Mis primeros recuerdos fueron los de estar abrazado a papá, lloraba como nunca lo había visto y como nunca más lo hizo, de hecho, no volví a verlo triste. Miraba con esos ojos, como esperando que del rabillo, sin previo aviso, una figura le cambiara la vida.
Los días siguientes fueron molestos, todos corrían decididos, pero tan perdidos, en trajes monótonos sin color. En esta multitud de pingüinos, mi papá me llevó de la mano, pequeñas cascadas con sus diminutas gotas resbalaban hasta caer al suelo o en mí, lágrimas quizá, o la saliva que se gastaban en decir “mi pésame” al inmutable hombre que me arrastraba.
Fue el único día raro, diferente, lo que para una niña como yo, hasta lo llegaba a extrañar. Deseaba que al despertar, en lo más mínimo cambiara algo, sin embargo, todo era una pintura, inamovible e inmodificable, incluido ese hombre, que cada mañana cojeaba a la salida, para volver al anochecer.
Con lentitud y sin detenimiento, el gris fangoso taladraba nuestro tiempo, rompiendo cualquier pieza que asemejara regocijo. Papá lo absorbía bien, se sentía parte de, y el origen del mismo.
Un día, harta, seguí a papá, el aire se encontraba desganado de golpear mi rostro, a pesar del abrasar del sol y el esmeralda de las hojas que manchaban la calle, eran brillos que parecían no querer estar ahí, rodeando al hombre desvalido, y a mí, que sin sutileza le seguía detrás.
Papá se detuvo, sin aparente vida, a mirar el insustancial césped que bordeaba un árbol destruido. Por horas, el correr del tiempo solo se demostró por las sombras que avanzaban al ritmo del sol. Hasta que, aburrida, volví a casa.
Otro año. La boca cerrada por involuntario mutismo, se volvió la norma y la ley. En esos años, nos mudamos de casa. Papá no lo dijo, tampoco lo insinuó, de la mano me dirigió a este lugar, hasta que por repetición lo comprendí. Estas habitaciones color pastel, brillantes y vivas, eran nuestras para extinguir de cualquier calor, cualquier abrigo que emanara su lánguida llama.
Antes de que la última tonalidad se apagara, una nueva cara se le presentó, tenía un gesto gentil que no la abandonaba al estar con papá. Su voz le buscaba, elevándose por las escaleras del departamento, cautivándolo tanto, para que abriera el hocico y parloteara sobre su familia, miserias como billete de canje, para conseguir con más intensidad ese gesto compasivo.
Su presencia se hizo rutina, papá seguía yéndose en la mañana, pero la mujer me hizo compañía, hablaba flores sobre papá, vomitaba cumplidos sobre su resistencia, su tenacidad y resiliencia. No recuerdo responderle más de 10 palabras desde que entró en mi vida.
Un día vi a papá irse, lo vi feliz por la ventana, sonreía como nunca lo había visto y como nunca más lo hizo, me alegré por él, o al menos, así creía que debía sentirme. La mujer como siempre, llegó a cuidar de mí, y a escupir las maravillas de ese hombre. Su valentía, su solidaridad, su compasión, su sacrificio. Que a través de sus ojos, detrás de esa barba desarreglada y apático contraste, se encontraba una fuerza digna de un héroe. Quise seguirle el juego, por lo que respondí con lo que ella no sabía:
-Papá es un superhéroe, lo vi volando por la ventana.
Días interesantes continuaron, reconocí muchos de los pingüinos y sus calcadas expresiones, aunque solo ahora di cuenta del tesoro que se encontraba escondido en sus sonoras palabras, tímidas frases abundantes de desconocidos sentimientos. Hablaban de pena, angustia, rabia, conmoción, desolación; emociones inéditas para mí. En mi contento estupor, unas palabras destacaron más que las otras.
-Pobre niña, imagínate perder todo en tan solo unos años.
No pude evitar confundirme, soy la única niña aquí, pero no puedo ser yo, después de todo, no recuerdo perder nada.
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