LO QUE QUEDÓ PAL GATO

LO QUE QUEDÓ PAL GATO

Raul Katz

25/04/2023

Cuando el doctor entró a la habitación, la enfermera y los tens ya habían iniciado la reanimación. Una de ellas se encontraba al costado, con el pelo desordenado sobre su cara, moviéndose con cada compresión que ella daba sobre el pecho de la anciana. La enfermera, en cambio, buscaba una vía venosa con la ayuda de otro tens. Cuando la enfermera lo vio le pidió instrucciones, pues ella sabía que según protocolo el debería estar a cargo de la reanimación. Él la escuchó, pero tanto su atención como su vista estaban dirigidas hacia las compresiones torácicas… uno, dos, crack, crack, cinco… Era inevitable que aquellas compresiones rompieran toda costilla de ese frágil tórax.

– Detengan la maniobra – Emitió casi como un murmullo

  • – No lo escuché doctor

– ¡Detengan la maniobra! – Gritó con determinación

La tens paralizó las compresiones, mientras miraba inquisitiva al doctor y luego a la enfermera. No sabía cómo proceder, la dicotomía generada en solo unos instantes era abrumadora. Las órdenes dictadas por el doctor se oponían a lo que ella creía como correcto, pero reconocía su autoridad, lo que la dejaba en un estado de completa incertidumbre.

– Doctor, tenemos que reanimarla, está en paro – Le contestó perplejamente la enfermera.

  • – Vamos a detener la maniobra, es inútil.
  • – ¡Doctor, la paciente no ha firmado ninguna orden de no RCP! Por protocolo y responsabilidad clínica, tenemos que continuar con la reanimación.
  • – No vamos a reanimar…
  • – Doctor el protocolo es claro…

– ¡No me importa el protocolo! – Gritó el doctor descontrolado – ¡Mírenla! ¡Mírenla todos ustedes!

El cuerpo de la anciana yacía desparramado sobre la cama, con la cabeza volteada hacia un lado, los ojos abiertos y la lengua afuera. Aquel pecho esquelético se encontraba inmóvil, completamente deformado por el traumatismo que había significado la reanimación. En algunos puntos, heridas puntiformes habían iniciado a sangrar, cuya piel había sido cortada internamente por trozos afilados de costillas rotas, dándole un tono escarlata a la piel moreteada.

– ¡Desde que llegó que no ha estado en condiciones de firmar ningún consentimiento de no RCP, y desde que llegó ningún familiar se ha hecho presente para tomar la decisión! – Continuó diciendo con firmeza – ¿Qué le vamos a ofrecer? No le queda nada por vivir y nadie se quiere hacer cargo de ella.

  • – Doctor… – Dijo lúgubremente la enfermera.

– No la vamos a reanimar. Yo tomo toda la responsabilidad de la decisión – y diciendo esas palabras salió de la habitación.

En el pasillo ignoró a los 4 gatos que miraban la puerta con paciencia. Desde hace solo un par de semanas que los felinos habían empezado a invadir los pasillos del cuarto piso, lo que había confundido a todo el personal y administrativos (algo así no había ocurrido nunca), además de dar la desgastante tarea al personal de seguridad de acorralarlos e intentar de atraparlos, tarea generalmente frustrada, debido a la mayor agilidad de los pequeños allegados.

Se dirigió a la estación de enfermería, y dejo el peso de su cabeza caer sobre sus manos, mientras escondía su rostro debajo de sus palmas. Sintió los pasos de la enfermera acercarse y sin levantar la vista, supo que ella se encontraba al lado suyo, probablemente mirándolo frustrada y decepcionada.

– Tal vez le hicimos un favor… Dejándola morir… No había nada más que hacer, no podíamos arrebatarle también la oportunidad de acabar con su sufrimiento y vida de mierda… No se preocupe, yo tomaré toda la responsabilidad. Perdón por haberle gritado – Le dijo, sin levantar la mirada.

– No se preocupe doctor, lo entiendo – Y diciendo eso, la enfermera lo dejó solo en la estación de enfermería.

Ese día se fue a su casa manejando en silencio. En el semáforo habitual, encontró al vagabundo habitual, pidiendo limosna usando su clásico atuendo de bolsas de basura. Abrió su billetera y vio que tenía 10 lucas. Se las dio. El vagabundo lo miró sorprendido, mientras emitía con una sonrisa de oreja a oreja un gracias, que dios lo bendiga. No sintió nada. “Que raro” pensó “esa misma sonrisa la he visto antes”. Y claro, era esa sonrisa honesta, la misma que da un paciente que se ha entregado por completo a un tratamiento, al cual siempre el médico puede llegar a robar todo el crédito. Esa misma sonrisa que lo hacía a uno llenarse del orgullo, de verse un filántropo, de estar por lo menos haciendo una acción bondadosa, sentirse buena persona ¿sentirse querido? O tal vez es ese poder misericordioso, el que tanto proyectan las heroicas figuras espirituales y religiosas. “Ahora pago mi servicio a este hombre, este vagabundo, para volver a sentirme con ese aire de grandeza social. Pero aunque participe de esta prostitución de caridad, no siento nada. Qué raro”.

Estacionó su auto frente a su casa, pero fue incapaz de quitarse el cinturón y bajarse. Permaneció con la mirada pegada en el frente, hacia un muro, pero con la mente en negro, mientras experimentaba un ataque de expresiones intangibles de emociones que no lograban materializarse en su mente con palabras concretas. Y mientras se desenvolvía el tumulto sentimental en su cerebro, una pesada piedra de angustia se formaba en la base de sus pulmones, trepando y estrangulando su garganta mientras subía. De su ojo cayó una lágrima con tanta facilidad, que ni siquiera quedó frenada por su mejilla. Luego otra y otra. Sin casi darse cuenta, había entrado en un llanto silencioso, con la voz estrujada, mientras el agua y la sal caían y se juntaban como pozas en sus pantalones. Solo después de un par de minutos pudo volver a sí mismo. Limpió su cara con su antebrazo y entró a su casa, para pasar aquella noche en soledad.

Odiaba visitarla todas las mañanas. Odiaba el olor a cuerpo estancado y orina, la oscuridad subjetiva penetrante, el constante ruido de su respiración quejumbrosa, su cara de muerta, con su boca abierta, mostrando esos dientes retorcidos, manchados, oscurecidos, sobre su encía retraída y ensangrentada. Odiaba saludarla.

– Buenos días señora Angélica ¿Cómo durmió?

Ella solo abría medio ojo, lo miraba con indiferencia y volvía a enterrarse en la almohada, dando un bostezo que se acercaba más a un llanto.

– Señora Angélica – Repetía con su voz actuada – Vengo a visitarla, para saber cómo se encuentra.

  • – … Mal – Su voz era siempre lejana y con la consistencia áspera y húmeda, como madera podrida.
  • – ¿Por qué mal? ¿Le duele algo? ¿Tiene alguna molestia?

– No… solo déjeme sola, por favor… quiero estar sola.

Esos eran sus momentos de dicotomía. “Cuanto me gustaría dejarla sola”. Pero persistía siempre. Era su trabajo, su “deber” como sujeto partícipe del juego social.

Se complacía con culpa del mismo pensamiento “Por qué no solo se muere de una vez. Sería mejor para todos”. Pero eso no pasaba. Y así se gastaban horas, ajustando su tratamiento, viendo como esfuerzos caían de manera inútil mientras ella permanecía estancada. Además, los recursos eran limitados. “Nadie se la va a jugar por una vieja abandonada. No importa cuanto la enchulemos, cuanto remedio le metamos para que darle un par de míseros años, no hay nadie que se la lleve, es un cacho”. Alguna vez existió una amiga de la infancia. Pero siendo una señora de edad como ella (y probablemente solitaria también), al ver los costos económicos y personales de trabajo que significaba, llegó a la conclusión que prefería vivir con remordimiento antes que con su amiga de colegio, descompuesta. Tampoco Angélica había mostrado mucho interés por su amiga. Se negaba a hablar con ella por teléfono, a recibir sus recados o incluso a agradecerle los pijamas que le había comprado al saber de su hospitalización.

– Señora Angélica ¿sabe qué día es hoy?

  • – Váyase…
  • – Dígame el mes al menos – Persistió
  • – No quiero verlo – Agregó irritada – ¿Por qué no me dejan sola?
  • – Señora Angélica, lo que más queremos es ayudarla a que se mejore ¿No quiere mejorarse?
  • – No…
  • – ¿Hay algo que podamos hacer por usted?
  • – No…
  • – ¿Le gustaría irse?
  • – No…

– Voy a examinarla ¿bueno?

Ella siguió repitiendo la palabra no, con voz apagada, usando el mínimo de esfuerzo. Trató de examinarla, pero ella se dejaba colgar como peso muerto, mientras seguía repitiendo la palabra no, aumentando cada vez más fuerte, hasta llegar al grito. “Al menos no pone resistencia” pensó. Pero estando tan desnutrida y tan débil, era hasta sorprendente que pudiera gritar.

El examinarla era solo un rito que cumplía por obligación, pues sabía que al escuchar sus pulmones, corazón y estómago, el único ruido que percibía de su fonendo era la transmisión de la palabra “no” que repetía una y otra vez. Una vez terminado la miró, ahí, desparramada sobre la cama. En otras ocasiones había intentado acomodarla, pero eso solo resultaba en más gritos, así que prefirió dejarla así como estaba.

Salió de la habitación agotado. Los músculos le pesaban mientras caminaba hacia la estación de enfermería, con el alma a penas agarrada arrastrándose con su sombra ¿Cómo era posible que una persona pudiera succionarle de tal manera toda su energía vital, como si fuera un gran agujero negro de desesperanza? Se dirigió al mesón donde estaban las fichas de los pacientes.

– ¿Cómo le fue con su pacientita favorita, doc? – Le dijo con tono burlesco el enfermero.

– Andai con ganas de wearme hoy, Nacho – Respondió con una media sonrisa – Te mandó unos besitos de vuelta, pero por ser tú, dijo que los quería en la boca.

Nacho hizo una mueca de asco, emitiendo un sonido de vómito actuado.

– Yo creo que si mandamos un escupo suyo a China partimos una nueva pandemia – Dijo el enfermero entre risas.

– Oye andaba media constipada, así que en una de esas le dejo indicado un enema para que te toque sacarle un poquito de caquita.

La jefa de enfermería ahí presente logró callar sus risas infantiles.

– ¡Ya córtenla los dos, no sean crueles!

– Ya Anita, no se enoje – Dijo el Doctor mientras le apoyaba la mano sobre el hombro – Uste cacha que a veces somos cabros chicos y se nos pasa la mano.

La jefa de enfermería siguió haciendo su labor, con su mirada centrada en las indicaciones de los pacientes. Dejó su mente divagar entre los diversos años de su trabajo en aquel hospital. “Clásico mecanismo de defensa” pensó.

– Ustedes dos tienen clarito todo lo que ha sufrido esa pobre señora. Mientras yo esté en esta estación no voy a aguantar que anden tirando esas bromas – Su sentencia había sido clara.

Anita recordaba la madrugada que subieron a esa señora desde urgencia.

Eran las 3:07 am de un día martes. Ella se encontraba despierta, pues no le gustaba dormir durante sus turnos, aunque fuera solo por un sueño superficial e irreal. Ya con sus 15 años de servicio en el 4to piso del ala izquierda de hospitalizados, había aprendido a disfrutar de los momentos de silencio absoluto, que se presentaban como oasis de calma. La habían llamado desde la urgencia hace unos 20 minutos para informar que subirían a una paciente para ser hospitalizada, llamado que se había repetido hace unos segundos, para informarle que la paciente ya iba subiendo al piso. Revisó sus notas: ‘’76 años, sin registro de enfermedades, sin alergias, no trae fármacos. Deshidratación severa y posible causa social. Pendiente control de exámenes de laboratorio y evaluación de imágenes por radiólogo. Actualmente con suero fisiológico, 1 litro, pasando por vía venosa periférica 24G. Malos accesos venosos’’. Parecía el típico caso de adulto mayor abandonado.

Sabía que tenía que llamar al residente de turno, pero prefería revisar bien a los pacientes por su cuenta antes. Al escuchar el ruido de la llegada del ascensor, dejó su teléfono cargando y se levantó de su puesto hacia los sillones donde descansaban los tens.

– Oigan chiquillos, viene llegando un ingreso, parece que una causa social, así que vamos a tener que hacerle aseo – Les dijo con una voz suave y firme.

Los bultos se movieron en la oscuridad, desbloqueando sus teléfonos, alumbrando las caras cansadas de los tres técnicos en enfermería. Se quedaron unos momentos leyendo sus whatsapp y respondiendo las notificaciones de Instagram.

– Es para ahora chiquillos – Volvió a repetir más severa.

– Ya vamos Sita – Fue la respuesta de uno de ellos.

Salió al pasillo y pronto sintió el repugnante y penetrante olor que venía adelantado de la camilla. “Definitivamente una causa social”, pensó.

Se detuvo en la mitad del pasillo ante la pequeña figura felina que caminaba unos metros adelante de la camilla empujada por el personal de transporte. El gato miró con sus grandes ojos, mientras su cuerpo delgado y de pelaje oscuro se detenía frente a ella para sentarse.

– Usted que hace aquí pelusita – Le dijo mientras se agachaba para apreciarlo mejor.

El camillero se acercó de pronto y largó al gato de una gran patada que aterrizó en el costado del animal. Éste voló por el pasillo con un maullido de sufrimiento, para caer en sus 4 pies y salir corriendo frenéticamente hasta la salida.

– Estos gatos sucios nos han seguido desde la urgencia – Murmulló el hombre

La enfermera lo miró espantada, pero por su cansancio prefirió ocuparse de la paciente. En ese momento volvió a ser consciente del desagradable olor que salía como espigas invisibles desde el cadavérico cuerpo que se encontraba inmóvil enredado entre las sábanas. “Es como si se estuviera descomponiendo” pensó horrorizada. Por un momento temió que dicho cuerpo se encontrara sin vida, pero se alivió al ver como emitía un débil quejido.

Indicó la habitación designada al camillero. Luego se dirigió directamente a la estación de enfermería y telefoneo a la residencia médica. Según calendario estaba de turno la Dra. Fernández.

– ¿Aló? – Respondió la voz casi dormida de la residente.

  • – Doctora, hola. Sabe que la llamo por un ingreso. Es una abuelita de casi 76 años que viene mas muerta que viva. De lo que vi, estaba pálida como un papel, y sabe que la subieron solo con 2 litros por naricera y parece que ni respira.
  • – Debe ser una causa social – Hubo una larga pausa mientras la doctora ordenaba sus pensamientos. Por fin respondió – ¿Que diagnóstico tiene de ingreso?
  • – Deshidratación severa
  • – ¿Y tiene algo pendiente?
  • – Exámenes de laboratorio, tiene unas imágenes que tiene que revisar el radiólogo y le están pasando un suero de 1 litro, pero sabe que parece que ni tiene venas.
  • – Mire Anita, póngale 1 litro más y llámeme cuando esté el resultado de exámenes – Le respondió la doctora.
  • – Ay doctora, en verdad no es por insistir, pero la paciente se ve re mal.

– Hmmmmmmm… Ya bueno, subo – su voz no sonaba satisfecha.

Cuando la enfermera entró a la habitación los tens ya se encontraban aseando a la paciente en su cama. Ésta se dejaba colgar como un saco de huesos, emitiendo de vez en cuando algún quejido distante.

– Sita, la paciente está llena de deposiciones, tenemos que ducharla – Dijo una de las tens

– Pucha chiquillos, quiero que la evalúe la doctora primero, por si hay algo urgente que hacer.

Los técnicos se miraron entre ellos con desaprobación. En un tacho de basura de color negro se juntaban los apósitos sucios, manchados con excremento, sangre, tierra y otros componentes desconocidos. Uno de ellos intentaba con un par de tijeras cortar las prendas de ropa, que habían logrado pegarse a la piel entre las capas de suciedad.

– Sabe que Sita, yo soy bien carne de perro, pero esta mujer me supera – Dijo uno de los técnicos, mientras refregaba con arcadas la espalda de la paciente con un escobillón con jabón, presenciando como la piel frágil se desprendía con cada pasada.

– Sita y mire esto – Dijo otra señalando las manos y codos.

La enfermera se acercó a la paciente, mientras se acomodaba la mascarilla para intentar de que esta pudiera filtrar un poco al aire. Extendida por todas sus manos, antebrazos y codos había heridas variadas; rasguños, pinchadas de agujas y sectores en los que parecía que se habían arrancado pequeños trozos de carne.

Miró su cara, cuya única señal de vida era el movimiento lento de su aleteo nasal. Viendo su pecho descubierto, podía apreciar como las costillas se marcaban a la perfección, siendo cubiertas por una piel tan delgada que parecía ser una capa de papel mantequilla,

– Después del aseo hagámosle unas curaciones, por ahora voy a preparar un suerito para ver si la revivimos un poco.

Salió de la habitación y tuvo que salir a tomar aire. Pareciera como si el olor se hubiera impregnado debajo de su nariz. Se dirigió a la estación de enfermería donde realizó un aseo profuso de sus manos y antebrazos, pero el desagradable olor permanecía. Optó por rendirse y preparar los elementos para las curaciones.

Pasaron 30 minutos antes que la doctora se presentara. Para ese entonces, la enfermera había intentado de manera frustrada encontrarle un acceso venoso, logrando pasar la segunda bolsa con un cuidado extremo por la única vía permeable que la paciente tenía.

– ¿Has podido averiguar algo de ella? – Dijo la doctora bostezando

– Nada hasta ahora Dra. Está recién despertando

Ambas se dirigieron a la pieza a entrevistarla.

Al entrar a la habitación, la Dra. Fernández tuvo que pausar mientras intentaba acostumbrarse al olor. Anita, que ya había estado expuesta al pestilente aroma, había logrado preparase mentalmente. Encontraron a la anciana semi-sentada, con una compostura que mostraba mayor actitud de voluntad con su posición corporal.

– ¿Sabemos cómo se llama? – Susurró la doctora a la enfermera.

– No tenía carnet ni documentos. Hasta ahora nada.

La Dra. Se acercó a la cama y empezó a mover lentamente la mano de la anciana.

– Señora ¿me escucha?… Somos del equipo médico, yo soy la Dra. Fernández

La anciana pareció emitir un leve gemido. “Está despertando”, pensó Anita. Presenciaron como abría levemente los ojos, a punto de divisar solo una porción de las pupilas, mientras su boca seca y áspera lograba emitir unos sonidos. La doctora Se acercó a la cabeza de su paciente para escuchar los sonidos que emitía.

– Ayúdeme… por favor…. ayúdeme – las palabras eran frágiles, disolviéndose en el aire.

  • – Le aseguro que estamos aquí para ayudarla. Ahora estamos haciendo todo lo posible por usted – Dijo la doctora.
  • – Señorita… por favor, sáqueme de aquí…
  • – ¿Cuál es su nombre?
  • – Sáqueme… por favor
  • – Dígame su nombre – Insistió la doctora, mientras sacudía su mano, de manera de captar su atención
  • – Angélica
  • – Señora Angélica, ¿Qué edad tiene usted?
  • – No me acuerdo
  • – ¿Tenemos sus antecedentes? – Dijo la doctora dirigiéndose a Anita
  • – Nada doctora. De la urgencia no pudieron rescatar ningún antecedente – Le respondió la enfermera
  • – Señora Angélica ¿Usted es sanita, o tiene alguna enfermedad?
  • – No me acuerdo… ayúdeme por favor
  • – En eso estamos, no se preocupe – le aseguró – ¿Tiene familia?
  • – Estamos solos – murmulló
  • – No la escucho

– Solos ¡Estamos solos! – De pronto pareció despertar, girando la cabeza y fijando sus dos ojos abiertos en la mirada de la doctora – ¡Solos… los tres, no hay nadie más!

La repentina reacción de la anciana había alertado a la doctora, quien había retrocedido unos centímetros. El terror y la desesperación habían invadido las fracciones de la anciana moribunda, siendo proyectada por sus pupilas hacia la doctora, que empezaba a sentir la co-transferencia de aquellos sentimientos desagradables. Su corazón empezó a acelerarse, mientras sentía que el miedo empezaba a germinar en el interior de su pecho. Empezó a sentirse vulnerable. “¿A qué tengo miedo?” Sentía la presencia de algún peligro invisible, que la rodeaba y encerraba sin lograr tocarla, apoderándose de su espacio, siempre amenazante, observándola, casi como esperando para atacar. “¿A que le tengo miedo?”. Las palabras de la enfermera entraron de aquella sombra invisible, atrayéndola nuevamente a los planos tangibles.

– Señora Angélica ¿Quién son los otros dos? ¿Son su familia? – Dijo la enfermera

– Mi hermana… ¿Dónde está mi hermana? – Dijo la anciana, volviendo a su frágil estado inicial.

La doctora se había separado de al lado de la cama, buscando refugio al lado de Anita.

– ¿Ella vino sola o con alguien más? – Le dijo a la enfermera, sin quitar su vista de la moribunda.

  • – No hay registro de nadie más en la urgencia, doctora.
  • – ¿Dónde está su hermana, señora Angélica? – Dijo la doctora, alzando su voz para ser escuchada desde la distancia
  • – Estaba al lado mío en la cama… ella no puede moverse… cuando la atacaban ella no se movía, no me respondía… Dejaba que la mordieran … A los días empezaron a atacarme a mí… Yo no tenía fuerza. Grité, pedí ayuda… no sé cuántos días
  • – ¿Quién la atacaba? – Preguntó la doctora horrorizada
  • – Ellos llegaban por la ventana… estaba abierta… ¡Nadie llegó!
  • – ¿Quién la atacaba? ¿Qué fue lo que pasó? – Insistió
  • – No tenía la fuerza. Me quedé en el suelo… Ni cuando se acercaron pude pararme.
  • – Tiene que decirnos que pasó para poder ayudarla – Dijo la enfermera acercándose a la anciana
  • – Me caí y quedé ahí tirada… al lado de la cama. No podía pararme… Nadie vino
  • – Mi señora, usted dijo que eran 3. ¿Con quién más vivía? – Preguntó la enfermera

– Estábamos solos… no hay nadie.

La anciana empezó a caer nuevamente en un sopor profundo. Trataron de despertarla, pero fue inútil. La doctora preguntó si es que de la urgencia habían entregado alguna historia, pero la enfermera le aseguró que solo habían avisado de una causa social que había llegado en ambulancia, al parecer en estado de abandono. Todo el resto de información crucial era un misterio. Ambas sabían que seguir insistiendo sería un esfuerzo en vano. Decidieron continuar con la administración de fluidos por vía endovenosa, esperando que eso ayudara a que la anciana recuperara un poco de vitalidad. Mañana en la mañana, en conjunto con el jefe de piso, llevarían a cabo una nueva interrogación. Además, sería necesario contactar a el servicio de asistencia social, para que pudieran intentar identificar a algún familiar o conocido.

La doctora se dirigió a uno de los computadores de la estación de enfermería, para disponerse a revisar los exámenes de laboratorio de la paciente, además de los informes de radiología. Mientras encendía el computador una idea se le vino a la cabeza. En la mañana, una vez finalizado su turno, se dirigiría personalmente a la urgencia a hablar con los paramédicos del servicio de ambulancia. No era necesario hablar con el turno que concurrió ese día, pues sabía que éstos solían compartir sus experiencias en la calle, sobre todo si eran interesantes.

La ambulancia bajaba por la Alameda con dirección a República. Doblaron por Virginia Opazo, teniendo que reducir la velocidad, pues la calle se veía angostada por los vehículos que se estacionaban a ambos lados. Los vecinos ya se encontraban afuera, sapeando. El conductor estacionó el vehículo a un costado y el enfermero a cargo se dirigió hacia los dos paramédicos atrás mientras se ajustaba su Kn95 y antiparras.

– Otra vieja abandonada. Ojalá que la puerta no esté con llave, que si no vamos a tener que esperar a los bomberos y los pacos.

– Pero le mandamos una patadita piola nomás – Respondió uno entre risas

Se acercó un señor de 40 años aproximadamente. No era muy alto, pero si corpulento, con predominancia de su diámetro abdominal.

– Yo la encontré. No le hemos movido nada, tenemos a la viejita adentro. No nos dio pa sacarla, está la pura caga y todo hediondo. Sae que nos dio hasta miedo.

El enfermero lo miró perplejo, desde la altura de su silla de copiloto, con cierto aire de superioridad.

– ¿Usted es familiar de la persona?

  • – No, no. La señora me pasaba unas lucas y yo le dejaba la mercadería.
  • – La última vez que la vio ¿Cuándo fue? – Dijo con su tono rutinario.
  • – La semana pasada.

– ¿Nadie la ha visto desde entonces?

El señor solo mostro su desconocimiento con una mueca.

– Mira, la última vez que fui, el caballero me sacó cagando a patadas y gritos. Yo no estoy pa esa wea.

  • – ¿Este caballero se encuentra aquí ahora? – Preguntó en enfermero, prediciendo que tal vez sería necesario solicitar carabineros.
  • – No, él no se aparece hace unos días
  • – ¿Y quién llamó?
  • – El vecino de al lado, ese que está ahí fumando. Mire yo trabajo en el almacén de Salvador Sanfuentes, al final de esta calle. Todos saben que yo le llevaba la mercadería a las señoras y su sobrino. El vecino vino hoy al almacén y me dijo que hace unos días sentía olor raro. Como nadie le respondía el timbre ni el teléfono, me fue a buscar a mi porque sabía que yo tenía llave de la casa.

– Llámeme al vecino, por favor – Le dijo el enfermero mientras se colocaba su pechera y antiparras.

El hombre se dio vuelta y pegó un grito a un grupo de personas que se encontraban desde un lado observando. Se acercó un hombre bajo y delgado, de unos 60 años y vestimenta elegante. El enfermero le habló mientras este se acercaba, sin gastar tiempo en saludar.

– Me dicen aquí que usted es vecino y que usted llamó a la ambulancia.

  • – Efectivamente – Respondió el caballero.
  • – ¿Quienes vivían en el domicilio?
  • – Esa casa era de una familia antigua. Los que quedaban ahora eran solo 3. Esta la señora Angélica, que todos conocíamos del barrio; la señora Inés, la mayor; y por último Don Ricardo, sobrino de las señoras.
  • – ¿Tiene como contactar al sobrino? ¿Sabe dónde está?
  • – Mire… – El caballero empezó a mirar a su alrededor, mostrándose complicado con la pregunta – No quiero asumir nada, pero Don Ricardo era difícil a veces. Nosotros escuchábamos los gritos y como él se iba de repente. Era bueno para desaparecer. A él algo le pasó hace unos meses, algo de un derrame cerebral, estando internado en el Hospital San José… Bueno la cosa es que cuando volvió no era le mismo. Era más agresivo.
  • – ¿Usted cree que había algún tipo de violencia? – Preguntó el enfermero, mientras lo miraba con atención.
  • – ¿Quién soy yo para afirmar eso? No se… era raro. La última vez que fui a la casa fue para el 18 de septiembre. Yo les llevaba unas sopaipillas y un poquito de pebre. Para ese entonces la señora Angélica caminaba con mucha dificultad, y me dejó pasar para que dejara las cosas en la cocina. Cuando estuve adentro, se escuchó un grito de hombre y como la señora Inés lloraba y gritaba. La pieza de estas señoras estaba en el segundo piso… usted me entiende… entonces al rato baja Don Ricardo con un humor de perro alegando que él no está para cuidar señoras y limpiar sus caquitas y cosas de ese estilo.
  • – ¿Cuándo fue la última vez que lo vieron?
  • – No sabría decirle. Lo que nos llamó la atención es que de noche no se prendían las luces ni del segundo piso y no se escuchaba nada. Desde ayer que siento ese olorcito como de animal muerto, como de ratón en entretecho y me preocupé.
  • – ¿Usted entró al domicilio?
  • – Si – Dijo, poniéndose cada vez más inquieto
  • – ¿Y vio a la señora?
  • – Si, también – Su mirada era hacia el suelo, como avergonzada.
  • – ¿Y estaba viva?
  • – No se…
  • – ¿Y por qué no la sacaron? – Preguntó con un poco de agresividad

– Es que… tiene que verlo usted… nosotros no pudimos.

El enfermero pegó un suspiro e indicó al conductor que solicitara a carabineros, además de estar pendiente por si había que pedir una segunda ambulancia. Luego le indicó a su equipo que bajaran la camilla y se preparan para entrar.

Se acercaron a la entrada de la casa. Todos los edificios de la calle eran de un estilo colonial similar, todos de color blanco y pegados entre ellos sin divisiones. De un pequeño cuadrado de pasto lateral crecía un viejo ciruelo, cuyas hojas marchitas cubrían del sol el frontis delantero, dejando una alfombra de hojas secas. La pintura del edificio era notablemente vieja, sucia y agrietada. La puerta delantera, de lata negra estaba abierta.

El enfermero solicitó al dueño del almacén los acompañara, pues era el que sabía donde encontrar a las ancianas. Pareció mostrarse un poco resistente en un principio, pero termino por aceptar, tal vez un poco obligado por la presión social, pero indicó que seguiría desde atrás. Los 4 fueron entrando en la oscura entrada del recinto, mientras eran envueltos por el polvo, con la sensación que entraban a otra dimensión, casi inhumana. Uno de los paramédicos indicó hacia una pequeña posa de sangre en el suelo que se juntaba alrededor de un cuerpo peludo, no distinguible por la falta de luz.

– Es un gato – Aseguró el dueño del almacén – Lo maté yo de una patada, por que salió como a atacarnos cuando entramos – Su voz temblaba.

  • – ¿La señora tenía gatos? – Pregunto el enfermero

– No

Llegaron hasta una escalera de madera, de peldaños angostos, que llevaba al segundo piso. El dueño del almacén les indicó que era la pieza del fondo, agregando que el esperaría abajo. Los paramédicos dejaron la camilla con las ruedas bloqueadas y subieron en conjunto al enfermero dirigiéndose a la oscuridad abismante del piso de arriba. La madera de la escalera pegaba un pequeño grito de sufrimiento con cada paso, mientras ellos subían lentamente, intentando no resbalar con los pequeños peldaños de madera.

El olor en el segundo piso era de una acidez penetrante, casi insostenible de aguantar incluso con sus mascarillas.

– Esta pasao a muerto – Dijo uno de los paramédicos.

Los 3 se miraron intranquilos.

– ¿Escuchan eso? – Preguntó al grupo otro.

Había un ruido leve, contante, que resonaba por los suelos, mezclándose con la oscuridad y el polvo. Ninguno podía identificar de que se trataba. Parecía ser un ritmo, rápido como un tambor, pero grave. Ninguno quiso dar un paso.

– ¿Hay alguien? somos del servicio de rescate del hospital A – Dijo firmemente el enfermero.

El ruido se detuvo. No hubo respuesta. Los 3 permanecieron en silencio por unos minutos que parecieron eternos, hasta que sintieron que el sonido se retomaba.

– Creo que tenemos que ir a cachar nomas jefe – Le dijo uno de los paramédicos al oído del enfermero.

– Tuvimos que haber esperado a los pacos – Respondió éste.

Por fin decidieron seguir el paso, lento y desconfiado hacia la habitación.

El primero en entrar fue el enfermero, intentando demostrar una actitud de valentía forzada. Mientras se acercaba al marco de la puerta, pudo presenciar una forma humana tirada boca abajo, al lado de la cama, inmóvil. De pronto se asustó por dos figuras que saltaron desde el cuerpo abandonado con una sorprendente agilidad hacia la cama. Sintió como su cuerpo era golpeado por la fría descarga de adrenalina, mientras su corazón iniciaba de golpe a un ritmo frenético. Dio un paso hacia atrás. Eran gatos, huraños, como gatos de calle, que lo miraban desinteresadamente. Ambos se dieron vuelta y se dirigieron al otro lado de la cama. Los siguió con la vista, hasta que su mirada se posó sobre el segundo cuerpo. Permaneció un momento helado por el horror. Ahí, al borde de la cama había una figura humana, enflaquecida, a medio descubrir por sus sábanas. Los dos gatos alejaban con sus patas a las moscas que intentaban posarse sobre el tejido putrefacto, aprovechando los momentos en los que volaban para sacar mordiscos de los escasos espacios de carne. No había sangre, pues todo parecía reseco y añejo. Tampoco tenía cara, era más bien una calavera con mechones de pelo blanco y delgado, sin apenas piel, con ambos ojos mirando hacia el cielo, sin párpados y con gusanos reemplazando las pupilas. En el pecho de aquel cuerpo, un gato negro ronroneaba, con su distintivo sonido rítmico y grave.

El enfermero sintió como las náuseas lo apuñalaban, exprimiendo dolorosamente su estómago y forzándolo a arrodillarse. Sintió el sudor frío en la cara y pecho, empapándolo, mientras aguantaba las ganas de vomitar. Casi con la mente desorbitada se apoyó con una mano en el suelo y miró nuevamente el primer cuerpo, tirado solo a unos cuantos metros de él. Aquel cuerpo pareció dar un pequeño gemido. Supo que al menos en ese instante ese cuerpo estaba vivo.

El interno estaba luchando inútilmente contra el sueño invalidante. Llevaba más de una hora parado en una esquina del pabellón, observando como el equipo de cirugía realizaba minuciosamente la operación. Él estaba completamente aburrido. Al mismo tiempo, los exigentes horarios, que muchas veces significaban que tenía que llegar a las 6 am e irse a las 7pm, lo tenían agotado. Cerró los ojos, mientras su mente dibujaba en un segundo el escenario irreal de un sueño. Sintió como perdía la fuerza postural por una milésima de segundo, al cual la gravedad lo ladeo unos milímetros hacia el suelo. La sensación de caída lo despertó enseguida.

El doctor murmullaba algo, pero él no alcanzaba a escuchar.

– ¡Interno, le estoy hablando a usted! – Le gritó desde un lado del cuerpo abierto, sin quitar la mirada de su trabajo.

– ¿Ah? – Respondió confundido el interno

El cirujano suspiró decepcionado y miró a su compañero.

– Cada año llegan más… Bueno, que le vamos a hacer – Empezó a decir – Ya que el interno viene solo a mirarse los zapatos, le preguntaré a usted Dr. Sandoval.

  • – ¿Cuál fue la pregunta doctor? – Dijo el interno avergonzado
  • – ¿Usted sabe doctor, de donde viene la expresión: “Quedó pal gato”? – Dijo, ignorando al interno atrás de él.
  • – No tengo ni la menor idea, ilumíneme – Respondió el compañero de cirugía.
  • – Antiguamente, según dice el mito – Empezó a decir – Todos esos pedacitos de carne, tumores, grasita y huesos que se terminaban sacando, se juntaban. Apuesto que no adivino que se hacía con eso.

– La verdad es que no sé.

El cirujano se río gustoso.

– Se les daba a los gatos callejeros que vivían en el hospital. Así, se podría decir que esta grasita que acabo de sacar, va a quedar pal gato – Dijo, mientras tomaba el colgajo de tejido y lo dejaba en la riñonera que la arsenalera le había alcanzado.

Esa misma noche, el trabajador de aseo salió con su carrito desde los pabellones llevando la gran bandeja metálica. Solía pasar primero por el edificio de anatomía patológica antes, a buscar todo lo que no sería usado para análisis, para luego pasar a vaciar los contenedores de material biológico de pabellones. Ahí gastaba un par de minutos, separando pacientemente toda carne de los apósitos y gasas empapadas con sangre. Al llegar a los contenedores principales, ya se encontraban los miles de ojos que lo observaban pacientes y hambrientos, sentados ordenados.

– No se preocupen mis niños, que ya les traje la comida

Y diciendo eso, dio vuelta el enorme recipiente metálico, dejando caer al suelo los pedazos de carne, grasa, hueso, próstata, mama, pulmón, hígado, vesícula y cuanto desperdicio orgánico humano se pudiera encontrar en el hospital. Los gatos se precipitaron verazmente hacia la carne en el suelo, agarrando cuanto pudieran en sus mandíbulas y alejándose hacia los techos y rincones para devorar la carne tranquilos. Algunos peleaban por un pedazo más grande, otros abandonaban con las manos vacías, con los hocicos chorreando con sangre por heridas afligidas por sus compañeros.

El trabajador miraba dichoso a los animales. Sabía que al menos otro día, esos pequeños seres no pasarían hambre.

Cuando Angélica llegó al hospital, su estado era deplorable. Los paramédicos contaron al servicio de urgencia el horror que había significado encontrar a esa señora moribunda en el suelo, solo a unos metros de su cama, mientras su hermana yacía muerta, siendo comida por gatos. Nos costó creerlo en un principio.

Todo inició el día que ella cayó de la cama. No sabemos si fue por el accidente o si estaba ya débil de antes, pero Angélica no pudo levantarse del suelo, no hasta que los paramédicos la recogieron. Ahí permaneció días, agotando su capacidad de pedir ayuda y presenciando en primera persona como moría su hermana mayor, debido a la falta de cuidados.

Era difícil sacarle información, en parte porque nunca se recuperó del todo mentalmente, además que ella ya había decidido que no pondría de su esfuerzo para permanecer con vida. Una cosa siempre nos llamó la atención: El que siempre nombraba a su hermana, pero nunca a su sobrino, a pesar de asegurar que vivían 3 en la casa. Por alguna razón, me dio la sensación de que lo estaba protegiendo (Sobre todo al final).

Lo que sabíamos de este sobrino es que era secuelado de un accidente cerebrovascular reciente, por lo que siempre nos preocupó su ausencia (asumimos que Angélica se encargaba de cuidar a los 2).

A los 2 o 3 días de su hospitalización, la asistente social logró conseguir un número de una antigua amiga de la infancia de Angélica. Fue ella la que nos informó sobre la supuesta violencia que vivían ambas hermanas bajo el cuidado de su sobrino. Según ella relataba, las secuelas de dicho hombre no lo limitaban en actividades físicas, pero si lo habían vuelto más agresivo. Ella misma nos había informado que había presenciado alguna escena de violencia por parte del sujeto. Así y todo, Angélica había dejado de llamarla hace meses, por lo que ella había estado en desconocimiento de su amiga, hasta el día que se enteró de su muerte.

En la tarde del día que Angélica murió, fue el día que el sobrino se presentó por primera vez al hospital, exigiendo que se firmara la constancia de muerte de su familiar, para poder enterrarla. El médico de turno se negó, pues, al igual que todos nosotros, sospechaba con buena razón que ambas mujeres vivían bajo un contexto de violencia y abandono. El médico a cargo, en conjunto al jefe de servicio, intentaron conseguir que el cuerpo de la fallecida fuera llevado al servicio médico legal, a modo de realizarse una autopsia e investigarse el contexto del terrible abandono. Todo fue inútil. Dado que la muerte de Angélica no podía ser explicada por la participación directa de un tercero, sino más bien por una descompensación de sus enfermedades de base, el servicio médico legal se negó en recibirla. El sobrino presentó una querella con carabineros, exigiendo el derecho de poder llevarse el cuerpo de su familiar dentro de 48 horas. Carabineros nos informó que, si queríamos hacer algún tipo de demanda, debíamos contar con evidencia concreta, además de hacernos cargo de la acusación. No teníamos nada de parte de las declaraciones de Angélica, y los testimonios de la amiga eran solo suposiciones, además de ser conversaciones informales y no parte de un informe médico oficial. Finalmente tuvimos que dejar la pelea.

El cuerpo de Angélica fue retirado. Después de eso, no volvimos a escuchar ningún acontecimiento.

Solo puedo esperar que no haya quedado en el olvido.

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