Un camión de mudanzas avanzaba con sus dieciséis ruedas a través de una calle sin berma en las afueras de Concón. El conductor había llevado cargas de minerales por la borrada carretera de la cordillera y miraba al abismo, ahí donde comen las máquinas con sus colmillos de metal, sintiendo libertad y éxtasis. El copiloto estaba mareado y tenía ganas de vomitar mientras cagaba y le decía a su compañero que por favor parara, que ni acaso no sentía el peso de las ruedas. El habilidoso piloto no se había percatado de una extraña tracción que hacía saltar al velocímetro diez kilómetros atrás y diez adelante. Cuando estaba mirando el panel, un automóvil gris, todo sucio con caca de gaviotas y con ambos parasoles abajo, apareció dando la vuelta al cerro enfaldado en docas verdes que hacia las puntas se volvían moradas. Se trataba de una vía de un solo sentido. En el poco espacio que tuvo el diestro conductor para mover al gigante de acero que transportaba, giró a la derecha y mató a unas cuantas docas, pero la gravedad lo empujó a la izquierda y cuatro ruedas quedaron en el aire, las puertas del vagón se abrieron y vomitaron una docena de muebles que cayeron más abajo formando un espectacular salón. El auto gris se despegó de las leyes físicas y subió en línea recta por el cerro sobrepasando la baya de contención. Esa maniobra le arrebató el aliento al copiloto, y toda sensación escatológica.
Ambos bajaron a la calle, el piloto tuvo que pasarse por encima del asiento de su costado porque su puerta daba al vacío. Era un día precioso, un par de nubes dibujadas al óleo pintaban de blanco a ese cielo de café inmundo que amuralla al borde costero de Chile. Aunque, el smog regala unos atardeceres de locura, con un abanico de colores que pocos saben nombrar. En eso que los dos tipos de la mudanza iban bajando y respirando industrias se percataron, al mismo tiempo, de la disposición inusual en que cayeron los muebles.
—No voy a esperar a una grúa, Matías. Esos hijos de perra llegan mañana— manifestó el piloto y se tocó las axilas mojadas, después se llevó los dedos a la nariz y como que se anduvo drogando con su olor.
—¿Pero viste cómo cayeron?
—Sí, sí— le respondió e hizo un ademán con la mano húmeda en toxinas—. Ven, mejor, que puedes ser bien esquelético, pero tu peso algo inclinará al camión.
Y Matías se iba a devolver. Y Matías llegó a la parte más pronunciada de la pendiente. Y Matías contó los muebles. Y le faltaba uno. ¿Cómo les iba a faltar uno a los muy imbéciles? No le quiso decir a su compañero, porque lo conocía y en una de esas lo agarraba a cornetes. Y los contaba una y otra vez. Y le gritaban que se apurara. Y Matías pensó en cómo decirle que les faltaba un sillón. Lo tenía bien claro, pues era bastante extraño, con un color como atardecer en Concón, alto como el sol de tarde, ancho como para deshacerse durmiendo en él. Cuando lo vio no le pareció que era un sillón, era una conjunción de muebles apelmazados. Y de pronto vio un auto negro, bien desaliñado, con la pintura roída, el parabrisas quebrado, y un hombecito calvo detrás del parasol que miró a Matías con profunda intriga. Se detuvo al lado de él. Bajó del vehículo y caminó dando pasitos suaves, sin sonido. Llegó al borde de la pendiente.
—La conchadesumadre— dijo, calmado.
—Y no es lo peor, Don Gregorio, parece que se nos quedó el sillón— soltó Matías.
—¡Apúrate, cabrito! Que el camión se me va—gritó el conductor.
Don Gregorio miró los muebles y le entró una rabia salvaje, límbica, extinta. Estuvo a punto de desaforar la lengua contra el joven Matías que miraba a todos lados, consternado. Miró dentro del camión. El sillón estaba ahí, al fondo, no se había movido ni un pelo. A Don Gregorio le dio algo de miedo, tardó unos segundos en concebir la configuración de la sala que había en la calle de abajo, y la fuerza del sillón para aferrarse a su inexistente vida.
—Mira, cabro, el sillón está en el camión— le dijo a Matías y el joven suspiró, para quedar sorprendido.
—Don Gregorio, ¿cómo…?
—Esas cosas no importan, mijito. Las cosas pasan o no pasan. Ya, anda a subirte al camión, yo voy a mover el auto.
Matías corrió. Su compañero lo miró enfadado, con la lengua afuera por el calor, parecía un perro malformado.
—¿No habías estado en la marina? Tus nudos parecen piernas alcoholizadas, ah, se abren fácil.
—Yo nunca te dije que estuve en la marina, ¿de dónde? Si apenas pataleo para nadar. Te dije que era guía, en uno de esos botecitos que le cuentan historias a la gente. Allá en Quintero— respondió el joven, parsimonioso.
—No me acordaba.
Matías se mordió la lengua. Si apenas venían de Quintero y cuando estaban sacando el sillón que se les hizo muy pesado, él miró a la costa, bien linda, llegaba a brillar y parecía un cuadro, ni los árboles de los pinos que son propiedad de los militares se movían. Él miró y recordó ese barco naranja sobre el que contaba un montón de historias, porque un quinterano se sabe la mitología del último cangrejo ermitaño, y si no tiene historia, le inventa una de cómo llegó hasta ahí. Matías estaba enojado, si hace un par de horas le había contado eso al gordo que tenía al lado y que se sacaba el cerumen con el meñique. Qué asco, le salía todo café. Ahí recordó.
Ahí recordé, pues, que en los botes no me mareaba, pero con este getón la lengua me late igual que el corazón acelerado. No. Es como una convulsión, yo las he visto, en Santiago, sobre todo. Ah, pero en Santiago hay cada cosa, que un ataque de epilepsia en el metro no es nada. Igual es la primera vez que me pasa con el getón.
Y ahora me miró el guatón este, no sé qué quiere que haga. Y parece que Don Gregorio no puede echar a andar el auto. Menos mal que por acá pasa uno y ninguno, o sea ese maníaco que venía en el auto gris. Todo raro. Debería bajarme, llegar a Concón y tomar un bus a Quintero. A estar ahí, solo, en la terraza, mirando la chimenea de Ventanas, que nos escupe plomo, igual tira pinta allá con el blanco y el rojo que tiene pintados. En un par de años se va a ver como los edificios de Estación Central.
—Ya cabrito, ayúdale a ese viejo a mover las ruedas— me dice el getón —, que yo ya estoy que saco a esta bestia.
—¿Y cómo vamos a meter los muebles?
—Voy a bajar, pues, cabro sin imaginación.
Siempre me trata así, pero es a él a quien no se le ocurre nada.
—Podríamos usar el auto de Don Gregorio para traer los muebles, está difícil bajar el camión.
—Bien, cabrito, parece que moviste la cabeza y se te cruzó un par de neuronas.
El getón logró sacar al camión, puede ser hartas cosas, pero conoce a esas máquinas. Quizás qué le pasó ahora que venía como cabeceando.
Dependiendo de la envergadura del mueble, subimos uno o dos en el auto de Don Gregorio, el abogado, que yo no entiendo bien qué hace con nosotros. Y nos tardamos poco más de una hora, sin ningún ruido de auto ni por arriba ni por abajo. Lo que sí, cada vez que me subía al camión me sentía como cansado, como que me bajaba el azúcar, o qué sé yo. Quizás es muy oscuro adentro, me carga la oscuridad. Lo importante es que ya vamos a Santiago y después el getón se viene a todo lo que da y rapidito me deja en Quintero, él se va para Papudo, pero son unos minutitos más nomás.
Y parece que se me anduvieron cerrando las pestañas, de pesadas que las sentía, ese sillón getón también. Sí, parece que me quedé dormido, ya se ven esos edificios tan feos, ni al lado de la mar se ponen así. Siempre he pensado que es la gente, un santiaguino se muere y un santiaguino queda atrapado en las murallas de esas cosas con ventanas. Ahí en el retrovisor vi a Don Gregorio intentando llevarnos el ritmo, pero él es como amigo del tipo este al que le llevamos las cosas. Supongo que sabe como llegar.
El camión dio un par de vueltas, nos metimos por República, usando casi toda la calle. Hoy día hay pocos autos. En este barrio, en República, las casas son infinitamente más lindas que en otras partes de esta ciudad pasada a meado. Tienen unas puertas gigantes y en los dinteles unas decoraciones que no sé cómo se llaman, pero se ven preciosas. Desde afuera, parecen casitas, y son casonas. Tienen unas escaleras antiguas y super largas que dan a unos pisos enormes, de película gringa. Ojalá que no vayamos a una de esas casas eso sí, las escaleras terminarían de…
—Acá es, cabrito, bájate a tocar el timbre. Yo veo cómo me estaciono.
Tenía que ser, pues. El getón paró justo en una de esas puertas añejas. La de escaleras que nos esperan.
Detrás de la cortina del segundo piso la primera ventana a la izquierda los esperaba un tipo vestido de traje y corbata roja. Estuvo mirando varias horas sin mover un músculo. Tenía un aire jovial y paradójicamente austero. Estaba en penumbras, solo oía unos pasos conocidos dar vueltas sobre el parqué de la casa vacía, que disponía tan solo de un teletrófono, un tocadiscos RCA de 1980, y la conexión al intercomunicador. Apenas vio al chico bajar del camión lo siguió con ojo punzante.
—Magnolia, abre las cortinas.
Su hermana menor se apresuró en llegar a él, sacudiendo el vestido blanco, con los pies descalzos pues le encantaba la textura del piso. Lo tomó gentilmente por el codo.
—El sol va a entrar, Gabriel.
Gabriel cerró la cortina negra, giró a mirar los ojos de Magnolia que parecían fluorescentes.
—El sol se va a ir— contestó taciturno.
La mujer fue desnudando a la casa, los rayos de sol entraban, focos de escenario que iluminaban débilmente a pesar del calor. Todas las cortinas abiertas y colgadas con unas cintas negras dieron paso a la iluminación del gran piso. Perfecto. Siniestro. Magnolia encendió un cigarrillo bien largo que ella misma enroló. El humo no tardó en dispersarse cubriendo todo como una bruma costera. El cigarrillo refulgente parecía un navío saliendo de pesca.
Gabriel estaba molesto por la tardanza de la mudanza. Entonces esperó a que el chico tocará tres veces antes de contestar. Presionó un botón amarillento.
—Diga.
—Eh, somos de la mudanza.
—Bajo enseguida.
Gabriel abrió los brazos, levantó la cabeza, la manzana de adán parecía un diamante escondido dentro de su anatomía. Contempló las lágrimas de la lámpara que estaba sobre él y giró sobre sí mismo como bailando. Magnolia lo vio y comenzó a aplaudir. Cuánto le gustaba ver a su hermano feliz. Él fue hacia la mesita del teletrófono y tomó un bolígrafo mucho más longevo que todos estos entes. Lo levantó derramando sangre como tinta. Sonrió.
—Ay, Magnolia, ya está con nosotros.
—Ay, Gabriel, estará dentro de ti.
Este hombre jovial y austero tomó el primer escalón y sintió un flujo de energía que terminó en una erección. Se acomodó la entrepierna, para que pasara desapercibida. No era un alienado, claro, conocía a la humanidad. Las puertas tenían cada una cuatro ranuras, extrajo un manojo de llaves que se deslizaban por una argolla de diámetro considerable. Puso las cuatro, levantó un antebrazo y de un golpe las giró todas. Abrió la puerta, el sol le dio en la piel blanca de papel y le tomó tiempo distinguir las cosas que estaban en el exterior. Una bella cara lo saludó con bastante energía, parecía un cadete de ojos avellanos, cabello ondulado y castaño claro, unos rizos que Gabriel encontró electrizantes le sobresalían por detrás de las orejas y se encorvaban con ternura mientras bajaban al cuello exquisito.
—Se tardaron mucho más de lo acordado.
—Sí, señor, lo que pasa es que tuvimos un accidente.
—No soy señor, ¿no ves que tenemos una edad parecida? Dime Gabriel. Y bueno, si fue un accidente espero que estén bien. Espero que el sillón lo esté, también.
—Sí, Gabriel, fue una cosa bien extraña, ni un vaso salió quebrado— Matías se inclinó ante el tipo y enseguida se sintió ridículo—Voy a, eh, voy a sacar las cosas.
Gabriel vio al chico caminar con bastante soltura, la conjunción del sillón y un joven tan atractivo iban a hacer, según él, que le estallara su hombría. De pronto apareció el conductor, lo saludó de lejos y luego se acercó con esos pasos ridículos el chupasangre de Gregorio.
—Gabriel, ¿cómo estás? — no hubo respuesta—. Te veo tan alegre como siempre, ah. Bueno, ya sabes todas las minucias, solo quiero recordarte que debo estar presente cuando coloquen el sillón. De ser removido, la cláusula que redacto tu difunto padre indica que…
—Me dejará en la miseria.
—Sí, pero es un sillón, si lo mantienes en tu casa puedes tener la fortuna que ha dejado para ti y para Magnolia.
—Gregorio, tú sabes que no es un simple sillón. ¿Cuánto llevas como abogado de la familia? ¿Tres generaciones?
—Sí, lo sé, pero a diferencia de los otros testamentos, tu padre no ha indicado que has de hacer con el sillón. Simplemente mantenerlo— Gregorio vio que ya comenzaban a llevar los muebles—. Si quieres entramos y firmas los documentos que faltan.
Gabriel asintió. Gregorio no evitó notar que el heredero no había bajado del último escalón. Subieron, una alfombra pegada a los escalones le otorgaban cierta estabilidad al abogado, aunque cada paso arriba era una caída al vacío negruzco que siempre tuvo la familia de Gabriel. Sin embargo, ninguno de los hijos del difunto tenía primogénitos, y Gregorio sabía que esa fuera la última firma con esos diablos.
Ya, entre los sonidos metálicos que hacían un eco poco natural, los esperaba el sillón de color atardecer en Concón. Matías se subió, el piloto lo siguió. Entre los dos caminaban tres pasos y descansaban cuatro segundos.
—Eres muy flaco para esto—me dijo el getón.
—Hemos bajado todos los demás, no molestes.
Y no molestó. Íbamos como subiendo una cuesta arriba, pedrosa, sin forma. Hasta que pudimos llegar a la calle y el sillón se volvió tremendamente ligero. Tanto que el getón iba sonriendo. Lo subimos por las escaleras y le preguntamos a Gabriel que dónde lo quería y nos indicó un sitio entre dos ventanas larguiruchas, frente a una mesa sobre la que su hermana puso una máquina de escribir. El sillón cayó como una mole. Ya estaba, ese lugar vacío había tomado vida con su alfombra, sus mesitas, refrigerador, una televisión antigua, pero buena. El panorama era perfecto.
Ahí estaba yo, mirando la obra, y caí en cuenta de que los muebles tenían la misma disposición que cuando cayeron del camión. Un escalofríos me abordó, unas manos ciegas me tomaron de los hombros, echándome de allí. El getón no demoró mucho en despedirse, así que yo me iba a largar también.
—Esperen, ¿no están exhaustos? Los invito a unas cervezas, o leche tibia.
—Muchas gracias, pero el día ha sido largo y poco usual. Vamos, cabrito.
Yo realmente me sentía agobiado, y viajar a Quintero mientras duermo en la ventana es casi una pasión. Gabriel me tomó de la nuca, una mano fantasmagórica.
—Entiendo que tu jefe se quiera ir, ¿pero tú, en la magnolia de la vida? No lo permito.
Un calor fue como un tren hasta mis piernas, allí soltó el fuego. De un momento a otro me encontraba animado. El getón me miró.
—No te preocupes, voy a tomar un bus— miré a Gabriel —. Y no es mi jefe, es un primo que vive en Papudo.
—Cuidado, Gabriel— me dijo el primo que nunca se preocupaba por mí.
Oí el turbulento sonido del motor de aquel viejo camión que alguna vez anduvo allá en los andes. Hasta las ventanas vibraron. Después se reveló la figura de Don Gregorio, sentado en un escabel en lugar de estar en ese sillón infinito. Tenía un rostro compungido, todos los papeles delante de él. Gabriel se disculpó, era como un cabro de otra época, así donde vivía, así cómo hablaba. Su hermana, Magnolia, salió de un lugar que se me hacía lejano, era la entrada a la cocina. Meneó el caliente vestido blanco que llevaba, sabiendo lo que hacía, y se apoyó en los hombros de Gabriel como si fuesen amantes.
—No tenemos nada, Gabriel. Ni cerveza, ni vino, aún no dan ni el agua.
Gabriel se había sentado en un piso de madera y revisaba esos documentos que quién sabe qué eran y los firmaba con un lápiz rojo. De pronto me miró, sentí una atracción impropia, que va en contra de las cosas que rezo en el Cerro La Cruz. Me miró, con los ojos entrecerrados, algas bioluminiscentes.
—Sé que es muy descortés, Matías. Te quiero pedir algo.
—¿Qué? — pregunté sin chistar.
—Si te doy dinero, ¿puedes comprar? Lo que te plazca.
Tiene un tiempo entre las palabras, un aliento que se toma él y que deja sin aliento al que lo oye. Las lleva una tras otra, fijándose en cada una, como si todo lo que despidiera esa lengua tuviera importancia. “Lo que te plazca”. ¿Qué me pasa? Ya estoy extendiendo la mano y recibo un montón de billetes. Ya estoy caminando en busca de una botillería. Ya estoy recibiendo un montón de cervezas que, cordialmente, me han dado en una bolsa. Al fondo. Detrás. A espaldas del vendedor está el sillón. No puede ser.
Ya estoy con las cervezas en ese piso. Le doy la excesiva cantidad de dinero que me sobró. Gabriel cierra mi mano.
—Sé que es un sillón pesado— me incita a tomarlo.
Magnolia se acerca con toda su dulzura transformada en lujuria. Me entrega un destapador y, con los últimos rayos de sol, noto que no trae nada debajo del vestido. Se aleja y extrae un LP de una de las cajas que yacían selladas.
Stars shining bright above you
Night breezes seem to whisper “I love you”
Birds singing in the sycamore tree
Dream a little dream of me.
El vestido danza por sí solo, se mueve por aire como si el aire mismo estuviera cantándole, moviéndolo. El salón se llena de un ritmo atractivo. Inevitable.
Gregorio ve desde el escabel la hipnosis en la que entró Matías. Sintió pena. Ya no había nada qué hacer, ¿quién será ese chico? No lo sabía. Esperó a que Gabriel terminara de firmar la última hoja. Se trataba de un trazo magnífico esa firma, estaba sacada de algún libro olvidado. La punta de la pluma dejó un último punto como rastro de sangre y Don Gregorio se levantó, apresurado. Guardó todo, le dio la mano a Gabriel y sintió un pinchazo en la muñeca. No le dio importancia. Fue hasta Magnolia, que la conocía de tan niña. Le besó la mejilla y caminó por el borde de los muros. Las luces se encendieron. Gabriel le señaló a Magnolia la espalda del abogado y ella fue detrás como el humo del cigarrillo dispersándose.
Gregorio llegó al primer escalón de muchos y se sintió mareado. Magnolia lo tomó del abdomen.
—¿Está bien?
Gregorio vio un manantial de sangre saliéndole por el brazo. Y se supo asesinado.
—Tranquilo, Gregorio. Yo lo quiero tanto a usted, de niña me regalaba vestidos. Este mismo me lo dio usted. Es tan bueno que no merece sentarse en ese sillón. Pero lo hará, luego será libre. Usted es digno de una muerte definitiva. Yo sé por qué lo hizo. Eso, abráceme, no nos guarde rencor. Yo me quedaré con usted hasta que la última palabra se desangre.
Por la escalera corría un fino hilo, de rojo mortal. Un breve río que se lleva la vida.
Creo que ya he botado unas tres tapas de cerveza, Gabriel no ha toca ninguna.
—De saber que iba a tomar solo, bebo en Quintero.
—El alcohol no me hace muy bien, Matías— me dice desde lejos, parece una viñeta en blanco y negro—. Había olvidado que eres de allá, el pueblo del pirata, el pueblo de La Cruz. Tú sabes que de allá me he mudado.
—Y yo no entiendo, si es tan lindo.
—Sí. Son esas industrias, contaminan a la gente— me dice, y es la primera vez que lo pienso iluso.
—¿Y te vienes a Santiago? Creo que no estás siendo honesto conmigo.
—¿Viste todos esos papeles que firmé? Mi papá era un viejo quisquilloso, murió en ese sillón. Me obligó a venir a este lugar y traer su sillón para tener su fortuna— se acerca a mí, pareciera que brilla—. Eso es solo una cosa de familia. ¿Tienes familia?
Otra tapa de cerveza cae al piso. La engullo. Me cae espuma por la garganta. Gabriel se acerca. Lame mi rostro. No me importa.
—No, no tengo. Viví con mi papá hasta los ocho años, murió. No. Se desvaneció. Después estuve en un hogar, y como tú heredé una fortuna que usé a los dieciocho para comprar la casa en Quintero. De allá éramos, pero destruyeron la casa que tuvimos para hacer una base militar. ¿Por qué me has lamido?
—¿No te gustó?
—Es decir, no creo que sea de esos.
—Yo veo que estás muy bien ahí.
—La verdad es que sí…sí.
Gabriel se me acercó, su rostro era bello como la luna llena, me acarició con su mentón como si fuese un minino. Tenía los ojos cerrados. Qué estoy haciendo. No importa. Las luces se atenúan, Gabriel pasa sus dedos debajo de mi camisa. Me da vergüenza porque he sudado todo el día. Me da vergüenza. Shht, me hace. Shhhh, como una serpiente. Botón por botón del que me va liberando, explora con esa lengua tan extraña que tiene. Y yo no sé por qué le pido que siga. La botella de cerveza cae al piso y rueda botando el líquido espumoso. Nos ponemos de pie con una fuerza brutal y me besa. Nunca me había besado un hombre. Mi mamá decía que eso es de maricones, que no voy a entrar al cielo si hago esas cosas. Mi papá callaba. Ya no está. Se desvaneció. Presiona sus labios contra los míos y siento que mi nariz se romperá, entonces se arranca la camisa y ese vestón que traía dejándose la corbata roja. Nos damos vueltas, bailamos un vals sin música, el LP de Magnolia se ha acabado. ¿Dónde estará ella? Empujo a Gabriel hacia el sillón y el me da un golpe en el tórax. Me pide perdón, me suplica.
—No, Matías, es una mala idea.
Entonces se arrastra por el piso, con los pantalones entreabiertos, y baja los míos con violencia. Me duele. Me calienta. Esa lengua me hace un seño oral que jamás pensé tener. El azul lunar entra por las ventanas. Le tiro el cabello. Gabriel sube y enrolla sus dedos en mis rulos. Los tira sin mucha fuerza.
—No sabes cuánto esperé para conocerte—se sincera Gabriel.
—¿Qué dices?
—Tomaba esos viajes en lancha, en esos que estabas tú. Porque te estaba buscando. Porque podemos ser dueños del mundo.
—Porque eres nuestro hermano, Gabriel—miente Magnolia llevando el cuerpo de Don Gregorio.
—¿Están locos? ¿Cómo voy a ser su hermano?
—Tenemos al mismo padre, tonto—Magnolia sienta a Don Gregorio en el sillón.
Gabriel se acerca a mí, yo siento repulsión. Da un paso atrás y me retiene con las palmas de sus manos.
—Gregorio ha querido matarte, ese accidente que tuvieron… Bueno, se dio cuenta de que no puede hacerlo. ¿Qué le ocurrió al automóvil que los embistió?
—Fue cerro arriba.
—Tu padre no se desvaneció, estaba germinando más criaturas como nosotros.
—Mejor me iré, he tomado mucho.
Apenas Matías giró, Magnolia tomó el cuerpo de Gregorio y Gabriel lo sentó en el sillón vacío. El joven miró a su derecha, un hombre transparente esperaba allí. Era alto, fornido, blanco, ojos fosforescentes. Se trataba de su padre. Lo miró, sin amor alguno. Y los demás solo lograban ver a Matías platicando con alguien.
—¿Qué es esto?
—Un negocio, Matías, tan próspero que necesitas más de una vida para hacerlo bien.
—¿Te fuiste por eso? Estoy alucinando—intentó levantarse y el cuerpo no respondió.
—Me fui como he dejado a cientos de niños y cientos de niñas. Necesito cambiar de cuerpo. Necesito morir en este sillón, que pesa tanto de tantas almas. Al final, niño, busco a todos mis hijos. Tú, estuviste extraviado, aún no entiendo por qué.
—No puedo levantarme, me drogaron.
—Ah, eso lo necesitarás.
—No creo ninguna de estas mierdas.
El cuerpo de Matías fue expulsado del sillón, voló hasta golpearse debajo de una luz que se atenuaba. Quedó sin respiración, la sangre le salía por la boca. Magnolia llevó a Gregorio, lo sentó.
—Aún le queda una pizca de vida— dijo.
Gabriel se sentó a su lado, quitó el cinturón de su pantalón y lo amarró en su antebrazo. Magnolia fue con una jeringa, algodón, un encendedor y una cuchara. Puso heroína dentro de un líquido en la cuchara, la calentó y se la inyectó en la vena a su hermano. Las pupilas se dilataron, se elevó en un éxtasis religioso. Y murió. El cuerpo de Gregorio se levantó y palpó todos sus miembros, saltaba de felicidad. Se acercó a Matías que estaba en el piso y éste vio los ojos brillantes de Gabriel en Gregorio.
—Esto es lo que podemos hacer, aunque no por muchas horas. Por la mañana vamos a usar al cuerpo de Gregorio para llevar la documentación de papá a que sea verificada. Puedes entrar y salir solo unas cuentas veces de un cuerpo y este tiene que morir en el sillón, ¿entiendes? De hacerlo muchas veces vas a quedar encarcelado.
Matías veía y no creía. Se arrastró, puso sus dedos sobre la mesa delante del sillón y se levantó. El intercomunicador sonó. Magnolia dio dos saltos y habló:
—Pasen, tenemos un nuevo integrante.
Matías caminó hacia la ventana más cercana y vio que afuera había una fila de personas. El primero sacó un manojo de llaves en una argolla de gran diámetro. Introdujo cuatro en las cerraduras y las puertas se abrieron, al entrar encendieron velas e iban cantando una canción cuyo idioma Matías fue incapaz de identificar. Al llegar al piso la luna estaba bien alta, pusieron las velas con sus candelabros sobre el parqué. Luego Gabriel volvió a cambiar de cuerpo con Gregorio. Caminó entre todas las hermanas y hermanos con el torso desnudo y la corbata roja acentuando el abdomen. Algunos de los presentes eran políticos usados ya como marionetas Levantó las manos, la cabeza, miró las lágrimas de la lámpara que colgaba.
—¡Esto es una fiesta! — gritó Gabriel.
Cada uno pasó por el lado de Matías y le daba un beso en la mejilla. Él no podía moverse de su sitio. Después fueron sentándose de a dos y ambas partes se inyectaban heroína, cambiaban de cuerpo de hombre a mujer de mujer a hombre.
Gabriel vio que Matías estaba fuera de sí, y le dijo:
—Con Magnolia cambiamos de cuerpo cuando saliste a comprar. Has estado conmigo todo este tiempo, no te sientas “maricón”, aunque no creo en esa palabra. ¿Ves el poder que tenemos? Gabriel en mí, yo en él, yo en Gregorio y así podemos confundir al mundo entero. ¡Disfrazarnos de todos!
—¿Magnolia? — tragó Matías viendo el cuerpo de Gabriel.
—¿Sí?
—¿Cuál es el negocio?
Magnolia caminó en el cuerpo de hombre que tenía y encendió la televisión, como era antigua pasaron unos minutos antes de que se calefaccionara y mostrara la imagen. Matías alcanzó a ver la industria de Ventanas, las refinerías de Concón, los proyectos hidroeléctricos. Eran una enfermedad.
Unos políticos se desnudaron y caminaron mientras defecaban y hacían sonidos de cerdos, otros políticos se restregaban en las fecas y todos reían.
Ya pude caminar, entre la escoria, ¿qué es lo que pretenden? Intoxicar todo, desde sus cuerpos hasta los mares. Gabriel.
—Gabriel— tomó el cuerpo de Magnolia —¿Esto es lo que quieres? Matar gente en ese sillón, usarlos, ¿botarlos y seguir? ¿De ahí viene la fortuna?
—Matías…haré algo por ti.
Finalmente, Gabriel y Magnolia se sentaron en el sillón. La droga cursó su organismo con una velocidad de carretera. Gabriel sacudió la cabeza, se tocó las manos y la entrepierna. Se levantó, ya era Gabriel en su cuerpo. Se dirigió hacia Matías mientras la gente le pasaba las manos por encima como si se tratara de un mesías.
—Hermano…
—No me digas así.
—Matías, el mundo siempre ha funcionado así, nosotros creemos que la autodestrucción no es el final de los tiempos, se trata de un simple reinicio. Y los árboles seguirán creciendo, y las olas harán arena, y el viento botará hojas secas. ¿No te parece que es mejor que esté en nuestras manos?
—¿Quién es papá? — preguntó Matías llorando.
—La pregunta es qué, qué es. No tengo idea, ¿una fuerza de la naturaleza? Nadie sabe cuántos años lleva haciendo lo que hace.
—¿Y ese sillón? No me dirás que no es ridículo.
—En Quintero contabas historias, yo estaba con Magnolia en esas lanchas. Narrabas una con tanto ahínco, tanta pasión, que nosotros supimos que eras uno de nosotros. Y era el relato de un simple sillón… Me lo podrías decir, juro que te dejaré ir si no quieres estar acá.
Ese sillón, sí. Lo encontré buscando un lugar para leer, tenía algo místico. ¿Será el mismo?
—Vamos, Matías, no se quedes en tu mente. Dímelo.
—Vagando por las animitas de la costa, existía un árbol, el más grande que yo hubiera visto jamás. Lo podaban seguido, y parecía arreciado por el viento. Yo tomaba un libro e iba al gran árbol, las hormigas se subían en mis piernas y terminaban sobre los párrafos. Me sentía en paz. Mi padre aún esperaba en casa. Yo le contaba sobre las cosas que leí y sonreía, me acuerdo. Un día llegue al risco en el que estaba el gigante de madera, lo habían matado. Cortado desde la base. Entonces, patiperro, me entierre las zapatillas buscando un tesoro perdido. Las docas me caían encima, las ramas me arañaban hirsutas. Hasta que llegué a un sitio agreste, de lejos parecía un basural, no sé por qué. Atisbé un sillón, en medio de la yerba, dando al mar. Me pareció la cosa más linda. Imaginaba que era él quien leía a Quintero. Estaba sucio, lleno de manchas, así que me senté a su lado a leer. Una tarde de arrebol intoxicado, vi que en un almohadón tenía un rastro de sangre…todos me están mirando.
—Sigue, por favor.
—Era la forma de un filo que rasgó a la tela, los resortes salían, las puntas están oxidadas. Acá mataron a alguien, pensé. Pienso. Acá una persona trasladó su sillón, moribunda, para contemplar al mar por última vez. ¡Qué fuerza de voluntad habrá tenido! ¿Quién habrá sido? Me siento hasta hoy al lado del fantasma que observa. Lo acompaño, si es que necesita compañía. Le leo en voz alta, a ver si un día lo oigo sonreír. Le comenté a un amigo de eso, y él le habló a otro y al final estaban los pacos revisando ese sillón hermoso, desgarrado. Se trató de un hombre que asesinó a su hermano, para quedarse con unas industrias. A él no lo encontraron, ya había abandonado el negocio y voló como un ave migrando al inferno. Ahora solo está la yerba aplastada. Me siento sobre ella y leo. Creo que ahora leo para mí.
Los ojos están en mi dirección. Tienen la expresión de haber hallado un arcano. No dejo de verlos como entes que hacen biomímesis para controlar todo. Gabriel nuevamente se acerca a mí, con una cara de tristeza.
—¿Viste a papá? Cuando te sentaste en el sillón.
—Sí.
—Se supone que tomaría tu cuerpo, ya no podrá, el tiempo ha pasado.
—¿Y eso qué significa? — le pregunto con cautela mirando a la gente como comején.
—Que tienes la batuta. La prueba era simple, por eso Magnolia no quiso que te sentarás prematuramente. Debíamos conocer tus ideas, tu postura. Papá lo oyó, y determinó que usar tu mente era innecesario.
—¡No podemos aceptar a ese niño!
—¡Recién viene a aparecer!
—¡Es un cobarde!
Me gritaban, uno intentó escupirme, pero Gabriel le aforró un buen combo.
—Así como seducías a las personas en tu lancha, puedes usar al sillón para manejarnos a todos al mismo tiempo, es lo que hacía papá. No contigo, claro.
Gabriel tenía pinta de satisfecho, tal vez quería que las cosas cambiarán, pero todos estaban bajo el yugo de un cambia pieles dictatorial. ¿Se aburrió? Lo importante es que están pensando otras cosas.
—No, yo no me meteré en el cuerpo de nadie para hacer nada. Solo les pido que dejen a mi mar en paz. Seré concienzudo en esto.
—¿Pero ¿qué vamos a hacer sin un guía? — me pregunta un extraño.
—Lo que gusten. Gabriel, ¿ese sillón es mío?
—El contrato dice que lo debe tener el primogénito, digamos que no tenemos idea y la historia será algo conato.
Magnolia atravesó el salón y tomó a Gabriel del cuello.
—¿Qué? ¿Pretendes tirar todo por la borda para darle el poder a este inútil que ni siquiera lo usará?
—Magnolia, nadie ha dicho que no lo usaré. Además, pensaba que tenías muchas ganas de conocerme. Así soy.
De los rincones aparecieron unos encapuchados que oían con claras deferencias en sus mentes. Nueve personas que sacaron dagas e iban apuñalando a todos los que se interponían entre Matías y ellos. Un filo abrió una garganta. Otro filo cortó dos muñecas. Uno más se lanzaba reiteradas veces en la cara de alguien. Magnolia tomó un bando, también Gabriel. Se enfrentaron hasta que la mayoría yacía moribunda en el parqué. Magnolia se hizo con una navaja del piso, Gabriel le pidió:
—Hermana, no.
La mujer se abalanzó con todo el peso, Gabriel le agarró el codo, lo volteó y el metal se incrustó en el corazón. El vestido blanco ya estaba todo rojo. La larga cabellera de Magnolia reposaba en los muslos de su hermano. Le acarició las manos, luego la barbilla y Gabriel le dio un beso en la frente.
—No me dejes en el sillón— clamó Magnolia. Gabriel le cerró los ojos y largó a llorar precipitadamente. La arrastró hasta la cocina. Se veía muy bella con la luz azul.
Miré la matanza con el corazón en la boca. Vomité varias veces. No sabía en qué manera pedirle perdón a Gabriel, pero tampoco sabía bien qué sucedía.
—Matías, ven, ayúdame. Pongamos a estas personas en el sillón.
Le hice caso, unos cuantos más que vivían nos ayudaron e hicimos una pila de cuerpos en ese enorme sillón. No tenía idea de lo que pasaría, Gabriel me pidió paciencia. Pasaron unos interminables minutos y los cuerpos comenzaron a ser devorados por eso que ya no era una simple cosa con cojines sino un animal hambriento. Un extraño sonido, como el de un plato dando vueltas en el piso, emergió cuando el último cuerpo se perdió.
—¿Dónde fueron?
—Te habrás dado cuenta, Matías, que yo tampoco tengo idea.
—Siento lo de…
—No hables, por favor. De ella me encargo yo.
Vi al sillón y este se iluminó levemente, sentí los gritos de las almas que pasaban por una tormenta, y otra cosa, una melodía con instrumentos de cuerda, bellísima. Ahí entendí la dicotomía de ese artefacto y el designio que me esperaba. Parecía que la tela de ese monstruo se había desvaído. Ha de estar tan llena de cuerpos que ya no puede ni respirar, si es que respira.
La sangre del parqué se deshizo, excepto aquella que borboteaba de Magnolia. No sé cómo decidí estar tanto tiempo ahí, una misión me llamaba, solo esperaba entender cuál era. Gabriel ya agotó las lágrimas de su manantial. Dio vuelta hacia mí, tomó a Magnolia y la tendió en el piso limpio. Yo estaba triste, enfadado, melancólico, jamás podría sacudirme esa noche. Y ahí, se me acercó el de corbata roja, con los bellísimos ojos suyos, ya no era una ilusión.
—Oye, guapo —me dijo—. Siéntate acá y bebamos unas cervezas.
—¿No te hacían mal?
—No si es de vez en cuando.
Tomé asiento junto a él, las luces iluminaban tan poco que los postes de la calle eran nuestra guía. Gabriel, tan difícil de leer, se tambaleaba entre la tristeza y un regocijo muy extraños. Júbilo y austero. Estábamos apoyados en los muros, el me tomó la mano, yo lo dejé.
—Sabías que yo le decía a Magnolia que me gustabas. Cuando se enteró de que venías se le ocurrió cambiar de cuerpo, yo no quería pasar la vergüenza de no gustarte.
—El problema es que somos hermanos—corté.
—No, yo creía que sí, pero siempre tuve mis reservas. Me parecía extraño que papá no te hallara. Luego contaste la historia del sillón. No eran dos hermanos, fue mi padre en contra del tuyo, de alguna manera se enteró de que tenían el mismo poder. Tú viste lo que hizo el vórtice a los cuerpos.
—¿El vórtice?
—Sí, le decimos así porque suena mejor.
Gabriel se me acercó, buscando cariño, apoyó su cabeza en mi pecho y a mi se me aceleró el corazón. Él se río.
—Siento lástima por Don Gregorio.
—¿Ese tipo? Trató de matarte— se levantó y me miró.
—Sí, creo que solo tenía miedo. Oye, ¿esta gente se quedará acá? — pregunté por los que habían sobrevivido.
—Un tiempo, ahora tú eres el mandamás. Si les encomiendas una misión, irán a cualquier sitio. Pelearon a muerte por ti.
—Si tu padre mató al mío, ¿por qué me eligió?
—Ven.
Me dijo, y se sentó en el lado izquierdo del sillón. Yo me asusté, pero dijo que unos minutos no hacían mal, que él sabía cómo escapar del vórtice. Así que confié, ¿muy tonto? Tomé asiento y el cuerpo de Gabriel despidió luz por todos lados. Yo estaba amarrado al vórtice por una fuerza muy densa. Gabriel se levantó, sus ojos eran blancos.
—¿Sabes quién soy? — me dijo una voz profunda.
—El papá de Gabriel— respondí.
—Te busqué mucho tiempo, en mis huesos pensé que eras mi hijo, pero cuando estuviste a mi lado, acá, en el vórtice, no pude acceder a ti. Vi a tu padre, y tu presencia me hizo blando. Cobarde. Emocional. No creas que fue simple nobleza, tu presencia en el vórtice cambió las cosas. Ahora me espera el infierno merecido, te diré enseguida que tu padre no está acá. Así como salvaron a Magnolia. Este artefacto— Gabriel volvió a caminar—tiene una dualidad como la luz: es onda y partícula a la vez. Yo no puedo enseñarte a usarlo, en el camino aprenderás. Siempre pensé que el mundo es Ozymandias y que debemos renacer de los escombros. Tu tienes un camino más difícil que la destrucción, quieres impedirla. He ahí tu designio.
Gabriel se quitó la corbata roja y la lanzó al sillón. Sus ojos volvieron a la normalidad y cayó sobre las rodillas, exhausto.
—Era de mi padre, la corbata, era de mi padre.
A mi me abarcó una amargura atroz, nos abrazamos hasta que salió el sol. Gabriel se levantó, buscó más ropa y yo me quedé mirándolo como una criatura hermosa y nocturna. Somos como vampiros, pensé.
El sol entró por las cortinas, cayó sobre Magnolia cuyo rostro estaba tranquilo. El sillón volvió a tomar su color arrebolado y la gente que había caído dormida se despertó. Por ahí estaban tiradas las cuatro llaves. Una mujer las tomó y se acercó a mí.
—En ti confiamos.
Se largaron en una fila de comunión y desde el segundo piso oímos el retumbar de las puertas.
Pasé mis dedos por la tela del vórtice. ¿Será el cielo y el infierno? ¿Serán un solo plano?
Gabriel llamó a mi primo por el teletrófono, le pidió que llevase el sillón a mi casa, mi primo le dijo que porqué no llamaba a alguien más cercano, entonces le dijo que yo estaba ahí. Y se preocupó, el getón se preocupó de mí. Estuvimos en silencio, acariciándonos, imantados, él tenía una fuerza que yo no había descubierto antes. Podría enamorarme, pero las novelas de amor son trágicas. Cuando mi primo tocó el timbre, Gabriel me plantó un beso de película, me tenía arrinconado y yo me dejaba nomás. Quedé impregnado de su aroma cítrico. Escondimos a Magnolia. Bajamos el sillón junto a mi primo que me vio la cara y supo altiro. Subimos el vórtice, ahora estaba más liviano.
—Qué sillón más raro—dijo mi primo—, y qué sonrisa más delatadora.
Gabriel bajó hasta el último escalón, me dieron unas ganas de correr a abrazarlo. Pero me subí, temeroso, a mi asiento. El getón puso las manos al volante, mirando hacia una plaza que había adelante, mostró amor.
—¿Qué haces acá? Imbécil, bájate y despídete como la gente.
—¿Y que va a pensar la gente? — dije mirando a las familias jugando con sus hijos.
—Yo los mando a la mierda, ¿ya?
Ahí nos abrazamos bajo el hermoso dintel de su puerta, eran unos pajaritos tallados que apuntaban hacia abajo. Me dijo que olía bien, le dije que era un mentiroso. Y ahí, al frente de todos, me un último beso, mucho más suave, faltaba lluvia nomás. Las familias se taparon la boca y mi primo les tocó esa bocina que espanta toros. Un beso en la frente. Otro beso en la frente. Un respiro. Dos corazones inquietos. Me fui con pena viéndolo a través del retrovisor. Mi primo puso la radio y esperó a que saliéramos de Santiago.
—El primer amor es como un hachazo…Cualquier cosa yo te traigo a República, Mati, Mati— lanzó una risa burlona.
Pasando por Concón vi las refinerías que parecían aragonitas humeantes a la distancia. Vi el smog y en una mirada birrefringente pude antelar la caída de ese imperio. Pasamos entre unos árboles cuneiformes que me gustan mucho y dije “pucha, no me traje nada del Gabriel”. Seguimos por el camino, yo caí profundamente dormido y tuve un sueño en el que el parqué caía del cielo y al final se posaba el vórtice abriendo su boca en un torbellino de colores que querían tragar todo. Desperté justo frente a mi casa. Bajamos el sillón, tuvimos que abrir el portón para pasarlo a la casa. Subimos la terraza y fue imposible hacerlo entrar al living.
—Que se quede acá afuera nomás.
—¿Y la sal de mar? — me preguntó mi primo.
—Yo creo que quedará mejor.
Me dio un abrazo fraternal y se fue sin hacer contacto con los ojos. Yo deslicé el ventanal y entré a mi habitación por un libro. La carretera de McCarthy. Como se veía delgado pensé que lo acabaría en un santiamén. Salí, la brisa marina me envolvió. La paya seguía siendo un cuadro pintado con destreza, las olas parecían suspendidas en el tiempo. Caminé entre las piedras laja y me quedé plantado frente al vórtice, sintiendo recién el peso de tenerlo. Comenzó a mover sus cojines, yo me espanté, me disparó la corbata roja. Del espanto al regocijo. Claro que me la puse sobre la camisa y estuve sentado al lado del sillón que contemplaba al mar leyendo un libro bien sombrío. Entre las páginas vi las chimeneas de Ventanas. Me puse de pie, tomé aire marino, cerré los ojos. El vórtice latía. Un animal apaciguado. Me lancé sobré él y mi cabeza se llenó de imágenes de rostros que al principio vi con conmiseración. Automáticamente procesé toda la red encargada de la polución en pueblos como Quintero. Diáfana surgió una respuesta para derrocarlas. Un ejército de personas atendió mis pensamientos y la misión era escueta: ¡Apaguen todo!
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