HERENCIA PARTE 1

HERENCIA PARTE 1

nubiescritora

26/07/2023

Fue durante la época de otoño, donde las hojas anaranjadas decoraban los suelos y el viento se llevaba lo que quedaba de verano. El olor fresco del ambiente y las nubes cada vez más espesas eran mi única compañía aquella tarde. Mi celular vibrara constantemente por un número desconocido. Odiaba contestar el celular y por lo general lo dejaba sonar si no pertenecía a alguien cercano. Pero en esa ocasión, la insistencia sacó lo peor de mí, y contesté de mala manera.

“Tu hermana murió, deberás quedarte con las niñas”, dijo la voz monótona al otro lado de la línea. A penas pude identificar que se trataba de mi cuñado, cuando el ruido de un disparo heló mi sangre. Fueron muchos estímulos en un solo momento, tanto así que mi cerebro se desconectó de la realidad. Para mi fueron minutos, pero luego de mirar el celular, donde todavía estaba activa la llamada, pude notar que habían pasado 3 horas. Sentía la responsabilidad de llamar a la policía, pero la ansiedad y el bloqueo todavía tenían control de mis acciones, simplemente era incapaz de mover un dedo. Afortunadamente, algún vecino que escuchó el disparo llamó a la policía, dado que a lo lejos se escuchaban las típicas sirenas de las patrullas.

El proceso de “muerte” fue algo muy tedioso. Conlleva muchos trámites y nuevas responsabilidades que no estaba lista para asumir. Lo peor de todo definitivamente fueron los interrogatorios.

“¿Por qué se quedó tanto tiempo en la llamada?, ¿Por qué no había conversado con su hermana por 10 años?, ¿Sabía de la condición de sus sobrinas?”, muchos por qués, mucha insistencia y miradas reprochadoras. Mucho ruido.

Para cuando todo había terminado, me encontré junto a dos minis hermana en la estancia de mi casa. Las tres nos mirábamos sin decir nada. Se suponía que yo tenía que jugar el rol de mujer adulta, consolarlas, decirles que todo iba a estar bien. Pero desgraciadamente no podía mentir, mucho menos consolar cuando sentía que la que debía ser consolada era yo.

“Su padre mató a su madre y luego se quitó la vida”, fue lo único que se me ocurrió decir, porque eso fue lo que pasó según me dijeron los policías. La hija mayor, Dana, no respondió. Parecía que su autismo era tan profundo que apenas interactuaba con la gente. La hija pequeña, Elli, se limitó a llorar y abrazar su muñeca.

Fue así como comenzó nuestra nueva vida. Las niñas parecieron adaptarse a mi rutina, y por mi parte no me sentía tan responsable de ellas. Dana no causaba problemas mientras tuviera su espacio, mientras que Elli no molestaba mientras tuviera a su alcance muñecas y golosinas. Cada quién comenzó su rutina dentro de la rutina de las otras, y poco a poco nos íbamos amalgamando en algo similar a una familia.

Parecía que la tormenta había pasado cuando comencé a notar cambios. No eran los cambios lógicos típicos de nuevos integrantes viviendo en la casa. Eran cambios sutiles, de esos que apenas eran notables. Sin embargo, yo era particularmente sensible a mi entorno, en especial si ese entorno se trataba del hogar que construí durante más de una década. Primero fue el cambio de ubicación de las decoraciones, que pasaban de las repisas a lugares demasiado estúpidos, como la lavadora. En un principio no me importó, o mejor dicho decidí no darle la importancia que quizás merecía. Sin embargo, con el pasar de los días empecé a notar otro cambio, uno más desagradable y mucho más sutil. No podía identificar lo que era y eso me estaba volviendo loca. Era un cambio que podía sentir en el ambiente, en las sábanas de mi cama, en el cepillo de dientes, en el agua que tomaba. La incomodidad era tal que había días que simplemente no quería regresar a mi casa.

Las niñas parecían indiferentes a lo que yo sentía y eso me hizo sentir traicionada de alguna manera. Comencé a asociar a las niñas con los cambios que estaba presenciando y eso creó en mi un fuerte rechazo hacia ellas. Sabía que no tenían la culpa de nada, pero algo me obligaba a hacerlas villanas de lo que me estaba pasando. La locura pasó a un estado de indiferencia, un tipo de quietud que me deprivaba de todo sentido común. No estoy tratando de justificarme, pero ese estado particular no me permitió darme cuenta de lo que las niñas estaban sufriendo dentro de mi hogar.

Desgraciadamente, tuvo que pasar algo muy peligroso para que yo pudiera reaccionar y darme cuenta de lo que estábamos viviendo. Iba de regreso a mi casa luego de un día de trabajo, cuando a lo lejos divisé patrullas de policías. Pensando lo peor, apuré el paso hasta llegar a la casa. Las niñas estaban siendo interrogadas por una mujer policía, les habían dado chocolate caliente y las tenían sentadas al borde de una de las patrullas. Varios policías rodeaban e investigaban mi casa, la cual estaba completamente destruida. Las ventanas estaban totalmente reventadas, las puertas estaban arañadas por completo, lo que hacía imposible pensar que las niñas habían sido las causantes. Hubo más interrogatorios, más por qués. Finalmente, la policía decidió cerrar el caso como “intento de robo y vandalismo” y parecía que todo volvía a su lugar, hasta que me di cuenta de un pequeño percance: no podíamos regresar a casa hasta que hubiesen arreglado todo.

Así, mis sobrinas y yo tuvimos que vivir una semana en un hostal, afuera de la ciudad. El lugar parecía sacado de una historia para niños, de aquellas con finales bonitos. El lugar era tan mágico como milagroso, dado que mis sobrinas comenzaron a abrirse a mí y yo dejé de verlas como un problema. Como toda relación humana, las niñas comenzaron lentamente a contarme cosas. En un principio eran cosas pequeñas, como que, por ejemplo, les gustaba la comida que servían en el hostal. Sin embargo, y con el pasar de los días, las niñas fueron abriéndose más. Un día decidí que era buen momento para pasar al siguiente nivel, y con mucho miedo les pregunté qué había pasado realmente con su madre y padre.

Parecían reticentes a hablar del tema, pero Elli fue la primera en comentar al respecto.

“Mami intentó hacernos auchis”, dijo mientras sostenía su muñeca con mucha fuerza. Sus ojos llenos de lágrimas. Dana se acercó por detrás y la tomó de los brazos, algo muy extraño de una autista.

“Y papá intentó protegernos de ella”, añadió mi sobrina mayor. Horrorizada, las observé un buen momento y me acerqué a ellas para abrazarlas. Dana se contrajo un poco pero no rechazó el contacto, y Elli simplemente se limitó a aceptar el cariño.

“Necesito que me expliquen un poco mejor lo que pasó”, le dije especialmente a Dana, quién ya tenía un poco más de criterio que Elli.

“Mamá estaba mal de la cabeza y nos decía que nosotras estábamos igual de mal que ella, que tenía que hacer algo al respecto porque éramos asquerosas”, la confesión de Dana hizo que un recuerdo que pensaba olvidado volviera a mi memoria como un rayo. Un recuerdo de cuando era pequeña como Elli, y mi hermana tenía aproximadamente la edad de Dana. Un recuerdo de nuestra madre rompiendo las ventanas de nuestra casa, arañando las puertas y muebles, mientras nosotras nos escondíamos aterradas en el sótano. Un recuerdo de una mujer con esquizofrenia.

“¿Fue mami quién rompió las ventanas de la casa?”, pregunté, aunque realmente no quería saber la respuesta. Elli, todavía en mis brazos, negó con su cabecita.

“Era una mujer anciana, muy enojada con nosotras”, contestó. Fue allí que sentí como las piezas tomaban lugar, y como ese sentimiento extraño que sentía hacía días empezaba a tomar forma. No era problema de nosotras y de nuestros propios trastornos psicológicos los que impedían formar una vida tranquila. Era la sombra de algo que en su momento llamé madre, y que murió asesinada por mi hermana y por mí.

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