Silenciosa Desesperación

Silenciosa Desesperación

Jonathan Nuñez

13/05/2023

       – …yo… la verdad no recuerdo si aquel entonces había traído un gato amarillo o negro a la casa… solo recuerdo su cara asustada. Tenía miedo de que no lo dejara quedarse con el animal. Casi nunca le decía “no”. Pero esa vez, no podía dejar de pensar en el gasto a futuro que sería cuidarlo, alimentarlo… es, es algo común cuando tienes prioridades. Mi responsabilidad era mi hijo, no un gato callejero…

           Su teléfono había comenzado a vibrar. Pasó unos segundos viendo la pantalla antes de contestar.

           – ¿Hola? Sí… lo sé. Tiempo extra, lo siento. De hecho, que bueno que llamaste, porque creo que, si no lo hubieras hecho tú; te hubiera podido marcar hasta la noche. Perdona, el Licenciado dejó todo para el final otra vez… sí, sí… te lo prometo, lo solucionaré. Te amo.

             Colgó y después le dio un largo trago a la cerveza, para finalmente acabársela.

             – Odio mentirle a mi esposa… pero valdrá la pena… gracias por no hacer ruido, hubiera sido complicado explicarlo… toma, creo que para este punto debes tener hambre, mi esposa lo hizo. Es pollo con arroz y verduras. Espero… espero te guste.

               Sus manos temblaban. Algunas veces su voz quebrada cobraba seguridad, pero inmediatamente se interrumpía al recordar con quien hablaba. Removió el cinturón de seguridad e hizo el asiento hacia enfrente. Tomó el traste donde dijo que estaba la comida que le hizo su mujer. Cortó la cinta adhesiva de mis manos con las llaves del auto. Mis manos estaban dormidas. Poco a poco sentía la sangre circulando de manera normal. Quité lentamente la cinta metálica de mi boca. Dolía como el infierno.

               – La cinta de los pies, no. – dijo pasándome los cubiertos. – pro… provecho… – el hombre quería llorar. – Bueno, el punto es que me dejó de hablar por varios días. Mi esposa dijo que, si le dejaba quedarse con el gato, probablemente me dejaría de hacer la ley del hielo…

                 La comida estaba fría y su sabor era desabrido.

                 – Dirán lo que quieran de mi niño, pero… era de palabra, ja, ja. No puedo creer que me dejara de hablar.

                   Mientras mis dedos peleaban por mantener recto el tenedor desechable, el hombre se quedó callado y comenzó a llorar.

                   – Sé que… sé que no… sé que no fue por el gato… yo estaba cansado… y cansado no soy una persona capaz de tomar una decisión sana o lógica. Solo quería descansar, dejar de preocuparme, dejar de pensar en el trabajo o si quiera dejar de sentirme solo. Creo que es normal sentirse así en algún momento. Pensé que casándome iba a solucionarlo, pero no fue así; pensé que teniendo un trabajo lo solucionaría, pero tampoco. Mis esperanzas estaban en mi niño y lo sé, es completamente injusto para él. Mi niño no es un puto terapeuta y, como te darás cuenta, tampoco funcionó. Las pocas veces que lo hablaba con mi mujer, me sentía culpable, como si fuera algo incorrecto demostrarme así ante ella. Creía que solo eran inseguridades mías, hasta que un día me llamó “débil”.

                     Se comenzó a reír.

                     – Un día, después de una discusión, bajé al almacén de la casa, saqué un arma que me había comprado hace años mi esposa por mi cumpleaños… creo que, solo me quería ayudar a que los protegiera… si no te estuviera contando esto, no me habría dado cuenta que lo más probable, es que ella pensara que “no puedo hacerlo desarmado”.

                       Se interrumpió un momento. Sin voltear y sin hablar, me dio unas servilletas y después una cerveza.

                       – No sé si te guste, pero, llevas horas sin beber algo, necesitaras algún líquido dentro de tu organismo, sé que no es lo mejor, pero es todo lo que tengo, lo siento. Dame el tóper para que no te estorbe. ¿Estuvo rico?

                         Solo moví la cabeza lentamente, afirmando. El hombre continuó su historia…

                         – La punta del arma sabía agria en mi boca. Podía sentir con mi lengua el centro del cañón. Estaba frío, listo para detonar. Mis manos no temblaban, me sentía ansioso, con ganas de reír por el alivio que tendría. El dedo estaba en el gatillo cuando me di cuenta que mi hijo me estaba viendo. Yo… quité rápidamente el arma de mi boca y… y fingí estarla limpiando con la mano. Le… le dije que estaba jugando y que no pasaba nada…

                           Me miró por el retrovisor.

                           – Oye… sé que será molesto, pero te tendré que poner cinta de nuevo. Es para evitarnos problemas, ¿ok?

                             Ahí iba de nuevo, la cinta apretándome las muñecas y los labios. Llevaba toda la noche con esa cosa puesta. Cuando terminó de cerrarme la boca, continuó hablando.

                             – Mi niño no era tonto, sabía lo que hacía… por eso me dejó de hablar, no por el estúpido gato… Si hubiera tenido más tiempo, mi mujer habría sospechado algo. De hecho, estoy seguro que, si tu padre no lo hubiera atropellado, probablemente lo hubiera mandado a un psicólogo. No es bueno que un niño le deje de hablar a su padre por tanto tiempo, hasta ellos tienen límites dentro de sus bromas.

                               Unas luces pasaron lentamente enfrente de nosotros. El sonido del motor se me hacía familiar.

                               – Hablando del diablo… tu papá ya está aquí. No te preocupes, esta noche regresaras a dormir en tu casa, pero lo más importante, tu padre te va a querer más que nunca. No fue tan malo después de todo, ¿cierto? Comimos, platicamos, a pesar de tu corta edad, eres inteligente, eso lo puedo ver. Yo nunca fallo.

                                 Escuchaba la voz de mi padre. Gritaba mi nombre. Se escuchaba asustado. Nunca lo había visto así.

                                 – Mi niño… por favor… dame a mi niño… – Nunca me había llamado “mi niño”. – Aquí está el dinero… – Se puso enfrente del auto con una mochila. Fue raro, llevaba puesta una gorra que mi madre le había regalado hace mucho tiempo – “Ya no me gustan los patriots”- había dicho cuando ella se lo dio. Esa gorra azul, recuerdo que mi mamá le quitaba el polvo cada cierto tiempo, molesta de que no la usara.

                                 – Ahora mismo regreso – me dijo el hombre que me tenía en su auto.

                                   Mi padre siempre fue duro, frío. Si él hubiera llegado de esa forma, probablemente me sentiría seguro. No me gustaba verlo así.

                                   – Aquí está lo que me pediste. – tiró la mochila al suelo. – ¿Dónde está mi hijo? – La luz de una pequeña linterna cayó a mi cara mientras los miraba sentados en el asiento de atrás. – Hijo de puta, si le pasó algo a él…

                                   – Está bien. No te preocupes. Él te lo dirá. – Se oía tan tranquilo. – ¿vienes armado?

                              No hubo respuesta.

                                     – Si eres un buen padre, deberías haber traído un arma. ¿Vienes armado?

                                     – Sí… – susurró.

                                     – Déjala en el suelo, si quieres a tu hijo de vuelta.

                                       El arma cayó al suelo. Y unas llaves también.

                                       – Para que no pienses que me subiré al auto y me escaparé con él. Puedes confiar en que son las llaves reales de mi auto. Pero has lo que tú quieras. – Se dio la vuelta y regresó hacia mí. Abrió la puerta trasera, me ayudó a salir para después cargarme en sus brazos. – El muchacho se ha portado muy bien. Cree que merece más que solo pagarle la escuela, ¿cierto?

                                         Cuando aún no estábamos enfrente de mi padre, se acercó a mi oído…

                                         – Gracias por escucharme. – en la tenue luz de la noche, pude ver paz en su rostro. – Aquí tienes. Sin ningún rasguño. Te recomiendo que le quites la cinta antes de que la circulación lo lastime más.

                                           Sentía las lágrimas de mi padre en mi mejilla. Me abrazó con mucha fuerza. Me besaba la frente y mi cabeza. Me hacía preguntas como “¿estás bien?” “¿Te lastimó?”, preguntas que no me dejaba contestar porque me volvía a abrazar. Sacó una navaja y comenzó a cortar la cinta metálica. Yo había volteado hacia atrás apenas me quitó la cinta de la boca, y solo pude observar como el hombre iba por algo al auto para después regresar. Papá estaba ocupado liberando mis pies cuando escuchamos un arma recargar.

                                           – Ya tienes a tu hijo. Ahora regrésame al mío. – dijo apuntándonos con, lo que creo que era el arma que se había puesto en su boca, como me había contado. Mi padre me movió atrás de él.

                                           – No sé de qué hablas…

                                           – Calle Montana #223. La razón por la que vienes con el auto de tu esposa…

                                             Mi padre recordó al niño.

                                             – Mierda… lo… lo siento, te lo prometo que fue un accidente…

                                             – Ibas a una velocidad de más de 20 km. ¡Enfrente de una escuela, ibas en estado de ebriedad! Denuncié el accidente, pero tu tenías conocidos ahí adentro. Te ayudaron, me mandaron directo a la mierda y cancelaron el reporte.

                                             – Yo no quise eso. Yo no quería ir a la cárcel, yo estaba mal, estoy mal. Yo… por favor, no enfrente de mi hijo.

                                             – ¿Sabes lo que es tener que enterrar a tu propio niño? ¿Escuchar la tierra cayendo en ese pequeño cofre? ¿Saber que se fue, sin siquiera pedirle perdón? Los hijos están para enterrar a sus padres, no los padres a sus hijos… pídele perdón a tu muchacho.

                                             – Debe de haber alguna manera de solucionarl…

                                             – ¡Pídele perdón por toda la mierda que le has hecho pasar! ¡Todo esto lo está sufriendo es por tu culpa! ¡Míralo! ¡Míralo! – gritaba apuntado el arma en mi rostro.

                                             – Perdón… ¡perdóname, por todo! ¡Entiendo que soy cruel y frío! ¡Te quiero mucho mi niño!

                                             – ¡Yo también te quiero mucho papá! – le grité llorando a mi padre.

                                               Solo recuerdo escuchar el viento por varios segundos. Las luces de los autos eran lo único que alumbraban la tierra del monte en el que estábamos. No escuché ninguna detonación. Así que miré fuera del brazo de mi padre.

                                               – No dejes que mire hacia atrás. – dijo el hombre bajando el arma, caminando de regreso. Creo que mi padre estaba igual de confundido que yo, así que solo me tomó de la mano y nos subimos al auto de mi madre. Cuando estaba en el asiento del copiloto y encendió el auto, tardó en arrancar. Pude ver al hombre sentado en su auto. Las llaves seguían en el suelo. Acomodó el arma en la boca una vez más, escuché la detonación reventarle la cabeza, manchando el asiento y el vidrio de sangre. Mi papá me tapó los ojos demasiado tarde.

                                                 Tenía once años en aquel entonces. Han pasado más de veinte años y ahora mi padre está siendo enterrado; una fuerte cirrosis. Dejó la bebida demasiado tarde. Era imposible no recordar aquel hombre que me secuestró. Aquél hombre que llegó en su auto presentándose como un amigo de mi padre que estaba pasando por mí, porque se le había hecho tarde, una vez más. Mientras platicaba me ponía la cinta y solo me quedé mirando. Lloré hasta quedarme dormido en el asiento del copiloto para despertar en la parte de atrás.

                                                 La primera pala con tierra había caído al cofre de mi padre.

                                                 Cuando era niño… fue un hombre frío, “un hombre de verdad” pensaba yo. Pero nunca fue a la cárcel por haber atropellado a un niño estando ebrio. Se acercó a conocidos para ayudarlo a salir de ahí y solo le jodió la vida a alguien más.

                                                 Mi madre me toma del brazo con fuerza, llorando.

                                                 Si no hubiera sido por el secuestro, no tendría idea si hubiera tenido un buen recuerdo de él en este momento. Él cambió y creo que es lo importante.

                                                 El coro de la Iglesia comienza a cantar. La tumba está cubierta. Los amigos y conocidos se saludan y se abrazan. Todos se acercan y me dicen que “estarán para lo que necesite”. Aquellos hombres que le dieron bebidas alcohólicas a mi padre me dicen “que me quieren” y los que lo llevaban a los burdeles me dicen que “todo estará bien”. Ya están viejos, olvidados. Pero siguen siendo los mismo de siempre, al menos puedo estar tranquilo de que mi padre no terminó siendo como uno de ellos.

                                                 Me pregunto si habría asistido mucha gente en el funeral de aquel sujeto que me había mantenido en su auto por varias horas. ¿Su esposa? Probablemente sí, pero no imagino como habría tomado la noticia. ¿Estaría aliviada de que su “débil esposo”, al fin desapareciera? Solo recuerdo ver la noticia en la televisión, su nombre era Alejandro, decían que el hombre tenía un buen trabajo, no se metía con nadie y no hablaba mucho. El cargador del arma solo tenía una bala y era obvio que se la guardó para él.

                                                 No tengo hijos y no pienso tener, era algo que mis padres detestaban de mi al ser hijo único, porque no podrían tener herederos. “Lo siento, pero, simplemente ya no quiero”. Nunca les gustó esa respuesta.

                                                 Mi madre se fue con mi tía a su casa. Estoy sentado en la sala de mi departamento y mi café ya se enfrío. Pongo música para apagar el silencio. Pink Floyd, Time.

                                          «… cansado de estar tumbado al sol. Quedándome en casa para ver la lluvia. Eres joven y la vida es larga y hay mucho tiempo para matar…»

                                                 No queda nadie, además ¿A quién demonios le cuento estas cosas? ¿A mi pareja? Hace poco terminamos y siempre se limitaba a decir “No sé qué es lo que quieres que haga”, cada que me desahogaba. ¿Amigos? Solo saben distraerme con fiestas y platicas de sexo. Me quito los zapatos y la corbata negra. Me siento cansado, me siento mal. ¿La muerte es tan mala? Algunos lo llaman “el descanso eterno”. ¿Es malo querer descansar? Mi padre decidió esperarla, aquel Alejandro decidió buscarla.

                                                 “Los hijos deben enterrar a sus padres. No los padres a sus hijos” – Había dicho, Alejandro.

                                                 Sabía que no moriría en esa ocasión. Pero, tampoco quiero parecer mal agradecido con esa segunda oportunidad. Pero vaya, como la he desperdiciado. Papá acaba de morir, no puedo hacerle pasar otra perdida a mi madre.

                                          «… Aguantando en silenciosa desesperación. Es la forma inglesa. Se acabó el tiempo, se acabó la canción, pensé que tendría algo más que decir…»

                                                 Además, tengo cosas que hacer mañana.

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