dispuesta a finalizar abruptamente con mi vida. Pero si hay que encontrar a un culpable, alguien a quien apuntar el dedo, entonces que sea a mi. Por favor, cremen mi cuerpo, no quiero ser alimento de gusanos, dios sabe que ya lo fuí.” En el cuarto también se logran apreciar diferentes tarros que solían estar repletos de pastillas y jarabes. Todos vacíos, tirados junto a algunas botellas de agua. Se hacían compañía entre sí. La niña yace muerta, tirada en su cama en posición fetal. Hay vómito cubriendo sus sábanas, y manchas que pronto se evaporarán, manchas de sudor y de sangre. Está desnuda, de alguna forma quiso irse como llegó al mundo. En sus tobillos se ven algunos moretones, y sus ojos, abiertos aún, miran al infinito vacío que hay desde la vida hasta la muerte, aparentemente plasmado en su pared, pintado entre mil colores y figuras que aún no podemos conocer. Su cara está ligeramente manchada de sangre proveniente de su nariz, ya está hecha costra, arraigada a su piel. Su boca, semiabierta, está manchada de vómito, deja ver aquella sonrisa perfecta que tanto amor hizo sentir a sus abuelos, reluciente aún, pero más apagada de lo común, deshecha, no es un gesto de dolor pero tampoco de felicidad, es absolutamente inerte y casi inhumano. En su calendario, montado en su pared, marca la fecha de su cumpleaños número diecisiete con una estrella, dibujada nada más entregado el calendario, y luego nunca borrada, inmortalizada. Sería una semana después.
Tan solo tres segundos después de haber muerto, nadie le dedicó un solo pensamiento, por la cabeza de nadie cruzó la idea de ella, ni su nombre, ni su cara, ni sus ojos. No se puede decir que murió olvidada, su recuerdo tan solo fue brevemente suprimido, pero, en aquel instante, definitivamente estaba sola, hasta su alma la había abandonado.
Cuando murió, Mariana sintió sus pulmones desinflarse junto a su pecho, todo el aire en ellos librándose del peso de la vida. Junto a ellos escapó el alma, de la que nunca se volvió a saber por ninguno de los vivos, y vio como su pared se hizo en un nuevo universo, solo para dejar en claro que ha abandonado el que era su residencia. Era bonito.
Un segundo antes de morir, Mariana pensó “¿Que habría sido de mi de no haberlo hecho?” La respuesta también se escapó de ella, tan solo un segundo después.
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