Cuentos al calor de la chimenea

Cuentos al calor de la chimenea

J. A. Gómez

29/04/2023

Nadie, ni siquiera entre los más notorios iluminados, llegaba a ser más inteligente que don gato. Nada escapaba a los bigotes del pequeño felino ni mucho menos a esa sagacidad natural tan definida. Así lo sabían en las paupérrimas filas de roedores ubicadas más allá del entarimado. Varios y valientes ratones habían perdido la vida bajo los certeros golpes de zarpa y colmillo propinados por don gato.

Además de darle a la caza menor también poseía cierta faceta… digamos menos gustosa a ojos de los humanos. ¿De qué podía tratarse? Bueno, su fuerte no era el interiorismo. Para muestra un botón; tanto la cortina del gran ventanal como los muebles mostraban incontables arañazos. “El glamour de la uña” pensaría don gato con su cerebro de minino. Evidentemente y por encima de cualquier consideración el animal debía mantener bien afiladas sus herramientas de trabajo.

Don gato era admirado y detestado a partes iguales. Obviamente reconocían su porte elegante y sus caminares de señorito de buena familia. No menos espectacular aquel exquisito pelo de cachemir echo únicamente para deleite de los sentidos. Mención también para sus marcadas y vivarachas pupilas siempre atentas al menor movimiento o por supuesto sus dotes de cazador nocturno y diurno. Pero había más; un par de sensibles orejas gatunas, largos y blanquecinos bigotes, cola rimbombante y mortales colmillos aderezados de manchas…

Sin embargo ¡oh! ¡Por las ánimas del purgatorio! Don gato había encanecido, perdiendo oído, vista, reflejos y hasta aquel lustroso pelo de cachemir. ¡Cuánto horror! A resultas habíase hecho viejo, cosa que puede llegar a ser una desgracia como cualquier otra. Lástima de felino, pobre don gato. Sería mofa de los roedores convivientes bajo el mismo techo, suspirando melancólico al amparo de vivencias y recuerdos de tiempos gloriosos pasados.

No se conoce mayor gloria que la brillante aureola que cubre entre milhojas y nubes de algodón a este pequeño roedor llamado don ratón. Su oficio: retar en duelo de justa medieval a don gato. Tras el entarimado o pertrechado al otro lado de algún agujero manda, habla, cuenta, dice y hace saber a sus congéneres los innumerables lugares por él visitados, aunque de cierto tenga más bien poco.

Con movimientos corporales estudiados y en modo “echar por fuera” busca el asombro del populacho. Es más que obvio que necesita ser admirado y necesita ser envidiado. Mueve orgulloso su cola de lado a lado, enfatizando palabras, frases y cuentos chinos con mayor o menor alzamiento de voz según el punto álgido, o no, del monólogo. Peina sus bigotes como un detective del siglo pasado; apunta su nariz hacia arriba como oliendo en el aire lo que nadie más huele, agita sus patitas en perfecta sincronización y afila aquel par de saltones ojos negros cuan tizones, buscando a cualquier impresentable que no esté atento a sus inventivas. Según parece don ratón ha llegado a creerse sus propias fantasías, ésas de viajero incansable que tras haber recorrido el mundo regresa a casa para percatarse que como allí en ningún sitio.

Ahora bien, al César lo que es del César. Ha salido victorioso de todos y cada uno de sus encuentros con el temible don gato. Gracias a ello provee constantemente el almacén ratonil. Tamaño, velocidad, destreza, olfato, fino oído y vista sus mejores armas. Una guerra, sin tregua, había estallado entre felino y roedor. Ambos beligerantes, incapaces de dar su brazo a torcer, preparaban a conciencia cada asalto, sobre todo don ratón pues le iba la vida en ello.

Don gato, el tigre de Bengala versión de bolsillo, infalible en el noventa por cien de las cacerías. Don ratón, roedor doméstico cuya patria cierta era el inframundo oculto en tinieblas y ubicado más allá de paredes y tabiques. Él, pequeño pero matón, presto para visitar la despensa porque aquella cuña de queso merece la pena el riesgo.

Pero ¡oh! ¡Por todos los santos! ¡Qué desatino! ¡Cuánto horror! También a él se le tiró encima la vejez, haciéndolo a la velocidad del tren bala japonés. Minimizando salidas al exterior revive, al igual que don gato, añoranzas más o menos veraces que no volverán a repetirse. ¡Qué desgracia peinar canas! ¡Qué desatino echar por costumbre la vista atrás! ¡Pobre don ratón! Horas y días atrapado en sus ensoñaciones, narrando epopeyas albergadas únicamente en su reducida cabeza de ratón.

Don loro era el parlanchín oficial en el hogar de doña Gertrudis. Nadie como él, erguido en su jaula atalaya, para otear el minúsculo mundo circundante. Pocas cosas escapaban a sus ojos de loro. Sin ser can era todo un sabueso. Con su pico encorvado se agarraba hábilmente a los barrotes mientras con las patas se aferraba a la imitación de tronco que lo sustentaba a media altura. Él que por su condición de emplumado podría volar libre por entre los exóticos árboles de ultramar acá que residía, en una jaula de oro que lo viera crecer. En honor a la verdad nada le faltaba, de eso se encargaba doña Gertrudis.

Don loro el bonachón si bien a ratos estridente. De noble corazón y graciosos tics. Nadie como él para mediar en una trifulca y nadie como él para apaciguar ánimos exaltados. Don loro, así le llaman porque llevaba muchos años en la casa. Siempre fiel a sus justos principios e imparcial por norma. Don loro habíase ganado el cariño no sólo de su dueña sino también el de don gato y don ratón.

Hete aquí tres pies del mismo banco. Tan aparentemente distanciados entre sí como dos galaxias viajando velozmente por el cosmos. Don gato o el enemigo impiadoso que de poder blandiría espada a dos manos. Don ratón o ese atleta en los cien metros lisos que en cada zancada pone lo mejor de sí y don loro, observador casi atemporal que ve voltearse el firmamento sobre sus plumas sin inmutarse más de lo preciso.

Ellos serían, aún sin saberlo, víctimas de un percance por llegar. Y aquí viene lo extraordinario de este cuento amigos míos porque por más increíble que pueda pareceros esta dramática circunstancia los uniría en un inaudito lazo de fraternidad.

El día de todos los santos, con la noche bien entrada, el ambiente fuera tornando incómodo y fétido. Olía a humo de forma tan notoria que invitaba a saltarse la antesala de la tragedia para ir directamente a ella. Sin saber cómo el trastero estaba envuelto en llamas. Ávidamente éstas quemaban cortinas y visillos, un par de muebles cercanos al trastero y la alfombra del piso. El humo, apretujado contra el techo cuan figuras fantasmagóricas, extendíase por el mismo como la peste por la Europa medieval. Entretanto doña Gertrudis dormía plácidamente en la segunda planta.

Por cosas del destino don ratón esa noche no había logrado conciliar el sueño. Por ende pasaba las horas haciendo balance de la mercancía substraída de la despensa de doña Gertrudis. No era para echar cohetes, apenas algo de queso rancio y pan duro. Y es que sus patas artríticas ya no tenían la agilidad de antaño y sus sentidos de competente roedor tampoco. Sin embargo gracias a este oportuno desvelo fue el primero en darse cuenta del percal. ¡Todos morirían irremediablemente! Ya fuesen personas o animales.

Sin tiempo que perder corrió sin pensar, a su ritmo, hacia don gato. El susodicho dormitaba plácidamente en su cesta de mimbre. Tirándole fuerte y repetidamente de los bigotes logró despertarlo. Con un ojo abierto y el otro aún cerrado el viejo felino preparó instintivamente el ataque contra don ratón. Sin embargo observó extrañado que el roedor hacía gestos tan exagerados como desesperados. Algo le preocupaba mucho más que morir bajo las zarpas del tigre de Bengala (tamaño de bolsillo).

Observando alrededor don gato pronto comprendió las dimensiones del holocausto ígneo. El fuego y el humo hacíanse ya visibles desde cualquier ángulo, subiendo la temperatura rápidamente.

Don gato saltó entumecido de la cesta. E igual de sorprendente fue su reacción. Agarrando a don ratón se le echó a la chepa, no sin antes gritarle que se agarrara tan fuerte como pudiese. Apurando tanto como sus oxidadas articulaciones le permitieron avanzó entre los rescoldos candentes. Juntos acudirían en auxilio de don loro. Éste, aterrado y atrapado, aleteaba violentamente en la jaula, sin posibilidad de huida. Don gato se catapultó sobre una banqueta volcada justo antes de que las llamas la consumiesen. Tomándola como punto de apoyo pegó tal brinco que, en lo que dura un castañeo de dientes, habíase aferrado dificultosamente a la parte inferior de la jaula. La violenta acción hizo que la misma se meneara de lado a lado.

Ahora le tocaba a don ratón ser el héroe. Como si el plan de rescate hubiese sido estudiado por horas escaló sobre el lomo de don gato. Sus pequeñas y ancianas patitas resbalaban por el pelo del gato empero luchó contra viento y marea para conseguir su objetivo. En otro periquete alcanzó la puertecilla de la jaula y, con sus manitas de experto ladronzuelo de víveres, logró abrirla. Don loro salió pitando, dejando por el camino algunas plumas humeantes. Amigos, él también estaba destinado a ser un héroe, al menos por una noche encendida en fuego.

Tal cual los tres fuesen uno actuaron juntos por el bien común. Don ratón volvió a lomos del felino, agarrándose impetuosamente. A la par don gato ascendió hasta el punto más alto de la jaula y una vez allí afincó las patas traseras, arqueó la espalda y volvió a saltar, agarrándose a las patas de don loro. Éste aguardaba por ellos en la vertical, sin moverse en exceso de la línea imaginaria que dividía en dos la jaula. ¡Qué gran idea! Don loro brindaría rescate aéreo.

Abajo las llamas ganaban terreno, arriba el humo pintaba el techo de negro mate. No había margen para errores. El emplumado echó a volar con aquella pesada carga hacia la única ventana entreabierta. Allá que se fueron con sus corazones encogidos y sus músculos agotados. Extraño trío adherido por la desesperación empero también por la sabiduría que solamente otorga la vejez.

Don gato echó una última mirada atrás ¡justo a tiempo! Pues también don loro y don ratón escucharon las sirenas de los bomberos. Doña Gertrudis sería rescatada sana y salva. Gracias a ello nuestros tres protagonistas pronto volverían a casa.

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