Raúl chapoteaba en la orilla, despreocupado y feliz de haber comenzado las vacaciones de verano. No muchos días atrás aún estaba en clase, ayudando a sus compañeros con los exámenes finales. Algunos casos no tenían remedio pero otros sí y éstos, gracias a Raúl, lograban sacar adelante el curso y por ende disfrutar del período estival.
Y con él, disfrutando de la jornada dominical, sus padres y su hermana menor. Además de una enorme sombrilla clavada en la arena el pack lo completaban toallas coloristas de tamaños diferentes; un par de tumbonas, otro par de flotadores de plástico con forma de pato y una nevera portátil no más grande que una caja de herramientas estándar.
Al comienzo de este cuento Raúl contaba trece años y su hermana, Soledad, nueve. Poseían caracteres similares y él, como hermano mayor, mostraba una innata actitud protectora para con ella. Mas no sólo eso, su interés por ayudar a los demás abarcaba amplios territorios. Bien ayudando, como hemos visto, a sus compañeros de clase; preocupándose por su hermana (como también hemos visto). De voluntario en la parroquia clasificando ropa donada, lavando platos en el comedor social o paseando por el parque con personas mayores. Éstos en lo que duraba el paseo olvidaban que al alcanzar cierta edad la única compañera de viaje parece ser la soledad…
Amigos y amigas aquí comienza la increíble, sorprendente e inverosímil aventura de Raúl. Historia la suya de la que nadie supo el origen de los hechos porque así se lo pidió Thorus el Frondoso ¿Quién? No os impacientéis, vayamos por partes.
Tornemos al domingo playero. Raúl nadaba como si para él el mar no tuviese secretos, ojeando al resto de presentes que gustaban de ponerse a remojo. Unos eran opulentos como focas y cada vez que se tiraban al agua generaban tsunamis de medio pelo; en cambio otros estaban tan escuálidos que parecían salir rebotados del agua en lugar de hundirse.
Raúl sonreía dichoso de estar allí, formando parte de algo más grande que él mismo. Giró la cabeza a estribor, pequeñas olas y griterío. Luego a babor, mas olas minúsculas y más griterío. Oteó al cielo azul, tan inmenso como despejado de nubes. Por último llenó los pulmones de aire y cuando se dispuso para sumergirse observó, mecida por el suave oleaje, una botella que venía a su encuentro. Notoriamente grande, cuanto menos más de lo normal, al menos en su entendimiento de botellas. Merced al tintado del cristal no dejaba ver el interior, ni de lejos ni de cerca. Inmediatamente Raúl dejó volar la imaginación, incluso antes de soltar el aire de sus pulmones que seguía contenido. Lo primero que le vino a la cabeza fueron piratas barbudos, pelirrojos y sucios. Los que contasen con más arrojos calzarían pata de palo y parche en el ojo, luchando a brazo partido por hacerse con el mejor botín.
¿Y qué decir de la batalla naval? ¡Colosal hasta imaginándola! Desde los destartalados barcos cañonazos a diestra y siniestra ¡ensordecedor! Entretanto aquellos piratas feos, sucios, desdentados y posiblemente borrachos desenvainarían sus chafarotes, listos para abordaje de película. ¡Qué emoción! Sin tiempo que perder nadó hacia ella, sin ni siquiera esperar a que ésta se topara con él. La atrapó con la agilidad del guepardo; salió a la arena y buscó algún rincón discreto. Sus padres lo observaron caminando nervioso hacia las húmedas rocas del cañotal. Algo cargaba en las manos no obstante restaron importancia al hecho. Cosas de niños por lo tanto continuaron con sus quehaceres. La madre aplicándose crema protectora, el padre leyendo el periódico y la niña levantando otro castillo pues del anterior sólo quedaba arena sin forma definida.
Raúl se hallaba sentado sobre un par de rocas lisas y alargadas. Entre sus grietas y hendiduras pequeños cangrejos y algas malolientes iban y venían. ¡Menuda tensión! Por culpa de los nervios no lograba descorcharla. Entretanto a su mente acudían más y más piratas con cicatrices por docenas. En cubierta bebían ron a cantidades industriales, sin parar de contar historias de tormentas asesinas y barcos fantasmas.
Pasó casi media hora hasta que consiguió su objetivo sin tener que romperla. Rápidamente la colocó en vertical, con la boca hacia abajo, dándole unos cuantos golpeteos en la base. Lo que parecía un viejo pergamino salió tímidamente al exterior…
-¡Guau! –exclamó excitado el niño. -Seguro que esto es el mapa de un fabuloso tesoro…
Desplegó el susodicho cuidadosamente, aguantándose la excitación del momento. Lo que le faltaba era verlo deshaciéndose en pedazos, dejándolo con la miel en los labios. Al primer golpe de vista observó una serie de flechas que zigzagueaban cara al bosque, ubicado a las afueras de la ciudad. Más visible y sobre lo que parecía el dibujo, a mano alzada, de un árbol una cruz roja con leyenda que rezaba: “excavar al pie porque ahí está el caudal”.
-¡Guau! –volvió a exclamar Raúl, con los ojos abiertos como platos. No tenía más que seguir las indicaciones para hacerse con el botín enterrado. Con toda aquellas riquezas su madre podría cambiar la cocina; su padre las herramientas del taller y su hermanita llenar la habitación con las muñecas que tanto le gustaban. Emocionado como en la noche de reyes enfiló la dirección de sus padres. Una gran sonrisa engalanaba su rostro.
-Hijo ¿dónde has estado?
-Papá, mamá, mirad lo que he encontrado. ¡Es un mapa del tesoro! Venía dentro de una botella que…
-Perfecto hijo –Interrumpió el padre -pero ponte la gorra al salir del agua. Te lo digo por enésima vez hijo, no es bueno el sol en la cabeza.
-Raúl hijo ven que te pongo crema –inquirió la madre. -Evidentemente mucho caso al fantástico hallazgo no habían hecho. Para ellos era otro juego, como la niña y sus castillos de arena.
-Raulito échame una mano con esta fortaleza –suplicó su hermana. -Es que también se me cae, todas se derrumban y así el príncipe de blanco corcel no podrá besar a la bella princesa ni casarse ni ser felices como lombrices…
-Perdices hija, se dice perdices. Sin embargo hoy en día ese cuento ha cambiado… ¿qué no? Es la valiente princesa quien besa al atolondrado príncipe de turno, haciéndolo su esposo hasta que hipoteca, hijos y rutina los separe. –Dijo con sorna el padre, sin apartar la vista del periódico. No tardó ni cinco segundos en recibir un coscorrón de su mujer.
-¡Deja de proferir necedades! –Espetó enojada.
Y así transcurrió la tarde. Cuando el ambiente comenzó a refrescar levantaron el campamento, listos para regresar a casa.
El lunes por la mañana Raúl tenía la mochila con lo necesario para arrancar aquella aventura. Sus padres no solían poner traba alguna al respecto porque a pesar de su corta edad confiaban en su sensatez. Asimismo no sería la primera vez que estuviese fuera de casa horas o, en ocasiones, el día entero. Y es que era habitual verlo en los dominios de don Anselmo, el sacerdote; por los de doña Paca, la señora bigotuda al cargo del comedor social o en el club de jubilados contando con todo lujo de detalles historias de piratas, aventuras de caballeros de reluciente armadura e invasores del espacio. Tal era el realismo conseguido que los ancianos quedaban patidifusos…
A pesar de ser antiguo y no presentar aceptable estado de conservación el mapa se entendía sin excesivas dificultades. No había que ser un iluminado con cuatro carreras y seis idiomas para interpretarlo. De hecho Raúl no era más que un crío y hacíalo con solvencia.
Empujado por las ganas y el ímpetu no tardó en alcanzar el bosque emplazado a las afueras. Ciertamente no era nada del otro mundo, supuestamente no escondía secretos ni historias de miedo para contar al calor de la chimenea. Tampoco destacaba por su extensión sin embargo cumplía perfectamente como pulmón de la ciudad. Caminó hasta el lugar indicado, atravesando senderos cubiertos de maleza baja y rutas verdes descuidadas, estrechos riachuelos y montículos de tierra resbaladiza. Y al final del pasaje… el árbol del pergamino. Desde luego en primera persona se exponía soberbio. E era monstruoso, gigantesco e inmenso. Tal cual llevase creciendo desde el cretácico.
-¡Madre mía! ¡Impresionante! –exclamó atónito Raúl, empequeñecido ante semejante dispendio de la naturaleza.
No era para menos, el árbol alcanzaba altura y grosor fuera de lo comprensible. Al pie del mismo sinfín de raíces aéreas; otras más gruesas profundizaban en la tierra. Y todas parecían tener consciencia propia…
-Bueno, aquí tiene que ser –Murmuró Raúl tras superar el asombro inicial.
Sacó de la mochila la pala telescópica del padre, volvió a mirar el pergamino, lo regresó al morral y sin más comenzó a cavar. Aproximadamente a los diez minutos se detuvo para tomar aliento. Mientras inspiraba y expiraba oteaba cuanto lo rodeaba. Pequeños árboles, arbustos, vegetación rastrera y pájaros atareados en la cría de sus polluelos. Resopló, le dolían los brazos del esfuerzo y las piernas por la posición adoptada. La cosa parecía ser una pérdida de tiempo, quizás en aquel emplazamiento no hubiese nada digno de mención. No obstante ¿qué podía perder por cavar un poco más? Este pensamiento le dio alas para persistir. Y no anduvo desencaminado porque al rato la pala pegó en algo duro. La cara del chico pasó rápidamente del abatimiento a la euforia. Hizo la herramienta a un lado y retiró el resto de tierra con las manos.
¡Allí estaba! Un añejo cofre con remaches de latón, abollados. Las duelas de su estructura todavía lucían peor. Raúl lo agarró con cautela y con cautela tiró hacia arriba. No fueron necesarios más de dos intentos para sacarlo de su ubicación, sin hacerlo trizas.
-¡Ya es mío! ¡Sí! –Gritó animado, comenzando a dar vueltas como una peonza. Con el dorso de la mano se secó la frente. Con la otra se sacudió ligeramente los pantalones. Sentía el corazón en la boca, latiéndole a mil por hora. Por el contrario su mente prefirió ausentarse ¿destino? Los Mares del Sur. Frente al titánico árbol haría chirriar las pequeñas bisagras ¡qué ganas! Inmediatamente quedaría atónito ante el tesoro almacenado…
Mas nada de eso se dio, salvo el chirriar de bisagras. El contenido brillaba por su ausencia, cuanto menos en lo relativo a riquezas. Nada más que aire viciado, suciedad, una tela morada raída y una especie de pepita grande.
-Pero… ¿dónde está el tesoro? -Se preguntó Raúl desilusionado.
-¿Acaso esperabas otra cosa? –Espetó alguien desde todas partes. Y aquel terremoto de voz resultó tan atronador que los árboles de la contorna agitaron sus copas como en época de temporales. Raúl perdió el color de mejillas. Del susto se sobresaltó, terminando con sus posaderas en el suelo, el cofre dado la vuelta y sus pantalones cubiertos de tierra.
-¿Quién ha hablado? –Preguntó miedoso de preguntar. -¿Quién ha hablado? –Volvió a inquirir…
-¿Cómo que quién parlamenta? ¿Tan ciego estás que el bosque no te deja ver un solo árbol? –Respondió la misma voz de antes en tono menos beligerante.
Raúl miró por encima del hombro; a un lado, al otro y por último al frente. Levantó la cabeza y su rostro, aún pálido, adquirió mayor ajamiento. Poco le faltó para morirse allí mismo. ¡El hercúleo árbol a cuyo pie había cavado platicaba! Su tamaño morrocotudo impedía verle la boca. Eso si la tenía ¿y orejas? ¿Tendría orejas? ¿Y nariz?…
-Respóndeme chiquillo. ¿Qué esperabas hallar dentro?
Sus raíces se movían a base de bombeos lentos y repetitivos, tal cual una pitón realizando números para tragarse el jabalí recién capturado. Muchos cientos de metros más arriba, casi tocando el cielo, millares de hojas proyectaban luces y colores hipnóticos.
Primero serenarse, ahí hacía hincapié frecuentemente su madre. Luego razonar, volver a razonarlo y entonces hablar. Así fue, Raúl tomó aire, contó hasta diez y reflexionó tanto como puede hacerlo un niño de su edad. Volvió a contar y volvió a reflexionar. Algo dentro de él le decía que aquel gigantón no estaba allí para hacerle daño. Así pues ya más tranquilo respondió con sinceridad infantil.
-El tesoro pirata, ya sabe señor… Quizás doblones, tal vez oro en polvo o a lo mejor joyas de valor incalculable…
-¡Por supuesto! No podía ser de otra forma. Y dime pequeño muchacho ¿para qué querrías tales dotes? -Bueno –titubeó Raúl –Verá, en realidad no sería para mí sino para mis padres y para mucha gente que lo está pasando mal. Me gustaría ayudarles con algo más que mi buena predisposición. Ya sé que soy un niño pero no soy tonto y sé perfectamente como funciona el mundo…
-Entiendo chiquillo –contestó en actitud reflexiva el frondoso a la par que viejo interlocutor. –Este cofre, casi tan decano como yo, desborda dinerales a raudales empero, a fecha de hoy, no podrás verlo ni mucho menos comprenderlo…
-No entiendo señor ¡no se ría de mí! ¡No soy idiota! –Relinchó el crío.
-No te alteres pequeño amigo –interrumpió, subiendo su chorro de voz. Consecuentemente las copas de los árboles volvieron a retorcerse. -No he dicho que lo seas, nada más lejos de mi intención. Pero comencemos por el principio –añadió suspirando. –Me llamo Thorus, Thorus el Frondoso. Llevo en este mundo tanto tiempo que he presenciado infinitas vidas nacer, crecer y morir. Y no te hablo de siglos sino de mucho más tiempo. Solamente un puñado han sido los elegidos para interactuar conmigo. Soy benefactor de justos, llave para cerraduras y senescal de las cuatro estaciones. Infante, te repito, ese cofre no está desocupado, irrebatiblemente no lo está. Al menos no de la forma en la que tú piensas…
-Te llevo observando desde el día de tu venida a este nuestro mundo. Sé de tus obras y de tus virtudes para con los demás. Me extraña en los tiempos que corren pero todavía más a tan temprana edad. Sé que ayudas a los demás sin esperar nada a cambio. Tu corazón es noble cuan paladín atareado en causas divinas y tu alma bondadosa como la luz que guía al viajero extraviado en la noche. Son esas citadas cualidades las que me han llevado hasta ti aunque creas que ha sido lo contrario. Sí amigo mío, jamás cambiarás y ello me embelesa. Bueno… es bueno, muy bueno. Y te garantizo que así será porque puedo escudriñar más allá de las fronteras físicas de este mundo. Pero ya está bien de tanto palique, recoge la reliquia del justo. Sí, eso que está dentro del cofre. Podrías confundirla con el hueso del aguacate –Fue terminar la comparación y echarse a reír de manera escandalosa, agitándose hasta los hierbajos más bajos. -Deja pasar tres días de luna menguante y a la cuarta entiérrala en el jardín. No cuentes a nadie nada de lo aquí sucedido, ni siquiera a tu familia…
Y así fue, Raúl regresó con la reliquia en el bolsillo y la mochila a la espalda. Le costaba asimilar aquella extraordinaria experiencia vivida en el bosque. De hecho partes o retales concretos de la tertulia ni siquiera los había comprendido. Es lo que te tiene ser un niño. ¡Qué caso de ser! Parecía haber salido de alguna novela fantástica…
En casa se limitó a decir que todo fuera una broma. Tanto el pergamino como sus indicaciones no servían para nada, salvo para haberle hecho perder el tiempo. El bosque no era más que un bosque, con cosas de bosque. Los ascendientes no dieron mayor importancia al tema, ni siquiera cuando llegó el momento de plantar la pepita. Y por increíble que parezca a la quinta noche germinó. Raúl quedó boquiabierto cuando a la mañana siguiente observó que el árbol era una copia reducida pero exacta del titán forestal.
Y así pasó el primer año, transcurrió el segundo y se marchitó el tercero. Juntos de la mano trajeron el cuarto. El vistoso arbolito ya alcanzaba los dos metros de altura. Pasaron seis más hasta su primera floración y sin necesidad de polinización sus primeros frutos…
Estimados amigos y amigas aquí viene el extraordinario desenlace de este cuento. No dejéis de creerlo porque es tan real como unicornios voladores y hadas del lago. Resulta que su producción anual alcanzaba cierto parecido a las manzanas. Sin embargo y he aquí la trascendental diferencia ¡éstas eran de oro macizo! Y cuanto más crecía el árbol más “manzanas” vestían sus ramas, volviéndose al paso de los años más grandes y pesadas.
Raúl por aquel entonces era un joven apuesto, estudioso y preocupado por el mal camino recorrido por las personas. Por supuesto siguió ayudando a los necesitados, igual que de crío. A fin de cuentas ésa era su cruzada. Tanto él como sus padres contaban con una fortuna inimaginable. Y tanta riqueza tuvo sentido de ser porque repercutió en los desamparados; aquellos que la sociedad optara por ignorar.
Construyeron albergues de primeras calidades, centros geriátricos de día y noche, entregaron millonarios donativos a organizaciones no gubernamentales y a parroquias de todo el país. Extendieron cientos de miles de cheques a fondo perdido para familias vulnerables; iniciaron centenares de proyectos en países subdesarrollados y crearon espacios verdes por todo el mundo, protegiendo bosques, selvas, océanos y especies en peligro de extinción.
Dedicaron sus vidas a los demás, procesasen una religión u otra, cavilasen de una forma o de otra y caminasen sobre dos o cuatro patas. Hicieron muchas más cosas, tantas que no cabrían en este cuento. Thorus el Frondoso estaba orgulloso, él, todo ve y todo sabe, inclusive antes de que pase. No se había equivocado con aquel chico, claro que no. Thorus nunca toma el rábano por las hojas pues lleva millones de años escudriñando en la distancia.
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