En un pequeño pueblo del interior de cierto lejano país, hace muchos años vivía una familia campesina compuesta por Jorge, un esforzado Campesino, su esposa y el hijo de ambos, llamado José. Este era un niño alegre y cariñoso que contaba con trece años de edad. Vivía con ellos, además, Luis, un jovencito de diecisiete años que la esposa había concebido y dado a luz cuando aún no conocía a Jorge. Luis y José eran hermanos solo de madre; sin embargo, el afecto entre ellos era total.

Ambos hermanos solían ir al campo y jugar durante muchas horas. Algunas veces la noche llegaba cuando aún no habían regresado a casa. En aquellas ocasiones, Luis le mostraba a José las estrellas y le explicaba las nociones de astronomía que había aprendido en la escuela del pueblo. José lo escuchaba atentamente, pues quería mucho a su hermano y había oído decir a varios de los maestros que Luis era muy inteligente. Aquello enorgullecía: mucho a José, que en la escuela solo era un alumno de rendimiento regular, pero que disfrutaba los éxitos escolares de su hermano como propios. 

De esta manera transcurría la apacible vida de los dos hermanos. Jorge, el padre de José, era un hombre cariñoso, aunque rústico y analfabeto. Trataba a Luis con el mismo cariño que prodigaba a José, y no hacía diferencias visibles entre ambos.

Pero aquella simpleza de espíritu y aquella falta de cultura molestaban mucho a Luis. Este, acostumbrado a los reiterados halagos por sus continuos éxitos en la escuela, paulatinamente llegó a menospreciar a su padre adoptivo por aquella incultura.
Cierta noche en que ambos hermanos estaban en el campo, se sentaron al lado de un viejo árbol y se pusieron a contemplar las estrellas, como hacían muchas veces. Permanecieron en silencio durante algunos minutos. De pronto Luis dijo:

—José, ¿sabías que mi verdadero padre era un hombre muy inteligente y culto? Algunos vecinos me lo han dicho varias veces.

—No, no lo sabía —repuso José—. ¿Pero qué diferencia hay? Papá también sabe muchas cosas. Sabe predecir si habrá lluvia, y conoce la forma de sacar buenas cosechas. También sabe curar a los animales. El mes pasado, la vaca se enfermó y papá la curó en pocos días, dándole de comer unas hierbas que él conoce.

—Esa no es verdadera cultura, sino los rústicos conocimientos que se adquieren cuando se es un campesino, Es por eso que yo no deseo quedarme en este pueblo olvidado. Mis maestros me han dicho muchas veces que soy muy inteligente y el mismo director de la escuela me felicitó el año pasado. Deseo aprovechar mis condiciones y por eso pienso irme a la capital cuando acabe este año. Uno de mis maestros viajará a radicar allá, y me ha ofrecido llevarme con él y apoyarme. Pienso estudiar para lograr una profesión y progresar mucho. No quiero ser un simple labrador como mi padrastro.

José se entristeció. No soportaba la idea de separarse de su querido y admirado hermano.

—Si te vas, te extrañaremos mucho —le dijo.

—Yo también te extrañaré, pero deseo estudiar y ser un profesional respetado. Es mi anhelo y espero que lo entiendas. Sin embargo, suceda lo que suceda siempre los tendré presentes a todos, no lo dudes. Ahora volvamos a casa, que ya es muy tarde.

Transcurrieron los meses y cuando terminó el año, Luis puso en práctica lo que tenía pensado. Una tarde, expresó a sus padres que deseaba viajar a la capital para seguir estudios. Jorge no se opuso y lo animó dándole una suave palmada con su callosa mano de campesino:

—¿Adelante, muchacho! Dios te ayude.

José y su madre lloraron. Hubo abrazos y lágrimas durante varios minutos.

—Mamá —decía Luis—, no te preocupes. Yo siempre pensaré en ustedes, y les escribiré frecuentemente.

Algunas semanas después, Luis partió hacia la capital del país. José y sus padres estuvieron mirando el vehículo en el que viajaba, hasta que este se perdió en la distancia.
Llegado a la ciudad, Luis se sintió impresionado por los elegantes edificios y el bullicio de la actividad urbana. Se dijo a sí mismo que allí estaba su futuro. Apoyado por su maestro, siguió estudios de Derecho, y el tiempo transcurrió rápidamente. Gracias a su apreciable inteligencia, y también gracias a su perseberancia tenia desarrollado el hábito de la lectura, aprendió con facilidad todos los cursos. Concluyó su periodo académico en forma brillante y con calificaciones sobresalientes.

Al principio, escribía de vez en cuando a su madre, pero pronto dejó de hacerlo. La vida de la ciudad y su constante preocupación por escalar los peldaños del éxito, le hicieron olvidar rápidamente aquel pequeño pueblo en donde había transcurrido su infancia.

Llegó a ser un abogado de éxito, astuto y oportunista. Luego de algunos años más, gracias a algunos acomodos políticos —la política es el reino de los abogados—, se convirtió en juez. ”

Entonces se sintió un hombre realizado, pues al fin podía considerar que había alcanzado sus metas. No solo tenía una posición económica envidiable, sino que su condición de juez hacía que le temieran, respetaran y adularan. Muchas veces, solamente de él dependía la suerte del individuo que era juzgado, y aquello acrecentó enormemente su ego. Los elogios que recibía por su manifiesta habilidad y sus notables condiciones para dirigir los juicios no hacían sino aumentar su propia estimación.

Después de alcanzar una sólida posición en la vida, consideró que debía formar una familia y contrajo matrimonio. Compró una bonita residencia en las afueras de la ciudad y se instaló en ella con su esposa. Un año después, una hermosa niña vino a completar su felicidad.

Cierto día, se hallaba en el juzgado atendiendo algunas causas delictivas. Al concluir el juicio a un ladrón de animales, los miembros del jurado habían hallado culpable a aquel hombre, y el juez había sido muy severo con el reo, imponiéndole una larga condena.

Terminado aquel juicio, Luis ordenó al secretario: 

—Veamos el siguiente caso.

—Muy bien, señor juez. Se trata de un asalto a mana armada.

Luis se puso a ordenar los papeles que estaban sobre su escritorio, mientras los guardias conducían al acusado al banquillo. Luego, al tiempo que cogía su martillo de juez para iniciar el proceso, levantó la vista para inspeccionar al reo con la mirada fría y severa que acostumbraba dirigir a los enjuiciados.

Pero esta vez, sus pupilas se dilataron por la sorpresa. Aquel hombre que se hallaba sentado en el banquillo para ser juzgado, tenía ciertos rasgos que le eran familiares. Un gran sobresalto lo invadió. Buscó los datos del acusado en el expediente que tenía sobre su escritorio y vio, con espanto, que todo coincidía. Era José.

Aquel hombre al que debía juzgar, era su propio hermano.

Era su hermano, sí, pero no podían tener aspectos más diferentes. Mientras Luis llevaba las imponentes vestiduras que corresponden a un magistrado, José parecía un pordiosero. Vestía unas miserables ropas que pregonaban la precaria existencia que llevaba. Estaba extremadamente delgado y el cabello le caía desordenadamente sobre él pálido rostro.
            
Luis miró a José, que permanecía con la vista fija en el piso. Este último no había podido reconocer a su hermano En aquella sala atestada de público —principalmente estudiantes de Derecho, futuros malabaristas de las leyes—, el miedo lo dominaba y solo pensaba en la sentencia que le impondrían y en los horrores de la cárcel.

Por fin, el fiscal pidió permiso al juez para formular los cargos contra el acusado. Luis le concedió la autorización apenas con un movimiento de cabeza y el fiscal empezó:

—Señores del Jurado, este hombre asaltó un establecimiento comercial y amenazó al propietario con una navaja, luego de lo cual huyó con el dinero robado. Afortunadamente, cuatro días después la policía lo capturó utilizando la descripción que proporcionó la víctima y la información de los vecinos que vieron al asaltante cuando huía.

Luis escuchaba mientras los recuerdos bullían en su mente. Recordaba los paseos que daba con su hermano, las verdes colinas, el aroma de las flores silvestres, el mugir del ganado y, sobre todo, el apacible rostro de su madre.

—En vista —prosiguió el fiscal—, de que el acusado amenazó la integridad física del propietario de la tienda y llegó a darle un golpe para intimidarlo, pido que se le declare culpable y se le aplique una pena de diez años de prisión. Espero que los señores del jurado no duden en declarar su culpabilidad y que el señor juez aplique la pena con la severidad que acostumbra.

A Luis le parecía irreal aquella situación. «Tener que juzgar a mi propio hermano», pensaba. Pero allí nadie, excepto él mismo, sabía de aquel parentesco. Ni el mismo José. El apellido paterno era otro y el apellido materno que compartían era muy común en el país.

Hizo un esfuerzo para sobreponerse. Después de todo, era un juez y debía dirigir aquel proceso. No convenía proclamar su parentesco e invocar su derecho legal de abstención. Habría sido una escena patética y su orgullo habría recibido un daño gravísimo. Un juez no puede comunicar a todo el mundo que su hermano es un delincuente.

Luis dirigió su mirada hacia el abogado de oficio, encargado de la defensa, quien dijo:

—Señor juez y señores del Jurado, es necesario tener en cuenta que el acusado es una persona muy humilde, y que no ha causado ninguna lesión. Empujado por la necesidad, se ha visto obligado a delinquir. Este es uno más de tantos delitos causados por la pobreza y no por la maldad. Con el permiso de usted, él va a relatar los hechos.

Luis dirigió una tímida mirada al banquillo de los acusados. José levantó la cabeza y poniéndose de pie, dijo con voz temblorosa:

—Señor Juez, yo no soy hombre de mucha bueno. Solo puedo decir que asalté porque no podía hacer otra cosa. Provengo de un pueblo pequeño del interior del país. Mi padre murió cuando yo era un muchacho y no pude seguir estudiando, ya que me vi obligado a trabajar en los campos de cultivo para mantener a mi madre. AsÍ estuvimos mucho tiempo, viviendo de lo que nos daba la tierra. Pero los tiempos fueron malos últimamente y nuestras deudas crecieron mucho. Perdimos las tierras que teníamos y entonces vinimos a la ciudad a buscar a un hermano materno que tengo, y que vino aquí pará seguir estudios hace muchos años. Cuando estábamos en mi pueblo y cuando llegamos acá, mi madre lloraba a menudo pensando en él, y en que tal vez algo malo le habría ocurrido, ya que dejó de escribirnos hace mucho tiempo. Por eso vinimos, tanto para saber de él como para pedirle ayuda Pero pasaron varios meses desde que llegamos y no pudimos hallarlo. Yo estuve trabajando en lo que podía, pero ganaba muy poco dinero y nuestra vida era cada vez peor Hace dos semanas mi madre, que ys estaba muy anciana, enfermó gravemente No teníamos dinero para comprar medicinas, y se puso cada día peor Yo toqué muchas puertas pidiendo ayuda, pero nadwe me la daba. Finalmente, hace diez días, ella munó ..

Al llegar a esta parte, José prorrumpió en sollozos, mientras Luis sentía un desgarro que no era fisico sano emocional.

-—Murió mi madre —-siguió José con voz entrecortada-y yo no tenía cómo pagar el entierro. Por eso decidí asaltar esa tienda, para poder sepultarla, para que no quedara su pobre cuerpo sin un cajón ¿Cómo podía dejar a mi mamá a la intemperie? ——dijo mientras se cubría el rostro con las manos para enjugar sus lágrimas.

Luis estaba haciendo un supremo esfuerzo para contener su emoción Ahora su preciado orgullo le parecía totalmente vano y su proceder de todos aquellos años, simplemente egoísta e inhumana Por fin era consciente del abandono en que había dejado a su madre y a su hermano.

Pero el fiscal se puso de pie y replicó:

-——Ruego a los señores del jurado no dejarse impresionar por las artimañas del acusado, y procedan de acuerdo con la ley…

Iba a continuar, pero se contuvo al ver que el juez se había puesto de pie.

En efecto, Luis no pudo contener más aquel torrente de emociones y, rompiendo en llanto, exclamó:

—No son artimañas! Este hombre dice la verdad, y lo afirmo por una razón muy simple: ¡yo soy su hermano!

Los miembros del Jurado se miraron, atónitos. El público que llenaba la sala quedó asombrado. Todos trataban de entender lo que estaba ocurriendo.

José miró fijamente a Luis, incrédulo. Luego de algunos momentos, creyó reconocerlo, pero no sabía qué hacer en aquella situación.

—Sí, José —prosiguió el juez—. Yo soy tu hermano. Yo soy el que te abandonó a ti y a nuestra madre para estudiar una profesión que además de darme dinero, halagara mi vanidad. Yo soy aquel hermano que buscaste y no pudiste hallar. Soy el hijo ingrato por el que lloraba nuestra madre —dijo, mientras gruesas lágrimas corrían por sus mejillas.

Luego se volvió a los miembros del jurado y, mirándolos con sus ojos enrojecidos por el llanto, exclamó:

— ¡Señores del Jurado! Como pueden ustedes ver, yo soy el hermano que este hombre buscó como busca el náufrago un salvavidas. Y no me halló porque yo estaba dedicado egoístamente a mi propia existencia. Yo, hijo ingrato, llevaré por siempre sobre mi conciencia la miserable muerte de mi madre. Disculpen que diga esto, pero todos están aquí errados. Este hombre no  deberia estar sentado en el banquillo. Se está juzgando al reo equivocado, pues el único culpable de todas estas desdichas soy yo, y nadie más que yo.

Dichas estas últimas palabras, se cubrió la cabeza con ambas manos, y abandonó la sala.
Había sido juzgado por su propio corazón, y este lo encontraba culpable.

                                                                                                                                                                   Fin.


«A mis lectores, que encuentren en estas páginas historias de sacrificio, caminos de redención y la eterna importancia de la familia. Que sus corazones encuentren consuelo y esperanza en cada palabra.»

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