En la penumbra de una habitación, el eco sordo de la tragedia se entrelaza con el susurro de la brisa nocturna. No hay miedo, ni sorpresa; solo un frío vacío, una apatía forjada en el yunque de la indiferencia. Los misiles trazan su letal danza a través de la ventana abierta, pero el alma del observador permanece inmóvil.
Las noches se tiñen de oscuridad y la maldad se desliza como una sombra perversa que se filtra sin resistencia. Es el imperio de la desolación que anida en el silencio, un silencio que ni el estrépito de la guerra logra quebrantar. Las doctrinas distorsionadas de ídolos deformes dictan la sinfonía de la destrucción, donde la humanidad tropieza en un laberinto de divisiones arbitrarias, separando razas en categorías de superioridad e inferioridad.
Niños caen, inocencia desgarrada por el filo de la violencia, mientras la sangre confiere un macabro matiz a valores ya de por sí manchados. Pero el exterminio, fallido y triste, no consigue abrir los ojos del exterminado, sino que cicatriza cada herida como un recordatorio de un mundo desviado de su rumbo.
No hay espacio para la emoción, porque aprender a no sentir se ha convertido en la única defensa ante la avalancha de la crueldad. Todo se normaliza, como si el horror fuese la rutina cotidiana, y la estrella antes humillada se transforma ahora en un acero de exterminio para su propio hermano.
En medio del caos, una llamada resuena desde lo más profundo del desgarro. Las palabras emergen como una plegaria, instando a recordar los rostros de las víctimas y a liberarse de las cadenas de la razón del fusil y los bombardeos. La identidad, envuelta en los hilos de la confraternidad, yace aguardando su renacimiento.
Se alza la visión de un futuro distinto, donde la semilla de la reconciliación germina en una tierra regada por lágrimas compartidas. La posibilidad de unión, de niños que puedan crecer sin las sombras del odio y la rabia, se ofrece como un faro en la noche interminable de la discordia.
Una última llamada directa resuena en el corazón del hermano, un cuestionamiento profundo sobre las elecciones que convierten a hijas en viudas y huérfanas. Las lágrimas, aunque caen en un océano de desesperanza, llevan consigo el reflejo del futuro roto de ambas familias, una advertencia melancólica de que el precio de la destrucción es la pérdida compartida.
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