La luz de la luna entraba por la ventana de la habitación de Paco con más intensidad que de costumbre. Paco estaba allí, pero las paredes sentían como que no. La luz encendida en el escritorio apuntaba a una pila de libros desperdigada sin orden. Incluso estos rayos de luz se reían de ver al Gato Negro de Edgar Allan Poe recostado a Sócrates y sus discípulos que descansan junto con las hermanas Bennet en Orgullo y Prejuicio, un encuentro de ese tipo no se veía en todas partes.
Desde un lado de la mesa observaban atentas dos mujeres, congeladas en una imagen de no más de 10 centímetros, enmarcadas en madera fina. Sonreían, más que burlándose, parecían cálidas y amables, llenas de vida en sus ojos. “Son madre e hija” pensaría después el viejo reloj en la mesa de noche, que cada día en su contar de las horas era testigo de las tiernas miradas que Paco regalaba a esas dos mujeres, pero también era el inevitable testigo de las lágrimas que caían de sus ojos cada día al cruzar la puerta. El Cristo colgado arriba de la cama comparte la melancolía del amigo del tiempo. Con sus brazos extendidos hacia su interminable agonía de muerte, ha visto cómo casi a diario Paco llora y suplica pidiendo por su vida. Últimamente, ha sido más constante e incluso se le ve más desesperado, pero extrañamente, esta noche no ha dirigido ni una palabra al cielo, ni ha derramado una sola lágrima.
Las almohadas de la cama están pensativas sobre Paco. Ellas son su compañía en el viaje al mundo de los sueños, han visto nacer las mejores ideas de su cabeza, y han visto como el mismo las ha asesinado frustrado. Han ayudado a reprimir sus gritos de rabia cuando ha hecho cosas de las que se arrepintió. Recibieron amables a cabellos largos que fueron la compañía de Paco algunas noches, cabellos que cuando se iban parecía que se habían llevado un trozo de su alma. Sobre todo, ellas eran testigos de la soledad que lo afligía cada noche y los recuerdos de tiempos pasados llenos de calidez que ya no estaban. Las ventanas, por su lado, cada vez entendían menos la razón de vivir de Paco, el encontrar en su mirada perdida frente a ellas, algo en la calle que le diera un mínimo de esperanza o alegría.
Hoy había una visita inesperada en la sola y oscura habitación. Paco, sentado en el suelo al pie de la cama, tenía enfrente un arma. Todos guardaron silencio a su alrededor con las miradas fijas en el nuevo visitante, que traía consigo una sombra tan oscura, que hasta la luz de la luna huyó de ella entre las nubes. La pistola cargada con una sola bala sentía el vacío que el lugar inspiraba, sentía la mirada de todo a su alrededor. Cientos de veces había sido usada para quitar una vida que, según se enteraba luego, no merecía vivir más. Pero allí ella no veía ninguna vida que arrebatar, todo estaba tétricamente vacío.
-«¿Dónde está la vida? ¿Qué hago aquí entonces?»- Se preguntaba.
Lo que ella no sabía… lo que las almohadas no alcanzaron a predecir, ni el Cristo a escuchar entre las súplicas, ni el reloj a contemplar con el paso de las horas; lo que ni las mujeres del cuadro pudieron evitar, ni los libros ni la luz solitaria de la lámpara pudieron ayudar a vislumbrar, es que Paco ya había muerto por dentro. Las razones no importan tanto, no es culpa de quienes lo abandonaron, o de sus malas decisiones, ni de sus fallidos intentos por encontrar un sentido a su vida.
¿Qué más daba? En ese momento, en esa infinita soledad, el público expectante contemplaba el último acto, Paco permitió al arma hacer su trabajo, dando el sello final al libro de aquella vida que nunca fue vivida. Las paredes guardaron silencio y cada objeto que contempló este acto sintió compasión, entendiendo que habían convivido con un alma en agonía que había decidido parar de intentar.
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