PARIS BIEN VALE UNA VIDA

PARIS BIEN VALE UNA VIDA

Claire de Lune. Alison Procter

Día 191. Peluche

Las palmas de mis manos reposan sobre mi regazo y mi cabeza continúa ladeada por tiempo indefinido. Entretanto, mis ojos persiguen el segundero del reloj de pared y me abandono dando vueltas sin sentido tras su tic tac en un viaje que no sé a dónde me va a llevar, al igual que tampoco sé hacia dónde me está llevando la condena que comparto con todos estos desgraciados y desgraciadas que me rodean. Si esta sala navegase, estaríamos a la deriva y seríamos náufragos, pero no unos náufragos cualesquiera… Seríamos esos polizones que, contra su voluntad, han acabado surcando este inmenso y oscuro océano de sinsentido que nunca se acaba.

Por fin cambio la pose y dejo de hacerme el mimo. Solo quería sentirme uno más, otro viejo defenestrado con la mirada perdida, no obstante, me he metido tanto en el papel que se me ha caído hasta la baba. Piedad parece haberse dado cuenta de lo que me traía entre manos y me mira incrédula; no le correspondo con ningún gesto, simplemente, me saco un pañuelo del bolsillo y procedo a secarme el mentón. Enseguida noto el roce de la celulosa contra la aspereza de mi descuidada barba y, por un momento, me vanaglorio de que todavía pueda cuidarme… de sentirme dueño de una pequeña brizna de independencia.

Un rato después, miro a Piedad con disimulo. Mucho me temo que esa agria asistenta seguirá una jornada más sin hacer honor a su nombre. A decir verdad, no me cuesta nada imaginarme su hartazgo, se lee en su cara, y sus ojos también me dicen que no quiere estar allí con nosotros, que prefiere recogerse “en su mundo”. De ahí que no atienda los cada vez más sonoros gritos de Lola, la de la habitación 21, o que deje que Jesús, el de la 32, continúe un rato más con lo que apuesto que es, a tenor del olor que llega, un pañal que ya pesa más de la cuenta. Mientras, la mente de Federica, la nonagenaria de la 27, flota en algún lugar que solo ella conoce, porque sigue abrazada a su peluche como si le fuera la vida en ello…

Día 192. Marisa

Érase un embudo por el que tú y yo resbalábamos. Había sido así de sencillo: nos habíamos ido decantando, de manera que nuestros posos se habían ido quedando abajo, aflorando a la superficie solo lo mejor de nosotros. A veces, el resultado de un tándem es mejor que la suma de las dos partes, y yo, tan feo y enjuto, y tú, tan reina y esbelta, habíamos conformado una extraña y bonita simbiosis en las que casi siempre sobraban las palabras, ya que bastaba con nuestras miradas; así nos leíamos el alma.

Pura magia, efímera magia, que, tal y como llega, un día se desvanece. Todo tiene un comienzo y todo tiene un final, pero, ¿por qué me estoy asfixiando ahora con los posos que creí desechados al conocerte? Marisa, mi amor, del mismo modo que el estribillo de esa triste canción, «sin ti no soy nada». Sí, desde aquella mañana en la que partiste, desde el primer minuto en el que me vi privado de tus ojos, desde ese instante, comencé a sobrar en este mundo.

Hoy ha sido breve, pero intenso.

Día 193. Catorce

Dentro de tres días será 14 de julio y cumpliré 84. Nací la misma mañana que tú, Marisa; llegamos a la vez, en tanto que los franceses conmemoraban la toma de la Bastilla… Nunca fuiste una revolucionaria, y menos una caprichosa, de hecho, no elegiste el cuándo, mas, caprichosamente, te marchaste para siempre también un día 14, pero de un frío diciembre de hace un par de años. Yo tampoco he sido muy revolucionario, no obstante, mi mundo se revolucionó para mal desde el momento en el que desapareciste. Pronto descubrí que, al igual que en la letra de esa otra triste canción: «después de un invierno malo, una mala primavera…». Sí, se me cayó «una lágrima en la arena», y, con ese capricho con el que el destino sortea, unos meses más tarde me vi en esta lóbrega residencia. Me asignaron, como no, la habitación número 14…

Dicen que las matemáticas son perfectas, que no son endemoniadas, que explican el universo, pero no nos cuentan que a veces los números se burlan de nosotros. Fíjate, cariño, mis 84 veranos salen de multiplicar 14 por 6. Esa cifra nos ha estado persiguiendo a los dos desde que nacimos… Así pues, permíteme que me niegue a contar todos y cada uno de los radios de las ruedas de esta silla, no vaya a ser que sumen un múltiplo de ese recurrente doble dígito.

Nuestras vidas forman parte de un juego diminuto dentro de algo infinitamente grande. Somos horas, somos minutos, somos el tiempo que otros vivieron, y pronto, otros estarán viviendo el tiempo que vivirán los que habrán de venir después. Respiramos el mismo aire de una misma cueva, en un bucle de idas y venidas en el que, sin darnos cuenta, estamos relacionados, atrayéndonos los unos a los otros al igual que se atraen las estrellas del firmamento.

Aquí estoy, sentado en mi escritorio lupa en mano. Las cataratas y la presbicia hacen mal tándem, infinitamente peor que el que hacíamos tú y yo, cariño. Las palabras brotan desde mis dedos con facilidad, y otra noche más, hablo de este lugar, hablo de ti, también hablo para ese o esa que pudiera escucharme, para quien no me escuchará jamás. No debo esperar a que a la Piedad de turno le importe lo más mínimo las estúpidas elucubraciones de un viejo que se entretiene escribiendo. Sin embargo, de no hacer esto que estoy haciendo ahora mismo, ¿qué me quedaría? Nada… no me quedaría nada.

Esta tarde luce gris extramuros, tan gris como la tarde en la que el cáncer te venció. No querrías salir a pasear conmigo con este tiempo, mi amor; el cielo se ha llenado de nubarrones y el viento está haciendo de las suyas… Amenaza tormenta. Lo observo desde mi ventana. ¡Qué pequeño me veo aquí dentro! No hay nadie afuera pensando en mí. ¡Ya ha sido bastante por hoy! Que descanse el bolígrafo. Es la hora de la cena.

Día 194. Luis

Cuando viniste a este mundo y la matrona te puso en mis brazos, fue un instante singular, de esos que rara vez ocurren en la vida. No sé si el tiempo se detuvo para nosotros dos, en cualquier caso, yo deseé que así fuera, que aquel minuto no se terminase nunca.

Nadie te dice lo que va a ocurrir. Simplemente, va ocurriendo sin más, y en menos que canta un gallo, son años y tu existencia se ha consumido quedando atrás un montón de errores, los cuales, aunque ahora pretendieras enmendarlos, pertenecen a un pasado que no regresará. Tú, Luis, hijo, tampoco regresas. Eres como ese pasado del que dudo… ese avance que nos deja llenos de vacilaciones, llenos de «desearía retrasar las manijas del reloj». No obstante, las manijas solo saben ir hacia delante, al igual que tu determinación. Habías balizado tan bien tu camino que no permitías que nada ni nadie te sacase ni por un solo segundo de él. Sí, tu madre y yo hacíamos un buen tándem, y tú nunca quisiste resbalar por nuestro embudo y llegar a nuestro decantador… Tenías tus propios planes.

Luis, hijo mío, ¿por qué no regresas? ¿Por qué no apareces en este instante por el umbral de esta puñetera puerta? Te echo de menos y tengo muchas cosas que contarte… Cosas que debería haberte dicho y que nunca te dije. Lo dejo por hoy. Que descanse el bolígrafo. Esta noche mi escritura ha derivado hacia lugares que duelen demasiado.

Día 195. Silla

No, no me he pasado media vida postrado sobre este cuero que recalienta mis posaderas. Antes paseaba mucho, a veces, incluso corría. Me ponía el chándal y tú siempre te reías al verme. No me decías nada, aunque sabías que mi mente andaba resuelta a terminar de una vez por todas con mi barriga. ¿Sabes, Marisa?, ya no me preocupan esos kilos de más… He perdido lo que me sobraba, de hecho, estoy consumido, y lo he conseguido sin dar ni una sola zancada. Lástima que no pueda salir a correr. Te juro que si pudiera me volvería a plantar aquel chándal hortera y disfrutaría, aunque fuera por un rato, de esa libertad que ya ni recuerdo. A menudo mi cabeza me engaña y me dice que no he conocido otra forma de mostrarme al mundo que esta: aquí sentado. Los días son muy largos en esta cárcel y te hacen enloquecer poco a poco.

Si me concentro, veo de nuevo a aquel doctor y escucho su diagnóstico: «Osteoporosis. Muy raro. En el grado que usted lo padece, solo suele afectar a las mujeres». ¿Fue eso lo que nos dijo? Puede que lo esté exagerando… Ya lo dije ayer, el pasado no regresa, solo vuelven sus retazos, los buenos y los malos, aunque últimamente aparezcan más estos últimos.

Hoy es el turno de Elena, una muchacha la mar de simpática. Pese a ello, me cae mucho mejor Piedad, la agria asistenta, la que nunca hace honor a su nombre; y eso que no me dedica ni un minuto de su tiempo. Siento mi pena en sus ojos de pena y por ello no puedo dejar de observarla…

¡Ay!, se me han dormido las piernas. Como Elena se dé cuenta, vendrá a recolocarme, así pues, disimulemos… Me temo que mis huesos son un queso gruyer. ¡Vaya gracia! En el todo que conformo, el pesado acero de mi silla compensa esa falta de densidad ósea. ¿Ves, Marisa? El humor es siempre terapéutico… Por fin me viene un buen retazo…

«Vayamos un poco más lejos, Alberto», me decías aquella tarde lluviosa de jueves tras haber perpetuado nuestros pasos por aquella senda perdida. Yo te miraba, Marisa, y tú ya sabías que con ese gesto te estaba dando mi beneplácito. Eso hacíamos, continuábamos paseando sin importarnos la lluvia, hasta que llegábamos a aquel apartado rincón justo cuando descampaba, y allí, en un cachito de pradera, ignorando la hierba húmeda, nos amábamos.

Fantaseamos muchas veces con la posibilidad de que concibiésemos a Luis aquella desapacible tarde, y que, fruto del apasionado encuentro, los planetas se alineasen para que, nueve meses después, también un día 14, viniera nuestro niño a acompañarnos a ese universo que compartíamos.

Día 196. Viaje

La tabla del escritorio tiene la altura perfecta para que los reposabrazos de mi silla encajen a la perfección. De esta guisa, me acerco a la mesa y estiro la mano para enfocar la luz del flexo. Hoy no escribiré un relato al uso… Será una misiva, la carta que hacía tiempo que debería haber escrito…

«Todo llega, hijo. Ya es 14 de julio, cumplo 84, seis veces 14, y te lo narro con mi escrito número 196 en mi día 196 de encierro. Por cierto, 196 es el resultado de multiplicar 14 por 14… Si estuvieras aquí, te cabrearías con mis estupideces. Pero Luis, la vida es un viaje en el que nada o casi nada sucede por casualidad. Tú siempre te guiaste por la razón y no podrías entender nada de lo que te estoy diciendo…»

» De joven, estaba ávido de experiencias y atesoraba en mi cabeza lo que creía que sería una larga y fabulosa aventura, pero, conforme fui transitando a lo largo de los lustros, de las décadas, se fue anidando en mí una convicción: la vida se me escapaba en un suspiro. Soy una marioneta enganchada a un montón de hilos, de entre los cuales, solo unos pocos andan sueltos. Estos últimos me otorgan el fugaz goce que supone el libre albedrío… Pues bien, esta noche he sabido que mi viaje llegaba a su final, he tomado en mis manos uno de esos hilos libres, concretamente, mi bolígrafo, y he decidido escribirte las que serán mis últimas líneas».

» En las 28 semanas exactas que ha durado este cautiverio, no ha habido ni una sola mañana, una sola tarde o una sola noche, en la que no haya añorado tus ojos de recién nacido mirándome indefensos tras haber aterrizado sin saber cómo a este mundo… ¡Cuánto te amé y qué poco te lo dije! Es triste, pero mi corazón estaba tan centrado en tu madre que me olvidé de expresarte lo que sentía, y tú, hijo, debiste notarlo. ¿Podrás perdonarme? Envíame una señal si crees que puedes… Nunca dejé de pensar en ti, en cómo te iría, si te habrías casado, si me habrías hecho abuelo… Recuerdo todo aquello que te recriminé y noto una aguja clavada muy adentro; esa aguja se retuerce y duele más al pensar en esas buenas palabras que nunca llegaron a salir de mis labios. Estar orgulloso y ser un orgulloso es incompatible. Fui tan altivo que no supe cómo expresarte cuán grande me hacían sentir tus logros. Luis, tu padre era una marioneta y sus hilos eran sus maniatados sentimientos. Justo en este precioso segundo, este estúpido orgulloso se libera y le dice a su hijo eso que hacía tiempo que le debería haber dicho: que eres el motivo que justifica mi existencia… Te quiero, Luis, te quiero tanto o más de lo que quise a mamá».

Piedad

Piedad no es peor ni mejor que sus compañeras y compañeros, sencillamente, está sufriendo una mala racha. Siente que su vida está pasando por delante sin que pueda hacer nada para remediarlo, de modo que el día a día la va absorbiendo en medio de la decrepitud y la miseria que le toca vivir jornada tras jornada en aquella residencia. En definitiva, su trabajo no la está ayudando en su lento proceso de autodestrucción. Está escrito que, si nada ni nadie lo remedia, la cosa empeore, hasta el extremo de desear menguar y menguar para hacerse diminuta a los ojos de la gente.

Esa mañana, Elena, su relevo, la saluda, y ella siente alivio al ver que su turno de madrugada ha finalizado. Desea regresar a casa, aunque allí no la espere nadie. Prefiere la soledad de su hogar a seguir ignorando el dolor de aquellos abuelos. Entonces, sucede algo que lo cambiará todo…

Piedad se percata de que Alberto, el de la 14, no ha aparecido a las nueve, y eso es muy raro, porque ese anciano es como Kant, el filósofo alemán que le hicieron aprenderse en el instituto. De toda aquella perorata de Filosofía de 2º, solo se le quedó grabado que aquel tipo, además de culto, era muy metódico, y Piedad asociaba a Alberto con aquel personaje, hasta el extremo de que, para sus adentros, lo llamaba “Kant, el de la silla de ruedas”. Pues bien, Kant, el de la silla, se ha debido quedar dormido en esta soleada mañana de viernes, porque no se está dejando ver por el comedor. Está en un tris de despedirse de Elena y salir por la puerta principal directa al hall, sin embargo, un impulso dirige sus pasos en sentido contrario, hacia la puerta que lleva a las estancias. Un minuto después, toca dos veces el marco de la 14, mas no obtiene respuesta. Contrariada, vuelve a llamar, espera un par de segundos y accede al cuarto. Al darle a la luz, comprueba la escasa silueta del anciano que perfila la posición fetal de casi siempre. Seguramente, se encuentra en la misma postura en la que lo dejaran la noche anterior. Tras alzar las persianas y abrir los marcos de la ventana a fin de que se ventile el cuarto, trata de despertarlo…

Pero Alberto ya no está entre los mortales. Se ha ido a algún lejano lugar. Quién sabe si está flotando en un espacio indeterminado, o quizá ande perdido en la nada, o puede que en ese preciso instante se esté dejando resbalar por su embudo en la búsqueda de su amada.

Colonia

Frío, inercia y pausa. Eso se palpa en el ambiente. Piedad está acostumbrada a la muerte, no en vano, se la encuentra al menos una vez cada tres meses en aquella residencia. No, no hay amor, ni calor, ni recogimiento entre esas cuatro paredes; acaba de irse “la de la guadaña” y ha dejado ese olor a atrojado, por mucho que debiese oler a ambientador. En cambio, la gélida cara de Alberto, su pelo, su cuello, sí que huelen a como él acostumbra… Despide una mezcla de aroma a agua de colonia y a su propia esencia, la fragancia que lo caracteriza. Piedad tiene, para su desgracia, muy buen olfato.

Al abrir la puerta del armario, confirma que el bote de colonia sigue donde siempre, abajo, a mano, en el lugar idóneo para que su dueño no tuviese que pedirle a nadie que se lo alcanzasen. Entonces, a Piedad le pilla desprevenida una irreverente lágrima que resbala por su cara. No espera ni un segundo más: con rabia, agarra el envase y vierte su contenido por la taza del váter. Alberto ya no desprenderá más ese aroma tan personal, por tanto, a ese producto químico también le ha de llegar su hora.

Justo cuando se dispone a dar aviso del óbito, se percata de que hay un cuaderno sobre el escritorio. A ese hombre le gustaba leer, y, al igual que haría Kant, tiene catalogados por orden alfabético una hilera de obras en la estantería, entre otras, la Ilíada y el Quijote. Es probable que lo de esa libreta sea la consecuencia de su gusto por la literatura: la afición tardía a mover la pluma. Y Piedad recibe un raro e inesperado viso de empatía…

«Quizá, esa fuese su manera de escapar en alma, que no en cuerpo, de esta cárcel para mayores desahuciados».

La joven abre el diario, lo hojea y, en un momento definitivo, se sienta al lado de los restos de Alberto y decide leerlo…

Encargo

Empaparse de aquello ha supuesto todo un cúmulo de emociones. Ha sentido tantas cosas en esa hora y media que, tras haber cerrado el cuaderno, ha permanecido un buen rato con los ojos cerrados. Al abrirlos de nuevo, se ha incorporado y se ha quedado quieta en mitad de la estancia sin saber qué hacer. Entonces, su mirada se ha dirigido hacia el escritorio, y allí, bajo la lupa, se ha encontrado esa cuartilla:

«Piedad, estoy seguro, no me preguntes por qué, que serás tú quien encontrará mi cadáver en unas horas. Luego, leerás mi diario y también esta nota. ¿Harías algo por mí?… ¿Recogerías el cuaderno y se lo entregarías a mi hijo Luis? PD: la vida es un viaje demasiado corto… ¿Me harías un segundo favor? Echa a caminar. Hazlo sin volver la cabeza… Avanza dejando tus miedos atrás. Una vez te hayas alejado de todo lo que conoces, sigue avanzando un poco más, y cuando creas que ya no puedes evitarlo, detente, obsérvate y sonríe. Si la sonrisa te sale natural, será porque habrás alcanzado la felicidad. De ser así, reanuda la marcha y sigue caminando sin mirar atrás».

Cada cual tiene sus mecanismos y, si hablamos de Piedad, nunca llora. La lágrima que se le escapó al ver el bote de colonia ha sido una excepción, y más excepcional es la congoja que la asalta de repente y que la deja desnuda. Su pena comienza con un desconsolado llanto, torna luego a unos aullidos ahogados y se convierte de nuevo en sollozos de desconsuelo, terminando en unos esporádicos hipos que se espacian hasta alcanzar el silencio.

Ha necesitado veinte largos minutos para recomponerse y, ahora, solo deberá seguir las instrucciones de su mentor. De ahí que apoye el diario en su pecho y se disponga a dar los tres pasos que la llevarán hacia la definitiva libertad…

Primero, se acerca a recepción y solicita el domicilio y el número de teléfono de Luis. Al comprobar donde vive, se queda perpleja. Seguidamente, informa a la enfermera de guardia de que el inquilino de la 14 ha dejado la habitación dispuesta a albergar nuevos huéspedes. Por último, lo más placentero, desde el umbral de la puerta del despacho del director, con una inusual mueca de triunfo, le comunica a ese estirado señor que se marcha de allí para no volver jamás.

«Ahora, me marcho a París, a cumplir el encargo del anciano. Tendré que enterarme del horario de trenes y habrá que sacarse un billete de avión… Mi primer vuelo. Espero que no se caiga antes de aterrizar».

Hay revoluciones que cambiaron el devenir del hombre, las hay también que ponen patas arriba una moda o una forma de trabajar, sin embargo, más importantes son aquellas revoluciones que, de puntillas, cambian las vidas de la gente corriente. Es 14 de julio y los franceses están celebrando la revolución parisiense. Parece que no solo las matemáticas explican el orden del universo, y que el destino quiere hacerle un guiño a la historia, porque en una especie de juego cósmico, Piedad se dispone a iniciar su propia revolución, su propia catarsis; lo hace yéndose precisamente a Francia, a cumplir la misión que Alberto le ha encomendado. Esa será la manera que tendrá de echar a andar sin mirar atrás. Aquella noche, ya en pleno vuelo, no puede evitarlo: se saca un espejo de mano y, sin haber caminado lo suficiente, sonríe y sopesa su gesto. Acaba de empezar su nueva vida, pero algo le dice que esa sonrisa le ha salido natural.

FIN




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