Navidad del 82

Mis recuerdos enconados sobrevuelan la nochebuena del 82. Por aquel entonces contaba quince años y siendo sincero no creía en nada de esas cosas fomentadas al amparo del espíritu navideño. Por aquella época las estrecheces invadían mi hogar como chinches los colchones. Yo creía ser más listo que el hambre cuando en realidad y dados mis quince años no sabía de la misa ni la mitad. Para mí la navidad únicamente tenía sentido en aquellos hogares pulcros a los que de nada les faltaba.

 Definitivamente aquel año y aquellas fiestas estaban por pasarme por encima cuan camión de cuatro ejes. Con mi nariz de niño olfateaba desde las calles la dicha ajena en forma de abetos decorados, guirnaldas de colores y opulentos platos a la mesa. Con qué gusto habría roto cada ventana de esas casas a pedradas…

 Con quince años se absorbe todo, al igual que una esponja el agua, aunque luego seas incapaz de acertar con el significado de las cosas. Algunos eventos quedan grabados para siempre siendo los años los encargados de darles interpretación mas ¿importa ya? Seguirán residuales ahí, congelados, indistintamente al daño o alegría que hayan causado…

 Las discusiones de mis padres a tenor de la maltrecha economía familiar estaban a la orden del día. Sea como fuere no había culpables de carne y hueso, ahora lo sé. Vivir no implica que la vida tenga obligación de ser justa. Paradojas como las que me contaba mi abuelo; invierno que no sabía ventar o verano que no sabía calentar…

 El único y verdadero presente que el año 82 y sus fiestas navideñas tuvieron a bien regalarnos fue el empeoramiento del abuelo. Lo llamaban “enfermedad del olvido” y de a pocos no olvidó olvidar. Solamente al paso de las estaciones adquirí verdadera noción de su significado.

 En nuestra casa éramos pocos, mis padres, mi abuelo enfermo y yo. Cuatro almas aguardando por una mísera oportunidad de cambio. Por ver lo mismo desde ambos lados de la ventana y que al llamar a la puerta abriese la buenaventura. No creo que fuese tanto pedir un alto en el camino para ver el alma negra del destino.

 Cualquier cosa menos ver llorar a mi madre, matarse a trabajar mi padre e írsele la cabeza a mi abuelo. ¡Una esponja rebosante no puede absorber más! Cuando yo mismo colgaba los calcetines de la chimenea, al día siguiente no tenían más que aire recalentado y una nota que decía “inténtelo el año que viene”…

 Aquel año 82 llegó arrastrando inmundicias y miserias de anteriores años, saturando de forma figurada la fosa séptica. Ésta por natividad parecía más grande pero igual de llena. Cada desencuentro se agarrotaba como bisagras de hierro bajo el agua y cada problema terminaba anquilosado, apretándose entre sí con mordazas dentadas.

 Y claro, alguien desde la calle gritaba “feliz año nuevo”. Me daban ganas de salir a patearle el trasero. Sin embargo aún siendo un adolescente estúpido e ignorante sabía que aquellas gentes no tenían culpa de que yo esperase mucho más de la vida… ¡Jou Jou Jou!

 Maldecía ser pobre, si bien no era consciente de qué era serlo. ¿Tener menos juguetes que los demás niños? ¿A eso se resumía todo?…

 Recuerdo llegar a casa después de haber pasado la tarde con mis amigos Luisito “flemillas” y Rodri “el mocos”. Ese flash del ayer me toca especialmente porque lo tengo anidado en mi cabeza. Era entrar por la puerta y darme de bruces con la misma repetición de desgracias. Voces, chillidos, platos rotos, llantos y preguntas dolientes de mi abuelo, cada vez más encerrado en sus mundos. ¡Eso somos, reos de la reminiscencia! Refugiados en valles tenebrosos buscando desesperadamente una salida. Si es que ya mi abuela lo decía “no somos más que marionetas del destino”.

 Ciertas disposiciones adquirieron disparejo tono esas navidades del 82. Una especie de punto de inflexión estaba por ingresar a mi vida por las bravas. Por aquel entonces no podía saberlo porque ni era adivino ni mucho menos la cabeza me daría para entender los entresijos del sino. Bueno ni hoy en día se comprenden los mismos; ni yo ni nadie.

 Aquella nochebuena rompió la buena noche. Mi abuelo se puso realmente mal, tenía espasmos y brotes violentos, retorciéndose en el suelo como cola de lagarto separada del cuerpo. Mis padres, de acuerdo por primera vez en siglos, lo trasladaron rápidamente al hospital, apartando momentáneamente disputas y desencuentros que solían arreglar durante la noche (lo entendí al crecer)…

 Yo no discernía lo que acontecía a mí alrededor. Veía a mi abuelo y él me miraba a mí, intentado dejar escritos en mis ojos palabras que no podía leer. Si las miradas pudiesen hablar esa noche estoy seguro de que se habría despedido de mí.

 —Espéranos y cierra la puerta—. Fueron las últimas palabras de mi madre; la última vez que apreté la mano a mi abuelo y la última vez que vi con vida a mis progenitores. Un accidente de tráfico se encargó de separarnos. Coincidió en el tiempo con el resto del mundo empachándose de marisco, turrones y espumosos…

 Para qué recapitular lo sucedido en meses y años siguientes. Para mí todo había quedado atrás, tirado en la carretera o en una cama de hospital. Lo hecho y sus circunstancias no nos son ajenas pero sí inescrutables. De nuevo a mi chaveta las palabras de mi querida abuela y aquella mirada de despedida de mi abuelo, limpia y cristalina.

 ¡Qué tonto fui! No haberme dado cuenta de que aún en la miseria estábamos unidos, dándonos a nuestra manera apoyo y calor los unos a los otros. Sin más riquezas que una vieja televisión en blanco y negro, el cancionero popular ricamente encuadernado de mi abuelo y el anillo de casada de mi abuela. Familia, en mayúsculas, no hacía falta nada más… Ahora también lo sé.

 Vuelve el trompo a girar, acercándome la mirada perdida del anciano y sus ojos llenos de prístinas lágrimas. ¡No quería olvidar! Luchando a brazo partido contra “la enfermedad del olvido” ¡Cuán guerra perdida! Mas tampoco él quería dejar de ser persona, ni siquiera cuando se hacía sus necesidades encima.

 Navidad escurrida entre dedos flacuchos que no tienen fuerza ni para ser dedos. Arrugas las suyas, contando historias de muchas natividades, historias como la del recién nacido huido del belén a lomos del buey; historias como la de la bruja piruja que quería tapiar todas las chimeneas para que no hubiese más regalos en el mundo…

 Su mirada enigmática ha quedado grabada a fuego en mi corazón desgajado. Parte latiendo y parte arrojado como cristales rotos sobre asfalto. Y entonces los agonizantes se incorporarán en sus lechos para despedirse de los suyos porque ya los están llamando desde el otro lado. Ellos sí podrán descansar en paz…

 Pero a partir del 82 las tornas trocaron despacio, lento pero sin pausa. Absorbí el verdadero alcance de lo que debe concebirse como existencia. Nunca es tarde para derribar muros, por más altos y gruesos que hayan sido erguidos. Tampoco lo es para pasear platicando a solas, hacer bailar una pierna sobre la otra, besarse los labios entre sí, gritar bajito porque sí, sonreír para dejar escapar brillos dentales y llenar el árbol navideño de bolas brillantes que compitan con el sol.

 En gran medida ese año 82 pudo haber sido el 28, pariendo conciencias del revés. Aunque no sepa explicarlo tal y como merecería ser explicado caí en la cuenta de que se lo debía a mis seres queridos. Y a pesar de que era un crío de apenas quince años juré antes de terminar el año que, desde dónde estuviesen, me mirarían forjarme en hombre cabal y de provecho.

 Dicen que jurar es pecado mas hasta cierto punto a ésos les digo que no existe mayor injusticia que quedarse solo porque tus padres han muerto en la carretera. Sin polvorones, sin mantecados ni cortos villancicos que hablen de cómo nieva bajo el mar…

 Pasaron muchos años de aquellos tiempos convulsos, plenos de necesidades más físicas que afectivas. En la actualidad estoy felizmente casado con mi Dora y tenemos tres hijas maravillosas a las cuales hemos inculcado los valores reales de estas fechas. La navidad, por encima de cualquier otra consideración, está hecha para los niños pues son ellos quienes de verdad la disfrutan.

 Optimismo, fraternidad, paz y amor; palabras que en mi infancia no supe valorar en su justo merecimiento pues cortas de miras son las entendederas juveniles. Pero no quiero que el pasado ahogue mi situación actual. Se los debo a mis padres y a mis abuelos empero también a mi esposa e hijas.

 Ello no es óbice para que cuando llegan estas fechas señaladas en cierto modo añore aquella convivencia del pasado. ¡Que contrariedad hallarle esclarecimiento! Sólo valoramos lo que tenemos cuando dejamos de tenerlo…

 Veraz que aquellos años no teníamos mucho ni demasiadas razones para celebrar y sin embargo, aún con la chimenea medio caliente y la mesa medio vacía, festejábamos.

 Pero sobre todo y aún actualmente me inquieta aquella mirada de mi abuelo, el día aquel que se lo llevaron. Puesto que soy adulto, padre y marido, aseguraría que él sabía lo que estaba por venir y con aquella impotencia marcada en sus ojos quizás me estaba susurrando:

 —“No somos más que marionetas del destino”—. Sí abuelo, eso decía siempre la abuela. Mas esta marioneta en la que me he convertido maneja ella misma sus hilos.

 Seguro que mi abuelo habría reído a pierna suelta y sin que mis padres se percatasen darme un sorbito de licor café. Así era mi abuelo, así era mi familia y por ende así soy yo.

 Aun conservo en la repisa de la chimenea la foto del núcleo familiar, sonriendo a lo Gioconda. Por detrás, escrito en letra gorda y apresurada: “La marionetas también tienen derecho a cortar los hilos que las aferran al destino”… así era mi abuela.

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