Relatos Breves

Los vientres ausentes

Desperté con el recuerdo de siempre. Tenía siete años y alguien me alzó para ver a mi madre muerta. Mi cabeza subiendo por el féretro, por el borde labrado de madera color cereza brillante con herrajes de metal dorados. Tenía siete años. Mi madre había muerto. Estaba al lado del ataúd y mi padre me alzaba por detrás para que pudiera ver por última vez su rostro. El ataúd estaba cerrado. Solo se podía ver a través del vidrio. Su cara tenía una mariposa violácea por arriba de sus labios. Típica mancha de cierta clase de lupus. La miré ahí muerta, fue el primer muerto real que vi. Cuando estuve lo suficientemente alzado por mi padre, el llanto de otras mujeres llenaba el silencio de la sala. No hay nada parecido al llanto de mujeres mayores que entierran a sus muchachas jóvenes. Mi madre tenía treinta años. Fue elevarme para un adiós interminable que gobernó toda mi vida. A esa edad uno no se despide de su madre. Se ha perdido algo tan grande que no se alcanza a tener conciencia. Si la tuviera no se podría vivir a esa edad. La sala estaba pintada de un gris opaco sin ninguna ventana. La sala olía a flores muertas. Era un miserable 21 de septiembre de 1967 y en las calles todavía el invierno se negaba a partir. De mi hermano menor no tengo registro si estaba o no. Nunca se lo pregunte. A veces creo que hasta el día de hoy no me he despedido de ella. He aceptado su muerte, pero no su ausencia. Cada tanto, regreso a la vieja casa del puerto donde vivíamos. Un lugar petrificado que encierra una memoria no solo de mi infancia sino de muchas generaciones frustradas por el agónico sueño de prosperidad perdida. Es como la presencia de un pasado que se esconde entre las viejas casas de chapa oxidadas y tamariscos torturados por el viento y el salitre. Una repentina fugacidad del pasado que se hace presente y se vuelve a ir. Una levedad remota de un ayer infantil que parece hacerse presente, pero no sabemos descifrarlo. Cuadras con calles de tierra con las mismas zanjas de barro de hace cuarenta años, los mismos muros de ladrillos atacados por la erosión lenta del tiempo, con sus techos de chapas de un rojo pálido quemado por el sol. Cuesta creer si hay gente viviendo en ellas. Cada vez que he ido nunca hay nadie en la calle o se ve desde la sombra del interior de alguna casa, algún espectro pálido que asoma solo el rostro calvo de mirada extraviada para volver a entrar al silencio frescor de la penumbra. La miserable jardinería no es más que tamariscos enroscados furiosamente en los alambres oxidados. Vuelvo a ese lugar muerto para dejar de soñarlo junto con este recuerdo funerario. Más que una despedida de mi madre era la sentencia: vivirás con esto siempre. Una y otra vez en esa sala gris sin ventanas, oliendo a perfumes de coronas y muerte. Estaba de pantalones marrones cortos con zapatos brillantes y nuevos, creo que llevaba un pullover liviano de color blanco, con un impecable peinado de esa época: pelo bien corto a la americana con el jopo hacia atrás, oliendo a colonia barata y con una cadena de oro en el cuello que en esa época se usaba poner a los niños. Hoy desperté con ese recuerdo o el recuerdo de haberlo soñado. Como en una película vieja que solo queda ese pedazo de cinta y cada tanto lo vuelvo a ver. Vivo con ese agujero en el alma a lo largo de mis años. Un pedazo de vacío doloroso, de ausencia indescifrable. Abandonado por siempre. Fuera del mundo. No hay un vientre donde estar. Por siempre es por siempre, sin términos medios. Después llega el sello social en la frente del niño “no tiene madre”. Todas las conductas que tuve eran siempre bajo el mismo sello. Si me portaba bien era “y claro pobrecito porque no tiene madre” y si me portaba como el demonio “y claro pobrecito porque no tiene madre”. No hay escapatoria. En esa época no había otra terapia que llorar a escondidas. No hay nadie para contar lo que nos pasa. Mi padre fue un adicto al alcohol y su condición de viudo terminó por agravar su pesadilla etílica. Además de ser en sus momentos lúcidos un socialista que no me dejaba acercarme a un cura o religión alguna. Terminamos criados por su madre. Una mujer doblemente viuda, autoritaria, manipuladora, gritona y sin piedad que echaba furia por los ojos todo el tiempo. Vestida siempre de batones oscuros, con su pelo canoso y figura regordeta irradiando una furia que se respiraba en toda la casa. Ahora que lo pienso, me cuesta reconocer que elegí a una mujer como esposa tan cabrona como mi abuela. Mi separación me ha producido todo un revuelto de mi infancia solitaria. Me acuerdo que para no escuchar los gritos de mi abuela, era un buen ritual construir una casa con cajones de frutas en el patio. Chapas y maderas se juntan rápidamente para armar el refugio. No era “jugar a la casita”. Era, la construcción de un vientre y meterse adentro. En ese lugar se podía estar tomando mate, conversar, jugar algún juego de mesa, leer o simplemente estar dentro del refugio. Levantamos las paredes con cajones de madera de verduras que no sé por qué había tantos en el inmenso patio. Los poníamos de modo tal que en el interior nos hacían de estanterías para poner juguetes, revistas o cualquier objeto que considerábamos que tenía que estar ahí. El techo era rigurosamente de chapas donde las superponemos y colocamos piedras pesadas para evitar voladuras. Sobre un costado estaba la pared medianera y sobre el otro la entrada al refugio donde teníamos unas bolsas de arpillera que hacían de puertas o cortinas. A veces cuando mi hermano no estaba, igual me iba solo a la casa con mis revistas bajo el brazo. Mis primeras lecturas de historietas las hice ahí. Se podría decir por mi parte que construí el vientre materno que no tenía y me metí adentro y me puse a leer por horas. La lectura es la primera soledad tranquila y ahí estaba yo, un chico sin madre ni padre leyendo a la sombra de la siesta tratando de entender el mundo. La casucha estaba cerca de un árbol de granadas que le echaba algo de sombra. Para marzo las granadas ya reventaban y mostraron el fruto rojo y dulce que era tan difícil de separar del la parte blanca y amarga. Nuestras ropas quedaron todas manchadas del jugo de las granadas. Ese era el lugar elegido para estar fuera de una vieja gritona. Las historietas que leía eran las clásicas de Patoruzito o Isidoro Cañones con algunas revistas de tipo escolar. Disney nunca me gustó. Para la orfandad ya tenía la mía. No me importaba la madre de Dumbo muerta, eso ya lo vivía. Leía también las revistas de época como Real Digest. Me acuerdo de algunos resúmenes de novelas que traía o de relatos de aventuras extremas donde el personaje principal estaba nadando y de repente un tiburón se lleva parte de tu muslo. Otro historia que recuerdo era sobre un hippie que es encarcelado y está bajo los efectos del LSD y se arranca los ojos en la celda debido a un ataque de nervios. La revista no hablaba sobre la guerra de Vietnam que descubrí años después. Supuestamente, todas esas historias eran ciertas o por lo menos para mí lo eran. Así pasaba mis horas leyendo en el refugio sobre todo en las vacaciones de verano. No era bueno jugando a la pelota. Sabía remontar bien un barrilete y andar en bicicleta. Pero en deportes era algo torpe. Empecé a tener una buena relación con mi cuerpo al practicar artes marciales muchos años después. Hasta antes de eso, era un pedante sabelotodo. Un día llegó un viento muy fuerte y el refugio se desarmó por todo el patio. El intento de rehacerlo no prosperó. Ya nuestro cuarto comenzó a ser más amable. El primer acto de libertad que hice en mi vida fue cerrar la puerta del cuarto y ponerme a leer.

A. Corbaz

El Chalet

A los hermanos mayores, nos toca la peor parte siempre. Tenemos como una mochila de más en la carga familiar. Después del entierro de papá, me tocó a mí ir a la casa y ver que podemos hacer con tanta acumulación del pasado. Las arpías de mis hermanas, Clara y Helena, y los inútiles de mis cuñados ya cambiaban cifras de la venta de la casa. Como yo estaba divorciado y era el que “tenía tiempo”, podía ir a la casa a deshacerme de lo que es usual en estos casos: regalar la ropa, vender los muebles, hacer una feria de garaje y vender vajilla, lámparas, alfombras, sillas, veladores, heladera, lavarropas, en fin, rematar todo un sábado y repartir el dinero. Ya me habían insinuado que era el indicado para hacerme cargo de la tienda de telas. Ellas vendrían a fin de mes a buscar “su parte”. No moverían un dedo, ya que con sus hijos pequeños no les quedaba tiempo para nada. Yo vendría a ser el que no se recibió de nada, el que arrancó con varios proyectos y fracasó, el que nunca hizo plata, pero cuando hay que estar en las malas, ahí estoy siempre.

Esa mañana de primavera que fui, ya entraba el sol por el viejo ventanal del frente de la casa. Había sido la coqueta casa de la cuadra en los años sesenta cuando yo todavía no había nacido. La prosperidad de la tienda de telas de papá no se demoró en especulaciones y rápidamente la mampostería se elevó y dibujó en el espacio del terreno baldío los trazos de una prometedora vivienda. Una especie de amplio chalet americano de altos, con fachada de piedra gris, de las más caras del mercado; sobre el lado derecho del frente, tenía un garaje doble inusual para la época y en el resto de la vereda, reposaba un robledal que se imponía en la cuadra. Aunque ya no era tan frecuente en esos años, éramos una inusual familia grande. Con nosotros, mamá, papá y mis dos hermanas, vivía la abuela paterna Emilia, que estaba a cargo de toda la administración de la casa y su hermano, el tío Pepe, un soltero jubilado del ferrocarril que parecía que nunca había trabajo y que pasaba sus días en el club del barrio o en bares nocturnos. El patio era grande y generoso. En mis tardes de aventuras, me creía Batman o el llanero solitario; el teatro es natural en el ser humano, se es otro naturalmente y por mera diversión elegimos ser otra persona. El árbol de granadas, bajo y colorido, todavía sobrevivía. La abuela Emilia desgranaba con paciencia infinita cada granada y luego las echaba en una taza y las rociaba con azúcar. Era mi manjar favorito y a veces las bajaba del árbol y las comía directamente. Terminaba con toda la ropa manchada. Mis hermanas, más insulsamente recatadas, preferían leer revistas de moda y ver hipnotizadas la telenovela en blanco y negro.

En la casa había lugar para todos. Incluso para mis abuelos maternos que llegaban en las fiestas de navidad y se quedaban un par de días. Dormían en el llamado “cuarto de visitas”, cuyo único uso era ese o el apilado de telas que papá compraba en el mercado informal.

Debo confesar que entrar no me fue grato. Era una casa muerta, llena de ecos, de ausencias, aplastada por la modernidad del presente. Desproporcionada en ambientes y tamaños. Se olía a encierro y un vació de silencios. Comprendí que era difícil encontrar un comprador, ya que la vivienda era muy grande para la típica familia tipo: mamá, papá, dos hijos y el perro. Alguien de dinero acudiría a los guetos de barrios cerrados y alguien de menos ingresos, no podría pagar lo que vale una casa de 250 metros cuadrados.

Me puse a trabajar: coloqué en cajas dos juegos de cubiertos y dos juegos de vasos. Los platos también eran de dos clases. Los de mamá eran platos clásicos blancos, con un decorado de anillo oscuro en sus bordes, los de la vajilla de la abuela Emilia era de más piezas aun: teteras, platitos de postre, pocillos de café y de té, todos en un decorado como españolado de flores y rosas silvestres.

Para la primera hora de la tarde, ya tenía todo embalado en la sala de estar, en cajas de cartón. Me quedaba la segunda etapa que era la ropa y algunas pocas pertenecías. De mamá, que falleció hace 5 años, habían quedado apenas unas chalinas. El resto fue depredado por las dos arpías. La ropa de papá era todo un inventario de distintas épocas y modas. No era de regalar o donar nada. Ahí estaban todas sus ropas oliendo a naftalina. Puse todo en bolsas negras que fui tirando por el hueco de la escalera, cayendo a los tumbos y amontonándose en los primeros escalones. Trajes, camperas, pilotos, corbatas, camisas, chalecos, zapatos, decenas de medias y pantalones, suéteres y sombreros. De los cajones de los placares y mesas de luz los volqué todo en una caja grande junto con lo que había en los baños: remedios vencidos, relojes viejos, mallas de reloj rotas, llaves y más llaves no sé de qué puertas, peines de bolsillo marca jabalí, un frasco vació de colonia Old Spice, navajas de barbero españolas ya rotas, cepillos de dientes nuevos sin uso, crema para manos y envases de talco llenos sin usar. Era una caravana de objetos ya sin destino que caían en cascada amontonados caóticamente en la caja.

Solo me detuve para ver las fotos: Abuela Emilia en la playa de Necochea con traje de baño, ya viuda supongo; papá, en la tienda de telas, junto a los empleados; en el extremo de la izquierda, Carmen, la «putita» de Entre Ríos que tuvo loco al viejo por un par de años, hasta que mama logro echarla; acá tenemos a mamá, Clara, Helena y yo en la colonia de vacaciones de Mar del Plata; otra con las dos familias juntas en el patio de la casa para las navidades, donde mamá me tiene en brazos, la mayoría de los rostros me resultan ajenos y distantes; Clara y Helena, prolijamente uniformadas en su en un inicio de clases; yo en patio, montado en un triciclo junto al pastor alemán que se llamaba Klaus. Una última foto, era de cuando ya tenía unos dieciséis años y en mis vacaciones escolares iba a ayudar en el negocio. Ese día de la foto, Carmen estaba en el depósito de telas, acalorada y radiante con sus diecinueve años que parecían más, acomodando las telas de la temporada de verano. Tenía un vestido naranja con lunares blancos que parecía lleno de luz, una Sofía Loren de la paternal, real y nuestra; me sonrió y le pedí que posara para la foto. Cuando quise darle un beso me rechazó rápidamente frenándome con sus antebrazos. Se quedó mirándome y adivinó mi torpeza como amante y se apiadó de mí. Cuando salí para el frente del negocio, el mundo seguía su curso normal pero yo me sentía un hombre. Este fin de semana sería vísperas de navidad, pero ya las familias no se reunían, mis primos pasaron a vivir en las fotos. No sé cómo esta imagen de Carmen ha llegado a estar aquí con el resto. De todos modos, me quedaría con las fotos y un viejo cuaderno con mis primeros dibujos.

Atardecía cuando pude juntar la gran pila de bolsas y cajas en el patio trasero. Pensé, alegremente, mientras me secaba las lágrimas, que tal vez la propiedad podría conservarla y pagarle las partes a mis dos hermanas. Sin decidirlo aún, traje del auto el bidón de nafta. Los fuegos arribaron rápido y se llevaron trabajosamente el pasado. Pedí una pizza y cerveza para celebrar. Empujando la pizza con tragos de cerveza negra, hice planes. En el garaje doble, podría darle una utilidad rentable. ¿En la casa hay lugar para una pareja con un hijo?. Con el último bocado de pizza me puse a buscar a Carmen por las redes desde mi celular. Luego de minutos de buscarla, di con ella. Revise las fotos del perfil. Cumpleaños, salidas con amigas, ningún hombre a su lado en principio. Seguía teniendo esa luz de Sofía Loren. Hay a su lado, un chico que se parece a mi padre o a mí. No lo sé. Hay formas de recuperar la libertad. Di un click y le solicité amistad.

Buscando un chino

Los dos hombres entraron al supermercado chino y fueron derecho a la estantería de las bebidas alcohólicas. El más robusto, Jonathan, llevaba un gorro negro de lana en su cabeza y una campera negra corta tipo bomber; el otro, Camilo, tenía cubierta la cabeza con la capucha de la sudadera negra. Recorrieron las estanterías en busca de una bebida mientras estaban atentos a los movimientos del lugar.

– ¡Acá no hay nada, estos chinos de mierda!. Es ese el chino, llámalo – dijo Jonathan

El hombre vio la mano en alto de Camilo y venía caminando por el pasillo de la góndola, tenía en el andar, el brazo derecho levemente despegado del cuerpo.

– Eh chino! ¿Tenés caña Legui? – preguntó Jonathan

– Ooh ooh legui? legui?. Respondió el chino sonriendo

– caña Legui, es un licor, tiene caballos en la etiqueta – dijo Camilo mirándolo con tensión estudiándole todos los gestos

– Ooh Legui… Caballo – y señalaba una botella de Amargo Obrero

– ¿Cómo te llamas chino? – preguntó Jonathan

– Lee. Me llamo Lee. No tener Legui – respondió

– Lee eh, a ver tengo una duda Lee, mi padre dice que a ustedes los banca el gobierno Chino, por eso pueden poner supermercados en todos lados, es cierto Lee?- dijo Jonathan

– Así cualquiera es emprendedor je je– sonrió Camilo mirando al chino

– Lee trabaja. No entender. No hay Legui

– Podemos llevar el Amargo Obrero… ¿Cuántas personas trabajan acá Lee? ¿Cuántos son?- preguntó Jonathan mientras tomaba la botella de Amargo y estudiaba su etiqueta.

– ¿Cuantos son Lee? – pregunto otra vez Jonathan – Te diste cuenta de que en este supermercado no hay cámaras – dijo Jonathan a Camilo

– ¿Por qué será? – Se preguntó Camilo

El chino ya no sonreía y tenía un gesto más hostil. Jonathan lo seguía mirando fijo, en acecho, como esperando cualquier movimiento inusual.

– Llevemos el amargo y nos vamos, no es él – dijo Camilo

– ¡Espera! Son todos iguales estos chinos. A ver Lee, decime… te gusta la playa Lee?, el mar, la playa, el sol? – preguntó Jonathan a Lee

– A mí me gusta mucho la playa – respondió Camilo – sii ver asiáticas en ropa de baño no Lee?

– Oh sí, playa sí. No tener tiempo, Lee trabaja.

– Ah qué bien Lee- Jonathan sacó un papelito del jeans. – ah mira acá te dejo las coordenadas de esta playa, que está cerca de acá, seguro que ya la conoces.- y le extendió el papelito que tenía la siguiente numeración: -38.961880, -61.712250 (*).

El chino vio los números y su rostro era cada vez más grave. Jonathan abrió el cierre de la campera y dejó ver la culata de la glock que descansaba en el correaje de cuero. El chino se palpaba inútilmente con la mano derecha el muslo.

– Anda a buscar un par de guantes descartables de látex. Dijo Jonathan y miró otra vez a Lee.

– Lee…viste la glock?, se llama Pamela, ya ya, no llores, no hay salida, o mejor dicho hay dos caminos. Uno: saco a pame y tu familia… bueno ya sabes. ¿La chica de la caja es tu hija Lee? Bueno… a ver, no llores, respira hondo, saca el celular, saca el celular Lee. Muy bien, eso es… estuviste en el ejército Lee? Vi como caminabas abriendo el brazo por la pistola, estuviste? Si o no?

– Sí.

– Bueno Lee, ahora abrí la aplicación del maps, el maps abrí, eso, abrí.

El chino esperaba instrucciones.

– Ponelo en modo satélite, ahora carga las coordenadas tal cual están en el papel. Dale a la lupa de buscar. No llores chinatawn. Respira. Sonreí, quiero verte sonreír Lee. – decía Jonathan. Lee sonreía con lágrimas en los ojos.

– ¿Reconoces el lugar? ¿Lo reconoces Lee? – preguntó Jonathan

– Siiiii!, por favol familia nooo!!

En eso llego Camilo en un par de guantes de lavar platos amarillos. Jonathan lo fulmino con la mirada, pero no lo insultaría delante de Lee.

– No encontré de látex- dijo Camilo

Jonathan se puso un solo guante. Mientras estudiaba los gestos de Lee dijo:

– Opción dos Lee: Te vas al baño. Yo te doy el arma y ya sabes lo que tenés que hacer. Te garantizo que a tu familia no le pasará nada.- Con la mano que tenía el guante Jonathan sacó otra arma más chica, levantó la mano de Lee y se la puso en la palma. Después sacó del bolsillo de la campera un puñado de balas envueltas en una franela naranja y se lo puso en la otra mano.

– No hay salida Lee. Sabías que alguien vendría a verte. Compórtate como un hombre – sentenció Jonathan mientras se sacaba el guante de lavar los platos.

– Lee, compórtate como un soldado que fuiste y en tu familia no tendrá problemas – completo Camilo, diciéndoselo con afectación, como una especie de pena burlona.

– Cuando escuche el disparo nos vamos. Si no lo escucho en 60 segundos la primera en caer es la cajera. Nos llevamos el Amargo Obrero. – dijo Jonathan mientras tomaba la botella de la estantería.

Lee dio media vuelta y se encaminó resignado al fondo del salón donde estaba el baño.

Mientras pagaban la botella de Amargo Obrero se escuchó el disparo. Cuando salieron a la calle, los gritos de una mujer se apagaban en el fondo del salón.

– Me parece que va a llover, avisale que salió todo joya – dijo Camilo

– Sí ya voy, teneme la botella.

A. Corbaz

(*) las coordenadas de gps, pertenecen a una base militar China en el continente.

Los separados

Pasando el mediodía, en un segundo piso anónimo de toda estética, insulso y lleno de consultorios y oficinas con olor a alfombras gastadas, los padres de Tadeo, un joven algo desorientado, han visitado a la psicóloga por los últimos acontecimientos.

– A ver chicos, puede que yo no este al tanto de lo de ustedes como pareja separada, pero lo que importa acá es Tadeo, noto que hay como una tensión entre ustedes.- dijo la psicóloga

– ¡Ah no!, ¡si a mí me encanta venir acá a hablar a tu consultorio! – dijo Marcos

– ¡Para Marcos!- dijo Antonella

– Bueno a ver si nos tranquilizamos Marcos – dijo psicóloga

– No me hables desde un andamio flaca. Vengo por Tadeo, pero con tu psicoanálisis me tiene las dos los huevos llenos. – dijo Marcos – hace un año que estamos siempre en el mismo lugar “deconstruyendo” el orto y mira como terminamos.

– ¡No arruines más las cosas! – dijo Antonella

– ¿Yo arruinar?… A ver, acá el único boludo que no hizo nada fui yo.- dijo Marcos mientras se agarraba la cabeza y miraba al piso.

– Es cierto que a Tadeo, por lo que puedo ver, la imagen paterna le está faltando.- dijo la psicóloga

– No flaca, no es “la imagen”, no soy un holograma o vos no tuviste padre? – dijo Marcos. – Pero perdoname, ¿vos no te enteraste?

– No… ¿Qué pasó?

– Ah bue… explicale a esta que paso – dijo Marcos mirando a Antonella en todo burlón

La psicóloga, concentrada en sus notas, ignoró el tono sarcástico de Marcos.

– Perdón ahora me cuentan que paso, solo déjenme rebobinar: en la última sección hablamos de que Tadeo busca de manera inconsciente, justamente una guía desde lo masculino. Por eso se junta con chicos de mayor edad que él y está buscando siempre la aprobación de esos muchachos mayores que él.- explicó la psicóloga mirando sus notas.

– Explicale Antonella a esta chica que vive dentro de un frasco. – dijo marcos mirándola a Antonella

– No me puede faltar el respeto así- dijo enojada la psicóloga

– ¿y qué vas a hacer? Me voy entonces. No se a que mierda vengo acá. No te falto el respeto, te digo claramente que te metas ese relato de manual ya sabes donde.- replico Marcos ya encendido de ira.- Perdón repito: ¿vos no sabes nada?

– ¿De qué Marcos? -interrogó la psicóloga

– Tadeo fue acusado por una chica en las redes de violación.-dijo Antonella

– ¿… cómo es esto?, a ver…, hay una denuncia hecha en la justicia? – preguntó la psicóloga.

– no sabemos nada por ahora. – respondió Antonella

– ¿Y Marcos, cómo está? ¿Cómo se llama la chica? Capas que me la ha mencionado.- preguntó la psicóloga

– No creo, no la conocía, fueron a bailar él con su grupo de …

– Vagos – corto Marcos

– ¡para Marcos! Dejame hablar: fueron a bailar y después estuvieron en el parque en grupo. Tomaron alcohol, fumaron algo y esta chica lo denunció por las redes que la había forzado a tener relaciones. – dijo Antonella

– Si no presenta una denuncia no hay formalmente nada. Aunque si aparecen los medios, se van a ver forzados a formalizar la denuncia o a que la chica lo desmienta. – dijo la psicóloga pensativa

– Que alentador lo tuyo- dijo Marcos irónicamente

– Marcos! ¡No sigas! ¡Demasiado con lo de Tadeo!- dijo Antonella casi quebrada

– Siempre me llaman cuando la cagada ya está hecha. Para poner plata y arreglar los platos rotos. ¿Sabes quién paga tus exitosas secciones? – dijo Marcos mirando a la psicóloga

– Nadie esperaba esto, entiendo su enojo. ¿Ud. hablo con él? – preguntó la psicóloga a Marcos

– Sí claro. Está destruido, asustado. ¡Es un chico! Apenas 18 años. No piensan en las consecuencias. Viven el día. Por suerte no creo que pase a mayores.- dijo Marcos

– ¡Tadeo no hizo nada!. Esa chica estuvo con varios esa noche!. Como lo vio el más tierno de todos lo denunció a él. ¡Nuestro hijo no hizo nada! Es incapaz de eso!- dijo llorando Antonella

Luego de un silencio la psicóloga dijo:

– Bueno…dadas las circunstancias, debemos suspender la sección. Debemos esperar que pasa.

– Ahh mira vos!! ¿Ahora que las papas queman suspendes?!. ¡Claro! ¡Qué van a decir tus colegas! ¡Tu paciente violador! ¡Ahora es cuando tenés que poner los ovarios pelotuda!

– ¡Basta! ¡Se retiran! ¡Se retiran ya! – dijo casi gritando la Psicóloga

Los dos salieron del hall oscuro del edificio a la luz de las dos de tarde.

– Te arrimo si vas a casa – dijo Marcos

Subieron al auto, se abrocharon los cinturones y partieron por Avenida Gaona.

– ¿Qué vamos a hacer ahora?. ¡Arruinaste todo!. Hay que hablar con los padres de esa chica. – dijo Antonella

– Ya arreglé todo. – dijo Marcos mirando al frente atento al tránsito.

– ¿Arreglaste que?, ¡Sin consultarme!. ¿De qué hablas? – dijo Antonella casi gritando

– Calmate. Hablé con el padre de la chica. Son una familia de rufianes.

– ¿Qué hablaste? ¡Porque no me consultas! ¡Siempre el mismo!

– La piba desmiente todo en el momento que ponga la plata. Hoy temprano vendí la Toyona, prácticamente la rife para tener la plata. A las 4 le entregó la guita, la mitad. La otra mitad cuando se desmienta todo.

Llegaron. Antonella descendió del Bora y subió a la vereda rodeando el coche y se acercó a la ventanilla. Le pregunto si no quería ver a Marcos.

– No. Ya hablé. Mientras vos fuiste a tomar tu clasecita de yoga con el idiota ese, yo estaba con él. Uno: Esa barrita de boludos no los ve más. Dos: Ya lo anoté en el conservatorio. Cumplió 18 ya. Si no estudia tiene que trabajar. ¡Ni un mango más!. Me tengo que ir. – dijo Marcos mirando por los espejos para ver si venía más tránsito.

– Marcos… decime si le hizo algo a la chica.

– Ya te dije que son unos rufianes busca plata.

– Necesito saberlo.

– Busca otra psicóloga, la flaca esta es una inútil- dijo Marcos mientras miraba otra vez por el espejo retrovisor. Antonella se acercó más a la ventanilla del auto.

– ¿Lo hizo?

– Preguntale vos que sos la madre, yo soy el boludo arregla quilombos. Chau

Marcos partió de regreso a su casa. Tomó por calles colectoras para evitar el tránsito frenético. No tenía apuro. La realidad de las calles dejó de importarle. Conducía automáticamente. Sus ojos parecían no mirar nada. Le llegó imprevistamente la imagen de Tadeo recién nacido, frágil y lleno de vida. Faltaban varias cuadras para llegar, pero detuvo el auto. Finalmente empezó a llorar.

A. Corbaz

Blanco y negro

Argentina, 18 de junio de 1973

Desde el departamento del tercer piso Sergio vio que todavía había mucha luz en la calle, la tarde duraría una hora más antes de empezar a caer. Hombres y mujeres cubiertos en abrigos oscuros caminaban rápido echando vapor por la boca. Un hormigueo anónimo de personas que iban y venían por la calle, como hormigas obreras que a primera vista no responden a ningún plan de la naturaleza, pero que secretamente responden a una intención general que desconocen. Los comercios cerrarán en un rato más. Quedarán abiertos los bares solamente. Debía encontrarse con Marta, la casi esposa de su hermano Ariel. A Marta le gustaba encargarse de todo. Como en este caso, salir a comprarle un regalo para Sergio, aunque no conociera al destinatario. No le importaba. Ella disfrutaba salir a comprar algo y luego tomar un café en el City Bar. Mañana, era el cumpleaños de su jefe, el gringo Basterra, su supervisor en el depósito de materiales de construcción. Pensó que nada mejor que regalar algo que le sea útil en su trabajo. Una tablilla de apuntes. ¿Qué mejor para un supervisor que una tabla de apuntes en su mano? Como un objeto de poder donde se anotan cosas importantes. Pensó ilusoriamente que, si Basterra la usaría, sería una buena señal para ser confidente y dejaría de manejar el montacargas. Tal vez, con suerte, lo dejarían pasar a la administración que era lo que él quería. Estar limpio en el mostrador y más adelante salir a“hacer bancos” de saco y corbata, o lo que era su máxima aspiración: manejar los recursos humanos. Otra categoría. Era la casa de materiales de construcción más grande de toda esa zona y se podía hacer una buena carrera. Le gustaba llegar del trabajo, tomar una buena y larga ducha que sacará el polvo de cal o cemento del pelo. Ponerse la camisa blanca, el pantalón de vestir gris oscuro con su saco cruzado, una corbata a rayas, unos zapatos negros brillantes, colocarse triunfal el sobretodo y sentirse un ciudadano. Tomo ese trabajo casi con vergüenza a sus pretensiones, pero algo le decía que si se esmeraba en su esfuerzo tendría un premio. Se afilió al sindicato de mala gana, con desdén por toda esa runfla de matones. Él estaba hecho para otra cosa. Le gustaba la ropa formal: un buen ciudadano siempre tiene saco y corbata. Bajo por las escaleras y se cruzó con la portera y la saludo como quien recibe a una tía que queremos. Antonia era una mujer robusta y regordeta, de unos cincuenta años. Manejaba todo el edificio y tenía un conocimiento pleno de todos los movimientos del de los inquilinos. Había logrado burlar su obsesiva vigilancia cuando llevaba a alguien a su departamento, pero era muy sagaz y curiosa. En las mañanas cuando él había tenido un visitante, Antonia lo mirara en silencio por unos instantes, como si leyera su mente, pero no decía palabra alguna. Ella conocía a su hermano Rubén y a Marta, porque venían a cenar cada tanto. Hacía chistes y cumplidos “estos ya forman su nido ¿y usted para cuando Sergio?”. Para cuando… Había estado pensando en eso, ya con treinta años, un trabajo, un porvenir. Salió al frío de la calle. Todavía era temprano para el bar y tenía tiempo para demorarse en la plaza y seguir con su otra encomienda. Sentarse en su banco preferido y ver a la gente pasar. Tenía como un imán para esas cosas. Atraía a otros hombres casi como de forma natural. Existía como un código secreto en esos encuentros: miradas, gestos, prender un cigarrillo casi al descuido, un anonimato sigiloso; él lo llamaba “el andar subversivo”. Cada vez que lograba un encuentro con un militante, era excitante, era burlarse de todos en la cara y que nadie sospechara nada. Se quedó en la plaza casi por hábito. Por la cercanía a su departamento con el espacio verde, hacía sentir a la plaza como casi propia, una trampa para ratas. Tenía que encontrarse con Marta y no había tiempo para sus “encuentros” furtivos. Pero ahí estaba otro militante. Casi vestido como él, salvo por la corbata. Tal vez oficinista o empleado en algún comercio. Soltero. Aislado. Sin novia. Buscando también como él. Se sentó en el banco y le pidió fuego. Como anticipando lo que se vendría. Sergio trató de poner distancia y dijo mientras le extendía fuego de su encendedor. Dejó que los acontecimientos se dieran.

-No busco nada- dijo Sergio como para tomar distancia del encuentro.

-Nadie busca hasta que prueba. Alberto, ¿vos?.

-Sergio. Te repito, no busco nada, solo hago tiempo. – dijo Sergio.

-Te he visto por acá seguido. Como hoy estás solo… bueno aprovecho.

-Tengo que encontrarme con mi cuñada en el City Bar- le explico lo del regalo y después se arrepintió.

-Te acompaño, quién va a pensar mal.

-No, déjame tranquilo-dijo Sergio.

Se levantó rápidamente y fue saliendo de la plaza, mirando como Alberto lo seguía sonriendo. Cuando entro al bar que estaba casi lleno. Vio que Alberto estaba detrás de él. El mozo se acercó y les indico una mesa. Sergio vio que en el rincón del bar estaba Marta y su amiga Patricia. Le hizo señas a Marta entre la gente con su mano, como girando una manivela para que entendiera que en unos minutos iba para su mesa. Marta entendió el gesto y sonrió. No quiso reparar en Patricia. Sabía que era otra de las cosas que se le ocurrían a Marta de celestina. Sergio se sentó un poco abrumado por la situación y Alberto lo miraba dominante, alegre, burlón. El mozo trajo los dos cafés y seguían sin cruzar palabras entre el murmullo generalizado de la gente que cada tanto era roto por alguna carcajada corta.

-Bueno che, no te pongas así Sergio. Sé comportarme. No soy una mariquita alegre. Vos pareces muy serio.

-Andate ¿si?

-Eh déjame terminar el café Sergio. ¿Para qué negarse, si sabes cómo termina esto?

Sergio tomó un sorbo de café y observó a Alberto. Tenía un rostro anónimo detrás de sus lentes de marcos gruesos y negros. Un corte de pelo a la moda, correcto, donde los cabellos negros le llegan justo al cuello de la camisa blanca. La piel de su cara bien cuidada y perfectamente afeitada que olía a Old Spices. Su ropa de una sastrería buena. Observó sus manos que también eran muy cuidadas de empleado administrativo o de atención al público. Tenía un mirar cálido y por momentos siniestro. Pasaron los minutos y se dio cuenta de que Alberto no estaba dispuesto a irse.

-Anda a buscar el regalo y nos vamos. Tengo lugar – dijo Alberto.

-¡Querés callarte!-dijo Sergio.

-¡Epa! ¡Tranquilo que yo también sé levantar el tono!

Sergio miró a su alrededor de las mesas para ver si se alertaban por los gestos y tono de Alberto.

-¡Qué haces!, ¿estás loco?

-Bueno, vos me pones así, sabelo- dijo Alberto en un claro gesto femenino y esta vez ya con más volumen que hizo darse vuelta a un hombre que estaba de espaldas a ellos.

-Calmate.- Vio a lo lejos que Patricia y Sandra fueron al baño. -paga tarado- dijo Sergio

Se levantó y fue hasta la mesa vacía de Marta y tomó el paquete envuelto en papel de regalo y dejó una nota en la servilleta. “¡Gracias! Me tengo que ir”. Cuando volvió a la mesa, Alberto terminaba de pagar. Como el mozo conocía a Sergio y vio que levantó el paquete de regalo lo tomó con naturalidad.

-Tome, lo de la mesa de las chicas lo dejo pago. Dígales que no me puedo quedar. – El mozo asintió y miró raro a Alberto.

Salió como disparado a la helada tarde que se desvanecía con el pegadizo Alberto detrás. Apuro el paso. Tal vez adelantar lo planeado. Actuar y punto. En la plaza le llevaba como veinte metros de distancia. Alberto también se apuraba sonriente y seguro. ¿Por qué no correr? Sí. Estaba a ciento cincuenta metros de departamento. Corrió por entre los canteros de césped oscuro tratando de romper el seguimiento, buscando la superposición de palmeras y farolas que ya se prendían, aunque la luz del sol estaba todavía en las hojas de los pinos y los troncos altos de las palmeras. Corrió hasta la esquina y dobló a paso ligero, agitado y tomando aire entre la gente que le ayudaba a perderse entre la monotonía de los sobretodos. Llegó al edificio y por suerte no estaba Antonia. Subió las escaleras rogando que Alberto no lo hubiera visto entrar. Entró dejando la puerta abierta y tiró el regalo en el sillón. Fue hasta la cocina y abrió el último cajón de la mesada donde estaban las cosas que menos usaba, tomó su pica hielo que él lo apodaba “su rompe-vasos”. Salió nuevamente más tranquilo y calculo que con un poco de suerte, Alberto pasaría por delante del edificio y él podría tomarlo por sorpresa. La salida del edificio desembocaba en una calle semi peatonal, con muchos negocios de venta de ropa y la gente que se agolpaba a esa hora junto con los empleados de oficinas que regresaban a sus casas. Lo vio pasar y salió del edificio buscando no ser visto. Calculo el contacto en la disquería de enfrente, a unos metros más adelante, que solía sacar los parlantes a la calle. Sonaba a todo trapo “yo tengo fe” de Palito Ortega. Casi como siguiendo el ritmo de la canción, Sergio se fue acercando, esquivando la gente agolpada que miraba discos. Sabía dónde se encontraba el bazo. Del lado izquierdo de Alberto, a unos diez centímetros por arriba del codo, por donde están las tres últimas costillas que la naturaleza inteligentemente ha protegido a este órgano, ahí, sí justo ahí. Alberto sintió un empujón y sonrió cuando vio a Sergio que le robaba los lentes de su rostro. El pica hielo entró limpio, de un golpe corto y seco que no dio tiempo a que nadie viera algo extraño.

-¡Bruto! Devolveme los lentes, ja, ja, ja–dijo sonriente Alberto entre el ruido de los parlantes reventados por la voz del mal cantante. Sergio sonrió y le dijo adiós con los lentes en la mano, como una broma entre amigos. Se separó de la gente amontonada hasta que le dio la espalda. Alberto dio otros pasos más como para seguir este juego de bromas, pero noto una humedad en su espalda. Algo corría espeso y lento. El cuerpo de Sergio se fue alejando hasta que dobló en la esquina retomando en dirección al bar. Conocía la boca de alcantarilla amplia donde dejaría caer el punzón y los lentes robados. Fingiendo atarse los cordones antes de cruzar la calle tiró todo a la alcantarilla. Sobre la calle Drago, Alberto se apoyaba confundido en un macetero donde lentamente se le desplomaba el mundo. Una herida letal que le destruyó el bazo. Se despedía de este mundo sin sonreír ni decir una palabra, con la canción del momento como despedida incierta a otro mundo. Sergio volvía al bar. Pero dudo. Saco cuentas y estimo que ni Marta ni Patricia habían visto bien el rostro de Alberto, pero el mozo podría reconocerlo cuando viera la noticia en los diarios, o algún parroquiano que nunca falta para colaborar con la policía. Era mejor ir al departamento, subir hasta la terraza, despedirse de todos antes de que se sepa su identidad. Los titulares de diarios viajaban en su mente “Duelo entre invertidos en pleno centro de la ciudad”. “El hombre había sido visto en el City Bar acompañado de otra persona que se desconoce su nombre.” “El fallecido era un empleado de la tienda Gath y Chaves que ese día había pedido permiso para salir antes”. Estaba ya en el aire frío de la terraza. Viendo los últimos brillos rojos del sol. Ya alguna estrella asomaba. Sintió el murmullo de la ciudad que prendía sus luces y seguía su ritmo de miles de personas felices e indiferentes a su dolor. No podía sentirse más triste. La terraza tenía unas paredes de un metro cincuenta de alto. Eso lo separaba del vacío, del adiós. Era tomar impulso revoleando una pierna y quedar de pie en la pared. Lo asaltó el llanto sin poder detenerlo y respiro para decidir qué hacer. Sí. No hay escapatoria. Era mejor saltar antes que se sepa que era un pervertido marica y asesino. Sus padres adoptivos soportaría la vergüenza en el barrio. Su nombre en los periódicos “Sergio Santucho. Un invertido y peligroso asesino. »Sergio Santucho, el asesino del punzón.”. Sintió la puerta de la terraza. Era Antonia que venía con un balde y un estropajo.

-¿Sergio? ¿Qué haces acá con este frío? ¿No ibas a salir vos?

– Ya regresé, tenía que ir a buscar un regalo para mi jefe que mañana cumple años. Subí a fumar un cigarrillo-dijo sin mirarla

-¿Viste lo que pasó en la calle? ¡Qué locura! Estamos todos locos-dijo Antonia

-No, ¿qué pasó?-

-Mataron a un muchacho en plena calle, enfrente de la disquería.

-¿Cómo?

-No sé, dicen que con un arma blanca. En pleno centro. Se está poniendo bravo esto- dijo Antonia casi como reflexionando.

-¿Pero… qué fue un robo?- preguntó Sergio

-No sé Sergio, la juventud se mete en cosas raras, política, drogas y vaya a saber qué otras cosas más. Cuídate vos. Buscate una novia y cásate. Es lo mejor. – sentenció Antonia

Al otro día entregó a su jefe el regalo. Espero un momento en que nadie de sus compañeros lo vea. Basterra estudió la tableta y se dio cuenta de que este objeto lo distinguía del resto. Ahora si era el jefe del depósito. Sería portador de remitos, facturas, boletas, todo podría abrocharse ahí. Se pasearía por el depósito como un hombre importante con su tablilla.

-Gracias Sergio. Muchas gracias- dijo el jefe y eso fue todo. A media mañana en un descanso, se disculpó por teléfono con Marta y la felicito por la elección. Eso provocó que a Marta se le fuera el enojo por el desplante. También insistió en ver a Patricia y le pidió su teléfono. Los diarios anunciaban que el joven muerto trabajaba en una tienda famosa y corría algún rumor de participar en alguna agrupación política. Se barajaba alguna hipótesis de robo o ajuste de cuentas o algo pasional, ya que al parecer el joven tenía algunas “conductas inapropiadas”. Del bar nada se mencionaba. Era alentador el desconcierto, pero no estaba seguro. Pasó una semana y el crimen cada vez estaba más oscuro. Se verificó que el joven era miembro activo de una agrupación clandestina y eso habría un abanico de incertidumbre. Esperó tres días más y decidió ir otra vez al City Bar. Era ser arrogante con el destino, burlarse con sutileza. La llamó a Patricia y ella aceptó ir. Llegó antes al bar. Busco al mozo y no estaba. Preguntó por él y un compañero le dijo casi confidencial:

-Está jodido, parece que tiene “la papa”.-dijo el mozo

-¡Qué mal, no somos nada!-dijo para empatizar con cierto alivio y una alegría secreta.

Todo parecía cerrar perfectamente, no podía tener tanta suerte. En eso, Patricia entró espléndida al bar. Al punto que varias miradas recorrieron su cuerpo, hasta las mujeres presentes la miraron. Era un ganador. Un absoluto ganador. Tomaron unos cafés irlandeses con coñac para matar el frío y una buena porción de strudel de manzana. No le costó nada conversar y llegar a entenderse con ella como si fueran conocidos de toda la vida. A las dos horas del café, ya recorría en su departamento, los muslos carnosos de Patricia, anhelando sus caricias que buscan atrapar al hombre en su mejor vigor. Esas piernas hambrientas lo alejaban del crimen, de la infinita vergüenza y lo acercaban a la aprobación de Antonia, al ascenso social. Ahora que era un hombre consumando un futuro noviazgo con proyecto de vida. Enroscados los cuerpos en la cama, todo valía para el placer, luego, en cada embestida a Patricia, era como un logro social de lo correcto, de lo que corresponde, de entrar al mundo de los buenos, su secreto lo hacía poner más apasionado y se esmeró para que Patricia disfrutara a pleno. Siento que finalmente el mundo lo recibió con una palmada en el hombro. ¡Buen chico así se hace!. Acompañó a Patricia en un taxi hasta su casa. Estaba tan aplomado al mundo que decidió volver sin apuro caminando. La beso y espero a que entrara en la casa. Al entrar por Arenales sintió las puertas de un auto que se cerraban y los pasos que se aproximaban a él.

-Sergio, ¿Sergio Santucho? -el muchacho lo llamó para que su cuerpo se diera vuelta. Sergio vio el caño largo del silenciador de donde salieron dos disparos sordos y apagados en la noche.

-¿Por qué?- dijo Sergio mirándolos y arrodillándose

-No se mata por la espalda compañero-dijo uno de los jóvenes. Aseguraron con un tercer disparo en la cabeza su trabajo.

A. Corbaz

En los mares de Astor

Muy entrada la noche, Octavio ingresó con su pick-up al hotel abandonado en las cercanías de la rambla. Rompió el candado del portón sin problemas. Desde el interior de la sala de recepción, le llegaba el sonido de la marea agitada por el viento nocturno. El hotel pertenecía a un empresario que presentó quiebra y al parecer nadie asomaba la cabeza por el lugar. Desde la Central le dieron las condiciones previas para que se ubicará ahí. Reviso los diez pisos para asegurarse que nadie estuviese dentro y ya más relajado, saco el termo y se sirvió un poco de café caliente. Informó a su compañero Marcos que ya estaba adentro del hotel. En un par de horas el sol saldría por el mar y hasta que ese espectáculo fuese posible, entre sorbo y sorbo de café, esperaría releyendo algunas obras del cristianismo primitivo que le habían dado curiosidad, ahora que las canas crecían en su cabeza. A las ocho y media de la mañana, ya está apostado en la terraza con su M107, manteniendo una animada conversación con Marcos antes de hacer el trabajo.

– Y sí Marcos, esta era la ciudad feliz para cualquier joven: sol, piernas tostadas, rodeando cinturas enfundadas en minis, helados de crema americana y los restaurantes que estaban abiertos hasta cualquier hora de la noche. Había neones de colores vendiendo placer, bailes, fiestas, bebidas refrescantes. Era un mundo lleno de besos, de abrazos; las mujeres vestidas en camperitas de cuero gamuzado con flecos danzantes y botas blancas y cabellos que relampaguean al sol. Mar del Plata era el paraíso encontrado a mis 18 años. No había lugar en el mundo tan lleno de belleza y gente feliz. No era la ciudad prometida, era la promesa cumplida donde la gente era feliz en cada esquina Marcos. No era una miserable semana de cortas vacaciones estresantes como hoy, que cuando terminan y regresaste a casa empezás los papeles del divorcio; era un mes completo de playa, sol, pescado fresco y helados, casino, besos, encuentros con sexo sin demandas. Todo eso bancado por una sola persona que trabajaba en la casa y el resto éramos estudiantes, vagos, remolones, lectores de Castaneda soñando canciones del futuro. No es que todo tiempo pasado fue mejor, solo tomo de ese tiempo, lo que sí me ha hecho feliz. Que carajo nos pasó Marcos? – Dijo Octavio, mientras terminaba de acomodarse en la vieja terraza del hotel.

-No sé… en los noventa se estropeó todo, ahí se terminó todo. ¿Te viniste poético hoy? – Respondió Marcos que estaba apostado en el balcón de un edificio donde establecía una vista perfecta para la logística de la tarea manejando una notebook y un drone que estaba posicionado en una esquina a medio camino del objetivo.

-¿Te acordás de todas esas bandas? Era un concepto musical diferente. Cada disco era una obra de arte. Ahora escucho gente cantar y tiene la voz como si estuviesen dentro de un inodoro, ¿los escuchaste? – preguntó Octavio.

– The Police fue lo último. Ahí culminó la música para nosotros – reflexiono Marcos mientras seguía la información de la pantalla.

– Mira ahora en donde estoy, acá en esta terraza abandonada. ¿Sabes lo que era este hotel en los setenta? Un desfile de gente. Acá arriba había una confitería donde la gente venía a tomar algo y ver el mar. Ahora es un depósito del pasado. Te dije Marcos que con el sol de frente no me gusta trabajar.- dijo Octavio.

– Tranquilo ya falta menos- dijo Marcos desde el balcón.

– Acá hay unas sillas quemándose al sol, un cajón antiguo de Coca Cola de madera, una escalera rota, una chapa transparente rota, para poder tomar posición tuve que correr unos elásticos viejos de camas… estoy en posición ya – dijo Octavio.

– Aguardo informe de Central– Respondió Marcos.

– Hay un cartel de Cinzano que está bueno, lo llevó para casa. – dijo Octavio mientras ajustaba la mira telescópica.

– Objetivo en dos minutos- Dijo Marcos.

-¿En qué viene? ¿Caminando? – preguntó Alberto.

– No sé, espero el informe de Central – Respondió Marcos.

– Es un viento óptimo, estoy listo – dijo Octavio.

– Objetivo por bicisenda. En veinte segundos lo tenés visible. Campera rosa, calzas negras- Informó Marcos.

– ¿Es una mujer? – Preguntó Octavio.

– No informaron. Bicicleta color verde – Respondió Marcos que miraba la hora.

– Ya lo tengo – Dijo Octavio y pasaron unos segundos de silencio, sintió como en otras épocas el olor salobre que le llegaba del mar y disparó dos veces – Objetivo alcanzado. Encuentro en media hora. Cierro transmisión –

– Copiado. Cambio y cerrado- respondió Marcos.

El primer disparo dio en el cuerpo, a la altura de la clavícula, por un instante antes de caer el ciclista el brazo quedo agarrado del manubrio separado del cuerpo; el segundo disparo, ya derribado y teniendo el blanco más estable, pudo ver por la mira como se abría una mancha de sangre en el rompevientos color rosa. Otros ciclistas consternados se pararon a su alrededor. Guardo el M107 en su estuche, tomó el cartel de propaganda y descendió del edificio hasta la planta baja que ahora se iluminaba en claroscuros geométricos por los parasoles verticales de la fachada. Recorrió la barra de la confitería llena de polvo. Se quedó mirando las mesas vacías donde cientos de parejas se habían enamorado en otros tiempos. Salió al sector de servicios y llegó al patio donde estaba su vehículo. Metió el cartel de Cinzano en el baúl del auto junto con la maleta que portaba el fusil. Cuando se ajustó el cinturón pensó “ya estoy medio viejo para esto”. En las calles, la hierba aparecía entre las rajaduras del pavimento, se devoraba las fachadas de los chalets abandonados, crecía por todas partes sin orden ni control. El mantenimiento de las calles era escaso, ya que el automóvil perdió protagonismo. Podía verse una bici senda en perfectas condiciones y la parte del automóvil toda rota y llena de baches. Esquivo pozos, jaurías de perros, ciclistas frenéticos, corredores embarbijados, ese día era feriado no había controles de ningún tipo. Tardarían unos buenos minutos hasta que la policía apareciera. Tomo por las calles que le indicaron en la Central para evitar cualquier tipo de operativos cerrojos. En media hora llegaría a las afueras de la ciudad.

La guerra no declarada entre globalistas y patriotas se desató después que termino la pandemia. Las formalidades bélicas quedaron de lado y se pasó a acciones concretas por parte de los llamados patriotas o soberanistas. Una guerra tanto espiritual como concreta que se libraba en todo el mundo. Octavio formaba parte de un grupo de libertarios llamados “guardia de reserva” y cada tanto le tocaba alguna misión. La llamada Central, era un organismo clandestino que preparaba los atentados y reclutaba gente.

Llegó a la casa quinta a juntarse con Marcos para comer algo y después volver a las sierras de Ventania, donde vivía desde hace dos años. Mario ya estaba prendiendo las brasas y puso la carne sobre la parrilla.

– ¿Qué te pasó hoy? ¿Un ataque de nostalgia y romanticismo? – preguntó Marcos.

– No… el lugar fue – Dijo Octavio.

– ¿Qué tiene ese lugar?, era una posición de tiro óptima- dijo Marcos.

– No tanto con el sol de frente. Bueno te cuento, en ese lugar, ese hotel, fue donde mis viejos estuvieron de vacaciones por primera vez. Sus primeras vacaciones después de un año de casados. Hablando con mi madre, viendo fotos de ese viaje y haciendo cuentas… bueno, es casi seguro que fui concebido ahí – dijo Marcos.

Mario lo escuchaba con atención.

– Hay una frase que leí el otro día que dice: “tengo el alma llena de otros tiempos” que es más bien un sentir, una grata emoción incluso de cosas que no hemos vivido. ¿Entendés? Bueno algo de eso me pasó ahí arriba -Dijo Octavio.

– Si claro entiendo -afirmó Marcos – en la heladera hay vino tinto, tráete unos vasos.

-¿quién era el objetivo? – preguntó Octavio mientras llenaba las copas de vino

-Una activista que lideraba una secta de enfermos radicalizados que llegaron de Estados Unidos, inclinados a prácticas aberrantes que llaman religión luciferina. Ya llevaba tres abortos, el último lo filmo y lo difundió entre sus adeptos. Apañados bajo la libertad de culto, ahora hacen rituales que son innombrables. Del mismo modo que hay gente que hace un parto natural, ellos ahora quieren un aborto sin intervención hospitalaria. Lo llaman un aborto natural. Es gente perdida que hace daño. Lo que parecía una historia de terror para el viernes por la noche, se va haciendo realidad. Estaba autorizado a decirte desde la Central quien era el objetivo después que hicieras en trabajo. – dijo Marcos

-¿Viste el video?… Marcos, ¿viste el video?… ¿Lo viste si o no? – preguntó fríamente Octavio

– Sí, es parte de la documentación que me entrega la Central -respondió Marcos evadiéndola la mirada

-Necesito saberlo Marcos…

-El trabajo está hecho, ¡qué mierda querés saber! Ya está, no te envenenes

-¿Estaba vivo?… ¿El bebe estaba vivo?-dijo Octavio

-¡¡Siiii, estaba vivo!!

Hubo un silencio entre los hombres y Octavio le acercó la copa de vino.

– Que manga de hijos de puta… no tiene que quedar ni uno. Bueno, salud – dijo Octavio

-Salud. Esta tarde podemos ir a pescar antes de que te vayas.

-Hecho – dijo Octavio

A. Corbaz

El escribano

A las cuatro de la tarde, el hombre, en silencio, esperaba dentro de una vivienda lindera a la casa del escribano . La casa desocupada, compartía el fondo con la del escribano y estaba en venta desde hacía varios meses. Podía ver, apostado en la planta alta, los movimientos en la parte trasera de la casa del escribano. Desde ahí, claramente se veía una cocina comedor de generosas dimensiones, con amplios ventanales hacia el patio trasero que reflejaban el ondular del agua de la piscina. El otro hombre, estaba en el auto a unos metros de la casa, vigilando el ingreso y egreso de personas, esperando que todo esté despejado. Llevaban un mes estudiando el lugar y hoy recibieron la información de hacer el trabajo. El escribano entró a la cocina y abrió la heladera para sacar hielo que lo cargó en un recipiente metálico. Luego de media hora, el escribano entro a la otra vez a la cocina, cargando con un bolso negro que dejo arriba de la mesada de la cocina. Apretó un punto invisible con el pulgar en la pared lateral de la mesada y se abrió la falsa puerta. Metió el bolso en ese compartimento. Luego, pasando cinco minutos, entró otra vez, con dos vasos vacíos de bebida y el jarrito metálico de hielo, dejando todo en la pileta de cocina. El hombre del automóvil informó que ya estaba todo despejado viendo como un Audi de color negro se marchaba y se reunió en la casa deshabitada con su socio. El otro le comentó sobre el imprevisto del bolso y deliberaron qué hacer. Su trabajo era solamente enfriar al escribano y marcharse. Decidieron cumplir con el trabajo y pasar a cobrar sin mencionar nada del bolso. Se pusieron en marcha y entraron al patio bordeando la piscina.

Cuando había una “operación comercial en casa”, María Eva se demoraba en el shopping hasta las seis de la tarde. Esta vez iba guardando todos los comprobantes de compras. Llegó sin prisa a la casa. Entró el auto a la cochera y lo dejó junto con el de él. Esquivo, abrazando los paquetes de compras, la moto que siempre le interrumpió el paso. Subió por los escalones con miedo a que la botella de champaña se rompiera. Descargo todo en la isla de mármol de la cocina y lo llamó en voz alta. Puso la botella en la heladera y se dirigió a la sala de estar. Ahí estaba, en una incoherente postura mirando al techo, sobre su preferido sillón de cuero. Miro extrañada un llavero vació que estaba en la mesa ratona. Volvió corriendo a la cocina y abrió una falsa puerta que estaba en el lateral de la isla de cocina. Constató el interior de la fría cavidad marmolada y quebró en un llanto de rabia. Lavó dos vasos que estaban en la pileta y los puso en la seca platos junto con el jarro de metal. Se resistió a llamar a Octavio y marcó el 911.

El cuerpo del escribano fue encontrado por su esposa en la sala de estar. Desparramado, con la cabeza mirando al cielo raso en el sillón Le Corbusier de tapizado negro. La bala de calibre chico entró prolijamente por arriba de la cavidad de la nuca. Supuestamente, dos hombres entraron por detrás de la casa. Por los ventanales de la cocina. En cada manzana de estos barrios residenciales, hay siempre una casa en venta o deshabitada. Cada manzana tiene siempre algún punto débil para poder ingresar y llegar a la parte más interior del macizo y de ahí a la vivienda deseada. Ese día el escribano cerraría un negocio que lo proyectaba a otra escala económica. Con esta operación, su estudio funcionará en Puerto Madero. Había hecho planes con María Eva, su mujer, sobre la decoración del estudio. María era una arquitecta frustrada; tenía siempre ese tono amañado de afectación. Se dirigía al resto del mundo como de favor, como si la interrumpen en una importante tarea, le hablaba al otro como tolerando el fastidio de la interrupción. La sabia geometría de la Bauhaus no logró iluminar su mediocre condición. Sabía además que los planes de una decoración no se harían.

La operadora del 911 declaró que la voz de la mujer parecía demasiado calmada. Al principio sospecho de algún chiste o que la mujer estaba bajo el efecto de algún calmante por el tranquilo tono que explicaba la situación. Cuando la operadora verificó el domicilio y los datos, mandó a la policía y la ambulancia. El oficial a cargo del caso, escuchó varias veces la grabación cuando estuvo disponible dos días después. Más allá de lo señalado por su tono calmado, no le reveló nada singular que esclareciera los hechos.

Cuando Campazzo, el oficial de policía entró a la casa, ya estaban trabajando los peritos. Como en todo barrio residencial, se habían demorado en la colocación de cámaras en la vía pública. Supo que por ese lado no encontraría nada. María Eva estaba en la planta alta. Había tomado un calmante y la asistía un paramédico. Declaro que había estado de compras en el shopping a la hora supuesta del asesinato. El cuerpo fue llevado a la morgue por los paramédicos. El oficial Marcos Campazzo recorrió el lugar que no presentaba signos de violencia. Reparó en un baldecito de hielo de acero inoxidable y en el par de vasos que estaban secándose. También miró el objeto circular que estaba en la mesa ratona de la sala de estar, una moneda que representaba una letra del alfabeto rúnico. Campazzo estaba lejos de entender las runas pero el objeto le llamó la atención.

A las siete y media de la tarde, en una de las zonas más aisladas del puerto, Octavio, tenía el sobre manila con el dinero para los hombres. Estos llegaron puntuales y colocaron su auto en dirección opuesta al BMW de Octavio, para quedar cara a cara entre las ventanillas. Extendió la mano y el hombre agarró el sobre que se lo pasó al otro y constató este que estaba todo el dinero.

-Todo bien entonces? – Preguntó Octavio

-Todo bien – respondió el hombre al volante y se separaron los autos.

A las dos de la madrugada, tal cual su intuición le indicaba, el oficial Campazzo vio entrar el auto de Octavio en la casa María Eva. No podía saber el resultado de ese encuentro pero sí un atisbo de sospecha por lo inusual de la hora. «Consolar a la nueva viuda» pensó con ironía. Mañana mandaría a secuestrar por el fiscal los celulares y un allanamiento en la escribanía para seguir ampliando la investigación. Por ahora no podía avanzar más. Quedaba a cargo un sargento en las inmediaciones para constatar la hora que Octavio se marcharía. Pero las cosas del interior de la casa eran muy diferentes a lo imaginado.

Mira Eva dejate de joder, esto no es joda, no seas infantil – dijo Octavio

Te digo en serioooo ¡el bolso no está! – dijo María Eva ya gritando y media quebrada

¿Buscaste bien? ¿No habrá cambiado de lugar por paranoico el hijo de puta? – dijo Octavio estudiando el rostro a ella para ver cuáles eran sus reacciones.

¡Te digo que ya busque por toda la casa!- dijo María Eva ya llorando otra vez

Bueno muy bien querida, solo te digo esto: esta gente que le entregó la plata, enterate bien, no se va a quedar de brazos cruzados. Era dinero para blanquear. Él solo tomaba su parte. La torta grande entraba al blanco “por la ventana”. Esta gente es pesada y dejaron la plata acá, en tu casa. Te van a preguntar a vos, yo no existo para ellos. – dijo Octavio y salió de la casa rápidamente ante el llanto apagado de María Eva.

¿Y si no entregaron nada?, ¿si no se pusieron de acuerdo? ¿No pensaste en esa posibilidad? – dijo María Eva casi gritándole cuando se alejaba.

En la declaración de expediente Octavio justificó su visita nocturna para consolar a María Eva porque estaba devastada por lo sucedido y se ofreció a ayudarla. Dejó deslizar la idea que el escribano estaba en cosas raras, pero él nunca supo nada. Dijo que por diferencias de trabajo, ya que aparecieron clientes poco confiables que recordaba sus nombres ahora, dejaron de ser socios y solo compartían los gastos de la oficina y cada cual tenía su clientela por separado. La teoría del triángulo pasional se desvanecía, porque Octavio solo estuvo en su casa de María Eva cuarenta minutos. Campazzo entendió que este hombre era muy inteligente y costaría sacarle alguna verdad sin hechos.

A los quince días del asesinato, María Eva fue encontrada flotando plácidamente en la piscina de la casa. La autopsia reveló gran cantidad de alcohol en sangre y de barbitúricos. Se presume que en ese estado se acercó a la pileta y se cayó accidentalmente. Se encontró en el borde de la piscina otra moneda con una letra rúnica.

Los sicarios, ni bien recibieron el sobre de Octavio, habían emprendido un largo trayecto hasta Asunción del Paraguay. Curiosamente, depositaron el dinero en el mismo banco que el escribano tenía para blanquear a sus clientes. Luego de los correspondientes excesos de drogas y sexo, uno murió en una pelea. En un bar de mala muerte apuñalado en el bazo sanguíneo. El otro, más austero de violencia y sabiendo que se quedaba con todo el dinero, siguió aspirando hasta fin. Murió en la bañera del hotel de paro cardio-respiratorio, consecuencia de una sobredosis de cocaína.

Octavio sigue con vida. Vigilado por la policía y los clientes del bolso negro, que deliberan sobre su destino con el azar de las runas. Gran parte del dinero quedó depositado en el banco de Paraguay, huérfano de dueño.

A. Corbaz

El resiliente

Tomo café. Miro las noticias de hoy. En mi pantalla de TV, el periodista señala otra pantalla gigante. Se muestra el robo en un supermercado tomado por las cámaras de seguridad. Veo dos asaltantes. Uno filma el robo con su celular. Ahora, en mi pantalla, aparecen las imágenes del asalto y las que subió a las redes el encapuchado. Busco el video del robo en mi celular. Enfoco el teléfono a la pantalla de TV y el universo se desdobla. Ahora ya me veo nuevamente por el celular tomando café y en el piso del supermercado desangrándome por la bala.

A. Corbaz

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