Me gustan muchas cosas, y entre esas ‘muchas cosas’, me gusta Flor: mi flor.

En estos minúsculos instantes, escapando de los brazos de Morfeo y deseando ser víctima de un mal delirio, ¿dónde está dejando sus pétalos? En su habitual jardín no, mas si en una microscópica prisión, atrapada.

Mi flor se llama Flor, y como la flor: frágil, colorida, hermosa y exquisita.

Es tan diminuta, al igual que la cárcel en la que se encuentra. Aquel doloso calabozo comparte el mismo radio que el ojo de una aguja. Ella, tan minúscula que sus prendas están hechas con menos de un micrómetro de hilo; y mi devoción, tan desmesurada, no sería suficiente para abrigarla en las tinieblas más infaustas.

Si es tan insignificante, ¿por qué una inmensa pupila oscura la vigila sobre el reflejo de un lente que juzga, como un dios a un parásito?

Flor ha elegido ser ciega. El rayo del sol que a todos regocija a ella oscurece.

Flor ha elegido ser sorda. Su cuerpo explotaría con la siguiente vocal que la calificara de abominación.

Y por último, Flor ha elegido ser muda. Después de todo, se había sentido silenciada desde que nació.

Si bramara, con sus exiguas, pero valientes fuerzas, ni las hormigas la escucharían.

Sus arcoíris alas se agitan en un zumbido inaudible y su corazón se entumece angustiado por Tinkerbell.

Lejos, muy lejos, Peter Pan y yo nos apagamos en un lamento unilateral, secundarios en un amor no correspondido.

Flor no es mía, pero suya y ella si soy.

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