Movía las piernas con nerviosismo y dificultad. Se miraba las cicatrices de las muñecas que parecían cucarachas arrancando. Los nudillos los tenía muy blancos, pero no pensaba en pararse a plantarle un azote a la visitadora social que a sus espaldas tenía una indigente réplica de Almendro en flor de su querido Vincent Van Gogh. Le faltaban flores, y lo peor de todo es que eran amarillas y no blancas, las ramas se torcían equivocadamente. Todo se hacía más horripilante al ver la firma del mal pintor en la esquina inferior derecha: Lautaro, rezaba con mala caligrafía sobre el azul mal mezclado. El rostro de la visitadora le oscureció la visión hacia la réplica, tenía el cabello liso como una india, la cara redonda, los ojos eran dos rasguños de gato debajo de esos párpados arrugados que le caían sobre los iris almendrados que, con esfuerzo, cualquiera encontraría preciosos. Se le movían los labios y él no oía más que un radial perdido en el espacio. Le tomó una de las muñecas, justo encima de la cucaracha. Él se sintió violado. Saltó con su silla de madera provocando esos chirridos que molestan al esqueleto. Ella lo vio, parecía un animal hermoso todo maltraído.

—¿Me entendiste, Baltasar?

El chico escondió las manos entre las piernas, sus pupilas se dilataron quitándole escena al verde que guardaban esas dos perlas con las que veía.

—Se han quedado sin psicólogo, sin psiquiatra. Ese cuadro, ¿dónde lo conseguiste?

La mujer se dio vuelta, miró sobre el hombro como si la estuvieran persiguiendo. Volvió a Baltasar forzando una sonrisa.

—No sé, estaba acá antes de que yo llegara— espió el monitor de computadora que había en el escritorio todo astillado que pretendía pasar por nuevo porque lo taparon con un mantel blanco, del mismo blanco que había de tener el Almendro en flor. Usó el ratón para navegar en una lista que se reflejaba en los enormes anteojos que portaba. Baltasar intentó acercarse a ver si lograba leer qué leía ella—. Todavía puedes retirar tus medicamentos. Es una situación compleja, entiendo, pero puedes buscar por fuera a alguien mientras el centro…

—No importa— Baltasar se puso de pie y tomó una envejecida mochila de la que salían papeles arrugados—. Sé que es para toda la vida, ¿sabes? Así que no importa— caminó hacia la puerta en ese sitió que era todo de un café asqueroso y olía a café barato, tomó la perilla sin lustrar—Las flores tienen que ser blancas, mejor que cambien ese Van Gogh…perdón, ese Lautaro.

Las manos arrugadas, con las uñas pintadas de moderno morado, excavaron dentro de un bol negro lleno de dulces blandos y sacó unos cuantos.

—Baltasar, siempre te llevas algunos— le dijo la visitadora con la mano extendida.

Le dio un poco de pena, parecía desolada, se imaginaba que la visitadora llegaba a su casa pintada en claroscuro a tomar otro café, encender la tele y llorar unas horitas. Tomó su mochila, en tres zancadas llegó a la mano tibia y sacó los dulces.

—Gracias.

—Baltasar, lo siento, estas cosas no deberían pasar. Recuerda que estás en un episodio complejo. No te esfuerces mucho.

—Cambia esa pintura y quizás me mejore.

Baltasar atravesó el umbral y bajó las escaleras de escalón en escalón porque le tenía mucho miedo a caer y quedar en ridículo. En el primer piso miró con recelo a las tres personas que existían del otro lado, tres entes que solo veía a través de un vidrio cortado para poder pasar las manos por debajo y que jamás atisbó fuera de sus sillas. Ahí, engrapando, timbrando, tecleando. A veces le parecía que tenían los mismos rostros. Ese pensamiento lo hizo tocarse la cara, llegó hasta unos vellos que se le salían por la nariz y se puso rojo al creer que alguien se los había visto. Se acomodó la mochila y pescó un hilo saliéndole de la playera. ¿Cuántas más tengo? Se preguntó al advertir la inminente muerte de esa prenda.

Salió. La calle hervía, y eso que la primavera recién daba sus primeros versos. Baltasar sacó unos audífonos diminutos y puso uno en cada oído. La música navegó por el aire hasta las cóclea y el ambiente gris, a pesar del sol, tomó un aspecto más vivo. Los cipreses ondeaban al son del jazz cuyo piano destilaba imaginación en el cerebro de Baltasar. Hace unas horas no podía levantarse, la almohada era un cruel tormento lleno de hechizos que lo invitaban a desintegrarse en el colchón. Ahora le daban ganas de saltar, dar vueltas, tomar a alguien por la cintura e ir a mitad de la calle a bailar esos sonidos improvisados que le parecían exquisitos.

Había empezado la cuenta regresiva.

Se detuvo en un paradero de buses, abrió el bolsillo más pequeño y extrajo dos pastillas que tragó con abundante agua de una botellita que tenía al costado de su vieja mochila. Vio que los papeles médicos se salían por una apertura, los metió al fondo y cerró. Los pies se le iban como un bailarín de tap. Sin darse cuenta, estaba rodeado de gente con los rostros desinflados, era efecto de las partículas de los plátanos orientales que caían de una altura media para invadir los alveolos de cualquier asmático. El jazz lo subió al bus, quedaban asientos vacíos, pero Baltasar prefería ir de pie llevando el ritmo con los dedos enredados en la barra que le daba estabilidad. El camino, aunque breve, iba matizándose con un exterior detrás de las ventanas que era delirante. Los colores de los árboles se fundían con las prendas de las personas. La posición de las sombras le indicaba que era temprano, además le recorría un frío que entraba por los jeans y escalaban aserradas sobre la piel hasta llegar al cuello. Ahí se tocó otra cicatriz, una más linda, era una línea bien definida de puntos quirúrgicos ya olvidados por el tiempo y por las células. No le agradaba recordar ese día, ese filo, ese beso, esa sangre. Rascó la cicatriz y cuando iba a volver al compás del jazz, las puertas se abrieron dejando entrar una tibieza como la de las manos de la visitadora.

Puertas automáticas. Un vómito de gente. Escaleras mecánicas. Otro vómito de gente. Una farmacia al final del túnel.

Baltasar sacó unas llaves, según su celular eran casi las nueve de la mañana, pero todo estaba cerrado. El cartel de la farmacia que deletreaba FOX, como los cigarrillos, se escribía en un rojo sucio, sobre un blanco que hace años dejó de ser blanco y ahora se había transformado en una frecuencia de onda que Baltasar no lograba identificar. Puso las llaves, de una en una, por la hilera de candados gordos que protegían a los fármacos como leones dormidos. Subió la cortina metálica. Entró en la oficina y se quedó ahí. Dios vueltas en la silla. Decidió quitarse los audífonos en caso de que llegara alguien. Los guardó. Un mueble que estaba a sus espaldas, delgado y alto, respiró, beatífico.

A Baltasar le dio un poco de miedo, notó que estaba prácticamente en penumbras y las penumbras solían hablarle. Encendió todo hasta enceguecerse.

Sssss

Le llamaba el mueble.

Sssss

Como una radiografía, los ojos verdes escanearon el interior sin abrir puerta alguna: clonazepam, alprazolam, zolpidem, zopiclona, codeína, modafinilo…

—¡Ahh! — gritó.

Una mujer le esperaba en el mesón, un poco consternada, iba con un chaleco blanco y el cabello le cubría los ojos.

—Niño— le llamó—, hoy no abren los locales.

Baltasar se sintió extraño. Recordó las seis pastillas bajando por su garganta la noche anterior, pero recordaba haber dormido. Al pararse tocó la tela de su delantal, de albo impoluto. ¿En qué momento me la puse? Ya estaba frente a la señora de ojos cercados.

—Es jueves— aseguró Baltasar.

—Sí, un jueves feriado. Cierre el local y vaya a su casa.

La mujer se fue sobre unos zapatos lisos que sonaban como estruendos metálicos. Se reflexionaba sobre todas las mamparas escondidas detrás de las rejas de cada comercio. Baltasar volvió a su sitio, a esa silla, a ese mueble.

—Tuve que dormir, si no me podía levantar es porque dormí, ¿o no?

Sssss. Qué fácil es salir, acá tienes todo para ir, ya deja de fingir, engulle mil.

Precipitándose a la tentación de hacerse con todas las cajas, se quitó el delantal sin nombre bordado, buscó los candados en el escritorio. Pasó a llevar el ratón. La pantalla se encendió con unas letras verdes sobre un negro abrumador. No, no, no. Letras y números. Varias ecuaciones matemáticas dejadas allí la noche anterior. A la mente de Baltasar le bastaron unos segundos para percatarse de que cada una otorgaba la dosis exacta que el cuerpo humano requería para morir. La mayor parte eran tan altas que solo se podían concebir como un imaginario. Sin embargo, al final, se encontraba la mezcla perfecta, no eran más de veinte píldoras.

Imprimió la hoja. Borró todo rastro. Guardo el papel con los demás y salió, sin fijarse en que el mueble estaba abierto y casi desnudo. Apagó todas las luces. Puso cada candado. La impresora siguió haciendo su trabajo, no era una sola hoja, sino más de veinte que quedaron dobladas en la oscuridad. Al salir en hojas calientes, botaron unos lápices quedando como perdigones.

Igual que en una película antigua, con el rollo a punto de quedar colgando, las neuronas de Baltasar acotaban el campo visual, ampliando el tenor de la imaginación. Las sinapsis parecían revueltas. Daba lo mismo si eran químicas o eléctricas, causaban tormenta. Una situación que de día no causaba muchos estragos, pero tanto Baltasar como yo sabemos que las noches son pendencieras, la luz tenue atrae figuras mentales y las posiciona en la realidad.

Caminó entre rejas atadas al suelo sintiendo sus pasos, detrás sentía otros más.

—No hay nadie, Doble B, no hay nadie.

Una sombra navegaba desde el fondo para cubrirle la nuca, advertirle de un peligro muy alto, y nada creíble. Baltasar sintió la necesidad de aplacar sus alteraciones. Tomó la mochila, esta resbaló por su peso. Se quedó mirándola. Abrió, solo un poco, el bolsillo de mayor envergadura, y salieron docenas de cajas de fármacos hipnóticos. La cerró enseguida. Miró las cámaras. Ellas lo miraron a él, un haz rojo y villano aparecía en cada lente. Tomó las escaleras mecánicas y escuchó a un tumulto de personas vagar. El sitio estaba vacío. Sacó los audífonos. Se apresuró en llegar a las puertas que se deslizan, allá lo esperaba el sol, manto que cura, cobija que tapa los sentidos. Un guardia puso su mano en el hombro. Cuánto miedo.

—¿Encontraste lo que buscabas?

—¿Disculpa?

—Eso que andabas buscando, no me acuerdo. Ibas a la farmacia, ¿lo encontraste?

Miró la hora en el celular, eran las dos de la tarde. Tenía otra ropa. La mochila estaba liviana. Habían comenzado las lagunas mentales.

—Sí, sí. Gracias.

Baltasar corrió al bus, iba a tomar asiento porque se sentía cansado y ofuscado. Al caer estaba en un sillón de su casa, descalzo, mirando al techo. La casa era pequeña, pero siempre se le había hecho cómoda. Estaban todas las cortinas abiertas. Sobre los muros ninguna pintura. Pintada de un naranja bellísimo, una labor que hizo con su padre. Sintió como se relajaba en el sillón y este se acomodaba debajo de él. El pasillo estaba en el claroscuro, un brillo de altivez salía cantando cual ruiseñor desde su alcoba. Miró la hora en la pantalla plana del artefacto móvil: las tres de la tarde. Puso la piel de sus pies sobre el piso helado. Puso cuatro dedos en el vientre de costillas asomadas. Palpitaba con un ritmo acelerado, un ska jazz. Atravesó las sillas que estaban delante de la cocina americana, un vientecito entró e hizo sonar los sartenes que se tendían allá arriba. Un goteo asincrónico daba contra el lavaplatos que debajo tenía unas puertecillas que a Baltasar le pareció que se abrían. Resguardaban desinfectantes. Mantenían el veneno a raya. Entró al pasillo que no era muy largo, solo cuatro habitaciones. Su puerta estaba entreabierta, invitándolo a pasar como un vampiro. Cómo odiaba estar solo. La abrió hasta el tope. Las murallas vestían hoja tras hoja con ecuaciones mortales, una sola había sido impresa en la farmacia, las demás estaban escritas a mano. Las quitó con ira, y se torció un tobillo acabando con la mejilla contra el piso: mirando una cantidad de fármacos mal escondidos que antes no estaban allí. Los empujó con los brazos, luego tiró del cobertor para que no se viera ninguno, ahí dejó también las ecuaciones.

Estaba asombrado, hacía años que no tenía un episodio como ese y le era difícil de digerir porque ya se había comido todas sus pastillas. Fue caminando de espaldas, observando que no quedara ninguna hoja en los muros. La vista cayó sobre su computadora que encendió la pantalla.

¿Y si nos tomamos algo? Un vino, una cosita, con esas pastillas. Vamos a volar, a ti te gusta volar.

Cerró los ojos con tal fuerza que sintió cómo sobresalían los vellos de su nariz. Le dolía el pie, intentó sobarlo y cayó de espaldas abriendo la habitación de su madre. Se dio media vuelta en el piso: estaba perfecta.

—¿Baltasar?

Una joven de cabello rizo como él, precioso avellano, lo miraba desde la puerta de entrada. Soltó sus cosas y con rapidez fue hasta él.

—¿Te pasó algo? A ver, muéstrame los brazos— le pidió inquieta.

—No, ratoncita, me caí de tonto. Se me torció el pie buscando algo en la pieza.

—¿En la de mamá? — le preguntó ajustándose el jersey del colegio.

—No, en la mía, ratoncita.

La joven fue hasta la cocina, entonces Baltasar sintió curiosidad.

—¿Qué hacías en el colegio un feriado?

—Ay, tonto, ayer fue feriado. Ojalá hubieran hecho feriado hoy. Pero a ti no te toca trabajar los viernes, qué suerte— tomó un termo eléctrico y lo llenó de agua—¿Quieres un café? Yo me muero por uno.

—Bueno, quizás me despierte.

Craso error.

La ratoncita se cruzó se brazos esperando a que el agua hirviera, vio que había unos platos rotos en la basura. No dijo nada. Miró al cielo raso, dio vueltas los ojos.

—Ayer me llamó la asistente, dijo que no podía contactar al papá— le plantó esos ojos que a Baltasar a veces le daban miedo, era como que le leyera hasta las hebras de ADN—. Te quedaste sin psicóloga y sin psiquiatra, ¿por qué no me dijiste?

—¿Y qué te iba a decir? Si lo que gano en la farmacia se va todo en la casa.

—Bueno, decírmelo nomás. ¿Te tomaste las pastillas? — sacó unas marraquetas.

—Sí, sí. No se me olvidan.

La ratoncita caminó hasta su mochila que había quedado en la puerta y la tomó, junto con un bolsito para el almuerzo.

—Ayer vino el Cristóbal, ese que te dice Doble B, fui a tu pieza, pero me dijiste que estabas ocupado. Dijo que iba a venir hoy en la tarde.

—¿Y el papá? — preguntó Baltasar cojeando a la cocina.

—Llega el lunes, ya sabes cómo son esos trabajos en el norte.

La luz entraba algo escueta, pero era suficiente para que ambos se vieran las caras. Baltasar sentía tanto alivio de que Valentina, la ratoncita, no tuviera lo que tiene él. Se sentaron en una mesita pequeña, redonda, para cuatro personas no muy anchas, justo delante de la cocina. Dos tazas de café. Baltasar vio el remolino de la suya mientras revolvía y sintió vértigo, como en la película de Hitchcock. Valentina sintió su disociación y lo trajo de vuelta al mundo.

—Cuando salga yo te voy a pagar todo. ¡De verdad! Esas cosas que tomas son harto caras. Bueno, tú trabajas en farmacia.

—Te has puesto linda, ratoncita, voy a tener que estar atento a los cuervos.

—Ay, tonto, si tú sabes que yo quiero salir y estudiar y se acabó. No hay tiempo para cuervos.

Cuervos.

Cuervos.

Cuervos.

Recuerdo unos cuervos afuera de la ventana. Estaba con mi mamá, le gustaba peinarme este pelo desobediente. Y afuera, en el avellano, se pararon unos pájaros que no conocía. Ella me dijo que eran un trigal de cuervos, como El trigal de cuervos de Van Gogh. Que a veces sucumbían a Santiago, no eran muchos, pero se notaban porque su presencia, la gente supersticiosa, la liga a la muerte. Y desde que murió no vienen, el avellano falleció, la ventana da a un pasto lindo pero insípido. Me acuerdo de los cuervos y me acuerdo del filo de su conciencia, de esos cambios que tenía, de ese apego a la cama y de ese despertar a las tres de la mañana para hacer el aseo o el almuerzo. Me acuerdo de los frasquitos que sonaban cuando uno los movía, como cajitas de tic-tac, y a veces me decía que eran dulces y me los daba y yo me sentía volando. Después le pegaba al papá, porque me había drogado. Después lloraba ella, envuelta en las cortinas, les pedía a los cuervos que fueran a sacarle los ojos. Y después andaba toda contenta repartiendo la comida.

Me acuerdo de que un día entraron los cuervos. Unos diferentes. Venían con armas y con esposas. Recuerdo la sangre. Y mi reflejo en ella.

—¡Tic-tac! Soñador, el Baltazar está afuera, ¿le digo que pase?

Baltasar abrió los ojos, la taza estaba vacía. Volteó a la sala y unas plantas que había en la mesa de centro crecieron hasta el techo. Parpadeó.

—Sí, que entre— dijo dubitativo.

Baltazar se quitó el casco y bajó de una motocicleta de vista carísima. La tomó por el manubrio para guardarla dentro de la casa de Baltasar. Se despeinó ese cabello largo y dócil que se le pegaba a la barba. Tiró el casco a un sillón y se lanzó sobre Baltasar quitándole el aire.

—¿Cómo está mi amor? Mi Doble B— bromeó Baltazar.

—Bien, bien.

—Te noto activado, ¿o no, Valentina?

—Ha estado raro, pero no hay que preocuparse.

Aún sobre Baltasar, acercó su boca al oído y le preguntó:

—¿Cómo van esas ecuaciones?

Baltasar se lo sacó de encima con fuerzas de flaqueza. Valentina y Baltazar quedaron expectantes. Tomó a Baltazar de la muñeca y lo llevó a su pieza. Valentina creía que el Doble B venía de sus dos nombres, o de Baltasar y bisexual. Así que sonrió para ella.

Baltazar fue lanzado a la cama, la puerta cerrada, Baltasar reptó con las pupilas dilatadas hasta él.

—No me acuerdo de haber hecho estas ecuaciones— dijo, sincero.

—Doble B, las mejores ideas te vienen cuando no te das cuenta. Dime, ¿funcionan?

Baltasar se sentó en la cama, miró al computador y repasó las formulas en su cabeza.

—¿Para qué las estamos haciendo? — le preguntó a Baltazar.

—Eh, la idea fue tuya, se supone que ibas a calcular las dosis mortales y sus mezclas con diferentes alcoholes y drogas, para saber hasta donde llegar sin morir. ¿No viste que nos metemos de todo?

—Entonces no es para morir, sino para vivir. Creo que he hecho trabajo en vano porque todo eso ya está en literatura. Hay muchos libros que hablan de eso.

Baltazar lo miró como con dolor, le tomó la cara con ambas manos y como acercándose para besarlo le dijo:

—Pero no para la droga que hicimos, Doble B. ¿Tienes esa ecuación?

—Mierda, está en la farmacia— guillotinó Baltasar.

Le dijeron a Valentina que iban y volvían y ella los miró a través de la ventana subirse bien abrazados a la moto. De nuevo sonrió. Baltazar le dijo que no llevaba otro casco, pero la farmacia estaba cerca, y le dio el suyo a él. Al bajar, cosa rara, Baltazar se lo pidió de vuelta y lo vistió.

Puertas automáticas. Un vómito real de gente. Escaleras mecánicas. Otro vómito real de gente.

Baltasar iba muy asustado, si la farmacéutica vio las ecuaciones habría muchas preguntas con pocas respuestas. Le pidió a Baltazar que, de demorarse, armara un escándalo para salir. Así, se acercó al mesón y saludó a un vendedor.

—Jefe, ¿cómo le va? No esperaba verlo hoy día.

—No, lo que pasa es que dejé unas cosas.

Y el vendedor fue hasta la farmacéutica que le quitaba unos precintos plásticos a unas bandejas azules. Levantó la vista, fría como ella misma y le abrió la puerta de un costado para que entrara.

—Baltasar, quería hablar contigo— le dijo, indignada.

—Cuéntame— mantuvo la calma.

—Se han robado una cantidad monstruosa de medicamentos controlados, en tu último turno. Las cámaras están algo averiadas, pero los informáticos ya sacarán la imagen— la tipa, que era joven y bien linda, se le acercó poderosa—Mira, si fuiste tú es cosa de que los traigas y ya. Yo sé que estás medio trastornado, y te contraté igual. Raro, roto, lleno de cicatrices, ¿quién te va a querer? Si te denuncio, vas a salir al tiro, por loco, pero perderás tu trabajo acá y yo me voy a encargar de decirle a todos los farmacéuticos que estas trastocado.

Baltasar estuvo a punto de gritarle cuando de pronto se oyeron unos disparos y la plumavit del cielo cayó con una docena de ratones que inundaron a la farmacia.

—¡La plata, la plata! — decía Baltazar con el casco en la cabeza.

Baltasar aprovechó el caos y fue a la impresora mientras la farmacéutica se escondía debajo del escritorio para presionar el botón de pánico. Tomó todas las ecuaciones y se las guardó debajo de la playera. Levantó las manos y salió por la puerta oyendo un:

¡Cobarde!

De su empleadora.

Con mucha inteligencia, se escabulló como si también sufriera un asalto y corrió a la salida. Baltazar sacó unos pocos billetes, cuando vio que Doble B arrancaba salió tras él. Una serie de guardias se le interpusieron y desistieron al ver el arma de fuego. Encaballaron la motocicleta y salieron hechos un rayo. Se dieron unas vueltas al oír sirenas de policía. Finalmente entraron en el angosto pasaje en que vivía Doble B. Baltazar sacó unas llaves y las introdujo en la reja. Baltasar quedó atónito.

—Tú me las diste, el miércoles.

Entre ambos subieron el vehículo y entraron muertos de susto y luego muertos de la risa. Baltazar tenía el casco en su mano Valentina salió de su habitación a mirarlos.

—Ustedes andan bien raros.

Y con el comentario más se rieron. Caminaron por el lado de la joven, su hermano le acarició el cabello. Entraron a la habitación de Baltasar que no pudo sacar las hojas de su playera y se quitó la prenda. El casco cayó en la cama. Las letras y números salieron volando como una partitura recién escrita que es lanzada desde lo alto. Baltazar vio el torso desnudo de su amigo y sintió una punzada al ver esas costillas marcadas. Calló. Tomó las hojas e intentó leerlas en vano porque no entendía nada de química, vio que incluso estaban las transiciones moleculares y todo.

—Son retro síntesis— le hizo saber Baltasar—. Más abajo hay síntesis normales. Baltazar—añadió con un aura de decepción—, avisarme del arma no costaba nada.

—Pero si en eso quedamos, el miércoles, me pasaste las llaves y después se te ocurrió entregarme las de la farmacia. Aunque no las usé, preferí darle una patada a la puerta.

—¿Tú robaste el estante? ¿En qué momento?

—No importa, ¿dónde escondiste las cajas? — preguntó agitado por la acción.

—Debajo de la cama, aunque no entiendo qué haremos con ellas.

—Comprobar tus ecuaciones, tus retro y eso.

—¿Qué droga hallamos? — preguntó Baltasar, con sigilo.

—Enciende la radio, que no nos escuche la Valentina.

La radio sintonizó el jazz del que tanto gustaba Baltasar, que a veces es Doble B, y creo una muralla de sonido que le impidió a Valentina saber qué ocurría dentro.

—Tú, Doble B, tienes dos polos, ¿cierto? O te vas a la muerte y el llanto o te quedas en una especie de factor que aumenta la imaginación, el ánimo, la fuerza. El problema de tu manía es que no recuerdas ciertos eventos y cuando termina caes en el vacío. ¿Cierto?

—Sí, creo que eso es.

—Esta droga te mantiene en manía y no agota eso… ¿dopamina? Tú me lo explicaste, ¡se multiplica! Creemos que el efecto dura unas setentaidós horas. Luego está el sueño, durmiendo tres horas el cerebro se recupera y puede seguir. Ah, yo te he visto en manía y digan lo que digan, es fascinante. Todos deberían andar maníacos por la vida.

—¿Y las alucinaciones? — preguntó Baltasar buscando algo para ponerse encima.

—No las pudiste quitar, dijiste que eran parte intrínseca de la actividad cerebral que te hace imaginar.

—Baltazar… ¿tomé esa droga?

Baltazar se levantó y pasó sus dedos sobre las costillas de Doble B. Se sentó frente a las letras verdes del computador que le iluminaron la cara de manera siniestra.

—La tomamos, una vez, la noche del miércoles. Oye, oye, descuida, tenemos más.

—Tú eres alguien normal tomando drogas, yo ya estaba en ese episodio. Yo no necesito de nada para transitar por las alucinaciones. ¿Y me diste algo que la incrementa?

—Espera, tú la tomaste.

—En un estado alterado. Baltazar, he estado saltando en el tiempo y ya no sé qué es real y qué no. Esas ecuaciones podrían estar equivocadas.

—Hoy tienes una fiesta, Doble B, mucha gente vendrá y querrá probarla.

—No he organizado ninguna fiesta. No hemos probado bien la droga.

—Yo sí. ¿Sabías que te amo? No quiero decir que esté enamorado de ti, pero era mente tuya, quiero que sea mía también.

Baltazar se puso el casco y se acercó a Doble B, le abrazó el torso desnudo y comenzó a presionar mientras le pasaba la barba entre las clavículas. Baltazar cayó desmayado. Le quitó el celular de los bolsillos y escribió a todos los contactos sobre la fiesta que haría.

Prepárense para una fiesta y una molécula inolvidables.

Salió de la habitación, fue a la última puerta y la abrió, Valentina estaba moviendo las piernas mientras platicaba con alguien. Baltazar se subió sobre el pecho de la joven, le tomó las manos y colgó la llamada. La quiso ahorcar, pero dejaría muchas marcas. Entonces la arrastró al baño mientras Valentina gritaba, en vano, pues el jazz ahogaba todo sonido. En la tabla del espejo había un vaso lleno de un líquido blanco. Baltazar lo botó y lo llenó de agua fresca. Siguió con su casco arrastrándola hasta la habitación de Baltasar. Su hermana quedó callada al ver el cuerpo, pensó que estaba muerto como su madre. Baltazar puso el vaso en el escritorio y sacó el arma de su cinturón y le apuntó. La joven Valentina lloraba espasmódicamente. Mientras el cañón se mantenía fijo en ella, el ahora intruso bajó en busca de algunos hipnóticos. Abrió varias cajas con una sola mano y comenzó a sacarlos de sus plaquetas de uno en uno, era un cóctel mortífero.

—Ven, métetelos en la boca, como dulces.

—Yo no…

—¿Tú no qué?— le golpeó la nuca con el revés del arma.

Valentina recogió las pastillas y se las introdujo mientras contaba. Su hermano siempre le hablaba de cosas acerca de sobredosis. Entonces llegó al veinte y las demás se las escondió debajo de la lengua. Bebió el agua del vaso.

—Eso, pequeña ratoncita, vas a dormir al lado de tu hermano. No hagan nada sucio, es que vienen visitas.

Atontada por el golpe, se dejó amarrar con unos precintos plásticos muy resistentes. De pies y de manos. Luego siguió Baltazar. De los tobillos, los arrastró a ambos como si fueran dos bolsas vacías y los lanzó dentro de la habitación de su madre. El muy lunático, buscó entre los cajones hasta que dio con un labial morado y se escribió en el visillo MANÍA. Se levantó el casco y besó a Baltasar en los labios morados, le acarició los pómulos a Valentina y salió de la habitación diciendo:

—Ya vienen los cuervos.

Cuervos.

Cuervos.

Cuervos.

Recuerdo a los cuervos posados en el almendro. Recuerdo a mi madre tan infeliz. Quitó todos los espejos y todas las pinturas, unos porque decía que el reflejo hablaba con ella, otros porque eran paisajes inalcanzables para personas como nosotros. Yo escondí la réplica que teníamos de Almendro en flor debajo de mi cama, porque me parecía que estaba hecho para nosotros. Mi madre, yo la quiero tanto, me metió en la tina con ella. Le daba miedo ir sola al lugar del que nadie sabe, ¿y a quién no? Yo sé que su mente, como la mía, no estaba en la sintonía correcta, aún no hallaba al jazz. Tomó dos hojas de afeitar. Yo estaba todo mojado, el agua me subía por las prendas, pero estaba tibia. Estábamos juntos. Me cortó una muñeca, después la otra. Ella hizo lo mismo. El agua se calentó, pero el rojo me da miedo, entonces salí de ahí y una mano me tomó la rodilla. Gracias al agua pude deshacerme de eso y salí mareado, sin aire, corriendo a decirle a mis vecinos que mi mamá se estaba ahogando en fuego. Un señor de harta edad me tomó como un bebé y me levantó los brazos, ahí mismo los vendó. Después de eso, de salvarme, él murió tranquilo. El almendro se secó. Los cuervos no vinieron más.

Se me hace, qué tonto yo, que los cuervos venían a buscar a mi madre, que ella también podía volar. Son aves negras, invocadoras de muerte. Yo creo que no. El trigal de cuervos de Van Gogh se pintó el mismo mes que se suicidó. No invocan muerte, nos llevan a ella.

Estoy en un lugar oscuro, con la lengua seca, siento música alta. No la reconozco. Alguien me da patadas. Yo conozco esa piel. Cómo no. Es la ratoncita cuando pequeña yendo a mi cuarto por miedo a los espectros. Yo estoy aquí.

—Ratoncita, ya llegué.

—Baltasar, el Baltazar se tomó la casa, dijo que haría una… que— la lengua se le trababa por las drogas—… una fiesta.

La habitación estaba teñida de un rojo que emanaba de la ventana. Era de noche, se escuchaban múltiples voces riendo, vociferando.

—Nos puso unas cintas muy duras.

Han de ser las de la farmacia.

—Tienes que girarlas, sé que duele, pero tienes que girarlas.

Dicho y hecho. Ambos se liberaron, mas no salieron de la habitación. Baltasar tomó a Valentina por los hombros, la abrazó, y luego le ayudó a salir por la ventana a pedir ayuda. Baltasar todavía bailaba entre la idea de que todo era parte de su imaginación y de que estaba frente a un peligro real y mortal. Echó un vistazo por la puerta, nadie la resguardaba. Por muy remilgado que fuera Baltazar, la droga que nombró Manía decretó que el juicio ya no existe. Sin embargo, en el sistema nervioso de Baltasar tuvo otro efecto, o más bien, no surtió efecto. Volvió a mirar, un par de personas pasaron con los rostros tapados con una especie de seda. Avezado, Baltasar encontró unas hojas de afeitar y cortó las sábanas de su madre. Que anduviera con el torso desnudo le daba un matiz diferente. Ya conocía esas fiestas y su distorsión, solo debía lograr la ardua tarea de no encontrarse con Baltazar y, a la vez, averiguar dónde escondía a esa Manía. “En la moto” pensó. Se envolvió la cabeza con la tela roja, sin temor.

Avancé por el pasillo hasta la habitación de la ratoncita. Tres personas teniendo un sexo muy extraño, traen máscaras de aves y hacen onomatopeyas. La puerta de mi habitación está cerrada. Llegó hasta la de mi papá. Abierta, un tipo se está echando líquido encima clamando que es invencible, escapa por la ventana y se enciende fuego. ¿Dónde están mis vecinos? ¿Cómo no salen por el bullicio? Alguien me toma por el hombro, me voltea, me toquetea. Es una mujer, se llama Mirla, vive a unas casas. Es decir, este tonto que de tonto no tiene nada invitó a mis vecinos para no llamar la atención.

—Tú estás bueno, vamos al pasto— me dice la Mirla.

La sigo entre la espantosa música electrónica que parece que me hará vomitar. Hay tanta gente como en un vagón del tren subterráneo. Baltazar está parado sobre el sillón. En una mano el micrófono. En otra un bol de vidrio con unas pocas pastillas que refulgen.

—Estas son gratis, de las demás acordamos el precio. ¡Manía en miniatura!

Está totalmente enajenado. El ambiente es tórrido. Húmedo. Hasta unas palmeras en los rincones, quizás esa sea mi imaginación. La Mirla me lleva de la mano moviéndose con sus piernas héticas. Todo el mundo en esta fiesta está hético. Puede ser un fallo en la molécula, incluso Baltazar ha adelgazado, unas libaciones a su trago y luego se lo lanza encima como si fuera un macho toro. Creo que no alcanzó a verme. Estamos en la terraza.

—Espera, tengo que ver algo— le pido a la Mirla.

—No, ¡Tú me dijiste que íbamos al pasto a ver el atardecer!

Está desaforada.

—Mirla, vamos a ir. Déjame hacer esto.

—¡No! Le voy a decir a Manía que no quieres, que no quieres.

Claro que se nombró a sí mismo Manía. La Mirla no deja de llorar, pero la moto está acá al lado y puedo revisar sus bolsillos. Eso. Una veintena de pastillas que hice con Baltazar y no recuerdo cuándo ni en qué laboratorio. Le di un golpe a Mirla, no muy fuerte, solo para que se aleje con las manos arriba gritoneando. Entonces noto que el pasaje y la plaza está repleta de gente. Algunos se lanzan de los tejados diciendo que tienen poderes, otros se arrastran desnudos en el pasto, algunos están intoxicados de alcohol, y uno viene con una antorcha como si fueran los juegos olímpicos. Están tan alienados que no ven mucho. El de la antorcha no vio mi brazo frente a él y cayó con el fuego en su pecho, que logré apagar.

Mejor salgo y veo dónde botar estas pastillas.

—Bien tarde— me dice Baltazar por la espalda. Se me pararon los pelos.

Agarró la bolsa y le arrastró la nariz respingada, con barruntos. Le dio un par de vueltas a la tela roja que me puse en la cabeza y me lanzó a la sala. Ahora todos andaban con máscaras de animales y vestidos de negro. Bailaban entre ellos cual ritual de apareamiento al beat del techno.

—La Valentina ya se fue, en cualquier momento llegan los pacos— lo amenazo y él ni se inmuta.

¿Qué será será? Whatever Will be, Will be. ¿Qué será será?— me canta antes de lanzarme a los animales.

La mesa de centro estaba dada vuelta y no tenía las patas, en un rincón indefinido usaban los palos como espadas. Los demás me miraban atentamente y mis alucinaciones no encontraron mejor momento para aparecer. De pronto, en las esquinas superiores vagamente iluminadas aparecieron unas masas negras que se transformaron en personas diminutas y circenses, se daban las manos unas a otras y se lanzaban a la siguiente esquina. Debajo, al lado de un televisor que tenía estática, yacían unas flores de mentira que al mirarlas comenzaron a crecer como enredadera. Nadie más veía ese espectáculo.

—Oye, Major Tom, vuelve. Tenemos un problema—me dice sin cambiar aquel tono neutro.

—Tú tienes un problema, yo tengo diez duendes saltándome en la cabeza—los demás echaron a reír.

—Alguien murió, tú me dijiste que tus ecuaciones estaban bien, y se murió en tu baño.

Yo volteé, entre nosotros dos había una alameda, y le dije lo que ya había deletreado.

—¡Las hice en manía! ¡Te dije que podían estar mal!

—Pero la droga funciona, míralos, están todos navegando sus propios universos. Algunos se han puesto a escribir o a componer, ¿no es monumental?

A esas alturas de la noche ya debería haber pasado el efecto de Manía en Baltazar. Parecía estar en el punto más álgido. Así que caminé hasta la cocina, giré hacia la puerta del baño y encontré un cuerpo que parecía muerto por inanición. Manía debía acelerar el metabolismo a niveles críticos. No, no. Debo encender la luz.

Ahí está, un cuerpo normal, tirado sobre el váter, muerto por diarrea y vómito compulsivo. No tiene nada de esquelético. Mi mente juega trucos. Tengo que tener precaución.

—Fue una sobredosis, Baltazar, quizás cuántas pastillas se tomó.

—Hicimos una jarra loca, tú sabes, metimos un poco de todo los alcoholes que hay, un poco de metformina y algunas pastillitas para dormir. Parece que éste se acercó demasiado a la muerte— soltó con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Piensas que es una broma? Hay gente vuelta loca con tu mierda de Manía. Vi a un tipo quemándose a lo bonzo— ¿lo vi? ¿fue real?

—Será tu mierda de Manía, ¿no recuerdas que la hiciste?

—Dime dónde—lo empujé al pasillo—. Dime cuándo— lo empujé más allá—. Dime cómo— entramos a la alcoba de mi mamá.

Baltazar parecía inmensamente alterado debajo del casco, se lo quitó y comenzó a jadear por el piso.

—Se me va, el aire, se me escapa.

—¡Dime algo!

—En mi casa, tú llevaste tus matraces, una batería de tubos de ensayo, unas mangueras, un filtrador, no sé qué más.

—Hace falta mucho más que eso para hacer algo como Manía— le levanté la cabeza por la barbilla—¿Tienes los papeles? — se los sacó de la camisa.

En los instantes en que Baltazar intentaba volver en sí, repasé las fórmulas, ahora aparecían con más claridad. Muchas eran reacciones que no llevaban a ningún lugar, otras eran simples copias de métodos para llegar al fentanilo o hacer nitritos de alquilo. Sin embargo, la última, la preciada Manía de Baltazar, se trataba de una síntesis que en papel funcionaba, y no tenía que ver con el episodio maníaco, más bien era la duplicación exponencial de la dopamina y el desencadenamiento de los otros neurotransmisores que servirían de equilibrio para no caer en la depresión por el uso prolongado de la molécula final. Tenía sentido. Tenía todo el puto sentido del mundo. La teoría dictaba que si se alcanzaban niveles dopaminérgicos muy altos, el sistema nervioso central volvería a su estado basal de manera paulatina. Eso valía oro.

Baltazar me agarró las piernas y se puso a llorar, sacó el arma de su cinturón. Me apuntó. Giró el cañón. Jaló el gatillo. La ventana se hizo trizas.

—Son perdigones, ¿de dónde iba a sacar un arma?

Vio la navaja tendida sobre la roja cama, bramando por ser usada. Se puso de pie. Me embistió con fuerza, salté hacia los cajones de prendas y todo cayó sobre mí. Baltazar tomó la navaja. Yo intenté salir de los escombros.

—No mataría a un ratón, Doble B. Fue un laboratorio clandestino, acá en San Ramón.

El filo le atravesó la carne del cuello, con mucha lentitud se acercaba al otro extremo. La piel se le abría y debajo aparecía la grasa blanca cediendo y la sangre brotando en delgadas gotas. Me arrastré como pude. Puse ambas manos en la herida y le lloraba, le lloraba porque Baltazar era la persona más solitaria que conocí, la más triste. ¿Cómo podía haber llegado hasta ahí? Y yo, lamentándome de cosas pasadas, de cuestiones que puedo enmendar. Me miraba adornado con esas pestañas crespas que le delineaban los ojos naturalmente. Tomó mis manos, intentaba hablar, solo eran burbujas de sangre, así que lo volteé para que no se ahogara. La luz roja que daba a la alcoba se extinguió, la música techno dejó de vibrar, las personas estaban escapando de las sirenas y yo no tenía idea de cuántos cuerpos había en la casa. Esperaba no tener uno más.

En el poder de la noche, lo estuve acariciando minutos que eran segundos que eran fracciones de un respiro. El pulso comenzó a precipitarse. Yo me aferré a él con toda la fuerza del mundo. Le contaba los latidos por minuto, aún era tiempo. Casi inconsciente, sacó varias píldoras que yo reconocí enseguida, y me las dio como para que ambos muriéramos ahí.

—Esto no es Shakespeare, Baltazar—reí y volví a llorar.

Valentina apareció debajo del umbral, sobre ella caía la luz que entraba de mi habitación antes cerrada. Corrió como si el tiempo se dilatase y detrás le siguieron unos paramédicos que llevaban su camilla y todo. Subieron a Baltazar, por el brazo surcó una gota de sangre que acabó cayendo por el índice izquierdo. A mí me revisaron los ojos, la boca, todo.

—Cinco muertos y siete críticos— dijo un paco por el walkie talkie. Todo el peso de su poder, que no era mucho, cayó sobre mis hombros cuando se acercó culpándome enseguida de la masacre. La ratoncita me dio la mano—. ¿Viste lo que pasa cuando hacen estas fiestas homosexuales? Fiestas de locos.

—Eso no es justo, nos secuestró ese que iba en la camilla— me defendió Valentina.

El paco se puso las manos en el pecho hinchándolo como una gallina.

—¿Es cierto eso?

—Sí, pero no estaba en sus cabales— le dije con tristeza. Si Baltazar vivía lo iba a esperar un infierno.

—¿Y qué es esa bolsa?

Mierda, las bolsas de Manía, se me fueron por completo. Y este sujeto se acerca y me las quita, las mira por todos lados, abre una saca… ¡Saca un montón! Se las echa en la boca.

—Estos dulces son exquisitos, los ponen en bol de vidrio por todos lados, no tengo idea de cómo se llaman. De lejos parecen éxtasis, casi pensé que te tenía— el uniforme verde se notaba bastante ancho y tenía más bolsillos que cualquier mochila.

Yo quedé en ridículo y aliviado, jamás sintetizamos ninguna droga. Me levanté junto a la ratoncita, tomé el casco de Baltazar porque lo iba a echar de menos. El paco me dijo que iba a tener que dar testimonio. Pero, si Manía no existía, Baltazar tuvo poca culpa. Avanzamos entre vasos quebrados y platos rotos. Salimos, la reja estaba abierta, la ambulancia se oía a lo lejos. Todos mis vecinos salieron a ver qué sucedía, quizás la única que estuvo en la fiesta fue la Mirla, que ni se asomó. Con la ratoncita nos sentamos en una banca de concreto a mirar los pinos izados. Pensé haber visto un par de cuervos.

—El Baltazar no quiso hacernos eso—le dije.

—Sí sé, me acuerdo de la mamá.

—Yo también.

—Y esta gente no entiende, te apuesto a que lo meten preso, a que lo dejan en la calle. ¿Te imaginas hubieses sido tú?

—También fui yo, ratoncita, alimenté sin querer esa imposibilidad. Mira— le dije sacándome los papeles de la playera—. Dentro de todo este desastre encontré algo, sé que es griego para ti, pero podría ser un fármaco que ayude mucho.

—¿En serio?

—Sí. Mucho.

Nos dormimos en la banca y un paco nos despertó. Ahí hablamos de lo poco que vimos de la fiesta y yo mencioné la “jarra loca”. Me dijeron que en Argentina era muy conocida, que varios habían muerto también. Después nos dejaron tranquilos, aunque repitiendo que no íbamos a perder contacto porque las cosas eran muy raras.

Unos cedé muy bien envueltos iban en una cajita en las manos de un policía de bajo rango. Pasó por las puertas automáticas. Una fiera cantidad de gente- Las escaleras mecánicas. Otra fiera cantidad de gente. Y caminó entre los locales abiertos, sobre un piso inmundo, hasta llegar a la farmacia.

—¿Está la farmacéutica?— preguntó.

La mujer se levantó como un torbellino, abrió la puerta del costado y lo hizo pasar con tanta amabilidad como odio infundado le tenía a Baltasar. El tipo le entregó el paquete. Ella tomó las tijeras que usaba para romper los precintos de las bandejas azules. Hizo una equis y accedió al contenido muy protegido por una cajita de plumavit. Casi con nervios, introdujo el primero de seis discos en el computador y abrió el reproductor.

Baltasar estaba dando vueltas en la silla, de vez en cuando escribía apasionado en el computador y volvía a dar vueltas. No había nadie en la farmacia. Su jefa sabía que el joven se había equivocado y fue un feriado. También sabía que había hurtado casi un millón de pesos. Baltasar se levantó, caminó al mueble en blanco y negro y entre la granulación de la cinta. Lo miró, lo tocó. Fue hasta el mostrador, habló con la tipa que gestiona a los locales. Volvió por sus cosas y se largó. El mueble se abrió por sí solo.

—¿Esto es todo?— preguntó maníaca.

—No, señorita, mire.

Un tipo con chaqueta y casco irrumpió en la farmacia. Entró directo a la oficina y llenó una mochila con los fármacos. Ahí el paco presionó la tecla de espacio y puso pausa al vídeo.

—Entiendo que Baltasar estaba con usted cuando el motorista los asaltó.

—Sí, pero.

—Entiendo que salió corriendo al oír el arma ser disparada.

—Sí, es que usted no entiende que…

—Los peritos concluyeron que el arma era de fogueo y que no robaron más de ochenta mil pesos. Eso es raro, sin embargo, como vio, no podemos culpar a Baltasar— el tipo dejó una tarjeta con un número grabado—. Le dejo estas copias, quizás encuentre algo.

La mujer se puso roja como las brasas de un fuego en alguna colina. Y les digo con altivez, que nunca encontró la última hoja de las ecuaciones de Baltasar, extraviada detrás del mueble recién remodelado, cortada de las demás por la prisa que llevaba el joven al oír los disparos. En ella estaba la resolución de Manía, y sí, se había sintetizado en un laboratorio de San Ramón que Baltazar consiguió. Solo lograron obtener unos cinco comprimidos.

Cuando Baltazar vio que las cosas se habían salido de control sin siquiera tocar la droga Manía, las escondió en su casco tapándolas con cinta adhesiva. Casco que ahora estaba en la habitación de Baltasar. Lo miraba dubitativo. Lo tomó. Lo miró por todos lados y se lo colocó. Los comprimidos le rozaban la parte baja de los labios. Quitó la cinta.

Baltasar iba en la camilla esposado por el ala oeste del hospital.

Doble B dejó caer la droga en su mano. Valentina le avisó que llamaron, que su amigo estaba vivo.

La camilla fue abandonada en una intersección sin guardia.

Puso las drogas en el escritorio y revisó las hojas con las síntesis orgánicas. Resultaba que la última era la penúltima. Lo supo porque tenía una rasgadura y un trozo de la siguiente página.

Las cámaras del hospital cayeron como ojos pesados y su luz se esfumó.

Baltasar corrió a la puerta, cerró todas las cortinas, buscó un cuchillo, molió una pastilla y la probó. Era ácida. El corazón se agitó en un chasquido. “Lo logramos”.

Dos hombres de cuello y corbata se pusieron a los costados de la camilla de Baltazar. Él abrió los ojos, los reconoció del laboratorio. “Así que hiciste una fiesta ¿y le contaste a todo el mundo de Manía? No, no, esas cosas uno se las traga”. Baltazar murmuraba. Uno se acercó a él. “No le hagan nada a Doble B”. “Chiquillo, ese niño que tiene problemas con la farmacéutica ya está enterrado”. Al oír eso le mordió la nariz y le la sacó de un tirón. Entre ambos lo sostuvieron y uno de ellos le abrió la garganta con un cuchillo carnicero. El último pensamiento que tuvo fue el de ambos riendo apoyados en la puerta.

Doble B sacó un bolso y metió en él todo lo que pudo. Caminó a la cocina y comenzó a romper todo, incluso quitó los sartenes de los ganchos y los lanzó al piso. Valentina salió alterada.

—Haz una maleta. No. Un bolso chico, apúrate.

—¿Qué pasa?

—Con el Baltazar hicimos algo, no recuerdo mucho, pero hicimos algo. Y van a venir a cobrarlo.

Valentina vio el temor en los ojos verdes y partió a arreglar sus cosas.

—¿Y papá?— le preguntó a su hermano.

—Ya nos comunicaremos con él.

Doble B revisó debajo de su cama, aún quedaban papeles, y tanteando dio con la réplica de Almendro en flor. Es mejor que el original, pensó él. Envolvió el cuadro en papel y se lo colgó en la espalda. Fue al baño por gasas y agua destilada. Con Valentina dieron vuelta todo, como si un huracán hubiese pasado sobre ellos. Doble B le dijo que se hiciera un corte y manchara alguna blusa. Valentina lo miró con cara de “No”, hasta que vio a su hermano tomar un cuchillo y agrietar su cuerpo.

Tres automóviles se detuvieron frente a la casa de Doble B. Salieron cuatro tipos, uno introdujo una ganzúa, pero el metal se abrió solo. La puerta de entrada también estaba abierta y un caos tremendo reinaba dentro. Por el pasillo había rastros de sangre que desaguaban en una oreja izquierda. Los cuatro asesinos salieron sin tocar nada. Volvieron a sus autos y una voz femenina dijo:

—¿Tan poco se tardaron?

—Señorita, parece que alguien se nos adelantó.

La ratoncita iba apoyada en el hombro de Doble B. El bus estaba desocupado y tenía trayectoria al norte. Pretendían encontrarse con su papá y decirle absolutamente todo. Se detuvieron en media carretera a cargar gasolina. Un almendro de flores blancas se encuadraba perfectamente ante los ojos verdes de Baltazar. Tenía cuatro cuervos en sus ramas. Él abrazó el bolso con las fórmulas que le darían plenitud, tomó un par de dulces de colores que le dio la visitadora social, los saboreó, y por fin cayó en un profundo sueño.

A un costado aparcó un automóvil negro. Dos personas descendieron de él. Quizás solo buscaban un refresco.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS