U N O
Fortino Laya salía de su casa mucho antes que el amanecer, a esa hora en la que el mundo y las cosas del mundo eran una mancha negra, una sola oscuridad, el mismo limbo entristecido del final de cada noche, en el que ningún reloj le señalaba que ya debía partir pues ya eran, siempre más o menos, las cuatro de la mañana. Y a esa hora de sombras de todos los días, él y muchos santanitenses más emprendían la marcha rumbo a la sierra a ganarse la vida, en una procesión larga, silenciosa y, tan conocida, que con sólo agarrarse de los burros, podían seguir durmiendo un rato más sobre sus pasos.
En ese tiempo casi todos los hombres de Santanita vivían de cortar madera, montaña más arriba, para luego ir a venderla como leña en los pueblos a los que ellos les llamaban los de abajo, ya que éstos se ubicaban más abajo que su pueblo, en las faldas del macizo montañoso en que vivían, y cada cual cumplía sin renegar con la función que le tocaba. Así había sido siempre y todos ellos lo sabían.
La mayoría eran cargadores. Su trabajo consistía en apilar toda la leña que se iba acumulando, para hacer después con ella unos atados no muy grandes y uniformes, los que luego colocaban ingeniosamente y sin amarres sobre el lomo de las mulas, en una suerte de estructura enmarañada y vertical que desafiaba varias leyes, puesto que esas torres de madera, para efectos de descarga o de su venta, se podían ir desmembrando fácilmente con tan sólo remover algunos leños y, por el contrario, ni con tantos brincos como daban por todo el camino, se llegaban a caer. Y a ese bulto enorme, sólido pero a la vez flexible, que ellos con tan singular destreza instalaban en el dorso de las bestias, independientemente del número de atados con el que lo formaban, ya que no todas las mulas podían cargar lo mismo, le llamaban una carga y, por cada carga terminada, cobraban dos centavos. De manera que era éste el trabajo más difícil y también el peor pagado, pues para poder juntar al día los míseros centavos, diez o doce, que era el mínimo que necesitaban para mal sobrevivir, sobre todo si era grande su familia, se la pasaban liando y después acomodando infinidad de atados, desde el amanecer hasta la media tarde, y eso sin contar con las tres o tres y media horas que invertían, como todos, en la larga caminata de ida y vuelta hasta los bosques cada día.
Los leñadores en cambio, además de ser los propietarios de toda su herramienta, la que por lo general era legada, junto con el oficio, de padres a hijos, recibían netamente por el corte de una carga, dieciséis centavos. Y había quienes cortaban, dependiendo de su esfuerzo, una y media y hasta dos cada jornada, porque habían heredado también la habilidad de sus ancestros y, gracias a eso, podían sobrellevar su pobreza algo mejor.
Y los muleros, quienes le compraban el producto a los hacheros y todo el esfuerzo a los sufridos cargadores, subían también con ellos a la sierra por las cargas y, cuando estaban ya las bestias bien cargadas, las que se veían pequeñas por debajo de aquellas marañas de madera, regresaban ese día únicamente hasta su pueblo y ahí las descargaban, de manera que un poco antes del siguiente amanecer, volvían a repetir el acomodo de la leña sobre los animales, y era entonces cuando se iban a venderla a su destino, para luego retornar a Santanita, cuando esto era posible, en ese mismo atardecer.
Y ellos, los que aparentemente percibían mucho más que los demás, y con menor esfuerzo, así como ganaban había veces en las que también perdían. En primer lugar, porque ellos compraban al contado y por adelantado el trabajo de los otros, de tal modo que empezaban el camino ya con merma en la ganancia. Después, porque el transporte de la leña no les pertenecía, de manera que una parte del dinero, que tan difícilmente colectaban en su arduo caminar por esos pueblos, se les iba en pagar el altísimo alquiler que les cobraban por usar aquellas mulas, y eso sin contar lo que costaba mantener cada animal. Pero finalmente, lo que siempre ensombrecía los posibles resultados del negocio, era el riesgo algo común de no vender toda la carga e incluso, aunque bastante menos, el peligro de perderla, ya que ambas cosas sucedían cada cual con su frecuencia. Porque de pronto un día cualquiera, ya estando en el camino, podían juntarse de improviso nubes negras en el cielo y, para su mala suerte, caer sobre la leña, y lo mismo les dañaba el viaje cuando era un inocente chipi chipi que cuando era un aguacero, pues la madera humedecida ya no se podía vender. Otras veces, cuando simplemente no acababan de vender toda la carga en todo el día, lo que hacían era volverse no muy tarde hasta Santa Catarina, que era de los pueblos de abajo el más cercano a Santanita y, en ese lugar, en un paraje aislado a las orillas, prendían un fuego con su leña para preparar café o un poco de comida, y allí se quedaban, esperando a que pasara con su negra lentitud el largo tramo de la noche. Y esas veces, aun cuando empezaran comentando cualquier cosa, por ejemplo de los burros o del día o de las cosas más sencillas de la vida, invariablemente terminaban dialogando del más grande de sus miedos es decir, de esa parte oscura de la noche que excedía su comprensión, puesto que ésta carecía de un cuerpo o de una forma, pero la que en un simple descuido se los podría tragar, tal como ellos habían oído siempre, allá en su pueblo, que se había tragado a otros, pues estaba acechándolos oculta todo el tiempo entre las sombras. Hasta que su hambre nunca satisfecha o su cansancio los vencía, y uno a uno iban quedándose dormidos, reunidos al amparo de esa hoguera que, con su tembloroso resplandor, los cobijaba. Así, con el amanecer reiniciaban su camino, y hasta que terminaban de vender su mercancía se regresaban, pero ya con la pérdida total de una jornada de trabajo. Y a pesar de eso era muy usual, sobre todo en la época de frío, que algunos de ellos por aprovechar el clima intentaran arrendar otro animal pero, por lo regular, cuando lograban conseguirlo, también era común que lo devolvieran pronto, pues con todo y la demanda acrecentada era muy agotador, para quien no lo acostumbraba, el tener que desplazar en una sola caminata, una ración extra de leña. Por tal motivo, casi siempre los muleros trabajaban con una sola mula, aunque había dos o tres entre ellos, que de planta usaban dos y en muy raras ocasiones, otra más. Pero cuando la familia era grande y sobre todo, organizada, como era el caso de los Albas, los Rendones o los hijos de doña Rufina, tomaban dos o más a su servicio, y así en grupo le sacaban más provecho a su trabajo.
Entonces Fortino era recuero. Y si podía él solo, mantener seis animales durante todo el año, más que nada era debido a la férrea seriedad que heredó de sus mayores. Desde que él tenía memoria, nunca un Laya había faltado al cumplimiento en sus entregas de la leña y, después de tantos años de constancia, entre él y su padre habían acaparado una mayor clientela, la que ahora solo él atendía. Y por lo mismo, los días en los que hacía su recorrido por los pueblos eran tantos sus pedidos, que en las noches era el último en volver. De hecho, aparte de él, nadie más en Santanita se atrevía a caminar por la montaña cuando ya estaba cubierta por la noche. Por otro lado, los Layas eran los únicos en el pueblo que, pasara lo que pasara, siempre le pagaron puntualmente la renta de las mulas al viejo Nicolás, y nunca le quedaron a deber ni un sólo centavo a ninguno de sus compañeros. También por eso se les respetaba.
Pero Fortino Laya nunca estuvo de acuerdo en ser mulero. De niño, ni la pobreza le dolía tanto.
D O S
Aquel niño pasaba las tardes sentado en el patio mirando a las palomas, y hasta ahí le llegaban los gritos revueltos con risas, de los niñoshombre y de los niñosburro cargados de leña, que todos los días jugaban afuera, y con cuánto entusiasmo, a la vida, a que andaban en el monte, a que cortaban árboles, a que iban por los pueblos vendiendo mercancía… pero él prefería quedarse en donde estaba, y seguir intuyendo que algún día le crecerían alas.
Siempre pensó que de seguro habría otras cosas en el mundo, algo que él pudiera hacer en el futuro y que fuera, si no más agradable, al menos diferente a lo que hacían todos los hombres de su pueblo, pero no sabía qué, y aunque en algún momento de su infancia su mente se rozó con una idea, no pudo contrariar a su destino.
Entonces no tenía todavía la suficiente edad para entender que, gracias a ese oficio, durante varias generaciones su familia había logrado sobrevivir e incluso, ya tenía consolidada una cierta medianía, en ese lugar tan lejos de todo y perdido en la nada, en el que lo más difícil era, precisamente, sobrevivir. Como tampoco para saber que en Santanita de la montaña, desde los tiempos de su abuelo, a los Laya se les reconocía como a los mejores burreros y, más recientemente, al difunto Hipólito Laya, su padre, de quien aún se recordaban insólitas historias que le dieron fama por toda la región, aunque algunas de ellas, muy a su pesar y con su propia piel, Fortino las conoció. Desde niño le tocó acompañarlo, innumerables veces, en su largo caminar por esos montes, y fue testigo atento de muchas ocasiones, en las cuales su padre se tuvo que enfrentar a lo negro de la noche, al aullido del lobo, al trueno desgarrando el cielo, con aquellos imponentes y estruendosos rugidos de luz que desgajaban árboles, que cimbraban por debajo de sus pies el pedazo de universo por el que iban caminando, para luego convertirse casi siempre y de golpe en fortísimos chubascos que dolían por despiadados, en aquellas interminables tormentas que hacían que se sintiera con mayor intensidad y como un sólo sentimiento, el frío que ya traían metido hasta los huesos y la inmensa y dolorosa soledad que cubría toda la sierra. Así fue aprendiendo los secretos de la montaña, esa fue su preparación.
Y fue a ese hombre rígido y callado, llamado Hipólito Laya, al único a quien alguna vez Fortino le confesó, lo que después nunca a nadie más le confiaría: que él no quería ser arriero, que aspiraba a hacer algo distinto con su vida.
-¿Y qué, si no?, le preguntó entonces su padre, dejando de hacer súbitamente lo que estaba haciendo, lo cual no era muy común en él, y encarándolo con toda su hosquedad.
-Tal vez… yerbero, le expuso Fortino, titubeando, y no sólo por su característica timidez, la que invariablemente tendía a magnificarse cuando estaba junto a él, sino por un miedo instintivo a la respuesta que ya estaban teniendo sus palabras, pues recién habían empezado a hablar, y ya estaba sintiendo esa dureza en la mirada de su padre que le intimidaba tanto. Así que ya no terminó de decirle que a él le gustaría, no sólo ser yerbero, sino ser en todo como el viejo Cirilo, aquel medio pariente de su madre.
-¿Como Cirilo?, le respondió muy enojado su papá, quien ya empezaba a adivinarle el pensamiento, y lo miraba ahora sí tan duramente como lo percibió Fortino, para luego remarcar esa dureza, con un dejo de rechazo e ironía en sus palabras, ¿como ese viejo holgazán que es capaz de todo con tal de no trabajar?
Y desde ese momento, ya no hubo manera de que llegaran a ningún entendimiento puesto que, cuando de Cirilo se trataba, su padre solía ver todo con los otros ojos, con los de ver las cosas diferente. Para él, Cirilo no era sino un charlatán, un engaña tontos quien por miedo al trabajo duro había inventado que sabía curar.
-Pero él sabe curar, trató de insistirle Fortino, su trabajo es bueno, es como la yerba que cura a la gente.
-¿La gente?, le contestó entonces su padre en una explosión, ¡burros debería de curar!
Por eso lo detestaba Hipólito. Porque un día en el pasado Cirilo se negó a curarle a su burra, la Nopalona, la que después se le murió, y dos años tuvieron que pasar para que él pudiera terminar de pagársela a don Nicolás. Desde entonces, la sola mención de la palabra yerbas le traía el recuerdo de Cirilo y, Cirilo para él, estaba descalificado. Siempre midió la hombría de todos los hombres, con una vara que servía para medirles el sudor.
-Antes, la medicina era el trabajo, continuó diciéndole, aunque cada vez más alterado, ¡antes, qué médicos ni qué nada, el trabajo era lo que había para no enfermarse!, y la voz se le fue endureciendo paulatinamente, hasta volvérsele como una piedra, y con ella golpeó con fuerza los sueños de Fortino.
El niño solamente había tratado de exponerle, tal vez con débiles razones, la poderosa inquietud que él sentía. Y sería que no fue claro en su planteamiento o que lo hizo en mala hora, o quizás que su destino no estaba contemplado para tener plasticidad, pero lo cierto fue que Hipólito no tuvo la paciencia ni la capacidad para comprender qué era lo que él necesitaba.
El sólo hecho de pensar que Fortino, su único hijo, era un haragán, lo había puesto furioso. Eso nunca había pasado con un Laya. Pero su rabia fue aumentando y perdió la proporción al saber que el niño, además de estar pensando en la holgazanería, quería dedicar toda su vida a la inútil profesión de curandero, exactamente como ese Cirilo a quien él tanto detestaba. Y como Fortino siguiera insistiendo, argumentando inocentemente que a él no le interesaban ni la sierra, ni los burros, ni el estar pensando todo el tiempo en términos de leña, Hipólito llegó a una fatal conclusión que ya no pudo soportar: que la razón del niño, por la que estaba tratando de cambiar su porvenir, se llamaba miedo. Y eso, ¡que su hijo tuviera miedo a la montaña, él no lo podía aceptar! Fue el día cuando le dio aquella terrible paliza, con la que logró no únicamente que el niño se alejara de sus sueños, sino que los borrara para siempre de su mente y que nunca más los volviera a mencionar.
Esto sucedió un martes y Fortino quedó convaleciente hasta el siguiente domingo, y ese mismo día, por la tarde, nació una mulilla en el pesebre de los Laya a la que Fortino bautizó como la Paloma. Y con ella, entre cuidándola y viéndola crecer, pasó una buena parte del tiempo que él necesitó para poder aceptar que tenía que ser arriero. Después, en los años de hacerse hombre, la hizo su compañera. Y siguió con él hasta el día en el que formó su propia recua, pues más tarde o más temprano le llegó la hora en la que tuvo que tomar a su servicio otras mulas de las de don Nicolás y, a tanto andar la montaña con su Paloma, terminó por resignarse.
T R E S
Esos y otros más recientes conformaban el cúmulo de recuerdos que le acompañaba en aquella madrugada, además de un viento helado que esa noche no dejaba de soplar, mientras él iba caminando por el monte en la mitad de aquel enero, tratando de encontrar un hormiguero entre esas sombras que, de tan pronunciadas, no le dejaban ver que después de muchos años, esa era la primera vez que subía a la montaña, a una hora tan fuera de la hora de subir a la montaña, y por algo totalmente diferente a su rutina.
Todo comenzó con el frío del día nueve, cuando ya se había colado disimuladamente la fiebre en su casa, como podría haberlo hecho una ráfaga de viento por debajo de la puerta, y se había aposentado, sin ninguna discreción, en la alegría de su hija.
-¡Fortino, ven, le gritó su mujer muy angustiada, desde adentro del jacal, tan pronto como lo sintió llegar, y cuando sólo habían pasado unos minutos de que el cielo en torno a ellos se hubiera oscurecido, que la niña está muy mustia!
Así que Fortino mal dejó a sus animales en el patio, los que pesadamente y con el ruido sordo de sus cargas, por instinto enfilaron su trote hacia los bebederos, y él entró lo más rápido que pudo en aquella progresiva oscuridad, que a esa hora ya llenaba como un todo, el espacio interior de la pequeña construcción, pues sabía mejor que nadie lo que significaba el que las risas se esfumaran de la cara de los niños.
No en balde, y contraviniendo las órdenes que le dio su padre en aquel lejano día cuando recibió los golpes, siguió visitando, aun cuando no con la frecuencia que a él le hubiera convenido, al viejo Cirilo, y de él aprendió lo que ahora sabía sobre las yerbas, acerca de los aires y de los malos momentos, y de todas esas fuerzas intangibles que con cuánta sutileza, en un descuido de la gente, se metían a descomponerle el cuerpo, y algunas de entre todas las maneras que aquel viejo conocía para curarlo, aunque de todo esto nunca le dijo nada a nadie, y no tanto para que su papá no lo supiera, lo que habría sido muy grave, sino por esa perfección que algunas veces alcanzan las palabras, cuando logran embonar con el silencio, y que fue una de las primeras cosas que le enseñó Cirilo.
-Son las calenturas, le dijo escuetamente a la mujer, mientras él revisaba con cuidado a la criatura, pero vamos a ver qué hacemos para que se ponga buena, y sin decirle más, tan pronto como terminó de examinarla, se salió.
Y no se detuvo ni siquiera a pensar en descargar a sus mulas, porque iba en ese momento a tratar de encontrar algún remedio en las plantas de la montaña, aun sabiendo o más exactamente, intuyendo que éste no existía. Y si no le comentó nada más a su mujer, ni permitió que descubriera en su semblante el tamaño de su desesperanza, lo hizo únicamente para no asustarla, puesto que él casi desde el primer instante, cuando apenas se estaba acostumbrando al débil halo de la vela, en los ojitos tristes de la enferma, vio una lejanía como de niña muerta.
Ese mismo día Fortino había salido como siempre, desde mucho antes que naciera la mañana, e igual que sus mulas, había caminado primero con el peso de la noche y luego con el peso del sol de todo el día sobre la espalda. Pero aún con eso, para nada le importó el tener que salir una vez más. A esa hora y con esa oscuridad, lo único que le pesaba en la vida era pensar en su hija. Pero después, el camino de la noche con todo y su cansancio y su tristeza lo trató mejor y, unas horas más tarde, cuando por fin volvió, aunque venía desconsolado, curiosamente se sentía más ligero. Y traía con él unos trozos de corteza de palo alto, así como hojas tiernas que tomó del mismo árbol; otras hojas que cortó en otros arbustos, incluyendo unas pequeñas muy potentes entre cafés y rojas y que, más que curar, cuidaban, pues servían únicamente para proteger la sombra; también un manojo, exiguo y a la vez abigarrado, de diferentes flores de las de no sufrir, que un tanto por el viaje y otro tanto por el corte, ya venían adormecidas; y un pedazo, como un palmo, de aquella raíz que Cirilo le enseñó que cortada de dos tajos en la punta de la noche, y acunada por completo con un trapo humedecido, ya que lo más importante consistía en que no muriera ahí, era lo mejor que había para curar casi todas las dolencias que carecían de nombre. Así que, haciendo a un lado el desaliento, buscó y localizó entre sus pocas pertenencias el rústico mortero, la mano de moler, e inmediatamente se puso a macerar en él, siempre por separado, pequeñas porciones de aquellos elementos, para luego irlos mezclando en otro recipiente, con una poca de agua que había sido expuesta previamente a los efectos de la luna. Y cuando al fin obtuvo el amasijo que esperaba, con esa pasta espesa y pegajosa, verdioscura, y que ya estaba en espíritu en el aire con su intenso humor amargo, hizo pronto un cocimiento, diluyéndola por partes con más agua de luna, de la que ya desde hacía un rato estaba hirviendo en el fogón. Y éste, aún humeante, a pequeños sorbos, y con gran dificultad por el dolor que le causaba, dio a bebérselo a la niña mas, como supuso, y a pesar de que María la estuvo refrescando todo el tiempo, con un lienzo mojado en agua helada del arroyo, la fiebre no cedió.
Lo mismo sucedió el día diez y el día once: el calor que le bullía por dentro, le salía rojo y brillante y se le hacía un incendio, y le estaba quemando poco a poco cada parte de su piel. Y las diferentes yerbas, porque intentó con varias, que trajo Fortino en esas tardes al volver, una vez vueltas té, sirvieron solamente para medio humedecerle la boquita seca o la piel resquebrajada, pero no para apagarle por completo, aquel infame fuego que ardía constantemente en su interior, ya que un rato después de darle el té a beber, y de aplicarle unos emplastos con el mismo bagazo, bajo el cuello y las axilas, la agonía volvía y de nuevo se instalaba, en ese cuerpecito cada vez más fatigado.
Así llegó el día doce y ese día, como no había sucedido en mucho tiempo, ni aún en aquel no tan lejano cuando se murió su padre, Fortino no salió. Y sus mulas tampoco. Simplemente las dejó ahí paradas en el patio y no consideró ni siquiera el alquilarlas, como lo hubiera hecho cualquier hombre de su pueblo para no perder el día. Y allá por la media tarde, cuando encontró un pequeño espacio para ir a darles de comer, sin tener mayor motivo que el darles de comer, les dobló la ración de pienso, y más que por gratitud como un reflejo del cansancio, pues ya no tenía cabeza para esas nimiedades y ya no quería pensar que si la montaña esto o esto otro, que si la clientela aquello o más allá, o que si las seis cargas de leña que acarreó paso por paso el día anterior, por lo pronto se quedaron sin destino y olvidadas en cualquier simple rincón. Porque ahora el único pensamiento que tenía incrustado en la conciencia, era el de su niña que realmente estaba grave: su frente sudorosa todo el tiempo, su piel de brasas y sus jadeos constantes así se lo decían, así como su mirada perdida y su enorme dificultad para respirar. Y cada vez estaba peor.
María su mujer llevaba noches sin dormir y, a diferencia de la niña y de la lumbre permanente de su tez, el color cobre encendido de su piel se había borrado para siempre de su cara. Y así como su coloración, la clásica firmeza de su estar también la estaba abandonando. Y sería que la mujer, con tal de devolverle la salud y la sonrisa, se estaba vaciando de su propia vida para dársela a su hija, o tal vez que de tanto cobijarla con su cuerpo ella hubiese absorbido todo el mal, pero el caso es que en sus ojos, fuertemente enrojecidos y gastados por la pena, como después le diagnosticaría Fortino, primero se le fue metiendo el miedo y después la enfermedad.
Aunque él lo supo hasta la tarde del día trece, cuando al volver de recolectar algunas yerbas por ahí, la encontró recostada en el camastro acariciando a su hija, cantándole con muy débiles susurros la canción de cuna que tanto le gustaba, porque hablaba de los grillos y la luna y, alternadamente, riendo ella sola con la misma flojedad. Entonces se le acercó y por primera vez en esos días la miró a los ojos… y en ellos se encontró con la misma lejanía.
El día quince, por la tarde, murió la niña, y María ya no lo pudo ver: la fuerza se le había terminado.
Y esa noche, después de varios días de no haber vuelto a la montaña, Fortino fue a ver a Macrina, su comadre, y le pidió que por favor fuera a su casa, que velara a su chiquita y que cuidara a su mujer, pues él iba rumbo al monte a buscar un hormiguero, porque había un remedio que se hacía con hormiga de montaña machacada en hoja diabla, que él vio cómo lo preparaba y de qué forma lo tomaba el viejo Cirilo, poco antes de morir, y que servía, según le dijo entonces, para espantar a la muerte.
C U A T R O
Estuvo caminando durante varias horas, buscando inútilmente un hormiguero que por nada aparecía. Y no se daba cuenta que con todos los recuerdos inundándole los ojos, no estaba mirando tal como él acostumbraba a mirar cuando la noche se posaba sobre el mundo. Mas no podía dejar de pensar ni un instante en su mujer y en su hija: el frío intenso que se sentía esa noche sobre el monte, no alcanzaba a congelar el pensamiento.
Pero un rato después y unos cientos de pasos adelante, cuando ya sólo quedaba una línea de la luna asomada por allá en el horizonte, sucedió algo inesperado: como si la Paloma hubiera adivinado sus deseos, de pronto se detuvo y ya no hubo manera de hacerla caminar. Cuatro o cinco jalones después, Fortino comprendió lo que pasaba: estaban parados, en cualquier lugar de la montaña, justo un paso antes de cruzar por sobre un gran hormiguero, y eso le alejó momentáneamente los recuerdos.
A esa hora, pensó, si todo salía bien, dentro de todo lo mal que había salido todo en ese tiempo, a más tardar con el amanecer estaría de regreso, y podría brindarle a María el urgente alivio que su cuerpo reclamaba. Y aunque no era mucho lo que esperaba, porque ese remedio él no lo conocía o al menos, nunca le había tocado prepararlo, era lo único que tenía al alcance de su mano en aquella realidad. Y no obstante que éste rebasaba la frontera de sus conocimientos, no sabía de qué otra forma podría ayudar a su mujer, así que empujó a su mula unos metros más allá, para que le dejara espacio, y tomando la rústica pala que traía, no sin titubeos empezó a cavar.
Aún así, entre torpe y vacilante, pronto se fue rodeando de terrones que al caer, se rompían y se hacían sombras, pero de hormigas, nada.
–Tal vez, más abajo, pensó Fortino, quien con cada palada que daba forzaba la vista, como queriendo ver lo que quería ver, aunque ya para entonces casi nada se veía.
Y continuó paleando, lo que fue disminuyendo poco a poco su impericia, aunque los pobres resultados que obtenía no le servían de nada, pues ahí no había más que tierra y arena y oscuridad. Mientras tanto, la última luz de aquella noche se fue con la luna, dejándolo a su suerte, en medio de aquel pequeño cráter de hormiguero sin hormigas y, definitivamente, en una sombra total.
Fue entonces cuando por primera vez la pala topó en seco, haciendo un ruido diferente al que hacía cada vez que penetraba en la tierra o cuando chocaba contra alguna piedra y, desde ese momento, con cada nueva incisión el golpe del hierro volvió a responderle de ésta otra manera.
La ausencia de claridad no impidió que Fortino supiera que ahí había algo, y que ése algo era un objeto plano y tal vez hueco pero, principalmente, que estaba ahí. Paladas después, los sonidos confirmaron un tamaño y una forma: de seguro era una caja. Y todo cambió a partir de aquel instante. Se olvidó por completo de su gran preocupación y de su pena, y se concentró con tanta fuerza en tratar de liberar de su prisión de tierra, lo que él consideró que era la tapa, que en ese momento dejó de ser quien era y se volvió, simple y llanamente, una máquina de cavar; un manojo de músculos blandiendo una pala, entre la tierra y el aire, con movimientos rítmicos; un autómata mecánico y preciso, en una noche oscura en algún lugar del mundo, cavando con ansia un agujero para desenterrar un objeto imaginario, una pura ilusión con la forma invisible de una caja de madera, y ya no se detuvo hasta dar por terminada su labor con la última palada. Luego, sudoroso todavía a causa del esfuerzo, se hincó a un costado del hoyanco y, en posición de gato, metió parte del torso dentro de él, para sacar más fácilmente lo último de tierra con sus manos, y fue cuando palpó que unos herrajes protegían el contenido de la caja. Así que una vez que terminó de desterrarla, totalmente cubierto por la gran negrura que todo lo rodeaba, alcanzó su pala y los enfrentó a ciegas, logrando violarlos sin mayor dificultad, pues estaban tan podridos que aún sin poder verlos, parecía que éstos fueran de cartón. Después, con lentitud y valiéndose nuevamente de su pala, entre crujidos de madera y un chirriar de goznes, levantó un poco la tapa, pero estaba tan oscuro que nada pudo ver:
–¡Carajos!, fue lo único dijo.
Entonces pensó en meter la mano, para saber por fin cuál era el contenido, pero también pensó que bien pudiera estar la caja repleta de alimañas, así que decidió que mejor iba a esperar.
Hasta ese momento se dio cuenta que ya estaba agotado, así que tentaleando entre las sombras se fue hacia la Paloma, pensando en reposar un poco junto a ella en lo que brotaba el sol, y si algunas hormigas quedaron después de tanto movimiento, durante esos minutos se salieron de la caja. Él mientras tanto, con su cansancio acumulado y una sed apenas descubierta, sacó de las alforjas de su mula una botellita que siempre traía con aguardiente, y casi la vació de un solo trago, pero la curiosidad por saber qué era lo que había en ese cajón lo hizo volver nuevamente al agujero y, entonces, sí metió la mano:
-¿Monedas?, fue lo primero que pensó, e inmediatamente, moviendo la mano, lo pudo comprobar al oír su inconfundible tintineo. Luego con cuidado y con cierta desconfianza mordió una y, a pesar de lo negro de la noche, le conoció el valor por su blandura. Y eran muchas.
Así lo encontró la primera luz, metiendo y sacando la mano de un baúl en el que, entre un poco de arena, cientos de monedas amarillas habían esperado por él, quizás, cientos de años también.
Y las hormigas, si las hubo, no dejaron rastro.
C I N C O
El descenso aun con la brillante y pesada carga fue más rápido y, ya casi para llegar, cuando el sol de las diez de la mañana lucía esplendoroso y empezaba a calentar el aire afuera de su casa, fue cuando supo que ya a nadie le importaba su regreso: a esa hora en contra de su costumbre, los perros en vez de ladrar, aullaban.
La ingenua esperanza que vino construyendo por todo el camino, de devolverle a María completas las ganas de vivir con los destellos de su oro, aunque después tuviera que darle a beber ese dudoso extracto de hojas y de hormigas, terminó por esfumársele cuando entró en la casa y vio que ya no estaba su comadre. Sólo salió a recibirlo el silencio y un penetrante olor como de ausencia, como de cosa abandonada, como de casa con la puerta y las ventanas cerradas, y que todavía hasta el día de ayer tuvo prendidas las brasas en el fogón.
Su mujer estaba adentro, en el camastro, porque en el último instante se abrazó del cadáver de la niña y las dos, lo esperaron así.
La comadre Macrina se había ido desde el amanecer y volvió con el mediodía. Traía con ella su tristeza y un caldo caliente de gallina para la inconmensurable tristeza de Fortino, el cual no le pudo dar tan pronto como llegó, porque lo encontró profundamente dormido, aovillado en el suelo, en un rincón junto a la cama donde yacían las muertas, y no lo quiso despertar. Le traía también, con forma de palabras, la pena de algunas mujeres que dijeron que más tarde vendrían, y las fue regando muy despacio, como una despedida, sobre el tardío sosiego de su ahijada y la gran tranquilidad que reflejaba ahora su comadrita, al tiempo que las preparaba.
A María grande le lavó la cara y los brazos con agua de flores, de las mismas flores redondas y amarillas que ella misma había cortado en el terreno de Cenobia. Y a su ahijada, quizás por pequeñita, le lavó completo el cuerpo con un trapo remojado en aquella agua florada, y puso más esmero en arreglarle su carita. Y una vez que ya estuvieron lavadas y peinadas, buscó entre las escasas pertenencias de María, y a las dos les puso lo que ella presumió que eran sus ropas preferidas para luego, sin bajarlas de su catre, cubrir éste con flores, de tal modo que diera la impresión de que las dos muertitas, simplemente se hallaban dormidas sobre un lecho floral. Así, a las cuatro de la tarde, cuando las demás mujeres comenzaron a llegar, ya estaba el café sobre el carbón y las dos Marías amortajadas.
Los hombres llegaron después. Todos, de una u otra forma estaban enterados de lo grave que era el mal de la hija de Fortino, y algo habían oído con respecto a que la niña había enfermado a su mamá. Y esa tarde, al ir volviendo cada cual de sus quehaceres, desde las primeras calles se les fue metiendo en los oídos, el denso silencio que flotaba en todo el pueblo, así que no hizo falta que ninguno preguntara qué era lo que estaba sucediendo, pues toda la quietud que había en el aire les informó que ya, que eso, lo que había y no había y lo que estaban sintiendo, excedía la gravedad. Entonces sus pasos los llevaron, sin detenerse en dudas, aunque por diferentes callejuelas, directamente hasta la puerta de la casa de Fortino, en la que ya alguien se había acomedido a colocar, no sólo uno sino dos, ¡dos crespones negros!, dos respuestas negras con dos simples listones, uno grande junto a otro más pequeño, y que les fueron dando a su llegada, sorpresivamente, la doble y cruel confirmación. Así, fueron llegando uno tras otro de la sierra y de los pueblos y ya para la noche, estaba llena la casuca.
Fortino no hablaba. Se limitaba a estar, enmudecido, mirando todo y nada de lo que acontecía en torno de él, y no lo importunaban. Era muy notorio que traía el dolor hecho bola en la garganta.
Las mujeres se alternaban para preparar café y también para llorar en todo momento por las muertas, de modo que todos los presentes tuvieran en las manos, un jarro relleno de ese líquido caliente, y que no hubiera un instante, uno sólo, en el que las Marías se dejaran de llorar. Pero si el coro de los llantos por toda la casa no era suficiente, según sus creencias, para tratar de interceder por ellas ante el cielo, éste estaba fuertemente reforzado por el coro de los rezos, mismo que se había apoderado permanentemente, desde los inicios del velorio, del mejor lugar: justo a un lado de aquel montón de flores convertidas en camastro, lo más cerca posible a las difuntas, y en donde los rezos, sin mezclarse con los demás sonidos, se podían proferir con mayor intimidad. Así que en torno de María y de su hija, aparte de unas velas encendidas, de los llantos continuados y una noche que no se detenía, aquellas mujeres que intercambiaban turnos, no dejaron de rezar, si bien con unos rezos diluidos que parecían susurros o el sordo vibrar de un avispero, pero con ritmo de oración, de letanía, y que daban la impresión de secreteo o como de un algo privado, tal como si ellas les estuvieran dando a las Marías los últimos consejos, alguna advertencia o quizás una postrer exhortación para cuidarse en el camino. Y el ruido de esos rezos simulados contrastaba todo el tiempo con los ruidos de la vida, con el ruido que brotaba de todos los que estaban, de aquellos que entraban y salían, de los que conversaban. Macrina atendía la casa. Fortino sufría.
S E I S
Con la salida del sol, en aquella casita perdida en el mundo, entre otras igual de perdidas en la lejana desolación de aquel monte, en la que había más tristeza que la que podía contener, aparte de Fortino y de sus dos mujeres, y de Macrina, su comadre, ya no quedaba nadie.
Los hombres así como habían ido llegando, se fueron yendo conforme les forzó a irse la ineludible necesidad de continuar su vida, pero con la promesa general de retornar a tiempo, hubieran concluido o no con sus labores, para estar presentes en el último adiós a las Marías, el cual fue proyectado para consumarse, con la caída del sol, en el siguiente atardecer.
Y las mujeres, independientemente de aquellas que se fueron por ir tras de sus hombres, así como se les fueron secando las lágrimas, o cuando ya no hubo más café qué preparar, o porque se les terminaron los rezos o la voz o les dolieron los pies o las rodillas, al ver que su presencia no bastaba para contrarrestar o tan siquiera para menguar un poco el sufrimiento de Fortino, también se fueron yendo.
Sólo Macrina se quedó hasta el final. Y aunque se veía muy cansada y en las líneas de su cara reflejaba, con tonos grises y oscuros, las dos noches que llevaba sin dormir, todo había sucedido tan de pronto y después se volvió tan secuencial a la vez que tan urgente, que en esas interminables horas que sumaban ya casi dos días, nunca tuvo tiempo para pensar en sí misma y menos aún, para descansar.
Nada de esto hubiera podido imaginarse apenas dos noches atrás, cuando Fortino llegó a buscarla con el aterrador argumento de que la niña, su María chiquita, ya estaba muerta, y que ahora era María quien se encontraba muy enferma, por lo que requería de su ayuda para poder irse al monte en ese momento, no obstante su evidente desconsuelo, a buscar quién sabe qué clase de yerbas, con las que él pensaba que aún podría devolverle la salud:
-Porque yo sé de un remedio allá en el monte, Macrina, que bien puede servir para sacarle esa maldita enfermedad, le recalcó Fortino, sin darse apenas cuenta que en el tono de su voz había más miedo que esperanza, así que mientras más pronto me vaya, más pronto lo traeré.
Por eso Macrina, quien sabía como pocos que Fortino, además de ser mulero y bastante empecinado, poseía una especial habilidad para curar, aceptó esa difícil encomienda y, tal como quedó con él, se fue a cuidar su casa. Y fue debido a esa fe que le tenía a su compadre, a sus dotes de curandero, que ni aún después de ver el mal estado de María, permitió que por su mente asomaran pensamientos de desgracia porque, y así lo pensó, si ya estaba la niña muerta, ¿pues qué otra cosa podría ser peor? Aunque lo cierto era que faltaban nuevas penas por venir.
No habían transcurrido más de tres o cuatro horas, después de que Fortino se marchara a la montaña, cuando María, entre los estertores de una fiebre de la que ya no era conciente, se abrazó instintivamente a su niñita, aunque con mucho esfuerzo porque ya estaba tan mal que parecía de trapo, y cuando al fin la tuvo entre sus brazos, se sonrió muy levemente hacia algún punto del aire con una sonrisa lastimosa, casi tan patética como su propio abrazo y, en ese mismo instante, la última pajita de vida que le quedaba, se le quebró. Y esto solamente le tocó verlo a la escéptica Macrina. Ella fue la única que la estuvo asistiendo durante aquellas horas, y la única también que presenció de cerca, el angustiado esfuerzo de María para no irse sola de este mundo, en aquel mucho más que deprimente, pavoroso minuto final. Y quien, en el siguiente, una vez que su comadre dejara totalmente de sufrir, con una calidez y lentitud que rayaba en la caricia, le cerró los ojos.
Entonces, cuando ya todo terminó, en lugar de ponerse a llorar tal como le dictó su primer impulso, o de apagar la vela que las iluminaba e irse inmediatamente como se lo sugirió su miedo, puesto que la cercanía con la muerte la enfrentaba casi siempre con sus miedos, y tal vez para dormir pues ya desde esa hora sentía en todo el cuerpo el incómodo tormento del cansancio, como se sintiera repentinamente, como nunca antes se había sentido frente a la muerte de nadie, compartiendo el espacio y una paz desmesurada con la divina presencia de una ánima bendita que, además de todo, era su comadre, tocada por una humildad que no había experimentado en mucho tiempo, se hincó a un lado de la cama, donde más tarde descubriría durmiendo a Fortino, y donde todavía más tarde se acomodaría el grupo de rezanderas, y se puso a orarle a esa ánima conocida con toda su devoción durante las horas siguientes, hasta que el cielo empezó a manchonearse con las más lejanas luces de aquel amanecer, que fue cuando por fin se decidió a dejar un rato a solas a las dos Marías, para ir a avisarles a todas las mujeres en el pueblo que siempre sí, que había sucedido la desgracia.
De ahí en adelante acontecieron muchas cosas en el día. Porque no sólo pasó a cortar flores en el lote de Cenobia, ni se limitó a visitar casa por casa, narrando con todos sus detalles, absolutamente todo lo concerniente a la última hora, la más amarga, de María, con aquel relato que poco a poco fue creciendo pues cada vez que lo contaba, le anexaba diferentes elementos a ese estado de gracia que le tocó vivir, ya que ella había sido, según les fue diciendo, la única testigo del bendito momento cuando el ánima que no vio, pero que de seguro estuvo ahí, se desprendió del cuerpo antes inquieto de su amiga y empezó a flotar, con lo que logró contagiarlas del sentimiento místico que vivió con ese evento puramente celestial, frente a ese acto intangible a la vez que luminoso, ya que sobrepasaba lo terreno y que, como todas lo aceptaron, difícilmente a lo largo de sus vidas se les volvería a repetir. Porque también fue ella quien después organizó, el todo y las partes de la solemne velación que harían aquella noche por las muertas, y también quien acuñó la frase con la que involucró a las demás mujeres, una vez que se esparció, en voz de ellas, por todo Santanita:
–Así que entre todas, les dijo Macrina, vamos a hacer que esta velada sea la mejor que se haya visto en nuestro pueblo, porque a mí se me hace que eso fue, lo que me estuvo pidiendo todita la noche mientras revoloteaba, y ya con su vestido de ángel, la difunta.
Y ya nada más como para asegurarse de que nadie le fallara, después de difundir por gran parte del pueblo la fatídica noticia, les dijo a las mujeres que se habían ido agregando en su lento caminar, que corrieran el rumor por todos lados, para que las mujeres que le faltó por ver, se enteraran que los rezos en honor de las Marías comenzaban esa tarde, y que sería muy bueno si llegaban trayendo algunos jarros, unas sillas, unas ceras o unos granos de café.
Y todavía después pasó por su casa para darles de comer a sus gallinas, que fue cuando hizo ese caldo que le llevó a Fortino, y de ahí en adelante vendrían cuántas otras cosas que también tendría qué hacer.
Así que aquel velorio, con todos los defectos que pudieran encontrarle, era su obra y, muy por encima del cansancio, que ya se le notaba, se sentía extremadamente satisfecha. Pero allá por la media madrugada, cuando ya quedaban pocos asistentes, en un momento dado su mirada tropezó, por un par de segundos, con la pobre estampa de Fortino parado en un rincón, muy cerca a las difuntas, y lo vio tan desvalido, tan dejado de la suerte y con esa gran tristeza silenciosa que no se le quitaba, que de pronto pasó por su cabeza el esbozo de una idea, con la que tal vez podría coronar pródigamente aquel esfuerzo. Fue entonces cuando ella tomó la decisión de quedarse hasta el final y, haciendo un gran alarde de aguante y de paciencia, se espero apaciblemente hasta que el último se fuera.
Lo había visto tan callado, tan perdido él solo en sabrá Dios qué insondables pensamientos, de repente tan vencido frente aquella pisoteada realidad y, en suma, literalmente, tan abandonado, que inmediatamente comprendió que quién más que ella, que para eso era su comadre aunque claro, cuando ya estuvieran solos, para darle ese consuelo que él con cuánta desesperación estaba necesitando.
Por eso deseó quedarse, para recordarle que hacía ya mucho tiempo que ella había pasado por lo mismo, cuando la infausta muerte de su esposo Timoteo, y para intentar explicarle que a partir de ese momento le harían falta muchas, muchísimas lágrimas para poder conformarse con la soledad. Y ella sabía bastante sobre eso, pero también ahora sabía un remedio. Eso era precisamente lo que le quería decir:
-La carne viva, compadre, eso es lo único que ayuda a olvidar la carne muerta.
Y también había pensado que quería regalarle a ese hombre, en aquel instante tan difícil de su vida, un poco de ese calor como el que a él parecía estarle haciendo mucha falta y el que, definitivamente, a ella le sobraba. Para ello, una vez que se quedaron solos, le preparó un té bien caliente de canela y tila, como el que ella tomaba algunas veces para ayudarse a sí misma, cuando el frío de la noche era más largo que de costumbre y, una vez que se lo dio, se sentó en una silla que estaba junto a él para esperar a que éste se le enfriara, a que se lo bebiera, a que le hiciera algún efecto o que le proporcionara a sus ateridos huesos, tan siquiera un poquitito de calor pero, mientras él se lo tomaba, casi con tanta lentitud como tristeza y hasta con unas bien disimuladas ganas de llorar, Macrina, quien seguía sentada condescendientemente en esa espera, con los brazos cruzados sobre el regazo, con los ojos extraviados mirando al infinito y con la cabeza sutilmente reclinada, apenas rozando con uno de los hombros de Fortino, sin sentirlo se fue quedando dormida y muy pronto, aunque con cierta delicadeza, empezó a roncar.
Era la hora del sol y Fortino no dejaba de sufrir.
S I E T E
Casi todo el pueblo se hallaba reunido afuera de la casa de Fortino en aquel atardecer, cuando en dos cajones crudos, que hizo Neftalí el día anterior, urgentemente, salieron sus mujeres para siempre, en hombros de los hombres, con rumbo al cementerio, bajo aquel cielo de enero tan gris y tan nublado, que parecía que se quería caer.
Solamente no estaban presentes los más viejos y los niños, más los hombres que venían todavía por el camino y algunas mujeres que tenían muy avanzada la preñez y, por un mero accidente, Lucas Epifanio, quien por esos días se había quebrado un pie. E igual faltó don Nicolás y obviamente, la gente de su casa, aunque en él eso era lo normal. Él siempre había manifestado, desde su preeminente posición, que no soportaba los eventos funerarios y su forma habitual para expresarlo era negándose a asistir. Aunado a ello, este rechazo de por sí rotundo hacia las cosas de la muerte, en los últimos tiempos se le había exacerbado, pues su propio entierro cada vez lo presentía más cercano.
Pero aún con los faltantes, quienes no hacían un gran hueco con su ausencia, con todos los presentes se formó una larga fila, de cuatro o cinco en fondo con las cajas por delante, y en silencio comenzaron a avanzar. Así, en hombros y sobre el ruido opaco que hacían todos los pies al ir rozando contra el suelo, como si fueran sobre un triste y monótono crepitar de pasos, apenas matizado por discretos bisbiseos, tras cruzar con el cortejo y su doliente lentitud buena parte de su pueblo, y de rodear un poco, sin perder el orden de la fila, por la orilla la barranca, llegaron las Marías hasta su última parada, donde otros las estaban esperando.
Alguien entre todos, aparentemente por su propio pie, se había ido muy temprano a buscar al cura de la iglesia de Santa Catarina, y volvió apenas a tiempo pero lo traía con él, al mismísimo padre Rafael montado en una mula, cuando ya todos estaban, con las cajas aún abiertas y frente a la tierra abierta, dándoles el último hasta luego a las difuntas, de manera que el religioso, aprovechando que los cuerpos estaban presentes todavía, comenzó inmediatamente su sermón.
Entonces les habló, naturalmente, de Dios. De Dios y de sus actos. De la infinita bondad y la gran sabiduría que su ser representaba, y de cómo cuando Él aplicaba éstas con sus hijos, porque vio en muchas miradas que no había aceptación ante esas muertes repentinas, no todos los hombres lo lograban entender:
-Porque los designios del Señor, son inescrutables, les dijo, y después lo recalcó por si quedaba alguna duda, y no todos los hombres comprenden su divino alcance. Pero no se olviden que la muerte, y puso un mayor énfasis en esas palabras, también es libertad.
Y prosiguió explicándoles la forma con la cual el cielo dispensaba la justicia:
-Que no es otra cosa que equilibrio, les simplificó, para luego aclararles cómo éste, de múltiples maneras, se extendía a todos los hombres:
-Porque en el universo, y reforzó su frase con las manos, tocando muy apenas con la punta de los dedos, en un lento girar de ambos brazos, los bordes del diminuto espacio que había a su alrededor, todo es equilibrio, y así como el día se equilibra con la noche, la lluvia compensa a la sequía y el agua en su forma más sencilla suprime la sed. Así que, como pueden ver, les concretó, después de haberles hecho una larga relación de equilibrios evidentes, son infinitas las posibilidades y por todas tenemos que agradecerle al cielo, porque así como siempre hay un pan que mitiga nuestra hambre, también hay un momento y un lugar para poner nuestro cansancio a reposar y, si somos justos, sabremos entender la amplitud de este concepto.
Aunque no importaba mucho cualquier cosa que dijera, puesto que la mayoría no lo estaba escuchando o al menos, no con toda su atención. Más estaban concentrados en vivir, segundo a segundo, cada una de las partes de aquella ceremonia, y nadie tenía un interés en especial por saber el contenido del sermón, sin contar con que en éste había algunas palabras que ninguno comprendía. Y en cambio sí, lo realmente importante para casi todos en ese momento, ya que nunca antes había sucedido algo igual en Santanita, era el insólito hecho de que hubiera venido un cura hasta su pueblo, y que ahora estuviera compartiendo con ellos, aquel aire triste y helado que rodeaba a sus queridas muertas, hablándoles de las cosas del cielo con esa voz delgada que se deshacía en palabras, cuál más bella y cuál más incomprensible, y que a muchos les hacía sentir que no era al sacerdote a quien oían, sino que estaban oyendo directamente a Dios, como si la voz de Dios les estuviera hablando.
Así, como última analogía del equilibrio, la voz de Dios les habló de la vida y de la muerte, dándoles a esos términos dos nombres también muy cotidianos: sufrimiento y descanso, lo cual fue una precisión que fue bien entendida por los santanitenses, ya que eso era exactamente lo que significaba para ellos la muerte y el vivir. Y ya casi al final, les dijo que para poder llegar a ese cielo tan lejos de este mundo, donde recibirían como premio el vivir la vida eterna, no bastaba con morir, que no era así de simple la entrada al paraíso, ya que para poder hacerlo, todos los seres humanos tenían que pagar un precio:
–Porque la vida misma, con todo el sufrimiento que conlleva, y se los ilustró señalando hacia las cajas de las dos Marías, que para esas horas ya habían sido tapadas y ya las estaban terminando de clavar, tan sólo es una parte de lo que hay que pagar para obtenerlo…
Y ya no alcanzó a decirles, que la otra parte de ese precio se pagaba yendo por la vida por un camino recto, por una senda de bondad, porque fue entonces cuando entre varios hombres, con aquel fondo de llantos que empezó a propagarse gradualmente entre todas la mujeres, y con la escasa ayuda de unas cuerdas viejas y de la poca luz de día que les quedaba, empezaron a descender las cajas.
En ese momento Fortino era como de piedra. O quizás como un árbol, vivo pero completamente inmóvil salvo por un mechón de pelo que, como si fuera su follaje, le removía el aire. Tal era la insensibilidad que reflejaba. Y precisamente por su apariencia arbórea o de ser petrificado justo al pie de aquellas fosas, aún cuando estaba observando, prácticamente sin parpadear, cómo iban bajando lentamente los dos ataúdes de madera, daba la impresión de que no le conmovía en lo más mínimo lo que estaba mirando, o así lo veían los demás, pues no solamente no lloraba, ni siquiera se notó que moviera un sólo músculo de la cara cuando, unos instantes después, las empezaron a enterrar. Mas este sentir generalizado no podía ser de otra manera: si él nunca había permitido que la gente se asomara en su interior, mucho menos lo iba a tolerar en aquel momento. Y durante ese tiempo más que despedirse, sobre todo en los últimos minutos que las tuvo enfrente de él, las estuvo contemplando intensamente como tratando de quedarse con su imagen, como intentando retenerlas en sus ojos, de tal suerte que siguió mirándolas con toda nitidez, mientras que aquellos hombres las fueron deslizando lentamente hasta el fondo de sus respectivas fosas, todavía cuando empezaron a cubrirlas, y aún después de que cayó sobre ellas el último puñado de tierra, al mismo tiempo que la noche, ya que para entonces las había guardado para siempre, secretamente, en sus pupilas.
Entonces Eulalia, quien estuvo continuamente a no más de dos pasos del padre, y que era quien se había dedicado a juntar entre todas las mujeres, aunque a espaldas de Macrina, el dinero necesario para mandarlo a traer, y también quien eligió y convenció a Benito Cerros, por lo terco que era, para que él fuera a buscar al sacerdote y lo trajera, con la mundana promesa de que todos en el pueblo algo estaban aportando, orgullosa porque su iniciativa había logrado mejores resultados, lo cual nadie le podría objetar, que el velorio de Macrina, se acercó hasta donde estaba él y, protegida por las sombras, le entregó discretamente un envoltorio con los casi cuatro pesos que se habían recolectado, y luego lo invitó, eso sí abiertamente, a quedarse con ellas a iniciar el novenario. Pero el padre no aceptó pues tenía otros compromisos más urgentes en Santa Catarina. Así que Domitilo, quien estaba oyendo todo, a pesar de que la noche estaba muy oscura y más que prometía estarlo, se ofreció a ir por su mula y a buscar un voluntario que lo quisiera acompañar, para juntos encaminar al cura. Y en lo que fue y volvió, todos se formaron en una larga fila y fueron besándole la mano al sacerdote, mientras que él con la otra, les repartía su bendición. Hasta que solamente le faltó Fortino. Y entonces, en el momento más oscuro, se le acercó tímidamente, con cierto aire de duda, como si fuera a agradecerle el que hubiera aparecido o tal vez a recibirle también la bendición, pero una vez que lo tuvo enfrente, sin decir una palabra y procurando que nadie más se diera cuenta, con un imperceptible movimiento, sacó la moneda que había traído todo el tiempo guardada entre sus ropas, la misma que él mordió en aquella madrugada, cuando se encontró la caja, y se la dio.
El precio de sus dos Marías estaba pagado.
O C H O
La gana de no hablar que en Fortino estaba haciéndose constante, que le selló los labios durante el doblemente doloroso transcurrir de aquel sepelio, aunque ya desde esa hora había muchos que opinaban que lo que él tenía sellado era el corazón, e incluso esa parte del hígado que duele cuando algunos sentimientos están mal acomodados, continuó con él una vez que se alejó del cura, después a la salida del panteón, y luego le siguió por todo el camino hasta su casa, lo mismo que la noche. Pero antes, por la misma gana, no quiso estar presente en la sesión de rezos que organizaba Eulalia:
-Lo esperamos más al rato allá en mi casa, Fortinito, le dijo una voz aguda y vieja a ese hombre cabizbajo, que en silencio y con el mayor sigilo, se aprestaba a salir del cementerio, mientras que la muchedumbre contemplaba más allá, cómo Domitilo y Luis Otero comenzaban a alejarse caminando, adentrándose en la noche, uno a cada lado de la mula en la que iba el sacerdote, para rezar por las almas, y también para que tengan buen camino, las difuntas.
-No, doña Ulalia, muchas gracias, le contestó Fortino, sin dedicarle más que una fugaz mirada a ese bulto informe que le hablaba, rodeado por otros similares, y que esperaba su respuesta entre las sombras, las muertas ya están muertas.
-Por eso mismo, Fortinito, le refrendó la vieja, por las muertas.
Y entonces Fortino le respondió tajante, con un tono de voz en el que ellas supusieron que él vertió todo su enojo, por su inusual rudeza, y aunque después se quedarían comentándolo por días, a ninguna se le ocurrió considerar, que él sin más estaba triste y que lo único que perseguía era que lo dejaran en paz:
-No Ulalia, con rezos no las voy revivir, y en ese mismo instante se dio la media vuelta y se fue para su casa.
Estaba viviendo momentos muy amargos, los más terribles de su vida y, por mucho, más duros que la más dura montaña. Y aunque no sabía cómo nombrar lo que estaba sintiendo, porque sobrepasaba ampliamente los límites de la pena, sí sabía que lo sentía en el pecho, y que dolía. Y como él sólo sabía cómo estar solo, si solo se le podía llamar al estar de continuo acompañado por sus mulas cuando andaba por esos caminos, aunque ansiando siempre que pasara pronto el tiempo, que llegara el magnífico momento de poder volver a casa para estar con sus mujeres, así fuera solamente por un lapso muy breve como lo era casi siempre, ahora que ya no estaban ellas, lo único que le quedaba era seguir estando solo. De ahí el que Fortino buscara con urgencia y hasta con cierta desesperación, irse para su casa. Quería llegar lo más pronto que se pudiera, entrar y cerrar la puerta detrás de él, para siempre si esto fuera posible, y echarse en la cama simplemente a olvidar, a llenarse de sueño para dejar de sentir eso que estaba sintiendo, porque para ese dolor, más parecido a una incómoda opresión que cada vez iba abarcando más espacio de su pecho, y que él sentía que en cualquier momento se le iba a desbordar, nunca le mostró ninguna yerba el viejo Cirilo.
Eso pensaba hacer y con esa idea llegó hasta la puerta de su casa. Pero un minuto, el largo minuto después de que encendió una vela y estuvo mirando, todavía un tanto perdido entre los remanentes de aquella oscuridad, un costado del camastro floral en el que ya no estaban las Marías y que ahora comenzaba a marchitarse, le bastó para saber que sus ojos, los que él mantenía drásticamente endurecidos y en los cuales, hasta ese momento no había asomado ni una sola lágrima, seguían vivos, completamente vivos porque ahí, rodeado por toda esa soledad y ante la brutal imagen de la ausencia, no pudo seguir reprimiendo sus deseos de llorar. Entonces, Fortino se quebró. Las lágrimas empezaron a brotarle lentamente, como una defensa natural que llegara hasta sus ojos a empañar la realidad, y él ya no hizo nada para contener el llanto. Sólo dejó la vela sobre un plato en la mesa y se hincó en el suelo al borde de la cama, que era en donde la ausencia de las dos Marías se sentía más intensa y, acunando con los brazos su cabeza, con ésta metida entre las flores, se abandonó a llorar. Y lloró como no había vuelto a hacerlo desde que era un niño, con la misma indefensión de aquella última vez, cuando recibió en el cuerpo el maltrato que le propinó su padre. Y tal vez como debió de haberlo hecho, porque entonces no lo hizo, aquella triste mañana cuando llegó a la casa de Cirilo, con cuántas preguntas nuevas por hacerle, y ya no hubo nadie que le abriera la puerta, ni en los siguientes días que él continuó insistiendo, ni en las muchas ocasiones posteriores que volvió ya nada más para volver. Y así estuvo llorando por un rato, con un incontrolable desconsuelo, mezclando recuerdos y acariciando el aire que llenaba aquel vacío que dejaron sus mujeres. Pero conforme fue pasando el tiempo, esa opresión que antes le lastimaba el pecho, se le fue aligerando y gradualmente fue sintiendo algo así como una sensación de bienestar, que poco a poco fue secándole los ojos y le devolvió el descanso, quizás mucho mejor que cualquier yerba de Cirilo. Mas esa tregua que las lágrimas le dieron, lentamente le fue dando lugar a otra clase de recuerdos: ahora sus ojos, visiblemente rojos e inflamados después de tanto llanto, estaban más vivos que nunca, fulguraban intensamente con un brillo especial, y querían ver nuevamente el contenido de la caja.
En ese instante sintió una mezcla de culpa y de curiosidad tan grande, que empezó a dudar acerca de qué era lo correcto, ya que por un lado sabía que no debería de pensar en esa caja, y por el otro deseaba intensamente sacarla de debajo de esa cama, donde la tenía oculta, y ver una vez más lo que había en su interior, pero entonces regresaba al pensamiento de que abrirla no era bueno, y al mismo tiempo comenzaba a convencerse de que eso era lo que tenía qué hacer, y fue tal su confusión, que no vaciló en invocar a María para que ella le ayudara a decidir:
-No, María, no es nomás la gana de tocar ese dinero, sólo quiero verlo… ya tú sabes que pasaron cosas malas, cosas de las que duelen muy adentro y no vaya siendo que la caja, sea también sólo un mal sueño y, ¿entonces?… pero tú dime qué hago, tú dime si la abro o no… total, qué hay de daño si tú ya te fuiste y… ¿y ahora, María, qué voy a hacer?… pero, ¿por qué te me moriste, por qué precisamente ahorita que ya íbamos a tener con qué tener?… y ahora, ¿qué hago, María?
Después pasaba a renegar de la infortunada posesión de aquel tesoro jurando que no lo quería, maldiciendo la oscura hora en la que él se lo encontró y hasta proponiéndose ir en ese instante a aventarlo al voladero, al Sin fondo, para luego volver al deseo de verlo, al ansia de contarlo, de saberlo suyo.
Y esa noche no durmió. Su pensamiento era como pájaros revoloteando. Pero tampoco abrió la caja.
Los tres días que siguieron no volvió ni a los pueblos ni a la montaña y los tres, consecutivamente, Macrina lo vino a buscar y tres veces encontró la puerta cerrada. Entonces ella se metía por el corral, atravesaba el patio y, subida en unas piedras, se asomaba por aquella ventanita que quedaba justo encima de la cama de Fortino y ahí se quedaba, observando por un rato, como tratando de entender de qué manera era la vida en aquella habitación en donde su compadre, abandonado en el camastro, apenas se movía. Después se regresaba al patio, sacaba agua del pozo, a vueltas de cubeta rellenaba hasta su tope todos los bebederos y luego junto a ellos, en el piso de tierra, esparcía unas raciones regulares de forraje, de tal modo que por ella aquellas mulas no carecían de nada. Y ya para irse, le dejaba a su compadre un par de cazos con comida en esa como mesa que había junto a la puerta, y recogía los trastos que allí mismo había dejado el día anterior.
De ese modo, a la hora del novenario, por Macrina se enteraban las otras mujeres de qué forma estaban hechos ahora los días del viudo Fortino.
-¿Y dices que está todo el tiempo ahí en la cama, Macrinita?, preguntaba alguna de ellas, por supuesto con su cara de duda y de velorio.
-De seguro, tiene la tristeza larga, completaba otra por allá.
-No, les respondía una más, y ésa no es la peor, ¿recuerdan la tristeza que le dio a la Teresita cuando le pasó lo mismo?, esa sí que era muy honda, más honda que ninguna, nomás acuérdense.
-Pues para mí, terminaba cualquiera de ellas, que el Fortino si sigue así, se nos va a morir…
Y empezaban a santiguarse, con una actitud de pena y con las miradas muy serias, pero sin dejar de sonreírse discretamente entre ellas, por encima de los hombros de Macrina. Entonces continuaban con sus rezos, pero un rato después ya le estaban de nuevo preguntando.
Nada de eso tenía Fortino. Si le cambió el sentido a la vida durmiendo de día y viviendo de noche, era sencillamente porque no aceptaba o no entendía la realidad que ahora lo rodeaba, y no sabía qué hacer. Y fue hasta la tercera noche de estar así cuando se reconcilió con este mundo. Cuando comprendió que era más fácil perdonar a María por haberse ido y perdonarse a sí mismo por aceptarlo, y perdonar a todos por lo que eran o habían sido o por lo que hubieran hecho. Y de ese modo él sintió que también alcanzaba el perdón de los demás. Fue entonces cuando pudo abrir el baúl y la áurea visión acabó por borrar todos sus miedos.
N U E V E
Al otro día, de vuelta en la costumbre, Fortino salió de su casa alrededor de las cuatro de la mañana. Se formó prudentemente en la parte más trasera de la fila, un poco separado a los demás, y así los fue siguiendo a lo largo del oscuro recorrido por la vasta montaña, compartiendo con ellos desde lejos, además de la bajada, las partes de noche y de silencio que le tocaban. Pero no iba dormitando como siempre y, cosa extraña, no traía preocupado el pensamiento. No se puso a pensar, como habitualmente lo haría, en la mejor manera de repartir las cargas que traía entre sus relegados clientes, ni se puso a especular en si habría consecuencias por haberse retrasado tanto tiempo en sus entregas, aún cuando en el fondo sí sabía, que no le gustaría haber perdido a lo mejor de su clientela, como aquellos artesanos de San Blas que hacían artículos de barro; las mujeres que en todos esos pueblos le compraban leña para calentar su casa o para hacer la comida; y por supuesto el panadero gordo de Santa Catarina. Porque en lugar de eso iba pensando en las Marías, con mucha intensidad aunque ya no de una forma atormentada y, en algunos momentos, en lo que podría hacer con su dinero.
Y fue entonces, precisamente en el empalme de la última penumbra con la nueva amanecida, cuando los tenues grises comenzaban a insinuar que el sol estaba por parir un nuevo día, que entre los conocidos olores que amanecían con la montaña, se encontró de pronto con un olor que creía ya olvidado. A esa hora todo el aire que había en la semisombra, estaba impregnado con el mismo aroma de su infancia, con la sutil fragancia de la libertad:
–¡Al diablo!, fue lo único que dijo, para sí, y se volvió por donde vino. Pensaba no volver a trabajar.
Se le quitó de pronto la prisa por luchar contra la vida y así desanduvo aquel camino, sin prisa, disfrutando cada uno de sus pasos mientras que respiraba, con cuánto placer, aquel suave perfume en el ambiente que lo había devuelto de nuevo a la niñez. Y en esa lentitud gozosa, fría todavía pero más iluminada cada vez por los rayos de aquel tibio sol temprano, por su mente circularon incontables pensamientos y de pronto, en uno de ellos, se encontró con una idea.
Sabía que tenía mucho dinero, tanto como una caja repleta de redondos destellos amarillos. Y casualmente, recién en la noche anterior, entre tantas otras cosas de las que estuvo haciendo, estuvo contemplando fríamente que en el pueblo nada había, así fuera todo el pueblo, que valiera lo suficiente como para poder gastar en ello un poco de aquel brillo. Aunque ahora que lo pensaba bien, quizás como un reflejo de aquella claridad que irradiaba la mañana, sí, en Santanita había algo que para él tenía mucho valor, y era don Nicolás el dueño de ése algo que a él tanto le interesaba, así que iría a verlo inmediatamente y se lo compraría, al precio que fuera.
Así, pensando y repensando en ese asunto llegó hasta su pueblo, y se fue directamente hacia la casa de aquel hombre quien, por más de treinta años y sin ningún esfuerzo y sobre todo, sin ningún remordimiento, había vivido del trabajo y los cansancios de todos los demás. Y él iba a acabar con eso.
Sólo unas cuantas mujeres lo vieron pasar por aquellas callejas, seguido como siempre muy de cerca por sus fieles animales. Y sería tal vez por eso, por su paso lento, por su modo de andar reservado y meditabundo o porque no era la hora más normal para volver, que ninguna de ellas le dirigió la palabra, pues vista desde lejos, su súbita vuelta no tenía sino la forma de la melancolía.
Hasta ese momento a nadie le había contado nada acerca de su hallazgo, y poco faltó para que don Nicolás lo echara de su casa después de oírle, tal como él la juzgó, aquella absurda propuesta:
–El negocio es muy simple, don Nicolás, le había dicho el arriero, quien tuvo que hacer una larga antesala antes de ser recibido por el viejo, vengo a comprarle completa la mulada y usted le pone el precio. Y se la pago aquí mismo, ahorita, con dinero de oro.
Y le valió a Fortino el ser quien era, hijo de quien fue y nieto de su abuelo, para no ser maltratado por el viejo, quien sólo veía detrás de esa loca proposición, hija de la fantasía más descabellada, a un hombre que había perdido el equilibrio y que en ese momento estaba llegando a los límites de la demencia. Pero además el viejo Nicolás estaba enterado, que Fortino recientemente había sido tocado por la pena:
–Mira, Fortino, le contestó don Nicolás, simulando con dificultad una tranquilidad que no tenía, ya sé que tragaste daño y que por eso no has traído cargas, pero si sigues así van a llegar los tiempos de aguas y tú sabes que esos no son tiempos buenos. Así que mejor déjame la recua para que otros le saquen algún provecho, y mientras tú sigue tu camino y ve a sacarte la tristeza. Y otro día, cuando ya estés bien, aquí te espero y entonces hacemos negocio.
Pero el otro Fortino, el que ahora hablaba desde adentro de él, utilizando con vehemencia su boca y su voz, prosiguió insistiéndole a don Nicolás y, tan convencido, que al viejo le entró curiosidad por saber con qué dinero le pagaría, así que le siguió el juego:
–¿Y por qué crees que habría de vendértelas?, le preguntó irónicamente aquel anciano, esperando oír cualquier brutalidad como respuesta.
–Porque yo sé que le conviene, don, le contestó Fortino, sosteniendo la seriedad de sus palabras con el tono de su voz y su mirada, porque pienso regalárselas a los arrieros y, si usted no me las vende, voy a ir a comprarlas a donde sea, al fin que da lo mismo del pueblo del que vengan, porque de todas formas todas sirven para llevar la leña. Y si yo las traigo de otro lado, ¿para qué le van a servir a usted todas sus mulas sin muleros?
–Pero es mucho dinero, Fortino, le dijo don Nicolás casi burlándose, ¿de dónde piensas sacarlo?
Había llevado el asunto hasta el punto al que lo quería llevar, y ahora tenía de nuevo enfrente de él, al mismo Fortino de todos los días: temeroso, titubeante, sin saber qué contestar. Y todo porque a Fortino en ningún momento le pasó por la cabeza, que el astuto viejo podría preguntarle acerca del origen de su dinero y, con esa pregunta, hecha así de pronto, efectivamente lo puso a temblar. Entonces don Nicolás aprovechó aquel breve receso, para dar por terminada esa reunión que era, desde su perspectiva, la más tonta e improductiva de su vida. Y ya tenía preparado el golpe de gracia:
–Mejor vete, Fortino, le ordenó prácticamente el viejo, quien había estado conteniéndose, aún cuando era evidente que estaba a punto de reventar, que ya estoy perdiendo la paciencia. Y deja tus mulas antes de salir, en el corral del fondo, porque ya las tengo prometidas. Luego, cuando tengas tus ahorritos, dentro de algunos años, entonces puedes volver y tal vez te venda alguna. Y confiado en que Fortino ya no le iba a insistir, lo condujo hasta la puerta para despedirlo y, en ese preciso instante, recibió la respuesta:
–Tengo el dinero, don Nicolás… me lo dieron las muertas.
Esa fue la única vez en la que Fortino tuvo que darle explicaciones a alguien, sobre cómo había llegado hasta él ese dinero. Y como todos en el pueblo se enteraron, más tarde o más temprano, de lo que él dijo en ese día, nadie se lo volvió a preguntar.
Don Nicolás, naturalmente, transigió.
D I E Z
Entre mulos y mulas, desde la bestia más joven hasta la más vieja, más uno que otro pollino acabado de nacer, eran sesenta y cuatro los animales de carga que tenía don Nicolás en ese día de Santa Inés. Así que después de hacer el recuento de cuántas y cuántos y dónde y con quién, se fijó un precio parejo por cada animal, igual si éste era un macho de carga o de tiro, la mula más bronca o la más tierna cría, y aún cuando el viejo sabía perfectamente, que el precio de sus animales en ninguno de los casos excedía los doce pesos, y mucho menos en el caso de las mulas viejas o las recién nacidas, a la hora de tasarlos lo incrementó por igual a diecisiete pesos, según él como un último esfuerzo por hacer desistir de su idea a Fortino mas éste, sin hacer ningún reparo, lo aceptó. Así que aquel sobreprecio del tamaño de un engaño, lo tomó don Nicolás como un merecido escarmiento hacia Fortino, pues sentía que no era justo lo que él le estaba haciendo y eso le redujo, al menos, un poco su descontento. Lo que no sabía y nunca supo, es que si le hubiera pedido veinte o veinticinco y hasta treinta pesos por cada animal, Fortino habría aceptado pagárselos con gusto, ya que poseía el dinero suficiente para hacerlo y lo que menos buscaba era arruinar al viejo, y aunque le estuvo diciendo todo el tiempo que lo único que quería era ayudar a su gente, aquel hombre jamás se lo creyó.
Entonces, cuando todo estaba dicho y ya tenían un trato sustentado por un montón de palabras, todavía don Nicolás no podía creerlo. No alcanzaba a comprender cómo este arriero, descendiente de arrieros y tan miserable como cualquier arriero, de pronto y aparentemente de la nada, se había apersonado en su casa con el cuento de quién sabe qué muertas y sepa Dios cuáles monedas, y se estaba llevando en un instante el producto del trabajo de toda su vida, así nada más. Y se quedó tratando de entenderlo, en lo que Fortino fue a su casa a traer aquel dinero.
Ahora las mujeres que lo vieron pasar no se quedaron esperando su saludo. Fortino iba alegre, detrás de sus mulas que allá iban con sus cargas completas unos metros adelante, cascoteando y salpicando piedritas a ambos lados del camino y él siguiéndolas, casi al trote como cuando era un niño, bajo el mediodía de la calle.
Así llegó hasta su propiedad, casi persiguiendo a la recua y, tras cruzar el patio, mientras los animales por inercia se enfilaban con su sed hacia los bebederos, él con su nueva alegría pegada en la cara, entró para la casa. Y le hubiera gustado encontrarse con María en persona para platicarle, para contarle con muchos detalles, cómo ahora el día ya no estaba hecho solamente de minutos sino que también había cosas, acontecimientos que antes no hubieran podido existir, pero tuvo que conformarse con hablar de nuevo con su ausencia, con el vacío que dejó María, con María la ausente.
La ausencia de María y de su hija, la existencia de Fortino, la caja del dinero, el perdón. De todo eso habían hablado extensamente apenas la noche anterior, con la misma claridad con la que se puede hablar con la presencia de alguien que se intuye, que se siente en el aire. Y después de que Fortino se animara a levantar la tapa del baúl de las monedas, entre otras cosas resolvieron que todo el contenido se iba a repartir en tres partes iguales: la primera, la de María, la iban a utilizar principalmente para ayudar a la gente de su pueblo.
Por eso desde que Fortino entró en la casa comentó como si nada, tal como si hablara con nadie, lo del asunto con don Nicolás:
–Ya hicimos compra, María. Le mercamos completa la recuada al viejo Nicolás y le saqué buen precio. Así que ahora dice que le debemos mil y ochenta y ocho pesos, María… que tú pagas. Y se fue a buscarlos debajo de la cama, ya que seguía siendo ahí el escondite de la caja.
La otra parte, que le correspondía a la niña, habían acordado que la usarían hasta el último centavo, para darle otra cara a Santanita, ya que entre todos los pueblos de aquel rumbo, los que él conocía tan bien y que en muchas ocasiones le describió a María, el de ellos no sólo era el más pobre y el más alejado de todo sino también, el más desamparado.
–¿Te imaginas, María, le había dicho a su mujer en el largo soliloquio de esa noche de los perdones, lo bonito que va a quedar el pueblo?, te lo vaya dejar más mejorcito que… ni Santa Catarina.
Pero en ese momento él sólo tenía un deseo, y éste era terminar lo más pronto posible, con el negocio que estaba haciendo con el viejo Nicolás. Para eso había abierto la caja. Y antes de que el brillo se le pudiera desbordar, se apresuró a tomar una a una las monedas necesarias para concluir el trato, pero una vez que las tuvo en su mano, le sorprendió ver que la cantidad destinada para el pago, era nada comparada a lo que había.
–Tuviste suerte, mujer, le dijo nuevamente, al aire, en tanto terminaba de contar aquel dinero, te salió barato.
Sus montones de monedas no resintieron el faltante. Y de ahí, la tercera parte era solamente para él. Para comprar olvido.
O N C E
Nada quedaba por hablar, entonces Fortino empezó a colocar las monedas sobre la mesa, una seguida de la otra para que pudiera contarlas don Nicolás y, al concluir su acomodo, en tanto que el viejo miraba el dinero con ojos de contar dinero y sin ningún recato, con la boca abierta, dado que no podía disimular, ni siquiera un poco, el quemante deseo que sentía por tocarlas, él se entretuvo en ir siguiendo con los ojos la forma sinuosa, como de serpiente dorada, que fue como quedó finalmente alineada aquella fila de monedas y, al terminarse ésta, en el lugar donde debería de tener la cola o la cabeza, las dudas del viejo Nicolás se disiparon: ahora Fortino era el nuevo propietario de todas las mulas.
Mientras tanto, en la lentitud del trámite, la tarde había ido bajando sigilosamente de la montaña, arrastrándose pesadamente, y empezaba a desplazarse impalpable por el pueblo, confundida entre los rumores que vagaban ya por todas partes, como si el viento…
-¿Sabías que las mulas ya no son de don Nicolás?
-¿Y, de quién si no, Natalia?
-De… don Fortino.
-¿De Fortino?, ¿Laya?
-De dddon Fortino… Laya.
Esa verdad, basada en ninguna prueba y en algo que en realidad no le constaba, comenzó a difundirla desde muy temprano, Natalia Sagrado, una de las sirvientas de don Nicolás. Ella, en algún momento de ese día, les llevó a Fortino y a su patrón, un cántaro con agua rodada y endulzada con melaza, y así se enteró casi de nada, de lo que ahí se estaba negociando, pues sólo alcanzó a escuchar que aquellos hombres hablaban cualquier cosa con respecto de las mulas, algo así como que cuántas eran o que dónde estaban. Pero más tarde volvió para recoger los jarros y a pesar de que ya no había palabras entre ellos, y que el viejo la detuvo con un grito cuando vio que estaba a punto de atravesar la puerta, ella desde ahí sobreentendió o imaginó lo que pasaba, pues alcanzó a mirar aquel dinero que había sobre la mesa.
-Te digo que eran como de oro, yo las vi.
-¿Y tú, qué sabes cómo es el oro?
-Pues… pero me lo imagino.
Así que ella fue quien soltó en la calle las primeras palabras sobre el tema y, antes que nadie más en todo el pueblo, también fue la primera en darse cuenta que Fortino, no solo estaba adquiriendo para sí algunas mulas sino que, con esa compra, llevaba incluido el título de don.
Pero el rumor fue tomando formas y, con la anochecida, congregó a toda la gente de Santanita en la pequeña plaza. En voces de todos ya había trascendido que existían unas monedas y que éstas, por principio, eran amarillas, y aunque nadie les había confirmado que todo ése dinero era un regalo de las muertas, eran muchos quienes lo afirmaban a partir de que a alguien se le ocurrió decirlo, y así hablaban de ello en cualquier parte del pueblo con total naturalidad. Lo cual no les resolvía ninguna de sus dudas, pero como todos primero oían todo lo que se decía y después lo repetían, cada cual a su modo, adicionándole o quitándole pelos en cada versión, las dudas en vez de decrecer se habían ido haciendo cada vez más grandes. Y la más extendida entre todas ellas seguía siendo, por supuesto, la de qué iba a pasar con sus animales ahora que tenían un nuevo dueño:
-La tristeza lo volvió ambicioso.
-No, fue el dinero de las muertas.
-¿Y dices que va a quitarnos la mulada?
-Si nos dejamos, Goyo… si nos dejamos.
Fortino a esas horas estaba en la casa de Macrina. Había ido a verla un rato después de cerrar el negocio con don Nicolás, sólo para hacer tiempo en lo que bajaban del monte sus compañeros. Ansiaba darles personalmente a cada uno de ellos la buena noticia, y decidió aguardarlos en la compañía de su comadre, ya que las horas de espera siempre se le habían hecho más anchas que largas:
-Lo largo cansa, Fortino, solía decirle el viejo Cirilo a propósito del tiempo, cuando el niño perdía la paciencia y no quería esperar a que un renuevo germinara, a que una papilla fermentara o a que hirviera un cocimiento, pero lo ancho aparte de cansar, le explicó más de una vez el viejo, señalándole aquellos momentos en los que el tiempo parecía no avanzar o cuando daba la impresión de quedarse detenido, también desespera.
Y sólo se enteró del tremendo escándalo que había por todo el pueblo, al oír oculto, detrás de la puerta, a la señora Teófila, quien fue muy asustada a contárselo a Macrina:
-La furia se está juntando allá en la plaza, Macrinita, le dijo la mujer, quien era toda como un solo temblor, por el descomunal nerviosismo que reflejaba, y como ya los hombres están enrabiados, ahora le quieren echar todo el enojo a tu compadre.
Por esa razón Fortino no pudo estar presente en el reparto. Deseaba tanto ir, pero Macrina no se lo permitió. Incluso lo dejó escondido en su ropero para evitar que pudieran encontrarlo. Y esa misma noche, siguiendo las instrucciones de Fortino, ella regaló a los animales.
D O C E
La idea de quedarse, para bien o para mal, con la Paloma, le anduvo vagando puerilmente en la cabeza durante aquella tarde que estuvo con Macrina. Pero unos minutos antes de que Teófila llegara, con la cara totalmente transformada por el miedo, ya Fortino había concluido en que no sería muy justo de su parte, encerrar la libertad de su mula en el patio de su casa, y menos en esa hora de su vida en la que él se había encontrado nuevamente con su propia libertad, así que si era fiel a ese simple planteamiento, no le quedaba de otra: la tenía que regalar. Aunque claro, eso fue como un espejismo, porque un momento después llamó Teófila a la puerta de Macrina, dijo lo que tenía que decir, para posteriormente llevarse sus temblores a otra parte, y la endeble libertad de Fortino por lo pronto, se tuvo que aplazar.
Hasta ese instante él había estado totalmente tranquilo, tomándose aquel té de canela y tila que Macrina amablemente le había preparado, sin que ninguno de los dos le hubiera confiado al otro todavía, qué era lo que estaban esperando. Pero la imprevista visita de doña Teófila precipitó las cosas y torció de tal modo el rumbo de los acontecimientos, que a Fortino ya no le quedó más remedio que explicarle a su comadre y a su visible incredulidad, con toda la premura que requería el caso, que ahora él era el único dueño de todos los animales y, de acuerdo con sus planes y con las circunstancias, convinieron juntos en que sería ella quien haría la repartición. Pero lo que ya no logró la buena mujer, fue convencerlo de que no regalara a la Paloma, porque con respecto a eso, él seguía pensando en la libertad de su mula. Así que no sintió ninguna pena al cederla para Jacinto Argüelles, aquel viejo cargador que siempre había soñado con que un día sería mulero y quien, como nunca pudo completar en todos los años que llevaba trabajando, el peso con cincuenta que exigía don Nicolás como depósito inicial para el arriendo de una mula, después de haber vivido tanto tiempo esperando a que ese sueño se le hiciera realidad, había terminado por conformarse, simplemente, con querer a los animales.
Y así como le indicó Fortino que entregara a la Paloma, así repartió también Macrina al mulo Prieto, a la Montañera, a la Paticorta, y a las otras bestias de la recua de su compadre, entre otros tantos vecinos de su pueblo. Acto seguido, también fue ella quien hizo el reparto del resto de las mulas, y nadie pareció no estar de acuerdo ya que, según las instrucciones de Fortino, lo único que tenía qué hacer era dejarlas, aunque ahora para siempre, en las mismas manos de quienes las alimentaban.
Pero esa noche, cuando ya se habían disuelto los rencores en el frío de la calle y él por fin pudo volver ya sin peligro, aunque cubriendo su presencia por si acaso, con el velo de las sombras, en su casa se encontró con un vacío todavía más intenso que el que había percibido esa mañana, y en él se dolió con su mujer por la gran ingratitud de la gente del pueblo:
-Estuvieras, María… y vieras. Porque ser bueno no alcanza, mujer, ¡falta! ¿No te dije hoy mismo que iba a repartir?, pues no me dejaron. Ni siquiera pude ver las caras que pusieron, ni si se alegraron o qué fue lo que dijeron, porque ni eso me dejaron ver. Y ya ves, ahora, ni los rebuznidos de la Paloma. Y se echó a llorar.
Antes que la luz, al otro día, cuando aún no había ni el más mínimo asomo de un amanecer afuera, oyó en la lejanía como que alguien estaba tocando a la puerta de su casa, pero no se levantó. Era todavía muy temprano y él estaba detenido en una extraña duermevela, que no le permitía identificar si eran reales los sonidos o si estos provenían de su soñar. Pero los toquidos continuaron y después se hicieron voces:
-¡Don Fortino, don Fortiiino!
Pero entonces al oír su nombre las dudas se esfumaron, pues los gritos eran parte de este mundo y ya no le quedó otra alternativa. Así pues, se levantó, se envolvió en una cobija y fue a ver quién llamaba.
Era Jacinto Argüelles. Venía a darle las gracias por ese gran regalo. Él sabía mejor que nadie, que lo que más quería Fortino en esta vida, sin contar ahora a las difuntas, era a su mula. Así que recibió aquel presente con el gusto enorme de por fin tener un animal a su servicio, pero también con un regusto personal al enterarse, por voz de Macrina, que Fortino había elegido entregarle a su Paloma porque le tenía confianza, pues le dijo a la mujer que en las manos de ese hombre, estaría mucho mejor que con cualquiera. Y hasta ahí, todo estuvo bien. Durante aquellas horas fue el hombre más feliz de todo el pueblo. Pero luego, debajo de la noche, cuando ya había acomodado su regalo en un pesebre improvisado y se estaba preparando para irse a descansar, la idea tantas veces recreada de que ya sería mulero y que ahora le esperaba un renovado porvenir se le deformó de pronto, o la asoció con otra y a su vez ésa con otras, que terminó evocando los sucesos ocurridos esa tarde allá en la plaza y ya no se sintió tan satisfecho, puesto que él participó activamente en aquella reunión que estuvo colmada, hasta antes del reparto, por los miedos y la furia de la gente. Así que además de venir a agradecerle, aunque algo retrasado, el enorme presente, también venía a disculparse y, si esto fuera posible, a tratar de ofrecerle más disculpas a nombre de sus otros compañeros:
-No estés tan enojado, don Fortino, que tú sabes que aquí en nuestro pueblo, los arrieros no somos tan malos. A lo mejor tampoco muy buenos, pero no por eso malos. Y ya ves, el don Nico que no nos avisó ni nos dijo de quién eran las burras, y ni tan siquiera tú, que te habías metido en nadie sabe dónde pero… pues no te enojes con nosotros, don Fortino.
Y desde ese momento, Fortino empezó a olvidar que estaba dolido con su gente. Y más se le olvido porque un rato después llegó también Isidro, a quien le apodaban Chilo, y César el de la Cruz acompañado por su hermano Lalo, y luego Vinicio a quien todos le decían Vinecio, porque neceaba siempre de todo y por todo aunque a veces, cuando estaba callado, podía ser buena gente. Y después poco a poco terminó por olvidar aquel asunto, porque el resto del día siguieron llegando los demás arrieros, quienes vinieron a agradecer y a disculparse por lo mismo. E invariablemente ahora todos le decían don Fortino y eso le causaba gracia. Y más, porque el que hasta ayer había sido don Nicolás para todos en el pueblo, ahora en su casa no era sino don Nico y ya para la tarde, algunos le nombraban Nico, o el viejo Nico o el viejo solamente.
Aunque nada de eso fue muy importante para Fortino. Ni aún el que la mayoría de ellos hubiera llegado con una gallina o con una calabaza, o con un medio cuartillo de maíz o de alguna otra semilla, como para corresponder de alguna forma a su regalo, porque él no estaba esperando nada a cambio de las mulas. Pero lo que sí realmente le llenó, fue la manera sencilla y respetuosa, con la que todos le fueron dando, al despedirse, las gracias a las muertas.
T R E C E
Si hubiera sabido de los tratos que empezaron a efectuarse entre los nuevos propietarios, apenas dos días después de que Macrina repartiera los animales, tal vez hubiera intervenido, pero entonces no se enteró de nada. Quizás porque la noche del reparto de las mulas, cuando ya se pudo ir para su casa y con una gran tristeza se quejó, ante el vacío de su mujer, de la amarga y dolorosa ingratitud de las personas, después de haber llorado por un rato, casi tan desconsoladamente como hacía no mucho tiempo lo había experimentado, se quedó charlando durante varias horas con María, exponiéndole los hechos y su visión del mundo es decir, como ahora él lo veía, y al final de aquel largo monólogo con la sombra, surgió un nuevo proyecto que lo distrajo por completo:
–Dices bien, María, le contestó amoroso a aquel silencio que el nombraba su mujer, que ahora ya qué importa ni quién tenga los burros ni tampoco dónde estén. Total, sí es cierto, yo te tengo a ti, allá, y acá me tienes tú. Y aquí, María, como puedes ver, y empezó a barrer el aire con la mano, como señalando la amplitud de aquel espacio que tenía a su alrededor, me queda todavía mucho lugar para todo tu recuerdo…
Y sería por esas últimas palabras, por lo descriptivo de su ademán o por la misma realidad que lo envolvía, que de pronto ésta se le metió de lleno por los ojos, dejándole ver lo pequeño y humilde de aquella vivienda que le rodeaba, y entonces se le ocurrió:
-Eso, eso es lo que vamos a hacer, le dijo quedamente, como tratando de abarcar el gran tamaño de su idea con tan solo una mirada, y si tú me ayudas, mujer, mañana tempranito comenzamos.
Y aunque dijo lo que dijo con mucha seriedad, después de haberlo dicho aún no alcanzaba a comprender, qué fue lo que quiso decir exactamente con mañana comenzamos, puesto que en aquel momento su idea aún no tenía una forma definida, pero lo que sí sabía y con certeza, era que ya quería comenzar. Porque en esa fracción de segundo, en la que él pudo percibir su entorno tal como era, comprendió que para todo el recuerdo que tenía de sus dos Marías, esa casuchita resultaba insuficiente. Entonces decidió dejar la charla en ese punto y se puso a imaginar, primero que nada, que sería mucho mejor si se llevara todo ése recuerdo a una nueva casa, con cuartos o espacios más grandes, para que así el silencio y las ausencias de María y de la niña pudieran moverse con más amplitud y con entera libertad, y eso lo llevó a pensar en cómo le gustaría que fuera ésta, de tal manera que así estuvo un largo rato, tratando de mirar la casa con la mente pero con tan mala suerte, que aún antes de poderla siquiera bosquejar, se quedó dormido.
Pero al día siguiente no pudo empezar desde temprano, como quedó con María, por culpa de Jacinto Argüelles quien, con sus toquidos y sus gritos, le espantó el final del sueño en el que él siguió jugando con la idea de su casa, casi por toda la noche. Y como después continuaron llegando los demás muleros, ésta se le quedó extraviada en algún lugar del aire todo el resto de ése día. Y fue hasta que la tarde comenzó a rozarse con la nueva oscuridad, que en un bostezo la atrapó de nuevo, y a partir de ese momento no la volvió a soltar.
A esa hora, los arrieros que habían venido a visitarlo, casi desde el amanecer, seguían en su casa. Entonces Fortino dejó de estar presente en la reunión, con tan sólo llevarse el pensamiento a otra parte, y con esa señal comenzó la despedida. Y si algunos se fueron hablando acerca del enfado que vieron en la cara de Fortino en aquella hora gris, no se equivocaron, salvo porque no eran ellos los causantes de su enojo.
Esa vez el disgusto de Fortino era hacia adentro, consigo mismo, porque estaba bien seguro de haber visto la casa que quería para María en el sueño que perdió, y aunque éste ya lo había recuperado, ya no podía visualizar aquella casa hecha de sueños con la misma claridad. Sólo alcanzaba a ver en su memoria una construcción difusa, diferente a las casas de su pueblo sobre todo en el tamaño, pero nada más. Se le habían borrado los detalles, como esos grandes ventanales que darían hacia la calle, o aquel patio central con arbustos y con flores, rodeado por arcadas que a su vez darían sombra a unos amplios corredores, desde donde él vería cada día, la hermosa pila de agua que sería como el centro de aquel todo, pero el haber olvidado todo eso de verdad le molestaba.
Entonces Gumaro Garzón, que era el único que se había quedado a petición expresa de Fortino, se movió en el sitio en el que estaba desde hacía casi una hora, y eso sacó a Fortino de su ensueño:
-Noches, Gumaro.
-Noches, don Fortino.
-¿Siempre, te quedaste?
-Sí.
Gumaro Garzón era prácticamente el único, en todo el pueblo, que sabía un poco de albañilería, oficio al que se dedicaba casi nunca, y que alternaba con el de cargador para poder sobrevivir, ya que en los últimos años nadie había construido una casa en Santanita y, casi siempre cuando algo se necesitaba, cada quien hacía sus propias reparaciones. Pero aún así, a él se debían los últimos tres o cuatro muros levantados en el pueblo por aquellos tiempos, como también la elaboración de los adobes necesarios; la colocación de dos techos de vara; la hechura y la cocción de muchísimas tejas; una empalizada nueva en el traspatio de Porfirio, de la vez que necesitó reforzar esa parte del corral, para evitar que volviera a escapársele su mulo el Tecolote; y muchos de los remiendos, composturas y uno que otro capricho, que con uno o dos pesos podían darse algunas viudas, que eran las que con mayor frecuencia lo necesitaban.
A él Fortino le propuso que fuera el constructor de su nueva casa. Y Gumaro, aunque no muy convencido de estar capacitado, pues nunca había construido él solo algo tan grande, pero calculando de antemano que Fortino requería algo pequeño, sin pensarlo mucho, le dijo que sí.
-Como la casa de doña Inesita, por ejemplo, le sugirió Fortino, esa señora de Santa Catarina que me compra leña cada viernes y que nunca me recibe ocote, ¿la conoces?…
Y como esa casa, Fortino continuó mencionándole otras más para darle referencias precisas de lo que él necesitaba, y todas por ésta característica o por aquélla peculiaridad, resultaban muy notorias o destacaban por sí mismas en sus respectivos pueblos, y como algunas de ellas Gumaro también las conocía, después de aquel breve enlistado ya no le quedaron dudas: definitivamente no estaba capacitado. Pero Fortino también habló de dinero y le dijo que había todo el que hiciera falta, incluyendo un sueldo importante para él y con eso, Gumaro despejó otra de sus dudas: él haría esa casa.
Así que como pudo, desde ese momento fue tomando nota de los puntos importantes que Fortino fue haciéndole notar y, tras varios días de pláticas intensas, de no pocos alegatos y de muchas ideas que con el paso de las horas iban cambiando de forma, hasta que por fin quedaban plasmadas en aquellos dibujos deformes e incomprensibles, pero hechos sobre papel:
-Y no sobre visiones o en pedazos de sueño, como le exigió Fortino desde el primer día, porque así siempre se pierden, se terminó el proyecto.
Y cuando ya estuvieron listos para emprender la obra, mientras Fortino buscaba el terreno adecuado para fincar su sueño, mandó a Gumaro a contratar gente de Santa Catarina, toda la que fuera necesaria, para iniciar la construcción a más tardar en los primeros días de febrero.
La casa para María, para sus dos Marías, iba a comenzar a nacer.
C A T O R C E
Escogió el solar que tenía Ambrosio Aguilera justo enfrente del panteón y no fue ningún problema convencerlo a que vendiera por tan sólo unas monedas. Y con esa adquisición logró aumentarle el atractivo a su proyecto, pues su deseo original con el paso de los días se había ido transformando, y en ese momento ya no se conformaba con saber que muy pronto tendría una casa nueva, en la que podría acomodar todo el recuerdo que quisiera de sus dos Marías, sino que ahora quería estar más cerca de ellas, lo más cerca que se pudiera, y María estuvo de acuerdo. Aunque en la realidad ese deseo empezó a rondar por su cabeza casi desde el primer momento, pero no fue sino hasta una de esas tardes, cuando todavía las ideas eran tan torpes que se esfumaban en el aire y los bosquejos se negaban a quedar sobre el papel, que en una de sus charlas con el hueco de María, Fortino le propuso que compraran aquel lote de Ambrosio:
-Porque lo he estado pensando seriamente, María, y con eso concluyó su explicación, y creo que para los dos sería muy bueno, juntarnos otra vez. Y ella no se opuso.
Como tampoco lo hizo, cuando Fortino le confesó cuánto la necesitaba, aparte de todo lo que la necesitaba cada día, porque tenía temor de no llegar a un buen final con aquella iniciativa y por lo tanto, que había pensado consultar con ella, en lo sucesivo, sobre cualquier duda que surgiera con respecto de la casa.
Y curiosamente, esa misma tarde Gumaro le planteó la primera de esas dudas:
-No quisiera interrumpirte, le dijo Fortino al silencio, cuando recién entró en la casa, pero Gumaro dice que la casa debe de mirar para ese lado, para allá, y yo creo que estaríamos mejor si viera para acá, para este lado… para verte, María, ¿qué dices, aceptas?
Y le mostró a la nada, que ahora era su esposa, algo así como un pliego arrugado en el que estaban trazadas, en pleno desconcierto, un montón de líneas entrecruzadas, que en su conjunto pretendían explicar la forma y ubicación de su terreno:
-Mira, María, le dijo Fortino, señalando con un dedo sobre el papel, aquí está marcado lo que te digo yo y lo que dice Gumaro.
En uno de los lados había un cuadro grande señalado con una cruz al centro, que representaba el espacio que ocupaba el Camposanto, y cuyo frente daba hacia una callejuela y en su parte posterior colindaba con una mínima barranca. Y justo enfrente de ése, su lado de atrás y, barranco de por medio, con un cuadro menor se señalaba su terreno, y éste también colindaba en su parte de atrás con el barranco y el frente lo tenía hacia su lado inverso es decir, mirando hacia otra calle. Y era ahí donde se suponía que debería de quedar la fachada de la casa, o al menos eso era lo que Gumaro le alegaba, que el frente siempre daba hacia la calle. Pero esa noche, la última de enero, después de que Fortino habló con el recuerdo de su difunta esposa, se decidió que la casa tendría la vista para acá.
Y pasados unos días, después de resolver ese problema y muchos más, la obra comenzó justo al filo de un amanecer con la excavación del pozo:
-Agua, Gumaro, mucha agua…
Esa había sido tal vez, aparte de aquel cambio que le hicieron al frente de la casa para que quedara atrás, la indicación más importante que le había dado Fortino a Gumaro desde los primeros días y Gumaro no la desatendió. Él mismo habló en su momento con Domingo Ciura, y le pidió que dejara un día a su mula y, por supuesto, de ir un día a la montaña, para que viniera a ayudarlos a buscar el agua en el terreno de Fortino. Así, ese primer martes del mes, que fue el día cuando inició la construcción, Domingo fue de los primeros en llegar con su varita de tres puntas y, antes de que alguien le dijera cuál era su trabajo, se puso a caminar por todos lados moviendo aquella vara con destreza y, en cosa de minutos, localizó el manto. Luego, simplemente porque se le ocurrió, llamó a unos peones hasta el sitio en el terreno donde él había marcado una visible cruz de cal, y ahí les indicó paso por paso qué era lo que tenían que hacer. Entonces Fortino, que lo estuvo siguiendo sin perder ningún detalle, le ofreció que se quedara al frente de ellos hasta que terminaran de construir el pozo y para convencerlo, le puso un valor muy atractivo a aquel ofrecimiento: el pago de un peso por día nada más por dirigirlos, sin otra obligación, y naturalmente Domingo se lo aceptó encantado. Porque además del peso, pensó, todo ese tiempo él podría arrendar su bestia entre cualquiera de sus vecinos, y de esa manera su ganancia sería mucho mayor.
Así, antes de que dieran las diez de la mañana, frente a ese pequeño horizonte, sembradío de cruces, que había detrás de la barranca, Fortino vio cómo daban la primer palada para iniciar la búsqueda del agua y, con las mismas palabras que traía en su memoria:
-Agua, mucha agua… dio por inaugurada la obra.
Porque la vieja frase seguía con él. Nunca se fue.
-Agua, Fortino, mucha agua…
Esas fueron las palabras que usó el viejo Cirilo aquella tarde, cuando el niño Fortino le preguntó:
-Cirilo… ¿y qué hay en el mar?
Y el viejo le respondió, poniéndole un océano imaginario flotando en el aire, coloreado vivamente con la gama de colores que el niño conocía, pero con muchos tonos increíbles que él le fue inventando.
-¿Y, cómo es?
-Muy muuuy grande, Fortino.
-¿Tanto como el cielo?
-¡Tanto como el cielo!
Era el tiempo cuando todavía aquel niño coexistía por igual en el mundo y en los sueños, y tenía muchas preguntas en ese lugar en donde las respuestas siempre fueron escasas, en ese sitio olvidado y agreste en donde sólo Cirilo sabía responder. Porque Cirilo, entre otras cosas y en otros tiempos, fue el único habitante de Santanita que se atrevió un día a ir más allá del horizonte e incluso, tuvo el coraje de no parar su marcha y de seguir el camino hasta donde éste terminó. Así fue como llegó hasta el mar. Y los años que estuvo lejos de su pueblo, los usó para vivir.
-Y sobre el agua, olas…
Q U I N C E
Otros, los que no empezaron el día cavando la ilusión de hacer brotar el agua, se pusieron a desempedrar el terreno y, con el pedrerío, a formar unas pequeñas cordilleras a orillas de otros más, quienes se afanaban en abrir las exageradas zanjas que les indicó Gumaro, de dos metros de anchura por dos de fondo, en las que sembrarían las piedras necesarias para darle raíces a la casa.
-Pero es mucho, Gumaro, ¡muchísimo!, le dijo, después de ver las marcas en la tierra, Álvaro Zorrilla, el maestro de obras que vino con la peonada de Santa Catarina, con quien Gumaro había trabajado algunas veces en el pasado y siempre bajo sus órdenes:
-Pues así las órdenes, Álvaro, desde el patrón.
Y Álvaro no estuvo de acuerdo, pero no quiso discutirlo. Sólo se quedó pensando en un recuerdo. El de aquella ocasión varios años atrás, cuando regañó a Gumaro porque hizo un muro chueco, mismo que lo obligó a tirar y volverlo a levantar, así que era posible que él le hubiera guardado algún rencor o algún mal sentimiento y que ahora se estuviera vengando.
-Pues este Gumaro podrá tener el mando, se dijo en el mismo pensamiento, pero todavía no es quién para mandarme.
Y se prometió a sí mismo, no volver a señalarle nada. No hacer otra cosa sino obedecer:
-Así se le caiga la casa.
Pero no había tal venganza. Gumaro había proyectado esos cimientos tan desproporcionados, casi desde el momento en que le advirtió a Fortino, que sería muy difícil construir en un terreno tan inclinado:
-Mmm… en ese lugar va a ser dificultoso, patrón, fue lo primero que le contestó a Fortino, cuando él le mencionó que había probabilidades de que su casa quedara asentada en el solar de Ambrosio, ¿no ve que ahí es la barranca?, ahí la tierra está muy empinada y la casa si no se nos resbala, se nos va a cuartear.
Pero no valieron las razones de Gumaro, pues Fortino ya se estaba decidiendo a vivir así de cerca de sus muertas, y con una simple orden resolvió el problema:
-Pues enterrada o amarrada al suelo si es necesario, pero ahí la quiero.
Así que Gumaro solamente obedeció. Se puso a pensar de qué manera podría enterrarle los pies a aquella casa, para evitar que ésta se les cayera en el barranco, y esa fue la única forma que discurrió. Y si Fortino que era el patrón, se lo aceptó cuando él le mencionó su idea, no le preocupaba que a otros, así se llamaran Álvaro Zorrilla, no les gustara. Además, con la tierra que iban a extraer, sugirió Fortino, se podría aligerar un poco lo brusco de la barranca y eso le facilitaría sus visitas a la difunta. Y entre hacer esto y esto otro y empezar aquello, llegó el final de la jornada. Eran como las seis de la tarde de un martes de San Mateo y San Blas, con un cielo lleno de febrero y blandas nubes rojizas, cuando Gumaro dio la orden para que dejaran descansar la tierra y todo se detuvo.
A esa hora, mientras unos empezaron a arreglarse para ir a conocer el pueblo, y otros a encender fogatas para hacerse de comer y al mismo tiempo calentarse, y unos más a ver de qué manera se iban a adaptar para pasar la noche en el terreno, Fortino traspuso el espacio que lo separaba del panteón para ir a conversar un rato a solas con María, pues quería comentarle ya en detalle la suma de sucesos de ese día, que por cierto no era un día como cualquiera, sino el día del inicio de su casa:
-Tú lo viste, María, le dijo en voz baja y con mucha calidez cuando estuvo ya muy cerca a su recuerdo, a un lado de su sepultura, la tierra se dejó querer, cosa de saberla acariciar.
Y como ejemplo, mientras hablaba con ella, acuclillado bajo los últimos fulgores pardos que reflejaba la tarde, con la mano dejó resbalar algunas caricias sobre el montículo de tierra, y para él fue casi lo mismo que si la tocara, de tal manera que así se quedó por un buen rato, acariciándola suavemente mientras charlaban, como antes, hasta que el día terminó de rodar y se fue, dejando el entorno adornado de sombras. Fue entonces cuando Fortino se levantó para irse también, pues ya le había descrito a María los avances de ese día y además tenía la mano rebosando de recuerdo.
-Pues ya me voy, María, porque mañana nos espera un día muy largo, fue su despedida, pero me voy contento porque sé que tú también estás contenta… lo pude sentir.
Luego, sus pies acostumbrados a moverse con libertad entre las piedras y la negrura, la que ahora estaba toda sobre el suelo, se detuvieron durante unos minutos junto a la otra pequeña tumba y ahí, Fortino le regaló a su hija, apalabrado, lo que aún le quedaba de ternura. Después empezó a caminar. Y se fue bordeando la barranca sin prisa, lo más lento que podía, como queriendo alargar el tiempo con sus pasos y, ocasionalmente, volteando hacia el otro borde del barranco, donde la noche de tan inmensa no le dejaba ver su terreno, su casa nueva:
-Pero ya pronto, mujer, le dijo súbitamente al aire, seguro de que por su proximidad al cementerio, María todavía lo estaba escuchando, ya pronto vamos a estar en cercanía.
Y una vez que dijo eso, le volvió la ligereza a sus pies.
D I E C I S É I S
Al otro día la mañana salió despacio, embozada de gris por la neblina que se acostó sobre esa parte de la montaña desde la madrugada, y fría por los restos de frío que guardó de la noche anterior.
A esa hora, el espejismo de la paga de un peso por día, que no dejó dormir a la mayoría de los santanitenses, seguía por el pueblo, y a los que salieron desde muy temprano a la sierra o a los pueblos a cumplir con la vida, los obligó a volver. Igual cargadores, muleros y leñadores, todos fueron llegando bajo aquel amanecer, y fueron juntándose en pequeños grupos a un lado del terreno de Fortino, en el que ya empezaban a moverse los trabajadores de Santa Catarina y, frente a ellos, comenzaron a darse las primeras muestras del disgusto colectivo:
-¡Porque esto no es lo justo, dijo en uno de los grupos, Próspero Carbajo, hablando fuerte y apuntando con la voz y la mirada, hacia el sitio donde estaban tomando algo caliente una decena de albañiles junto a una gran lumbrada, que el dinero de las santas difuntas, se riegue solamente para los pueblos de abajo!
-Sí, Próspero, le contestó Odilón, aquel que cuando niño se había herido el brazo con una hacha, tienes razón, eso no es justo.
-¡Porque también nosotros, los de aquí de Santanita, gritó de por allá, Damián, quien estaba escuchando desde su propio grupo, todo lo que se decía en el grupo de Próspero, queremos que nos toque mantenimiento!
Y los grupos lentamente se fueron acercando unos a otros hasta volverse uno y dentro de él, crecieron los murmullos. Todos, unos más y otros menos, estaban inconformes o tenían algún reclamo y querían señalárselo a Fortino. Y lo más juicioso que alguien dijo, acerca de que ya algunos habían recibido las mulas de regalo, fue prontamente rebatido por Crescencio Arteaga:
-¿Y Domingo, por qué él sí, bestia y trabajo?
-¡Dices bien, Crescencio!, lo apoyaron unos.
-¡Y habemos los que ni mula!, le reforzaron otros.
Y con esa y varias frases similares que iban siendo repetidas por todos los demás, comenzaron a manotear al aire como si de ese modo pudieran modificar su realidad. Así, cuando los ánimos ya estaban encendidos, pues los gritos habían ido aumentando la tensión de todo el grupo, fue cuando llegó Gumaro y antes de que pudiera pisar la propiedad de Fortino, una compacta valla de arrieros le impidió el paso:
-Buenas, Gumaro, le dijeron seca y aisladamente dos o tres, pero remarcándole con la simple entonación, que esa no era una bienvenida.
-¿Qué hay?, les respondió nervioso, como con ánimos de retroceder, pero sosteniéndose en su posición y mirándolos a todos y a ninguno con movimientos rápidos, para no tener que sostener los ojos sobre alguno en especial.
-Nada, todavía… le contestó Jesús María, aquel viejo cargador a quien ya le pesaba demasiado ese trabajo, pero queremos que haya.
-¡Trabajo!, gritaron varios.
-¡Trabajo, trabajo!, corearon todos.
Y ya rodeaban a Gumaro, quien no sabía cómo reaccionar ante esa extraña actitud de sus compañeros, cuando alguien vio que por allá venía Fortino, y eso lo libró de tener que seguir conteniendo aquel miedo incontenible que sentía, y por supuesto de tener que tomar una resolución que no le correspondía. Estaban en ese momento, justamente bajo la fuga de la neblina.
Sucedió entonces lo mismo pero de un modo diferente, porque al llegar Fortino también lo empezaron a rodear, pero con él se comportaron de otra forma, pues dejaron de gritar y de hablar atropelladamente, y nadie se atrevió a encararlo con la misma agresividad como la que, apenas unos segundos antes, le estaban volcando al pobre de Gumaro, quien tan pronto como llegó su patrón, lenta y disimuladamente se alejó de allí.
-Don Fortino, volvió a empezar Próspero Carbajo, aquí los que estamos, queremos decirte.
-Pues digan, les dijo Fortino.
Y entonces Próspero le explicó, con un matiz más modesto, qué era lo que venían a pedirle. Para ello, le hizo un largo relato de sus pobrezas, como si Fortino no las conociera, y una exagerada ponderación a las incontables cualidades que tuvieron en vida las difuntas, lo que no hacía falta que hubiera dicho, porque él de cualquier modo les habría ayudado, como lo hizo.
Pero fue una decisión difícil de tomar, aún con la ayuda de María.
D I E C I S I E T E
Sólo quedaba un poco de niebla vuelta rocío sobre la tierra y soplaba un airecito ligero pero impregnado de frío. Enfrente, el panteón de siempre con sus muertos de costumbre y de este lado, en todo el terreno, las primeras horas, anchas, de ese miércoles de Fortino.
El encuentro que no tuvo con los arrieros la noche en la que él fue el único propietario de las mulas, muy a su pesar se dio en ése amanecer después de oír su pedimento, cuando les hizo una primer oferta de veinte centavos por jornada a cada uno de ellos, prácticamente por hacer nada puesto que los de Santanita sabían apenas nada acerca de la albañilería, y se indignaron:
-No, don Fortino, le contestó Próspero Carbajo, poniendo de nuevo las palabras y el pensamiento de todos en su voz, es buena la paga, pero no somos menos que Domingo.
Entonces Fortino comprendió. El día anterior, cuando él contrató a Domingo Ciura para excavar el pozo, no tenía ni una lejana referencia de cuál era el monto de los sueldos y mucho menos, a cuánto ascendía lo que iban a cobrar los que venían de Santa Catarina. Y habrían de transcurrir todavía algunas horas para que Gumaro le informara, que por venir de lejos, habían pactado que se les pagaría cada día a razón de treinta y seis centavos por persona, casi el doble de lo que acostumbraban percibir allá en su pueblo por hacer la misma cosa, y solamente en el caso de Álvaro Zorrilla, cuyo salario era otro porque él venía al frente de ellos como maestro de obras, su paga diaria sería de noventa centavos.
Pero ahora, los que habían sido sus amigos estaban ahí, nuevamente enojados con él y más que pidiéndole trabajo, exigiéndole, con una postura disfrazada de algo parecido a la humildad, que les igualara una paga imaginaria de un peso por día. Y aunque trató de hacerles entender que el sueldo de Domingo había sido sólo una terrible equivocación, no se lo creyeron. Simplemente se sentían discriminados.
-Y si ya nada quieres de nosotros, don Fortino, porque somos pobres, terminó reclamándole Próspero, una vez más a nombre de todos, pues entonces nada.
-Sí, señor Fortino, le recriminó sarcástico, Agustín, quien desde que empezaron las arengas, les había estado diciendo a todos, que Fortino ya no era como ellos y que nada les iba a dar, mejor quédate rico y olvídate de nosotros, que al fin todos hacemos la vida allá en el monte y nadie necesita tu dinero.
-¡Y eso que nos habían dicho, gritó desde lejos, Toribio Cancino, el de la voz chirriante, que ese dinero ni es tuyo, don Fortino, que te lo dieron las muertas para repartirlo pero por nosotros, te lo puedes quedar!
Y empezó el griterío. El descontento general. De nada le sirvió ya el ofrecerles treinta, cuarenta y más aún, sesenta centavos diarios, porque no los aceptaron.
Durante ese tiempo, confundido entre el barullo y las imprecaciones de todos los arrieros, Fortino había estado tratando de mantener la calma a fin de encontrarle solución a ese problema, y aunque no sabía cómo lo iba a resolver, sí sabía que era urgente consultarlo con María, sobre todo para saber si estaba ella de acuerdo con que hicieran ese gasto, porque en caso de que él aceptara pagarlo, mucho más allá de lo que todos suponían, éste corría precisamente por cuenta de su mujer. Y fue entonces, cuando más exaltados y molestos se veían, que en una fugaz mirada que dio hacia la zona donde vivían los muertos, sus ojos se cruzaron casualmente con el recuerdo de María y, con solo pensarla, halló la respuesta que buscaba:
-Ya estaba decidido, María, le dijo con el pensamiento, que los íbamos a ayudar, pero ellos quieren más que ayuda. Y aunque yo no estoy contento con sus formas, si tú así lo quieres no me opongo. Total, tú pagas y tú mandas, y ellos lo saben, pero…
Pero María no dijo que no.
D I E C I O C H O
-Está servida, señora, le dijo a su mujer, aunque no muy convencido, una vez que aceptó darles el pago que le estaban pidiendo, ahora sólo falta que no quieran trabajar, como ya van a ser ricos… y no estuvo equivocado.
Precisamente unos días antes, Gumaro le había comentado que necesitarían mucha madera por lo grande de la casa, de ahí que Fortino había pensado hablar con ellos para que se organizaran y, sin que desatendieran sus pedidos habituales, incluyendo la leña que él ya no le surtía a su vieja clientela, se pusieran de acuerdo para que le proveyeran toda la madera que se necesitaba. Pero ahora la situación era otra y por mucha que le hiciera falta, no podía ser tanta como para dar trabajo a todos los arrieros. Así que a cambio del desmedido sueldo que habían acordado, les dio dos opciones: o le surtían los materiales para la obra, incluyendo la madera, o se quedaban a ayudar en lo que fuera, aunque ya tenían completo el personal incluyendo maestro de obras, albañiles y peonada.
-Lo uno o lo otro, les dijo fríamente, desde su más profunda decepción, y lo que unos desprecien, que otros lo aprovechen, y en ese mismo instante y sin pensarlo mucho, la mayoría optó lo segundo.
Fueron los más viejos quienes no quisieron dejar su antiguo oficio olvidado en la montaña, pero como el compromiso con su incómodo patrón sólo indicaba, que traerían todo aquello que les solicitaran para la construcción, sin especificar tiempos de entrega, desde ese día le cambiaron la tiesura a sus horarios y no volvieron a salir antes que el amanecer, para después volver, aunque trajeran solamente medias cargas, cuando mucho unas cuantas horas después del mediodía.
Y a todos los demás, quienes supuestamente con un gran entusiasmo eligieron quedarse con el nuevo empleo, los tomó como ayudantes de obra en general es decir, de todo y de nada, únicamente por no contrariar los deseos de su mujer, aunque sabiendo de antemano que serían un gran estorbo, lo que muy pronto ellos mismos se encargarían de demostrar y no solamente que no sabían nada de albañilería, sino que tampoco tenían la más mínima intención de trabajar.
Y también acertó con respecto a su idea sobre el dinero, pues la epidemia de riqueza que había de asolar al pueblo comenzó ese mismo día, con el atardecer, cuando los santanitenses, todos, empezaron a gastar su promesa de pago recién adquirida, bajo la bola roja del sol de las seis. Pero al día siguiente la bonanza se fue al mercadito y ahí, el brote del mal en manos de las mujeres, aprendió a crecer. Y fue Rosalía Sidonia, en su puesto de verduras, la primera en entender qué era exactamente lo que significaba ese brillo, casi como de lujuria, que salía de la mirada de todas las mujeres que llegaban a comprar. Después también fue ella quien les enseñó a las otras comerciantes, que en el fondo de ese brillo estaba oculto un gran valor y que ellas le podrían sacar provecho. Porque al igual que las demás, desde temprano se dio cuenta que ese día haría muy buenas ventas, pues las esposas, las madres, las hermanas o cualquier otra pariente de los hombres de su pueblo, más que comprar, y al fiado naturalmente, estaban arrasando con todas las mercaderías y, entre ellas, también con sus verduras. Uno a uno se habían ido llevando los manojos de flor de calabaza, de espinacas, de verdolagas o de acelgas y los de tantas otras yerbas como los de cilantro, perejil, hojalimón o yerbabuena. Y lo mismo le ocurría con el maíz y el trigo, con los poros y las papas, con las cebollas y los ajos, con los ejotes y las remolachas, ya que todo se estaba vendiendo sin parar. Y cerca ya del mediodía, cuando más de la mitad de sus productos habían sido desplazados y su caja contenía, sólo seis centavos reales y una sólida esperanza de más de siete pesos por cobrar, comprendió que por la espera era muy justo que cargara un sobreprecio, y fue en aquel momento cuando les cambió de un golpe, exactamente al doble, el valor a sus productos… y siguió la venta, como si no hubieran notado aquel aumento o como si disfrutaran gastando así el dinero. Y lo mismo sucedió en los otros puestos, ya que al comprobar que a Rosalía le funcionaba su sistema y que nadie se quejaba, como antes, a la hora de pagar, las otras comerciantes también se decidieron a incrementar sus precios, aunque ellas los fueron aumentando lentamente y luego con el tiempo fue volviéndose lo usual.
Solo que esta vez, a diferencia de otras, con el transcurrir constante de los días, Fortino fue enterándose de todo. Y una tarde de esas, al ir a visitar a María en el cementerio, entre molesto y triste le hizo un comentario a ese respecto:
-No, María, yo creo que algo hicimos mal porque ahora Santanita ya no es como era antes, tan a gusto que estábamos.
Y a partir de ese día, por la empinada pendiente de su nueva casa, lo único que empezó a resbalar para Fortino, fue el tiempo.
D I E C I N U E V E
Una vez pasada la incómoda tensión que provocó el malentendido de los sueldos, con todo y que María autorizó el pago completo que los santanitenses reclamaban, durante las semanas que siguieron, tanto en la obra como en el pueblo, en el aire quedó como flotando, muy sutilmente, la materia intangible del resentimiento, misma que algunos de ellos continuaron incubando en su mente y en su pecho, para luego verterla sin mucha discreción en contra de Fortino, lo que vino a empeorar algo que por entonces él ya estaba percibiendo: que cada vez sentía más grande el tamaño de sus días. Y eso se le magnificaba con el paso de las horas aunque éstas, al igual que antes, bajaban ligeras resbalando por la montaña, una seguida de la otra, y entraban como siempre a merodear por Santanita, siguiendo la rutina de costumbre y sin detener su marcha sobre el mismo derrotero, el que después las llevaría hacia otros pueblos más abajo y luego más allá, pero al pasar por el sitio donde estaba Fortino, súbitamente perdían velocidad y para él, sólo para él, pasaban con lentitud. Aunque esa situación no era tan grave o algo que Fortino no pudiera soportar, porque aparte de aquel tiempo, aparentemente inmóvil, que a veces parecía que se negaba a transcurrir, aún tenía la construcción de su casa nueva y ésta le ocupaba casi todo el pensamiento. Y no era la obra, por la obra en sí, con sus muchas complicaciones diarias, sus pequeños logros o sus muy escasas alegrías, la que lo obligaba a pensar constantemente en ella. Como tampoco lo era el hecho de ser el propietario de un proyecto, que se había convertido en un tiempo muy corto en el eje de su pueblo, no obstante que esa casa, con todo lo inexistente que era todavía, al ser el centro de la atención colectiva, a él lo transformaba en una especie de imán de las miradas, de los comentarios, de la envidia y de la burla de todos los demás. Más bien, lo que ataba su mente a esa construcción informe era otra cosa: para él pensar en su casa, con todo y que ésta aún no estaba bien definida en el espacio, significaba pensar más en María, hablar más con María, estar con ella.
Sin embargo, había ya otros motivos que frecuentemente lo enfrentaban con el mundo, con su realidad.
Uno de ellos, el más terrestre e inmediato, era que no le gustaban los cambios que empezaron a operarse en todo el pueblo. Nunca se imaginó que con la llegada de toda esa gente que vino de fuera, también iban a llegar otro tipo de ideas y menos, que una vez que éstas fueran sembradas en Santanita, se iban a multiplicar. Así, ante la gente nueva y sus necesidades, nacieron muy pronto en el pueblo dos o tres lugares de venta de comida, otro de renta de techo y un lugar para dormir, y uno más de lugar para dormir con compañía, y con los sueldos que corrían en esos tiempos, a nadie parecía importarle pagar por ese servicio un razonable sobreprecio. Al menos eso fue lo que le dijeron que pasaba por las noches en la casa de Ataola y de Eufrasia, las dos únicas hijas de Camilo Aniversario, el afilador. Ellas dos, tras la reciente muerte de su padre se habían quedado solas, completamente aisladas allí en su casuchita que era la última del pueblo, bastante más allá de la barranca, y además en la miseria. Porque los siete pesos con ochenta y seis centavos, que fue lo que reunieron con la venta de toda la herramienta y las cosas del difunto, se les redujo mucho con los gastos del entierro y lo poco que quedó, con el paso de los meses ya lo habían agotado. Así que para ellas, la llegada de esa gente que vino de fuera y de tanto dinero como el que ahora circulaba libremente por el pueblo, había sido como hallarle una salida a un problema que no tenía solución. Pero Fortino no quiso ir a verificarlo. Le dijeron cómo y cuánto y por qué servicios cobraban e incluso, cuáles otras mujeres del lugar también iban por las noches a esa casa, y sencillamente lo tuvo que creer:
-El mundo se va a acabar, María, le informó con un poco de vergüenza, a su mujer, después de que lo supo, lo bueno es que ya no estás aquí y ya no te tocó ver éstas cosas, pero ahora, en Santanita, María, se compra y se vende la carne de mujer.
Otro motivo que lo inquietaba y que por lo regular le causaba un malestar muy parecido a la tristeza, además de que le lastimaba llegaba siempre sin avisar, en cualquiera de los raros momentos en los que no estaba pensando en María o en su casa, y no lograba identificarlo. Sólo sabía que tenía la consistencia de un vacío, como la de un pequeño hueco que de pronto le nacía entre el corazón y la garganta, y que lo obligaba a separarse de los demás cuando intuía su presencia, cuando sentía que sus ojos comenzaban a brillar. Y esa sensación que tanto le molestaba, más que nada porque no la comprendía, carecía también de un nombre que le permitiera definirla, para así poder buscar alguna planta que le diera algún consuelo contra aquel padecimiento, porque cada día que pasaba, le pesaba mucho más. Pero entonces, cuando esto le sucedía, se llevaba su nostalgia hasta una orilla del terreno o un poco más allá y ahí, unas veces debajo de un árbol y otras veces sentado en una piedra, se ponía a pensar en sus recuerdos hasta que reencontraba su niñez y en ese sitio, por lo general se tropezaba con Cirilo, con el viejo Cirilo, su amigo, y siempre sin notarlo en él hallaba el alivio que necesitaba.
V E I N T E
-¿Cirilo, y más allá del mar?
-La distancia, Fortino… la distancia.
Y el viejo lo sabía mejor que nadie a pesar de que nunca lo pudo cruzar. Si aprendió a medirlo fue por tanto estar rozándose con él, de tanto tocarlo. Y porque muchas veces de pie junto a sus olas mirando al horizonte, trató de alargar sus miradas y de llevarlas hasta la otra orilla, pero siempre fue más grande la distancia.
-Y, ¿cómo es esa distancia?
-¿La distancia, Fortino?… la distancia es tan larga como la tristeza.
Desde entonces Fortino acomodó en el corto entendimiento de sus cortos años, toda la grandeza del océano y aún la longitud de su distancia, porque no era muy difícil comprender que ésta era tan grande, que no cabía en una mirada. Lo que no pudo entender en el momento, fue cómo o de qué manera, esa distancia se le convirtió a Cirilo en una tristeza larga. Y la duda habría de durarle hasta el día en que, en los ojitos de su hija enferma, en sus miradas apagadas y distantes, reconoció la gran tristeza que había en la lejanía. Pero aquella tarde en la que por primera vez conoció el mar a través de los ojos de Cirilo, eran tantas las preguntas que en él iban surgiendo, que no quedaba tiempo para esas pequeñas dudas:
-¿Y, dónde está?
Y como desde la casita de aquel viejo, a mitad de la montaña, se dominaba visualmente casi la vastedad del horizonte, allá a lo lejos, por donde el valle se veía salpicado por minúsculos caseríos, Cirilo con el brazo extendido le señaló una dirección hacia la cuál, según él, estaba el mar:
-Muy más allá, le dijo entonces, siguiendo la largura del camino hasta donde se te acabe… y luego mucho más.
-¿Y por qué lo pusieron tan lejos, Cirilo?, le preguntó
intrigado el niño.
-Porque en medio, Fortino, le dijo el viejo, hablando muy seriamente, pusieron la capital.
-¿La capital?, pensó Fortino, y por más de que buscó no pudo encontrar la explicación de esa palabra en su memoria.
En su mente la palabra capital carecía de una forma o de un significado, y lo mismo podría ser otro mar como ese que le acababa de describir Cirilo sólo que éste se llamaba capital, pero también podría ser un árbol, una montaña o hasta una culebra, como las Malaguas que siempre aparecían en el río por debajo de las piedras, o cualquier otra cosa. Pero ese día esa palabra fue la que más llenó su curiosidad y después fue seguida por las otras, las que siguieron brotando explícitas y generosas y con multitud de formas desde la voz del viejo, y a él se le quedaron a vivir para siempre en la imaginación.
Era el tiempo, cuando los otros niños jugaban con el tiempo y todo el que había en el pueblo a ellos les pertenecía. Y más, porque Fortino nunca les reclamó su porción. Él siempre tuvo un tiempo aparte y era el mismo que compartía con el viejo Cirilo. Entonces las madrugadas eran sólo madrugadas y todavía Fortino era el dueño de sus sueños hasta un poco después de cada amanecer, que era cuando a hurtadillas se salía del jacal, y se iba corriendo a donde estaba su tiempo.
Y fue en una madrugada de ésas, de sus nueve años, justo a las cuatro de la mañana, cuando su padre decidió que había llegado el momento de enseñarlo a trabajar y desde entonces, perdió su niñez.
Pero ahora sólo eran recuerdos. Sobre el tiempo del pueblo se estaba instalando un tiempo nuevo y, como el aire de la montaña, se fueron volando las costumbres.
V E I N T I Ú N O
Los ruidos abrían las mañanas y ya no cesaban de brincar la barranca todo el día, y también todo el día regresaban, como si los muertos de enfrente respondieran, melancólicos, quebrando en ecos los sonidos de su voz. Entonces los meses habían roto la pendiente, sobre la tierra crecían adobes de la misma tierra y el pozo estaba ya por estrenar cubeta nueva sobre el brocal. Terminaba mayo, pero igual que en los primeros días, cuando Fortino pidió veinte mulas para que trajeran de los pueblos de abajo, tierra tepetatosa y paja para el adobe, ahora llegaban a diario las treinta y dos que fueron necesarias, según los cálculos de Gumaro, para transportar toda la madera que se había ido ocupando, en esa maraña de andamios que rodeaba por todos lados la casa, y la que paulatinamente se iba convirtiendo en vigas y en duelas, en puertas y ventanas. Y fue por ese tiempo cuando empezaron a notarse los defectos de la obra, los que solo Álvaro Zorrilla conocía, y aunque estos se debían más que nada a Gumaro, a su inmadurez como constructor, en algo influyó también aquel deseo de última hora de Fortino, de cambiar la orientación de la fachada, nada más para que el frente de su casa se pudiera ver desde el panteón:
–Y que su sola vista sirva, como le dijo entonces a Gumaro, señalando con la mano al cementerio, para alegrarles un poquito la mirada a los de allá.
Porque Gumaro decidió, a raíz de aquella orden, comenzar la construcción por la fachada es decir, justo en el punto del terreno donde éste era más bajo y de ese lado, una vez pasado el tiempo, la casa quedó de dos plantas como la quería Fortino pero, pendiente arriba, donde el lote colindaba con la calle, lo que tendría que haber sido la parte trasera del segundo piso, no sólo dejó de ser planta alta sino que además quedó levemente hundida. Y todo porque a Gumaro nunca se le ocurrió pensar que, si empezaba a edificar por la parte más baja del terreno, conforme fueran avanzando hacia la zona elevada, la casa conservaría todo el tiempo su horizontalidad y, en aquel extremo, quedó prácticamente incrustada en el suelo. Por eso ya no hubo dónde hacerle una entrada razonable de ése lado, que era el único que unía la casa con la calle, pero una vez que descubrieron el defecto, lo arreglaron fácilmente colocando una pequeña puerta que quedó medio escondida, bajando varios escalones desde el nivel de la calle, en el muro de una de las habitaciones de aquella presunta segunda planta, que ahí había quedado como engarzada en la tierra. Y en contrapartida, del otro lado, en la vista que daba a la barranca, Fortino mandó a instalar el portón más grande y hermoso de todo Santanita, aún sabiendo que nunca lo usaría o si acaso, solamente en aquel día en que la muerte lo viniera a buscar. Y aunque ese asunto de la puerta hacia el panteón era del todo previsible, con las ventanas exteriores fue más bien un accidente que al final quedaran todas mirando hacia ése lado. En cambio, el que no se hubiera hecho, en su momento, la fuente de los sueños de Fortino en el centro de su patio, no fue visto ni quedó como un defecto, pues Gumaro logró convencer a su patrón de que las fuentes sólo lucen en los terrenos planos y que ahí, hicieran lo que hicieran, siempre estaría inclinado. Pero además hubo otro error muy importante y éste fue sencillamente por olvido: tanto a Gumaro como a Fortino se les olvidó señalar en dónde iban las escaleras que unirían ambas plantas y, naturalmente, no se hicieron, y si nadie se percató de su ausencia, fue porque ésta quedó perdida bajo lo intrincado del andamiaje. Luego sería Álvaro Zorrilla el encargado de corregir esa falta y gracias a su pericia, y a que mando derribar parte de un muro y un tramo del techo de uno de los corredores, quedó una escalinata tan perfectamente instalada que más que un parche, parecía como si siempre hubiera estado ahí. Y así fueron surgiendo nuevas fallas, día a día brotaban desperfectos, pero el mejor de todos a los ojos de Fortino, porque secretamente lo dejó muy complacido, fue el error del pozo, ya que lo perforaron en el primer lugar que les indicó Domingo, sin haberlo confrontado con aquellos garabatos que tenían en el papel, y al final quedó con una mitad adosada a la pared en uno de los pasillos y con la otra asomando para siempre hacia una de las habitaciones, y cuando Fortino trató de reclamarle a Gumaro por aquel descomunal descuido, cuando ya estaban construyendo el muro que dividió el brocal, éste hábilmente le explicó que aquello aunque parecía un error, era un defecto calculado, porque él sabía por oídas que era así como lo usaban las personas en las mejores casas de otros pueblos e incluso, y sin saberlo dijo entonces las palabras adecuadas:
-Porque yo he oído, patrón, que así los hacen también en las ciudades, en esas que dicen que existen más allá, ¿no ve que así pueden lavarse sus partes y sus cuerpos sin que nadie los vea?
Y a partir de ese momento perdió toda la fuerza aquel reclamo pues Fortino, realmente entusiasmado con aquella explicación, se puso a admirar su pozo mientras que por su mente circulaban otra serie de recuerdos:
-¿Y si así es en las ciudades, se preguntó curioso, allá en la capital, cómo será el progreso?
V E I N T I D Ó S
Aquella última tarde que pasó con Cirilo, la única en la que el viejo le habló del mar y de la capital, fue tan especial para él, que ahora casi treinta años después, con toda claridad seguía presente en su memoria.
-¿Y qué es una capital, Cirilo?
-Es una ciudad muy grande, Fortino, en donde vive el progreso.
Y aunque ya en un comentario previo le había explicado que para llegar al mar tenía que pasar por varias ciudades, y que una ciudad era un lugar muy parecido a su pueblo sólo que mucho más extenso:
-Y tanto, le resaltó en aquella ocasión el viejo, como si pusieran veinte o treinta Santanitas juntas, con todas sus casas y su gente.
¿Entonces cómo sería esa capital de la que le estaba hablando, si además de ser ciudad, era mucho más grande que las otras y no conforme con su tamaño, en ella vivía algo o alguien llamado el progreso?
-El progreso, el progreso… ¿y qué es eso?, le preguntó el niño.
-El progreso… son cosas, le dijo Cirilo, pero tan nuevas y tan diferentes a las que tú conoces, que cuesta trabajo creer que estén ahí, enfrente de uno, y están.
Y ahora Gumaro no sólo mencionó la palabra ciudades, dejándole ver que también él conocía su significado y por lo tanto, que seguramente era cierto que éstas existían más allá de las montañas, tal como se lo había referido el viejo Cirilo, sino que además en ese preciso instante tenía un progreso frente a él, con forma de un pozo dividido por un muro y, efectivamente, le costaba trabajo creer que estaba ahí, en su casa, pero ahí estaba y eso lo llenó de felicidad. Ya no eran los días de imaginar cosas ni de soñar, ahora tenía un tiempo de realidades.
Cuando principió la construcción de la casa, le bastaba con saber cuántos cuartos serían, de qué altura, dónde la fuente. Pero por esos días poco a poco el andamiaje empezó a cederle lugar a los espacios, y no tardó en notar que estos eran mucho más amplios de lo que él había pensado y que ahí, sus viejos muebles no le servirían de nada porque no sólo eran viejos, también eran muy pocos. Uno de ellos era aquel añejo catre en el que durmieron la vida, cada quien a su tiempo, el abuelo y la abuela, sus padres, y él con María y la niña y, exceptuándolo a él, también a su tiempo, todos ellos vivieron ahí la muerte por primera vez, y hedía a cansancio. Otro era la mesa de sabino, manchada muchas veces por el tiempo y por innumerables quemaduras de vela, en la que desde niño aprendió a dar las gracias aunque cuántas veces se fue a dormir con hambre, y las dos sillas de palma, tan viejas y tan manchadas como la mesa, pero éstas mucho más desvencijadas por el peso de tanta miseria. También entre sus cosas, y quizá las más queridas, estaban las cajas de madera de su madre y su mujer, en las que solían guardar las pocas pertenencias que tuvieron en la vida, pero ya no las quería como parte de su casa más que nada por temor a que dentro de ellas, en lugar de objetos y de ropa, contuvieran solamente soledad y melancolía. Otro más era el trastero de tiritas de madera, atiborrado de cazuelas y de trastos de barro, unido a la mesita de cajones, sobre la que María preparaba lo que iba a cocinar. Y más allá, en el rincón, como un gran rollo vertical, aquel viejo petate raído al centro con la silueta de su juventud, recargado en una orilla de ése mueble que estaba empotrado en la pared, donde guardaban aquel montón de trapos y remedos de cobijas, con los que él y su familia habían tratado de atrapar un poco de calor para sus cuerpos, en las muchas noches frías de todos esos años. Lo demás eran el poyo y el brasero y un adorno que había en una ventana, pero éstos eran parte de las piedras de la casa. Y si antes le bastaba con ese mobiliario, ahora no.
-Aquí ya nada de eso, fue lo que pensó Fortino, mejor voy a tirar esos recuerdos al olvido…
Y claro, también tenía la caja de su oro, pero esa no contaba en el menaje pues la mantenía oculta en un lugar secreto. Y en ese mismo instante, relacionando todos estos pensamientos con su pozo y su progreso, decidió que la casa nueva tendría más dignidad.
Fue por eso que habló con Juan Redondo, quien era el encargado de la carpintería de la obra, y le pidió que fabricara para él, después que recorrieron cada una de las habitaciones, un ajuar a la medida de su nueva realidad. Pero Juan no lo aceptó: él nunca había hecho algo más que una cama o una mesa, o como ésta vez para Fortino, algunas puertas o ese montón de andamios. Y en los dos casos especiales, como lo fue la casa de don Nicolás, o la de aquel cura que una vez vino al pueblo con la idea de levantar una iglesia, y que terminó desistiendo porque se cansó de tanta pobreza, los moblajes se habían traído de fuera sin que nadie los hubiera visto y Juan Redondo entre ellos, quien no sabía qué otro tipo de muebles podían existir. Para él, las necesidades de la casa de Fortino eran mucho más grandes que su imaginación.
Esa fue una de las primeras veces que Fortino sintió que era muy corto el alcance del dinero, porque el suyo hasta ese momento no le había servido del todo para llenar el tiempo, y ahora tampoco le estaba sirviendo para llenar ese lugar. Y se arrepintió por no haberle comprado la casa a don Nicolás con todo y mobiliario, aquel día cuando hicieron el trato de las mulas.
-Si viviera el viejo Cirilo, pensó, y sólo entonces se dio cuenta que lo recordaba cada vez con más frecuencia, él me habría ayudado.
Ese día comprendió un poco más acerca de la tristeza, y de por qué ésta se le acumulaba en el pecho cada vez que pensaba en él. Y añoró como nunca a aquel hombre que siempre tuvo una respuesta para cada cosa.
V E I N T I T R É S
De un pensamiento al otro, como sucede casi siempre en el pensar, había sólo un paso y Fortino lo dio:
-¿Sabes, María?, le dijo Fortino aquella noche, bajo una de las últimas lunas de ese mayo, a la ausencia de su esposa que ahora lo acompañaba a todas partes, he estado pensando que deberíamos ir a la capital.
El amoblado de la casa tuvo la virtud de renacer en él, aquel deseo del niño Fortino de mirar algún día el color de otro horizonte, y no era precisamente el del mar porque ese sueño, aunque fue muy grande y por un buen rato le inundó la imaginación, muy pronto quedó empequeñecido con la revelación que le regaló Cirilo, aquel día cuando lo enseñó a soñar, diciéndole que en un lugar llamado capital vivía una cosa llamada progreso, y estaba llegando el momento de enfrentarlo con los ojos.
Entonces lo siguiente fue tomar la decisión y, una vez que él y María lo acordaron, se puso a buscar a la Paloma, que para esos días había sido sujeto de transacción ya varias veces, y tuvo que ir con cada uno de los nuevos propietarios desde Jacinto Argüelles, quien lo envió con el siguiente y éste a su vez con el siguiente, hasta llegar a Juan Pascual Omaña, a quien todos le llamaban Pascualito, y a él volvió a comprarle nuevamente el animal. Hasta ese momento se enteró, con las cosas que fue oyendo mientras iba preguntando dónde estaba su Paloma, que la idea de regalarle a los arrieros las bestias de carga, más que ser un buen deseo de su parte, solamente había sido una inmensa necedad. Porque sólo habían pasado un par de días, después de que Macrina repartiera, cuando se hizo el primer trato entre Martín María, el hermano de Jesús, con Roberto el del molino, a quien Martín debía el importe de seis meses de molienda. Y el trato fue entregarle el animal a cambio de la deuda y de pilón recibiría otros meses de ribete más un costal de cal, con el que él quería cumplirle un viejo sueño a su mujer: quería encalarle, aunque fuera por una sola vez, las paredes de la mísera vivienda que habitaban. Y Obviamente todo mundo se enteró, menos Fortino. Eso animó a José Limón, el esposo de Estela, a hacer el trueque de su mula con la viuda del otro Nicolás, el pobre, a cambio de un paquete de herramientas que en suma contenía: una hacha de las grandes; dos medianas y otra más pequeña; un machete algo oxidado; una piedra de afilar de buen tamaño; y un manojo más bien grande de cuerdas y cordeles. Pero además, en trato aparte, la promesa de la viuda a recibirlo algunas noches, siempre y cuando éstas no fueran de luna y él viniera hasta su casa con sobrada discreción. Y de ese negocio, como era natural, la gente sólo supo que hubo el cambio de una mula por objetos, pero de nueva cuenta nadie se lo comentó a Fortino. Después se volvieron cosa regular, y hubo quien por un costal de granos o de cualquier otra semilla, un pedazo de cochino o una pierna de venado, o una mecedora coja y una plancha de carbón, pero todos en el pueblo hicieron comercio. Y unos días después, cuando aún nadie sabía que días mejores estaban por venir, la animalada nuevamente era propiedad de unos cuantos y estos a su vez la rentaban a todos los demás.
Pero Fortino andaba tan entusiasmado con su próximo viaje, que ya no le molestó el enterarse de aquella realidad, pues lo único que le interesaba en ese momento era recuperar a la Paloma. Y terminó pagando por ella los diecisiete pesos originales más otros diecisiete, porque ya para ese tiempo en Santanita, el valor de las cosas se daba midiendo el tamaño del deseo del comprador, y lo que menos importaba era el precio del objeto. Pero los pagó con gusto y además muy agradecido, por todos los cuidados que recibió el animal por parte de Pascualito, y así pasó a ser el octavo dueño de la mula.
Y ese lunes cuatro de junio, una madrugada anubada y fría y ralamente iluminada por su propia luna, rodeó la salida de Fortino y de su mula hacia la capital.
V E I N T I C U A T R O
Nunca imaginó, en toda su vida, que llegaría ese amanecer y con él, la posibilidad de ir al encuentro de sus recuerdos. Y con eso en la conciencia, no durmió ni un solo instante en la noche anterior. Aunque también en parte por todo lo que estuvo haciendo, pues casi desde que llegaron de la obra, no bien anochecía, hasta más allá de la una de la mañana, estuvo hablando con Gumaro, indicándole una infinidad de cosas que estaban pendientes, y dándole órdenes precisas acerca de cómo las tenía qué resolver. Y ya en la puerta, antes de despedirlo y después de haberle dado el dinero suficiente para todo lo que le hiciera falta, pensando en cualquier tipo de demora que pudiera suscitarse, ya que él no podía saber cuánto tiempo exactamente tardaría para volver, se sacó un pequeño atado que escondía en la cintura y, sobrepasando sus propias previsiones, le dio un algo extra que bien podría alcanzar para pagar varios meses de peonada:
-Y no hagas mala paga, Gumaro, y mucho menos les dejes de pagar, le aconsejó Fortino, al tiempo que le daba aquel puñado de monedas, que luego no te quede ni vergüenza.
Pero estas recomendaciones del final, Gumaro ya no las escuchó. Su mano antes fría ahora estaba sudando, disfrutando con toda la piel, la forma y el peso de ese oro que ahora contenía, y esa sensación más un leve temblorcillo que sintió por todo el cuerpo, no le dejaron entender con exactitud, qué fue lo que le quiso decir Fortino con esas últimas palabras, aunque vagamente sabía que algo tenían qué ver con unos pagos. Entonces, antes de irse, con la mano que le quedaba libre hurgó entre sus ropas, y de alguna parte de ellas extrajo un viejo pañuelo que traía hecho bolas, lo extendió sobre su palma, y en él acomodó cuidadosamente cada una de las monedas que Fortino le había entregado. Después lo dobló, le hizo unos rápidos amarres y, así como lo sacó, en un instante lo desapareció en algún lugar entre su ropa y su piel, de modo que las monedas, al calor de su cuerpo, no perdieran el calor que todavía guardaban del cuerpo de Fortino. Y una vez con el oro guardado, nuevamente le deseó ventura a su patrón y, dándole la espalda, empezó a caminar, gozando intensamente la posesión de aquel dinero, debajo de aquella oscuridad que poco a poco lo fue cubriendo hasta hacerlo desaparecer.
Y ahí se quedó Fortino un rato más, viendo precisamente cómo Gumaro Garzón, mientras se alejaba, se iba diluyendo entre las sombras. Y en ése lugar, de pie bajo el umbral de la choza y frente a toda la noche de afuera, hizo un repaso mental de todo lo que habían acordado, como buscando algún olvido, pero no encontró ninguno y eso lo puso contento. Entonces entró en la casa y, al cerrar la puerta tras de sí, la llama de la vela cintilando le alumbró otros recuerdos. Eran todas las cosas que quería compartir con María, desde hacerle un recuento del río de palabras que recién había hablado con Gumaro y junto con esto brindarle una descripción puntual de los preparativos del viaje, hasta comunicarle los resultados del cálculo que había hecho, sobre cuánto dinero llevarían y dónde esconderían el resto. Pero por encima de todo, quería darle una relación detallada acerca de las diversas emociones, que con cuánto esfuerzo había disimulado durante todo el día… y también quería hablar sobre sus miedos. Y la ausencia de María, que se hallaba presente en toda la casa, se puso a escucharlo con atención.
En ello ocupó las horas que siguieron, por un lado describiéndole todo eso a su mujer y entendiendo él muchas cosas con sus propias explicaciones, y por el otro preparando todo lo que fue necesario preparar hasta que llegó el momento de partir. Afuera estaba ya la mula cargada con todas las providencias para el viaje y también, como siempre, el frío de las cuatro de la mañana.
Hombre y animal echaron a andar sobre pasos seguros, un poco lentos al inicio en lo que encontraban de nuevo la costumbre, pero sin temor en la pisada, debido a que tenían la certidumbre de la brecha conocida. Y mientras, el pueblo y la espuma oscurecida del cielo se fueron quedando atrás.
Unos cientos de metros adelante, al llegar al paraje de Los tres árboles caídos, Fortino se desvió hacia la orilla del voladero, hasta la parte donde sobresalían las raíces retorcidas que detenían en el aire, en forma casi tan milagrosa como horizontal, a los tres árboles que le daban el nombre a ese lugar, y ahí se detuvo por unos momentos. En parte para tratar de ver cualquier cosa que se pudiera ver en medio de aquella penumbra, que a esa hora cubría todo el valle, pero también porque quería hacerle una revelación a su mujer:
-Para allá, María, le dijo, señalando hacia un punto perdido entre la noche y la distancia, hacia allá está nuestro destino.
Y asegurándose de que la mula también lo estaba escuchando, siguió su marcha con tranquilidad.
Lázaro, Próspero y Gumaro, con mucha anticipación le habían aconsejado, que consultara con alguno de los Catarinos acerca del camino que debería de seguir, para llegar a ese lugar muy lejos a donde iba, como él tan escuetamente se los había descrito:
-Que ellos son de más conocimiento de pueblos y lugares, le dijeron, pero Fortino no quiso hacerlo.
Entre sus miedos no se encontraba aquella duda. Él sabía que sabría llegar. Tenía con él las palabras de Cirilo y con ellas, la seguridad de conocer la ruta que habría de llevarlo hasta su deseo.
V E I N T I C I N C O
En cualquier otra madrugada en la que sus pasos lo llevaran, como ahora, hacia los pueblos de abajo, Fortino habría bordeado por Las piedras y luego de cruzar El vado, se habría dirigido como siempre hacia La loma sin pendiente, porque esa era la forma más simple y más directa de llegar hasta El atajo lobos, el que a pesar de ser un tramo accidentado y pedregoso, les ahorraba el larguísimo rodeo que darían si se fueran por el pie de La muralla, aquel muro de piedra gigantesco que cortaba bruscamente ese pedazo de montaña, como solían hacerlo cada vez que, en la época de lluvias, el susodicho atajo se anegaba. Por eso más que nada era el camino que utilizaban todos, ya que luego de cruzarlo, tras pasar los altibajos del siguiente lomerío, entroncaban con el último sendero que topaba, al final de su bajada, con las primeras casas de Santa Catarina. Pero Fortino eligió para esa ocasión, después de estar esos minutos de pie junto al espacio, en la orilla de Los árboles caídos, seguirse de frente rumbo al El salto de Chanona, con todos los riesgos inherentes a esa parte tan difícil del terreno, y consciente que con su decisión, no sólo se alargaba en varias horas el tiempo de camino, sino que después tendría que continuar forzosamente, serpenteando en el pronunciado declive de la siguiente parte del trayecto, sobre el lecho rocoso de El arroyo seco y, por lo tanto, a merced de todos sus caprichos. Porque desde aquel momento, en el que estuvo contemplando la oscuridad nublada de la noche, a sólo unos pasos de donde comenzaba el voladero, develándole a María lo que él sabía que había detrás del infinito, en tanto le iba hablando también fue descubriendo, cuánto extrañaba el silencio y la soledad del monte, y que no soportaría fácilmente compartir su caminar con los demás arrieros:
-Y menos ahora, María, le dijo con ternura, aunque también con energía, a esa parte de la noche que era ahora su mujer, porque todo este camino es nada más para nosotros.
Fue así como Fortino decidió que cambiaría de ruta, pues no iba a permitir intromisiones de sus viejos compañeros entre él y su mujer y mucho menos, tratándose de ese viaje, en el que por primera vez María lo acompañaba. Así que no le importó elegir el camino más difícil, ni aún con el gran retraso que esto le representaba, porque no tenía prisa. De hecho, desde aquel amanecer en el que él creyó haber encontrado, suspendido en el aire de la montaña, aquel aroma parecido al de la libertad, no había vuelto a sentir prisa por nada y, por muy largo que fuera éste nuevo camino, tenía toda la vida, si fuera necesaria, para caminarlo.
-Cirilo, le preguntó el niño, después de que el viejo le revelara la ubicación de la capital, y si eso es más allá que lo más lejos que yo alcanzo a ver y traspasa el horizonte, ¿entonces eso está muy lejos, verdad?
-Sí, Fortino.
-¿Y es muy cansado caminar ese camino por lo mismo que es muy largo?
-No, Fortino, un camino largo no es cansado, le respondió Cirilo, pausando la voz y al mismo tiempo evocando su propio caminar y su cansancio, lo que cansa son los pasos.
Y ahora Fortino tenía un largo camino frente a él, el más largo de su vida y más si lo empezaba por El salto de Chanona, pero también tenía en el recuerdo las palabras de Cirilo y sabía perfectamente, desde mucho tiempo atrás, cómo dosificar sus pasos. E incluso mientras más largo se hiciera el recorrido, terminó pensando, sería mucho mejor, ya que eran tantas las cosas que él y su mujer no se dijeron en la vida, que apenas todo el tiempo de ese viaje alcanzaría para podérselas decir. Y él no iba a desperdiciar esa oportunidad que la vida le ofrecía para reencontrarse con María, para tratar de sincerarse con ella, como nunca lo había hecho, e intentar mostrarle lo que realmente acontecía adentro de él, como esas emociones que sentía desde que ella ya no estaba, y que se habían ido agravando prácticamente desde aquel minuto cuando se encontró la caja. También deseaba hablarle de la gente de su pueblo, de cuánto había cambiado ahí la vida, y compartirle su sentir con respecto de ese viaje, contarle por ejemplo lo que esperaba ver y, cuando ya estuvieran lejos, decirle todo lo que él sabía de ese lugar llamado la capital, ya que de esas cosas nunca había hablado con nadie: solamente con Cirilo. Y claro, si se les presentaba la ocasión, también quería preguntarle si acaso ella o su hija, o tal vez ellas dos, habían tenido algo que ver con el hallazgo de aquella triste noche, la más negra de todas, cuando él estaba en la montaña cavando con su gran desesperanza para sacar hormigas, y lo único que desenterró sin darse cuenta, tal vez debido a la oscuridad, fue su destino.
V E I N T I S É I S
Una vez que dejó atrás el último de los pueblos conocidos, hacia la media tarde de ese día, mientras se iba internando lentamente con su mujer y sus recuerdos, en ese nuevo paisaje que se abría imponente enfrente de él, Fortino dio por iniciado formalmente el camino:
-Ahora sí, mujer, le dijo entonces a María, con quien no había hablado desde hacía un largo rato, ese pueblo que acabamos de pasar se llama La Merced y ésta loma es lo más lejos hasta donde yo he llegado, así que ya sólo nos queda lo que hallemos adelante.
Y así fue, tan pronto como empezaron a descender de aquella loma, Fortino volteó y ya no estaba sino el recuerdo de que ahí estuvo La Merced, de tal manera que ahora, como le dijo a María, sólo les quedaba caminar hacia adelante, hacia esa gran planicie que él había imaginado muchas veces, y que ahora se extendía generosa enfrente de él en multitud de verdes, hasta volverse aquella sierra difusa y azulosa que a lo lejos se perdía en el horizonte. Y en ese punto quería pasar la noche. Pero se acabó la tarde, se fue apagando el cielo, siguió pasando el tiempo y aquella llanura interminable nunca se acababa, así que ya en lo oscuro y con toda la distancia que tenía por delante, frenó el paso de su mula y se buscó un buen lugar en aquel vasto terreno para descansar.
Había caminado toda su vida y nunca había llegado tan lejos, ni siquiera aquella vez que se perdió durante varios días, cuando todavía era joven, en un lugar muy solitario y alejado, y se lo comentó a María. Luego se puso a encender un fuego, con las varas secas que vino juntando por todo el camino y, mientras lo encendía, no dejaba de sentir que el estar en ese sitio era algo que habían logrado juntos, como nadie más en Santanita, exceptuando a Cirilo, claro, y eso lo llenó de orgullo:
-Pues ya estamos aquí, María, le dijo a la mujer fundida entre las sombras, más lejos que lo que nadie estuvo y eso que es apenas el comienzo.
También había venido recogiendo algunos brotes de diferentes plantas, para darle de comer a la Paloma, y se los puso extendidos en el suelo junto a un guaje con agua, muy cerca del arbusto donde la dejó amarrada. Después sobre su fuego puso un jarro con café, sacó de su morral un pedazo de pan y otro de carne seca, y entonces ya con calma se puso a charlar con su mujer hasta que le ganó el cansancio.
Ese fue el ritual de cada día durante aquel trayecto. Con la luz avanzaban, siempre en la misma dirección de su memoria, y él le iba describiendo a la constante ausencia de su esposa las partes que formaban el entorno, desde el tamaño de los cerros o la imponente magnitud de las montañas, comparándolas siempre con la suya, hasta el color del cielo o la forma de las nubes o el aroma de una flor. Y en las noches, al detener la marcha, después de decirle a María, con diferentes formas de medir, hasta dónde habían llegado, encendía la hoguera, le ponía agua y alimento a la Paloma, y ya con un café y con algo de comer en cada mano, se sentaba a conversar con su mujer de otro tipo de emociones, porque entonces no sólo le hablaba de la noche y las estrellas, lo que también hacía, sino que iba a su interior y de ahí le describía muchas cosas de las tantas que había en su pensamiento, o en la caja de los sueños o en aquel lugar donde guardaba los recuerdos. Aunque estos últimos llegaron a su boca con marcada lentitud, porque al principio no lograba que salieran, pero allá por la tercera o cuarta noche, cuando juzgó que ya era hora de decirle a su mujer, con más exactitud que la primera vez, hacia dónde se dirigían y qué era una capital, se dio cuenta que nunca le había hablado acerca de Cirilo, ni en vida ni después, así que tuvo qué empezar por describirle, cual había sido su relación con ese hombre que siempre vivió aislado de los demás, aunque en la misma montaña, y con quien él había aprendido no sólo sobre las yerbas, sino muchas de las mejores cosas que aprendió en su niñez, de tal modo que al terminar con esa parte del relato, hasta unas lágrimas brotaron de sus ojos, al referirle cuánto lo extrañó después de que se fue:
-Y lo que son las cosas, María, le dijo a ese silencio femenino que todo el tiempo lo escuchaba, desde entonces me regaló lo que habían visto sus ojos y eso es precisamente lo que vamos a ver.
Pero una vez que le presentó, simbólicamente, al viejo, ya no tuvo más problema para empezar a contarle de las cosas que él sabía, exceptuando por supuesto lo del mar y lo de su tanta agua, y por supuesto lo de su gran distancia que se convertía en tristeza, porque pensó que su mujer eso no se lo creería, pues quién en su sano juicio podría darle cabida a semejantes pensamientos y empezando por él, a quien le seguía resultando muy difícil de creer que algo así, tan lleno de agua como le dijo el viejo, pudiera existir. Así que en esa ocasión, se conformó con narrarle sólo un poco acerca del lugar al cual se dirigían, pero en las siguientes noches le fue dosificando poco a poco sus demás conocimientos, hasta que llegó el momento en el que su mujer sabía tanto como él acerca de la capital.
Así fueron pasando los días y las noches, atravesando valles, subiendo y bajando montañas y lomeríos, y viendo desde lejos tantos pueblos a los que no se quisieron acercar, que Fortino calculó, por todo lo que habían recorrido, que no les faltaba mucho para llegar.
V E I N T I S I E T E
A la distancia, las primeras torres de iglesia comenzaron a aparecer, tal como se lo habían descrito las palabras del viejo Cirilo muchos años atrás, y fue así como supo que ya estaban por llegar.
-Lo primero que se ve, le dijo aquella vez, son las tantas torres que con sus puntas… como si rasgaran el cielo.
-¿Y para qué tantas, Cirilo?, le preguntó muy interesado el niño, quien entendía perfectamente los significados de la palabra torre y de la palabra iglesia, pues éstas existían en muchos comentarios que él había escuchado, aún cuando esas formas en su mente se veían como sombras.
-Pues no lo sé, Fortino, le respondió el viejo, ya que él nunca se lo había preguntado, pero de pronto se le ocurrió una respuesta y esbozando una sonrisa apenas perceptible, le respondió, ¿no será que en ese sitio abundan los pecados?
Así que Fortino recorrió temeroso las primeras calles, avanzando con mucha lentitud y buscando discretamente en el rostro de las personas, algún indicio de que éstas fueran tan pecadoras, como le dijo Cirilo en aquella ocasión, pero no encontró nada de eso. Al contrario de lo que siempre había supuesto, la gente parecía normal, aunque no del todo igual a la que él solía ver en otros lados, porque aquí lucían distintas las personas, se vestían de otro modo, hablaban diferente. Como también eran distintas las casas y las calles y hasta el azul del cielo no era el mismo, como si hubiera algo en el aire que hacía que pareciera diferente ese lugar. Y frente a todo ese conjunto, por fin Fortino empezó a comprender el verdadero significado de la palabra capital, porque no sólo era una gran ciudad, tan grande como veinte Santanitas o más, como le había dicho el viejo, sino que también era una sorpresa constante, que sobrepasaba con creces los relatos de Cirilo y cualquier otra idea que él hubiera traído en su imaginación.
Las berlinas y landós que circulaban por las calles, tenían un parentesco muy lejano con aquellos carromatos de los pueblos de su rumbo, sólo que éstas por su hechura se veían más elegantes y eran mucho más ligeras, aunque lo más sorprendente a los ojos de Fortino fue que ahí no usaban burros y, a pesar de que eran muchas, para todas alcanzaban los caballos. Y no obstante que eran tantas, ninguna le causó el gran estupor que sintió, cuando vio aquel extraño carretón sin bestias de tiro, que apareció de improviso dando la vuelta en una esquina y que así como viró, inmediatamente se enfiló hacia donde estaba él, avanzando a una gran velocidad, como la que él nunca había visto en ningún otro lugar, y haciendo un ruido aterrador, más que nada por desconocido.
-Y el colmo del progreso, Fortino, le explicó entonces el viejo, quien no acababa de llenar con sus palabras la curiosidad tan desbordada de ese niño, son los prodigios.
Y en ese momento, frente a él tenía un recuerdo vuelto prodigio, o un prodigio como salido de su recuerdo que así como apareció, lanzando al aire ese horrible sonido como de muchos tambores, pasó brincoteando sobre el empedrado y luego desapareció, dejando tras de sí sólo el eco de su paso, una larga y pestilente cola de humo, y a un Fortino asustado que no paraba de toser. Así que esto vino a redondearle un poco más la idea que tenía de la palabra capital, porque ya no era solamente la noción, equivocada o no, que él había guardado durante tanto tiempo en su memoria, sino que ahora los conceptos se estaban materializando, y esa asombrosa cosa de progreso que acababa de ver, no estaba hecha únicamente de sorpresa sino también de espanto, y si podía moverse sola, sin ayuda de animales, y andaba por ahí escupiendo todo el ruido que podía y ese humo endemoniado, por muy asombrosa que fuera, de seguro también algo malo debería de tener:
-Esto es peor que el humo del ocote, María, le dijo Fortino, una vez que se repuso de la tos y del susto, a esa mujer como la nada que no se despegaba de él, y si hubiera muchos de éstos, concluyó, todos se estarían ahogando. Y le alegró llevarla sólo en pensamiento.
Luego, mula y amo, con el sol del mediodía en lo más alto del cielo, siguieron su camino al ritmo de sus pasos.
Varias veces más vería, durante aquella tarde, el estridente transitar de esos vehículos autónomos, que al principio lo obligaban a pegarse a las orillas, pero pronto aprendió a mirarlos sin temor y con la curiosidad despierta, abriendo mucho los ojos, como con ánimos de entenderles el secreto, y sólo por precaución, tapándose la nariz con un pañuelo. Pero se fue el mediodía y mientras él seguía andando, sobre el techo de las casas, allá a lo lejos, le pareció distinguir otro recuerdo:
-Una iglesia pusieron en medio, Fortino, que se llama catedral, y es muy más grandísima que todas las demás.
Y no terminaba de meter las imágenes de esos dos, realmente altísimos campanarios, en sus ojos, cuando un ruido sordo, que por detrás de él venía creciendo, y que sintió con los pies porque parecía venir por debajo de la tierra, lo hizo volverse, y se encontró de pronto ante otro prodigio mucho más grande que el primero. Era una mole de fierro que venía avanzando pesadamente, sobre un camino hecho del mismo metal, con un sólo ojo al frente, y que al pasar cerca de él, aparte de encabritar a la Paloma, le dejó ver que en su interior venían muchas personas y aun así, parecía deslizarse sin ningún esfuerzo:
-Y esa cosa, calculó en voz alta Fortino, al tiempo que trataba de calmar a su mula, ni con doce mulas se podría jalar. Y se quedó mirando al tranvía mientras éste se alejaba.
No alcanzaba a comprender tales prodigios y ése, más que miedo, le dejó una profunda admiración. Después todo fue pensar en ello. Se puso a imaginar que una cosa así, allá en su pueblo, conectando esas líneas de fierro hacia los bosques por este lado, y hacia Santa Catarina por aquel otro, y se terminaría de un golpe con el viejo problema del acarreo de la leña, e incluso con la necedad de algunos por quedarse con todos los animales, como recién había descubierto. Entonces llegaron hasta él, las palabras de la primera noche que habló con María en ausencia, acerca de que usarían la parte del dinero que correspondía a la niña para arreglar el pueblo, y en ese momento se lo recordó a su mujer:
-María, eso, como se llame… lo vamos a comprar.
V E I N T I O C H O
Iba a comprar esa cosa, y si con el dinero de Mariquita no alcanzaba, había mucho más, todo el que fuera necesario:
-¿Te imaginas?, le comentó más tarde a su mujer, cuando volvió a cruzarse con un carruaje de ésos, ¿todo lo que cargaría ese carretón?, y se quedó repitiendo la frase en voz baja, porque él mismo no lo alcanzaba a imaginar, todo lo que cargaría…
Y una vez con esa idea, sin apenas darse cuenta de la tarde calurosa que colmaba las calles en aquel día de junio, se olvidó por completo del motivo que lo había llevado hasta la capital, en tanto que el sol, que con toda discreción le había dibujado una sombra en el suelo, se la fue alargando con lentitud.
Pero esta vez no haría una compra tan precipitada como aquel día cuando adquirió las bestias y, para no cometer el mismo error, resolvió dejar que el tiempo interviniera antes de tomar la decisión. Así que empezó por buscar un buen lugar en dónde dejar encargada a la Paloma, pues así le evitaría muchos brincos y no menos sobresaltos y a su vez él podría desplazarse algo mejor. Y en una calle cualquiera, muy cerca de la zona de abastos, localizó una pensión en la que solían quedarse, con todo y animales, los comerciantes de otros pueblos que venían a negociar todo tipo de productos en aquel mercado, y fue allí donde encontró un hospedaje para su mula y para él.
Por lo que el resto de ese día, hasta donde le alcanzó la luz, se dedicó a medir la extensión total de su deseo, dándole un valor o una dimensión a cualquier parte medible de aquel artefacto, para después poder hacerle una minuciosa descripción a su mujer, y dejar que fuera ella quien tomara la decisión final. Y esa primera tarde, entre otras cosas, supo que se llamaba tranvía, que no hacía tanto ruido ni producía humo, como el otro prodigio, y que tenía una fuerza apenas comparable, a la mulada junta de todo Santanita. Pero eso fue nada, porque al día siguiente, desde que el sol brotó por un lado, floreció, y hasta que empezó a caerse por el otro, los ojos y la mente únicamente le sirvieron para una sola cosa: para llenar su tiempo y su imaginación con las cosas asombrosas que hacían los tranvías, y en ese mundo extraño y repleto de objetos deslumbrantes, ya no hubo nada más que pudiera interesarle. Y fue tanto así, que ni siquiera le importó toda esa gente que no dejaba de mirarlo, cada vez que él hacía sus modestas mediciones, como cuando les midió, basándose en sus pasos, el largo y el ancho a aquellos armatostes, para poder calcular cuántas cargas les cabrían, o también cuando intentó medirles la velocidad, corriendo con todas sus fuerzas detrás de algunos de ellos sin poderlos alcanzar. Y para terminar, caminó completas, siguiendo por la orilla esos caminos de fierro, tres de las principales rutas del tranvía, y así pudo deducir la distancia que podrían recorrer en cada jornada, y cuánta la cantidad de leña que serían capaces de llevar:
-Y hacen todo eso, María, le confiaría más tarde a su mujer, guiñándole un ojo como cuando le advertía que algo era un secreto, con un único cochero.
Para entonces ya se había ido haciendo una noche afuera, y adentro de la hospedería, cuando estaba casi listo para irse a descansar, recordó un par de detalles que observó varias veces en aquellos tranvías y, sin dejar de pensar que se trataba de una cosa muy simple, decidió comentárselos a su mujer por si a ella le pudieran interesar. Y el primero de ellos, le explicó, era una vara metálica que les salía en el techo a los tranvías, y ésas varas en su parte superior, tenían una rueda que siempre iba girando contra el segundo de los detalles, y este era una cuerda del mismo material, que estaba todo el tiempo suspendida en el aire por arriba del tranvía y, como se iban rozando, de rato en rato las dos chisporroteaban. Pero Fortino desde niño había visto muchas veces cómo saltaban chispas, cuando una hacha caía sobre una piedra, y comprendía perfectamente que lo mismo sucedía en el caso de las varas del tranvía.
-Y eso pasa siempre, le dijo a su mujer, orgulloso de compartir con ella sus conocimientos, porque obligan a dos fierros a irse raspando entre sí.
Pero lo que no sabía, y eso también se lo dijo, era qué tan necesario sería instalar eso en su pueblo, pero en el supuesto caso de que así lo fuera, ya Gumaro o Isidro o Cederino Labola, podrían hacerlo. Porque atar cuerdas de árbol en árbol, aunque éstas fueran de fierro, no iba a ser ningún problema y con eso, a él no se le iba a quitar el sueño.
-Y ya me voy a dormir, le dijo a María, cuando terminó de referirle esas cosas, porque si no mañana no voy a valer nada. Entonces cerró los ojos y pronto se quedó dormido.
V E I N T I N U E V E
Así llegó el amanecer del día siguiente, puntual y hecho de luz como todos los días, y se coló por la ventana del cuarto de Fortino pero además, le trajo pensamientos. Y eran los mismos que él había tomado del tranvía durante aquellos días, o más bien eran la suma, de su totalmente empírico sistema de medir, aunado a su muy particular manera de observar, que en ese despertar volvían a él pero ahora como una conclusión:
-Árboles, María, le dijo a la mujer inexistente al tiempo que trataba de entender lo concluido, esa cosa puede andar con árboles enteros.
Entonces se alistó lo más pronto que pudo y se salió a la calle en busca del tranvía, pues quería comprobar si lo que estaba pensando correspondía con aquella realidad. Apenas un día antes, él había contado el número total de pasajeros que se veían adentro del tranvía, y había calculado que por cada dos personas cabría una carga. Pero ahora pensaba diferente: esa mañana al empezar a recorrer sus pensamientos, pudo ver con los ojos de su mente, un tranvía que no llevaba gente y más que eso, que carecía de aquel molesto sillerío, y entonces comprendió con claridad que aquel transporte, en esas condiciones, multiplicaba en mucho su gran capacidad. Después volvió a considerar, basado igual que siempre en la dudosa exactitud de sus propias mediciones, la fuerza que podría desarrollar ese aparato y la gran velocidad a la que se desplazaba, y de nuevo el resultado rebasó sus deducciones previas: esa máquina tan llena de prodigio podría hacer el viaje desde la zona boscosa hasta Santa Catarina, dos o tres veces por día, y eso era demasiado.
Por eso quería verlo nuevamente. Tenía todavía la esperanza de haber sido exagerado al hacer sus conclusiones, pero entonces el tranvía apareció por una esquina y vino retumbando, rompiendo el silencio de aquella mañana con su sordo traqueteo de metal y al pasar cerca de él, solamente le dejó una certidumbre:
-Faltarían brazos, mujer, dijo Fortino, hacia su esposa ausente, y óyelo bien, si llevamos esa cosa, en menos de un año ni una sombra quedaría en toda la sierra…
Y se quedó mirándolo conforme se alejaba, y cuando lo perdió de vista, se dio la media vuelta y se fue caminando por ahí con su tristeza.
Los muchos días y un medio que caminó para topar con sus recuerdos, y los varios y fracción que tenía en la capital, en ese momento le empezaron a pesar.
T R E I N T A
-Cirilo, y si todo en el mundo era tan grande, tan bonito, ¿por qué volviste?
Fue esa pregunta hacia el final de aquella tarde, entre todas las que le hizo durante todo el tiempo que ellos fueron amigos, quizás la única que el viejo no le respondió. Esa vez Cirilo se quedó callado, mirando fijamente hacia ningún lugar en tanto que sus ojos, que entonces los traía muy apagados, fulguraron fugazmente con un brillo como de recuerdo. Y las palabras no volvieron a su boca, hasta un poco después que su mirada regresó de ese lugar:
-Se puede seguir un deseo, dijo entonces, aunque más como un juicio de viejo, que como una respuesta a la pregunta del niño, pero hay que romperlo cuando se vuelve un capricho, y volvió nuevamente a su mutismo.
Y una vez que aquel deseo del tranvía se le rompió a Fortino, mientras iba caminando, buscando calles que no tuvieran vías para ya no recordarlo, nuevos progresos en los que no había reparado, pues no veía otras cosas en el mundo cuando estuvo obsesionado persiguiendo a los tranvías, se le fueron metiendo por los ojos, y de nuevo los volvió a desear. Así, ese día completo, lo pasó entre una muchedumbre a las puertas de un lugar, sobre cuya fachada había un letrero que anunciaba, con letras muy brillantes y de vivos colores:
-Víctor, Fonógrafos Modernos.
Y con todo y que a él no le decían nada las palabras cuando estaban escritas, lo que finalmente lo atrajo, igual que a los demás, y lo retuvo ahí, fue la mágica presencia de un progreso, más pequeño que los otros pero tan prodigioso como aquellos y que valía, según le dijeron, únicamente veintisiete pesos. Y aún cuando pensó que era barato y que sería grandioso llevarlo hasta su pueblo, sentía todavía un cierto resquemor por lo que le había pasado con su anterior deseo, y no quería de nuevo vivir esa experiencia. Así que por lo pronto, optó por admirarlo como todos los presentes: de pie y en silencio, y detrás de una línea pintada en el suelo. Aunque a diferencia de otra gente, él ya no se movió de ese lugar durante todo el día y en aquel largo tiempo, no quitó ni un instante su mirada de ese objeto y sobre todo, de su incomprensible movimiento. Pero más aún, dejó que el aire saturado de sonidos, a través de sus oídos, le tocara el corazón. Y como esto sucedió toda la tarde, para cuando fue la hora de volver al parador, por el cielo que ya estaba tiñéndose de noche, ya un fonógrafo había desplazado para siempre al tranvía de su memoria. Porque ese aparato era magia pura, el colmo de los prodigios, y con todo y que ya iba a muchas calles del lugar, continuaba aquel embrujo haciendo ruido en su cabeza, casi con el mismo brillo y la misma nitidez que cuando estaba en aquella multitud. Así que empezó a describírselo a María, como tratando de entender con su propia explicación, cómo o de qué forma o a través de cuál mañoso artificio, esos hombres de la capital habían podido atrapar, y mantener encerrada, toda esa maravillosa música, que además sonaba mucho mejor que la que hacía Cipriano con su guitarrón, cuando había fiestas allá en el pueblo, para luego permitirle que brotara nuevamente fluida y diáfana, como si estuviera hecha con sonidos frescos, de ésa como flor de lata que parecía flotar, aunque estaba conectada a esos fierros que brillaban, justo encima de una caja de madera, en la que un extraño plato plano y negro daba vueltas sin parar.
-Y es tan bueno esto, María, terminó diciéndole Fortino, como un niño entusiasmado, que ni los pajaritos… y al decir esas últimas palabras, sin esperar a que María emitiera su respuesta, él tomó la decisión.
Mientras le iba hablando, recreando con sus manos en el aire, las diferentes formas del objeto para que ella le entendiera, se dio cuenta que le estaba tratando de hacer la descripción de lo imposible, de algo que no era natural, como no podía serlo el que cantara, y tan bonito, aquella simple caja aunque tuviera aquellos fierros y aquella extraordinaria flor de lata. Pero siguió adelante, vivamente interesado en encontrarle cualquier explicación, pues no lograba comprender cómo le hacían para quitarle los sonidos a las cosas. Y cuando hizo el inocente comentario, comparando los sonidos de la caja con el canto de las aves, en ese mismo instante comenzaron a aclarársele las dudas: hasta entonces advirtió que algo extraño sucedía con ese objeto y por lo tanto, que no era buena idea el llevarlo a Santanita. Y aunque no sabía todavía lo que tendría qué hacer, sí sabía que algo haría y que no permitiría que en su pueblo les robaran a los pájaros la voz:
-Y tú no te preocupes, le dijo Fortino entonces, ya con más tranquilidad, a su mujer, que estos capitalistas no van a encerrar los sonidos de Santanita en una caja.
T R E I N T A I Ú N O
Y más progresos encontraría Fortino con el paso de los días, porque había llegado a un mundo que no era como el mundo o no exactamente, como el mundo al que él pertenecía. Más bien éste era el mundo con el que él solía soñar cuando era un niño, aunque entonces lo ubicaba, en un lugar distante que lindaba con el cielo y con los límites de su imaginación o, en caso de que fuera cierto que existía, a muchos días de camino, a dos tantos más allá del horizonte, en aquella dirección, y en donde únicamente había progresos y prodigios. O así lo imaginaba cuando a veces quería creer en él, porque llegó a pensar, en muchas ocasiones, que era muy difícil que existieran lugares tan extraños como esos que le describió Cirilo, sobre todo cuando empezó a pasar la vida y por más que caminaba, todo lo veía igual: por ejemplo, la montaña siempre era la montaña y lo mismo eran los bosques y el riachuelo que rozaba a Santanita, y los burros, y los hombres enfilados hacia el monte cada día al morir la madrugada, y la prisa y el hambre y la sed y los cansancios, y la gente que encontraba en los caminos y en los pueblos en los que comerciaba y en donde, como era natural, nunca tropezó con un prodigio ni con nada que pudiera ser llamado especial o mejor que lo demás, salvo quizás, con aquellos cielos que cambiaban de colores y que a veces se vestían de nubes; o las plantas curativas con las que se iba cruzando a lo largo del camino; o la tan ansiada hora que esperaba todo el día para detener los pasos, para estar de vuelta en casa con su hija y su mujer, pero nada más: cualquier otra cosa en esta tierra que pudiera ser tasada como una maravilla, de seguro no existía. Así que ¿en dónde, en cuál lugar o en qué imaginación tan desbordada, podría caber una cantidad de agua tan grande como el cielo en un espacio tan pequeño como la palabra mar, y esa otra cosa inverosímil llamada capital?: sólo en la mente de Cirilo. Mas no por ello lo enjuiciaba, porque si el viejo había inventado esas historias fabulosas, tal vez, llegó a pensar, en un arranque de locura, no sólo le obsequió unos pedazos de su loca fantasía sino que, con esos cuentos de lugares, también le regaló un buen remedio de palabras para así contrarrestar, las horas tan comunes de miedo o de tristeza que siempre se sentían andando en la montaña. Pero ahora esos progresos, los que por tanto tiempo carecieron en su mente de una forma definida, estaban ahí, casi al alcance de su mano en aquella realidad y, mucho más allá que sus más descabelladas conjeturas, lo rebasaban todo. Así, esa misma noche, cuando todavía traía resonando en su cabeza los últimos ecos de la caja de sonidos, se encontró en un lugar en el que entró para comer, pues nada había comido en todo el día, con un nuevo prodigio que lo superaba todo:
-No te imaginas, María, le relataría más tarde, ya en privado, a la fiel complicidad de su mujer que no lo abandonaba ni un momento, hasta dónde han llegado éstos.
Y en la descripción que le hizo, le explicó con gran asombro, que el progreso de su pozo dividido por un muro, se había quedado atrás frente a éste otro progreso:
-Ahora, el agua mana sola, mujer, ya no hace falta el pozo, ya no hay ni qué echarle la cubeta.
Y una vez más, como habría de sucederle todavía en sucesivas ocasiones, Fortino volvió a considerar con toda seriedad el llevarse con él aquel objeto. Así que comenzó por tratar de convencer a su mujer, para que viera por sí misma las múltiples bondades que aquel nuevo prodigio le traería a Santanita, pero al final fue él el convencido y quien no pudo dormir, pues ése minúsculo aparato que estaba como incrustado en una de las paredes de aquel pequeño lugar, al que oyó que le nombraban la llave de agua o algo así, -y que tenía la gran peculiaridad de permitir que el agua brotara a voluntad, tal como si ésta saliera del muro, superando no sólo a su pozo dividido sino también al pobre aguamanil, ése adminículo que recién había descubierto ahí en su cuarto y el que, en su simpleza de jofaina y palangana ya lo había cautivado-, estuvo vertiendo agua toda la noche en su pensamiento, pero de tal manera abundante, que al día siguiente su mente ya estaba inundada y la llave no dejaba de manar:
-¿Y habrá tanta agua en este mundo, María?, le preguntó de pronto a su silencio, cuando él ya estaba cuestionándose, con las primeras luces de aquel amanecer, si todos podrían tener un surtidor de agua como ése a su servicio, pero antes de que ella, desde su ausencia, pudiera reaccionar, y como él sabía que ella no sabía ciertas cosas, él mismo se respondió:
-Solamente, musitó, si existiera el mar…
Y ante esa incertidumbre, el chorro de la llave de agua de su mente se detuvo, y el espejo del agua acumulada en su cabeza se empezó a opacar:
-No, María, le dijo finalmente a la oquedad de la mujer que le escuchaba, se me hace que no hay agua para todos.
Y ya no quiso seguir pensando en ese tema.
T R E I N T A I D Ó S
Aunque entonces ya no le era tan difícil el tener que deshacerse de un deseo, pues en esa tierra de prodigios los progresos pululaban y bastaba con que el tiempo transcurriera para ver cómo surgían casi por cualquier lugar. Más tardaba en dar un paso o en probar un rumbo nuevo y de pronto otro progreso aparecía, y lo mismo sucedía si eran grandes o pequeños, fijos o con movimiento, porque todos compartían aquella esencia que animaba ese lugar y por lo tanto, todos ellos le movían las emociones y hasta a veces le cambiaban de lugar los sentimientos. Y entre los más notorios con los que se tropezó, después de rechazar la llave de agua, el kiosco fue quizás el que más le convenció, en parte por su singular presencia, pero también porque al verlo recordó, que él estaba ahí únicamente por haber encontrado la posibilidad, esa que mucho tiempo atrás le describió Cirilo.
-Oye Cirilo, se animó a decirle el niño después de aquel silencio, cuando el viejo le habló de los deseos y los caprichos, si quiero tener algo que no puedo tener, y en ese mismo instante pensaba en su papá y obviamente en el futuro que éste le negaba, y aún así me empeño en tenerlo… ¿ése es el capricho que tengo qué romper?
-Sí, Fortino.
-Pero, volvió a preguntarle el niño, aunque ahora con un tono entristecido, porque algo le decía en su interior, que a partir de ese momento su destino dependía de la respuesta de Cirilo, ¿aunque yo quiera tenerlo… lo tengo qué romper?
-Sí, le confirmó el viejo, pero al ver que sus palabras dejaban una huella de congoja en la cara de Fortino, en vez de preguntarle qué era eso que tanto le afligía, le dijo como para consolarlo aunque también por abreviar, pero no olvides, hijo, que siempre queda la posibilidad de encontrar algo mejor en el camino… y después de eso volvió de su mutismo, porque era mucho todavía lo que le quería decir y no quedaba tiempo, la tarde iba llegando a su final y el niño pronto se tendría que ir.
Aunque esa tarde la respuesta de Cirilo ya había surtido efecto, pues fue a causa de la misma y no por esos palos que le dieron, que finalmente Fortino aceptó el porvenir que le tocaba. Y aún tendría que caminar por mucho tiempo, hasta que en una noche oscura, mientras cavaba febrilmente, buscando unas hormigas con las que trataría de conservarle la vida a su mujer, terminaría desenterrando no sólo su destino, como luego pensaría, sino también esa posibilidad de la que le habló Cirilo. Pero una vez que comparó aquellas palabras de su amigo con la nueva realidad que le rodeaba, comprendió que esa posibilidad que encontró en aquel camino, no fue precisamente algo mejor.
Y no obstante estaba ahí, en ese lugar en el que se levantaba, fastuoso y espectacular, aquel progreso inmóvil que no tenía ni nombre y que logró, desde el primer momento en que lo vio, cautivarle los sentidos. Pues le maravilló, además de su tamaño y de lo raro de su forma, el que estaba construido principalmente de aire, ya que si se le quitaran las piedras de la base, las ocho delgadísimas columnas con aquellos barandales y ese techo irregular que todo lo cubría, no quedaría nada o cuando mucho, sólo un hueco importante, ni redondo ni cuadrado, en el centro de ese parque. Pero por otro lado, lo que más le fascinó de ése edificio casi aéreo, fue que en su parte de adentro o en el aire equivalente a su interior, un gran número de músicos tocaban alegremente al viento y, para su tranquilidad, las hermosas melodías que vertían en el espacio, estaban construidas con sonidos verdaderos. Así que ya no le costó ningún esfuerzo el volver a desear y más aún, el poderse imaginar una estructura como ésa instalada en la barranca, justo al pie del cementerio, para que sus mujeres pudieran escuchar esa música perfecta que él no les podría explicar, aunque era parecida, guardando las distancias, a la música que harían dos docenas de Ciprianos, sólo que estos personajes que adornaban con sus rítmicos sonidos ese mágico lugar, se vestían muy elegantes, no se veían borrachos y pulsaban todos ellos instrumentos diferentes. Pero llegó hasta el punto, en su imaginación, de tener que llevarse a Santanita ese progreso, y de pronto se topó con que no había solución, pues no había en este mundo un carretón de ese tamaño y si lo hubiera, suponiendo que pudieran cargar aquel prodigio y colocarlo encima de él, no podrían arrastrarlo ni con todas las mulas de su pueblo.
Pero en esa ocasión, por primera vez en ese tiempo, no sintió nada: ni siquiera una poca de pena. Y es que sin darse cuenta, si bien no había encontrado todavía algún progreso para llevárselo con él, poco a poco había ido haciéndose inmune, o al menos cada vez más resistente en contra de las trampas que a veces le jugaba la esperanza.
Y más progresos conoció Fortino durante aquellos días, como aquellas estatuas que encontró en una avenida y que le comentaron que eran unos monumentos, aunque no pudo entender por más que las miraba, para qué servían, y menos pudo imaginarlas colocadas en su pueblo. O aquellas lindas cajas que tenían un vidrio al frente y que la gente las usaba como adorno en sus paredes, le dijeron que servían para medir el tiempo, pero cuando trataron de explicarle que esas rayas y aquellos garabatos que había detrás del vidrio, eran las horas del día, y que el paso de la vida lo marcaban esas cosas como agujas con su lento caminar, ya no lo pudo o no lo quiso comprender: ¿pues que no en todos lados el día duraba lo que el sol y la noche se amoldaba al tamaño de los sueños? Y qué decir de aquella cosa que llamaban: la luz artificial, que brillaba incandescente por las noches, en las más céntricas calles, y que a él lo convocó desde muy lejos, con su voz de resplandores, la primer vez que volvió hasta su pensión cuando ya había oscurecido. Sólo que esa vez aquel prodigio, el más sorprendente de todos los prodigios, lo dejó literalmente deslumbrado, viendo manchas luminosas durante horas sobre el fondo de la noche, por haberse asomado al interior de aquel bombillo, y todo por tratar de descubrir cómo esos hombres de la capital, habían podido meterle aquella lumbre que nunca se apagaba. O como aquel objeto, que muy pocos tenían, al que le llamaban teléfono, y que servía solamente para algo tan absurdo como hablar desde muy lejos, aunque nunca de tan lejos, él supuso, como lo estaba él de María, así que ese tampoco le servía para nada.
Y muchos más progresos y prodigios se cruzó por el camino, pero a ninguno de ellos lo eligió para llevárselo a su pueblo, porque aún cuando al principio los miraba con deseo, con el pasar del tiempo ese deseo invariablemente se volvía decepción. Y ya estaba terminando el mes de julio.
T R E I N T A I T R É S
Había pasado el tiempo y la compra de los muebles seguía sin efectuarse. Los hallazgos de cosas maravillosas se habían ido sucediendo uno tras otro, y no le habían permitido dedicarse a aquel asunto que lo llevó a la capital. Pero ese domingo, cuando despertó, le pareció que el día iba a ser más largo que de costumbre, porque las flores que estaban en el florero en un rincón del cuarto, marchitas, olían a nostalgia:
-Muy bonito, muy bonito… pero ya vámonos, le dijo de pronto a la mujer de silencio, ¿no te parece que ya fue mucho tiempo?, y sintió que María, como siempre, estaba con él.
Todavía, mientras iba preparando en un hato las pocas pertenencias que tenía, hizo una última comparación de los muebles que traía en su memoria, con aquellos elegantes que había en la habitación, y decidió que conservaría los suyos porque estos, aunque estaban muy brillantes y bonitos, tenían también ese algo de todos los progresos:
-Allá no vale esto, María, se excusó con su esposa, por la compra que ya no pensaba hacer, allá los árboles, los burros y hasta la gente… no este progreso que no vamos a saber ni qué hacer con él. Y una vez que estuvo listo, volvió a mirar la habitación muy lentamente, como se mira lo que no se ha de volver a mirar, y después se salió.
Afuera las calles estaban casi vacías, como abandonadas, y la poca gente que pasaba, era la que iba a misa con su ropa de domingo. Y fue hasta ese momento que Fortino comprendió, que si había pecadores en ese lugar, como le dijo una vez Cirilo, era por vivir ahí, en ese lugar donde las cosas de progreso no dejaban ver las cosas buenas.
Pero ahora nada de eso le interesaba ya y le esperaba un camino muy largo para llegar a Santanita, en donde a nadie le iba a contar los incidentes de su viaje, porque no le entenderían, y además porque Cirilo se lo había recomendado mucho tiempo atrás:
-Y todas estas cosas que te he dicho, le indicó entonces al niño, nunca vayas a contárselas a nadie.
-¿Por qué, Cirilo?
-Porque las palabras, Fortino, le contestó en voz baja el viejo, siempre se caen al suelo y luego las pisa la gente.
Y con esa certeza continuó caminando, bajo ese sol temprano que iluminaba la mañana, y muy pronto traspasó los límites de la ciudad y llegó hasta aquel camino que se dividía en dos, el mismo por el que él había llegado y que en su sentido inverso conducía rumbo al mar. Y ahí se detuvo por un rato, volteando alternativamente hacia un lado y hacia el otro, y cuestionándose por primera vez, y con toda seriedad, por cuál de los dos caminos prefería caminar. Y lo único que no hizo en ese momento, fue voltear hacia atrás, porque en ese lugar iba a dejar muchos de sus recuerdos, y ya no quería saber nada ni de progresos ni de capital.
-Todo se acaba, Fortino, le dijo el viejo al final de aquella tarde, cuando el niño ya se tenía que ir, y siempre llega el momento.
-¿El momento de qué, Cirilo?, le preguntó Fortino desde la puerta.
-De terminar.
Hacía días, tal vez semanas, que Cirilo estaba tomando una bebida de yerbas y de hormigas machacadas mezcladas con agua, y esa tarde supo que ya no tenía caso hacerlo. Fue la misma tarde cuando le regaló a Fortino, en palabras, esa parte de su pasado donde guardaba el mar y la capital, como una despedida, y a la hora en la que los grillos empezaron a cantar, anunciándole al niño que ya debería de irse, por la prisa de hacerlo no entendió lo último que el viejo le quiso decir:
-Y creo que voy a ir al otro lado del mar, Fortino… de otro mar…
Y volvió a oír la voz del viejo, en esa hora en la que la mañana se podía ver por todo el horizonte, y volvió la duda también, la que había guardado todos esos años esperando encontrar algún día la respuesta:
-María… ¿cruzó Cirilo el mar?
Entonces el silencio era tan grande como el paisaje.
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