Sentado en el sillón de siempre, el negro Alfredo se frotó enérgicamente las adormecidas piernas con la mano derecha, mientras con la izquierda mantenía cogido su sedal. Ni un maldito pez había podido atrapar, y tenía hambre, mucha hambre. Miró a Julián, que hacía dibujos en la arena. «Mocoso del diablo, agarra tu cordel y pesca algo para comer», le dijo con acritud. «Sí, papá», contestó el muchacho sumisamente. Con rapidez cogió su sedal, cebó su anzuelo y lo arrojó al mar. Tenía doce años, y era moreno como su padre, aunque menos oscuro, Ambos vestían pantalones raídos y camisas descoloridas. Calzaban zapatillas muy gastadas y pasaban hambre a menudo.

Comenzó a anochecer y no habían pescado ni un mísero pejerrey. «Maldición, qué mala suerte», mascullaba Alfredo cuando regresaban a su casucha, ubicada en un barrio miserable de las afueras de Chimbote.

Alfredo se arrojó a su camastro para tratar de dormir. Y, nuevamente, los recuerdos. Esa voz («Descansa ya, Alfredo»). Casi todas las noches le ocurría lo mismo. No podía evitarlo. Las palabras de Yuliana se agitaban siempre en su mente. («Por favor, que Julián no nos vea discutir»). Hace un gesto de malhumor. «Soy un idiota, no puedo olvidar a esa ramera». Se pasa una mano por el ensortijado cabello. «Debí matarla; ella no merece vivir». Y lanza un escupitajo al piso de tierra. Se sienta en la cama y coge una botella de pisco de la única repisa. («No bebas más, Alfredo, por favor»). Toma un par de sorbos y pasea su mirada por la habitación penumbrosa. Yuliana era mestiza y se ataba el cabello con un lazo rojo. («¿Por qué me pegas, Alfredo?»). Algún día lograría olvidarla. Se acostó nuevamente y apretó los dientes. «Esa coqueta, le gustaban los hombres; yo trataba de corregirla». Habían pasado tres años desde la ruptura. («No te soporto más, Alfredo»). Se fue del pueblo con una amiga. («Voy a rehacer mi vida, Alfredo. Cuida a nuestro hijo, después me lo llevaré»). Alfredo oprime con rabia la mugrienta almohada, odiando tener que recordar siempre. («Buscaré un verdadero hogar, Alfredo; algún hombre me querrá y nunca me pegará»). Había sido rudo siempre con su conviviente. «Era bonita y todo el mundo la miraba», piensa él, mientras da vueltas en la cama. «Y me abandonó la asquerosa». Siente un poco de sueño. Después de un rato, se queda dormido.

Sueña que está en la lancha, con sus compañeros. Está adujando un cabo, mientras observa la bodega llena de pescado. En el sueño es feliz. Solo en el sueño, porque eso pertenece al pasado. El dueño de la lancha lo había despedido. Sucedió después de que Yuliana se fue, cuando bebía más que nunca. Y entonces se dedicó a hacer pequeños trabajos para ganar dinero. Cuando no lo conseguía, pescaba con su sedal.

Despertó. El hambre lo atormentaba. Llamó a Julián, pero nadie contestó. ¿Dónde estaría? «Seguramente está robando con sus amigos», piensa. Solo así se explica las veces que su hijo le ha traído comida. Hasta un par de zapatos relucientes le trajo una vez. Pero él lo vendió para comprar pisco. También era rudo con su hijo. «Ojalá no me traicione como su madre». Y se durmió nuevamente,

Despertó ya entrada la mañana. Se levantó, y vio junto a la cama un paquete. Lo abrió y encontró arroz y pollo frito. Los devoró. «Al menos para esto me sirve ese mocoso», murmura. Julián estaba afuera. Oía su risa suave, Jugaba fútbol con sus amigos. «Mi hijo es un ladronzuelo», cavila. «No está bien, pero de eso he comido hoy, y muchas otras veces». Siente mucha sed. El pisco se ha acabado y no tiene dinero para comprar más. Pero se le ocurre una idea, Seguramente Julián tiene dinero. «Lo que robó anoche no se lo habrá gastado todo», piensa. Pero no quiere humillarse pidiéndoselo. Va hacia la cama de su hijo, en el otro cuarto. Revuelve las sábanas amarillentas y el colchón de paja. No hay dinero allí. Sin embargo, observa que hay un poco de tierra revuelta debajo del catre. Sonríe. Escarba furiosamente. Saca una bolsa plástica. Le sacude la tierra y la abre. «¿Qué es esto?», se sorprende. Hay algo de dinero, pero también unas cartas abiertas. Lee ávidamente. Es la letra de Yuliana. «Hijo mío, ojalá estés bien». Son cartas de ella. «Te envío dinero. Cuida a tu padre y recuerda a tu madre». De modo que Yuliana ha estado enviándole cartas y dinero a Julián. «No me guardes rencor, Julián. Tu padre me pegaba a diario». ¿Era ese dinero con el que compraba la comida, los zapatos? «Te enviaré pronto más dinero para que compres ropa para él y para ti, pero no le digas nada». Sí, maldición, era el dinero de ella. «No soy feliz, Julián. Mi esposo me desprecia y me hace trabajar duro». Se casó Yuliana. Alfredo se estremece mientras lee. «Siento que todavía quiero a tu padre, pero tenía que alejarme de él. Hubiera terminado por matarme». Ah, Alfredo se le nublan los ojos. «Si tu padre no fuera tan celoso y no bebiera tanto, todos hubiéramos sido felices. Todavía lloro mucho cuando lo pienso, hijo». Alfredo no puede leer más. Sus manos morenas arrojan con rabia las cartas y se encoge dolorosamente.

Afuera, los chicos corren detrás de la pelota. Julián está jugando con sus amigos. El negro Alfredo no oye sus risas. Está llorando.


«La lluvia de la mañana empaña mi ventana, y no puedo ver nada
e incluso si pudiera, todo sería gris, pero tu foto en mi pared
Me recuerda que no es tan malo, no es tan malo».


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Etiquetas: cuento obra vida

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