Me encontraba sentado al filo de un balcón con una libreta a mi lado y, encima, una pluma estilográfica, viendo lo que sería mi último ocaso. Desde aquí comprendo que Dios eligió el cielo porque de lo alto todo parece insignificante y te convierte, aunque sea por unos segundos, en alguien frívolo. El paisaje exhibe una combinación de colores, que se mezclaban en la atmósfera, tan exquisito que casi podías saborearlo.

Una pequeña multitud permanecía expectante en la planta del edificio, observándome. Disfrútalo – dije. Quizás sea el único momento de tu vida en el que te lleves los focos. Tomé la libreta. Leí cada verso trazado en sus páginas donde he dejado el alma. Con mi dedo repasaba suavemente los rastros de tinta, como si los estuviera reescribiendo. Había pasado tanto tiempo escribiendo que a veces me olvidaba de por qué lo hacía. Pero a estos momentos, cercanos al final de todos los momentos, se les atribuye el hecho de rememorar todo lo vivido.

Yo siempre creí que después de la tormenta viene un cielo beatífico y un Dios sonriente. A pesar de todo lo malo que le podía pasar a alguien, vendría algo para compensarlo. Como los dulces y regalos que me daba mamá luego de sus rutinarias trifulcas con mi padre. Con tan solo siete años yo ya estaba presenciando cómo el primero de mis sueños se desmoronaba como castillo de arena cuando el mar barre hasta los cimientos de este. Una noche sombría, donde las nubes tapaban por completo la tenue luz de la luna, me encontraba en un rincón de mi habitación jugando con uno de mis juguetes que materializaba al susodicho Dios de amplia sonrisa, escuchando como otra vez mis padres se empezaban a gritar y a lanzar objetos.

Recuerdo que me asomé un momento a la habitación, con la intención de servir como un mediador de aquella pelea. Observé desde el marco de la puerta el instante que papá sacó una pistola del armario. Salí corriendo por el pasillo, me tapé los oídos y cerré los ojos. Eso no evitó que escuchara los siete balazos que recibió mamá, uno por cada año que tenía. Corrí despavorido hasta chocar con la gran biblioteca que le perteneció a mi abuelo. Nunca reparé en ella a detalle hasta ese momento, me quedé fascinado con la variedad de títulos que se leían en los lomos. Uno de ellos llamó mi atención, era el más pequeño de todos, como yo, y estaba oculto en un rincón. Lo tomé y recé su portada: Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda.

Cuando llegó la policía hallaron el cuerpo tendido sobre el lecho que compartió durante años con su asesino. Mi padre, consumido rápidamente por la culpa, se voló los sesos con aquella arma. Los oficiales me encontraron en mi habitación con aquel poemario abierto entre mis manos. Su desconcierto al observarme tranquilo, leyendo, ajeno a lo que acababa de pasar, les dio un escalofrío. Llegaron a considerar que tal vez yo había cometido el homicidio. Lo cierto era que yo ya no me encontraba ahí cuando mi padre se suicidó, recién me enteré en la comisaría cuando uno de los uniformados me dio la noticia, yo estaba en un otoño lejano observando cómo las hojas caían en vaivén a un lago pintado por los versos de Neruda. Leí y releí ese libro al punto de saberlo de memoria.

Estuve en la comisaría un tiempo, durmiendo en un butacón en la oficina del capitán y comiendo lo que me invitaran los oficiales. A finales de mes planeaban llevarme a un orfanato. Sin embargo, un policía partícipe del encuentro en mi casa, decidió ser mi tutor. Nadie en la comisaría comprendía el por qué me había adoptado, yo tampoco lo supe hasta años más tarde.

El señor Victorino Vásquez perteneció al cuerpo de la policía desde que tenía diecisiete años. Enlistado por su padre, como en aquel tiempo era tendencia, entró siendo uno de los más revoltosos causando problemas con su sola presencia, llegándolo a acusar de no tener madera ni para ser un guachimán. Mas, el tiempo y sus acciones demostraron todo lo contrario. Llegó a pertenecer a los destacados de la policía nacional en cada una de las pruebas que se le ponían en frente sin apagar esa llama rebelde que poseía por dentro. Un chico prometedor para el rubro se avecinaba a sobresalir y llegar más lejos que nadie. Eso se habría cumplido si tan solo la envidia no envenenara este mugriento planeta. Sus superiores no le dejaron avanzar, poniéndole excusas sacadas del aire. Intentó cambiarse a la escuela de oficiales, a la marina e incluso a la milicia. Todas aquellas entidades le negaron el acceso. Trató de todo para combatir a aquellos que no lo querían ver triunfar, pero contra más avanzaba su edad, la llama que lo caracterizaba se iba apagando, llegando al punto de resignarse a su realidad.

Cuando vi por primera vez su pequeña casa se veía tan parca como su alma. La razón por la cual me había adoptado, era porque se sentía mísero y solo. No contaba con familia, ni amigos, en ese momento solo me tenía a mí.

La penuria en aquellos años, se había alejado. A pesar de ir a la escuela, normalmente no prestaba atención a ella, yo me dedicaba más a leer poemas o novelas. Debido a eso el señor Vásquez me compraba bastantes libros. A él nunca le interesaron, pero de igual manera me los daba y se sentaba en su gran sillón escuchando las historias que yo había leído o los versos que me había aprendido.

Recuerdo la noche en la que le confesé al señor Vásquez que yo quería ser un escritor, bueno, un poeta para ser más exacto. Él me miró con ojos melancólicos, observando el reflejo de sí mismo hace ya muchos años, me tomó de ambos brazos y me dijo: Y serás el mejor escritor que el mundo haya conocido. Su mirada parecía haber penetrado en el tiempo y transportado al pasado. Por más que te digan que no, cumple tus sueños, hazlo por los dos – dijo regalándome un abrazo sin soltar el pensamiento de que se hablaba a sí mismo.

Meses más tarde me regaló una estilográfica que rezaba mi nombre en letras doradas. Con el cual, más adelante, escribí todos mis poemas.

Nunca fui a la universidad o no de la manera que hubiera deseado. No pude pasar los exámenes finales de la secundaria, tampoco lo llegué a intentar más adelante. Cada que lo recuerdo me excuso diciéndome que nada de lo que ofrece la universidad me serviría realmente en mis ambiciones. De igual forma acudía desde lo lejos, me sentaba durante horas observando la frontera entre la ciudad universitaria y el mundo de los tontainas.

Yo acudía cada tarde, en la hora en que muere el sol, a observar cómo salían todos de sus facultades. En un principio solo era para saborear lo que yo nunca podré tener, o lo que pude haber tenido. Luego se convirtió en una especie de cita. Cuando la vi aparecer por primera vez ante aquel portal de la sabiduría los siguientes días ya no pude dejar de notarla. Largas cascadas de cabellera morena ondeante descendía sobre sus hombros, atrapando mi atención desde el primer instante. Una piel dulce como la canela y tan suave como la seda protegía su alma tímida que me había dejado atontado. Aquella criatura que Dios decidió bautizar como Mariam fue el motivo de mis visitas al portón de la universidad.

Ella fue la primera persona a la que le dediqué un poema. A pesar de ser la protagonista de mis versos, nunca lo supo, ni siquiera sabía quién era yo, no me conocía, pero yo sí. Desde el resguardo de las sombras la escuchaba hablar con sus amigos, la seguía a sus lugares favoritos e incluso su casa. Jamás supe si realmente pasaba desapercibido o si tan solo ella me ignoraba y jugaba conmigo. De igual forma eso no evitó que me arrancara estrofas extraídas desde lo más profundo de mis suspiros.

Un día, observé desde lo lejos como ella caminaba a paso rápido hacia la salida. Noté cómo alzaba la mano en ademán de saludarme. Levanté la mirada y, entre el pánico, me armé de valor para acercarme a saludar. Tenía tanto que decirle, tenía tanto que confesarle, que pareciera ridículo que lo único que atiné a vocalizar fue un “Buenas tardes”. Ella respondió al saludo y siguió de largo hasta llegar a los brazos de otro hombre y, luego, a sus labios. Ya no volví a verla desde aquel día.

Producto de esa escena escribí poemas y prosas con un aire similar. Nacieron escritos como “Amor muerto”, “La mirada de mi amada Mari” o “El mar de los solitarios”.

Usé aquel dolor, el sufrimiento que llevaba conmigo, para completar mi primer poemario. Lo escribí todo en una libreta azul, también regalada por el señor Vásquez. Pasados cinco meses, una semana y cuatro días, había terminado y perfeccionado mi obra titulada “Para la del bello rostro”. Al poco tiempo de concluirla, recorrí cada rincón de la ciudad en busca de una editorial que acceda a publicarme. Mandé varias solicitudes con un borrador mecanografiado en un sobre a cada opción presente.

Las cartas de rechazo llegaron de una en una y luego en olas. Nadie aceptaba mi trabajo. La peor parte de todo era que el señor Vásquez, lleno de ilusiones, me preguntaba cuáles fueron las respuestas de las editoriales. Para aquel tiempo ya le habían diagnosticado diabetes en una etapa avanzada, su vista se vio perjudicada por lo que no alcanzaba a leer los dosieres llenos de negaciones a mi petición. Yo le decía que todas me habían aceptado, que querían publicarme y obtener hasta los derechos de la obra. El agrio veneno de la mentira invadía mi paladar y bajaba por mi garganta. Valió la pena con tal de verlo sonriente con la noticia falsa que le di. La felicidad enmascarada a veces es de las más dulces que pueden existir. Poco después, con el escaso dinero que poseía, mandé a hacer la impresión de un ejemplar de mi poemario. Se lo di en su cumpleaños, aunque no pudiera leerlo, lloró de dicha y consuelo y no lo soltó desde ese día, ni siquiera en el final de sus días, e incluso fue enterrado con él.

No lloré su muerte, no quise. Después de tanto sufrimiento, él murió feliz y me rehusaba a darle más lágrimas a su memoria.

Intenté seguir en busca de una editorial, pero el dinero era insuficiente por lo que tuve que vender la pequeña casa del señor Vásquez. Compré un departamento más pequeño en una zona poco afable y, con lo sobrante, me las arreglé para sobrevivir.

Estuve semanas mandando solicitudes a editoriales de todo tipo, mi desesperación cada vez iba en aumento porque el dinero se esfumaba rápido. Cuando por fin ya no hubo nada más en la cartera vagué por las calles en busca de limosnas. Generalmente me sentaba frente a una iglesia esperando que aquellas almas bondadosas pudieran ofrecerme el pan de cada día. Y, cuando ya no se encontraba nadie en la parroquia, me arrodillaba en la primera fila rogándole al Señor que la gente descubriera el potencial de mis poemas y que, por favor, esa noche no me dejase morir.

Una tarde, en la que observaba a la gente pasar y observarme con lástima. Encontré a un hombre sosteniendo una obra que rezaba “Para la del bello rostro”. Me levanté de golpe y corrí hacia él de manera desesperada, él me miró asustado, pensando que le haría daño. Le arranqué el libro de las manos mientras él corría despavorido. Pasé delicadamente las páginas viendo todos mis poemas impregnados en el papel. La felicidad duró hasta mirar el autor de la obra, era un tal Carlos Jirón publicado en Cóndor Editores. La rabia que invadió mi cuerpo me llevó a quemarlo.

Al día siguiente me arreglé para ir a la editorial en horas de la tarde junto con el borrador que presenté hace meses por correo. Era sábado y un cartel en la puerta me indicaba que el local abría a las cuatro de la tarde. Permanecí parado tal estatua esperando con las ansias en alza y ensayando una y otra vez una plática con el dueño para poder solucionar aquel error.

Unas horas después, una señora que presentaba indicios de estar entrando a la mediana edad, caminaba a un ritmo uniforme, sin prisa, con un semblante parco. Se detuvo en la puerta, sacó un llavero y pasó sin reparar en mí. Tomé el fólder e inmediatamente le seguí escalera arriba hasta llegar a una pequeña sala de recepción que se encontraba en un quinto piso. Esperé en la entrada de la habitación el permiso para poder pasar. La señora se sentó en una vieja silla de escritorio, me miró, ordenó unos papeles en la mesa y con el dedo hizo el ademán de que me acercara.

-¿Qué se le ofrece? – Preguntó con un tono más sobrio que su escritorio y todo el papeleo que tenía pendiente.

-Buenas tardes, quisiera hablar con el dueño de la editorial, por favor.

-Hoy no vendrá, de igual forma, tiene que separar cita.

-¿Podría llamarlo? Es de suma importancia.

-No, tiene que separar cita – Respondió tajante.

-Solo será un momento, por favor.

-Señor ¿en qué idioma le hablo? Tiene que separar cita.

Sentí como la sangre empezó a hervir en mis arterias.

-¡Escúcheme bien, estuve todo la maldita tarde esperándola a usted y a su jefe. Necesito solucionar un problema que implica a su empresa. Y si no me atiende, ahora mismo tumbaré este local entero! ¿Entendió o en qué idioma le hablo?

La secretaria frunció el ceño con molestia. Cedió ante mi insistencia y mientras descolgaba el teléfono preguntó.

-¿Se puede saber qué asunto necesita tanta urgencia?

Le tendí el fólder y expliqué lo que había pasado. Con una expresión de sorpresa nerviosa me indicó que esperase en la sala. Entró a la oficina del dueño y se escuchó un cuchicheo. Cogí el teléfono de recepción y oí la voz de la secretaria que se cruzaba en la línea.

-¿Qué hago con él?

-Ponte firme – dijo una voz masculina – Dile que ese escrito le pertenece al señor Jirón y es inédito de su persona. Y si pasa a mayores llama a la policía.

-Pero ¿Y si presenta una denuncia en nuestra contra o al señor Jirón?

-Está todo cubierto. Las innumerables copias que se enviaron con el nombre del autor original fueron cambiados todos a titularidad de Carlos. Ningún documento menciona a ese hombre. Además, no hay forma de que él pueda demostrar lo contrario, su única prueba era ese triste fólder el cual tienes en la mano ¿verdad? ¿Te fijaste si es el original?

-Sí, lo es.

-¿Lo ves? Ese infeliz te dio su única defensa. Quémala, deshazte de ella porque eso sí nos podría traer problemas. Así ya no tiene nada y cualquier reclamo que haga lo hará pasar por un loco. El señor Jirón es un hombre conocido en el bufete de abogados y él un pobre diablo. Razona Silvia ¿A quién le creerán? Y no le menciones de su visita a Carlos, que aún nos debe dinero por callar todo el asunto.

-¡Son unos hijos de puta! – les grité desde mi línea. Hubo un silencio entre la secretaria y el abogado.

Colgué el teléfono con brusquedad y lo tiré hasta el otro extremo de la habitación. Intenté abrir la puerta de la oficina, pero estaba con seguro. Necesitaba recuperar mi fólder. Golpeé con el hombro una y otra vez sin éxito. Retrocedí unos metros para tomar impulso y lancé una patada a la puerta. Cuando logré abrirla encontré a la secretaria prendiéndole fuego a los papeles que se empezaban a consumir. Intenté detenerla, pero ella se resistía a entregármelos.

Cuando finalmente lo conseguí, ella se abalanzó contra mí con instinto de depredador. Empecé a recibir arañones y golpes en todo el cuerpo. Nunca fui buen peleador, no sabía qué hacer, solo recibí todos sus ataques mientras me cubría la cara e intentaba buscar la salida. De pronto siento como el ardor de un objeto en punta penetra mi brazo dejando un agudo dolor latente en él. Cuando dirigí la mirada a la herida, unas tijeras mordían mi músculo derramando un hilo incontrolable de sangre.

La empujé con todas mis fuerzas sin darme cuenta que se encontraba a espaldas de la única ventana que daba luz a esas renegridas oficinas. Su cuerpo se balanceó por un momento en el marco inferior de la ventana, antes de caer al abismo donde sus gritos cesarían alcanzada la primera planta.

Salí lo más rápido que pude de la escena. Bajé los escalones como si no me importara caerme. Cuando llegué a la calle vi de reojo como una pequeña multitud se formaba alrededor del cuerpo de la secretaria. Dándome la oportunidad de escapar desapercibido.

Me dirigí rápidamente al hospital más cercano. Tuve que ir a pie porque ningún taxi se atrevió a llevarme con el brazo chorreando sangre. Felizmente allá no me hicieron esperar, porque estaba al borde del desmayo. Me llevaron en una camilla a ser atendido y me dejaron en reposo. Luego, dormí plácidamente.

Cuando desperté me encontré en una habitación blanca con un gran ventanal al lado izquierdo opuesto a la puerta. El ventilador en el techo era mi única compañía. La decoración era algo pobre. Apenas un pequeño e incómoda silla para la visita y después unos muebles de metal que en su interior contiene lo básico para atender a un paciente. Vestía una bata de hospital limpia y mi brazo ya se encontraba con su impecable satura. A mi izquiera había una mesita con mi ropa recién lavada en una bolsa y el fólder a medio quemar. Lo tomé esperando que las páginas aún sean legibles. Para mi mala suerte, mis letras habían desaparecido por la negra ceniza dejada por el fuego. Una gran impotencia invadió mi escuálido cuerpo.

La puerta se abrió, una enfermera con sonrisa de ángel vino a ver cómo estaba. Me entregó una bandeja con comida y me indicó que los médicos ya me dieron el alta, sin embargo, me quedara en la habitación.

Una hora más tarde, dos sujetos entraron junto con la enfermera. El primero vestía un terno negro, con una boina, alto y de contextura robusta. Tenía un semblante sosiego. El segundo era más bajo, la ausencia de un ojo le colocó un parche en el lado izquierdo de la cara. Vestía con un terno azul marino que combinaba con el bowler reposando en su cabellera. Me miraba con una sonrisa lunática y no despegaba su único ojo de mí.

-Muchas gracias señorita – dijo el alto – Ya nos encargaremos nosotros.

La enfermera cerró la puerta. El de terno azul puso el seguro. Su compañero caminó hasta la silla de visita y se sentó cruzando las piernas.

-Buen día señor, soy el detective Torres y el que está junto a la puerta es Sánchez. Que nuestra presencia no lo intimide, si usted sabe que no pasó nada, debe relajarse. Solo hemos decidido visitarlo para hacer unas preguntas.

Mantuve la calma. No podía dejarme ver ansioso o me comerían vivo.

-Sí, diga usted ¿en qué le puedo ayudar?

-Me agrada su colaboración, iré al grano. Hace unos cuántos días, en la avenida Indepencia, Silvia Gutiérrez, mujer soltera de cincuenta y dos años, secretaria de la editorial Cóndor editores, se habría lanzado desde el edificio donde trabajaba. Motivos sobraban, no tenía familia en la ciudad, su prometido la dejó en el altar, no tiene hijos, sin amigos cercanos, un trabajo mal remunerado e indicios de depresión. Acudió a un psicólogo unos meses, pero desapareció repentinamente. El caso ya estaba cerrado, era bastante claro lo que aconteció. Mas había algo extraño, la oficina donde se cometió el suicidio mostraba un aspecto ¿cómo decirlo? Parecía un campo de batalla ¿Puedo preguntar cómo se hizo esa herdia en el brazo?

-Me asaltaron – respondí secamente.

-Lástima, si es posible, después de este caso podemos buscar a quien le acuchilló tan ferozmente. Cambiemos de tema un momento ¿Dónde lo asaltaron?

-Cerca a al iglesia por Santa Ana. Volvía a mi casa por la tarde, un sujeto apareció de la nada para quitarme hasta el último centavo, me resistí lo más que pude, debido a que vivo de limosnas, golpes y una puñalada fue el precio que pagué por defender unas monedas.

-¿Con qué lo apuñalaron?

-Un cuchillo.

-Lo lamento, esas zonas son las peores de nuestra ciudad. Lo peor es que la policía lo sabe y no hace nada por ocio, luego nosotros tenemos que investigar todos esos homicidios. Prefieren dejarle muertos a los detectives a enfrentar a esos vándalos. Volviendo al tema. En la oficina de Cóndor Editores suponemos se desató una pelea que llevó a que el agresor lanzara por la ventana a la señora Gutiérrez. Vecinos nos confirman que no estaba sola y el momento en el que se lanzó, una persona escapó, pero no le reconocieron el rostro. El rastro de sangre indica que se dirigió a este hospital. Varios aseguran haberlo visto moribundo, asustados, y nos comentaron que lo vieron con unas tijeras clavadas en el brazo. Así como le acuchillaron a usted.

Hubo un silencio largo, el detective estuvo esperando a que la culpa o la presión reventaran dentro de mí para que confiese. Mantuve la calma, lo miré tranquilo y siguió.

-Bueno, pero como me comenta, a usted lo asaltaron. Confiaré en usted – dijo mientras se levantaba de la silla y se dirigía a la puerta – Aún así necesito confirmar unas cosas de su historia, si es verdad, como le dije al principio, no tiene nada que temer. Solo es por precaución.

-Sí señor, no se preocupe.

-Bien, se quedará con mi compañero entonces. Si no le molesta.

-En lo absoluto.

Salió de la habitación y sus pasos se perdieron por el pasillo.

Sánchez tenía la misma expresión luántica. Sacó la lengua, como una hiena hambrienta. Tenía que escapar lo más pronto, apenas se enteren la verdad me llevarían preso.

-Disculpe, señor Sánchez ¿Le molestaría cerrar la cortina? Necesito usar la bacinica.

El detective volteó los ojos con fastidio y cerró la cortina. Aproveché para cambiarme y orinar en la bacinica. Apenas abrí el dosel le lancé toda la orina en la cara. Usé esos segundos en abrir la puerta y salir corriendo. El detective se reincorporó y llamó a su compañero.

Bajé por las escaleras de emergencia que me llevarían a la salida trasera del hospital. Tomé el primer taxi que encontré mientras vi como el par de detectives corrían a detenerme. Cuando arrancó el vehículo el enano me señaló con el dedo medio.

Fui directo a mi pequeño departamento. Saqué solo lo primordial y algunos víveres para sobrevivir, no podía mantenerme aquí por mucho, de seguro ya sabían dónde vivía. Antes de cerrar noté que olvidé mi libreta azul y la estilográfica. Volví por ellas, los metí en la mochila y salí sin echar un último vistazo.

Empezó a llover. Dios estaba furioso. Corrí en el laberinto de calles hasta no saber dónde estaba. Parecía que entré a un mundo diferente. Los postes de luz no servían, las veredas estaban deterioradas, las acumulaciones de basura esperaban junto a las señoras de noche en las esquinas. Las construcciones estaban completamente deterioradas y abandonadas. Solo funcionaban los burdeles y bares de mala muerte. Un olor hediondo emanaba hasta del aire. Me encontraba en la ciudad de los marginados. La cara de toda ciudad que nadie se atreve a ver, ni siquiera a mencionar más que sea por alguna noticia trágica.

Mientras caminaba se me acercaban un montón de señoras que pareciese vestían el short de sus hijas. Tan pegados y cortos que no dejaban espacio a la imaginación. Se vendían como fruta en mercado, piropos me llegaban de todos lados. Doblé la calle y ya no escuchaba nada, silencio. Lo único que iluminaba mi camino eran los truenos y relámpagos que azotaban la ciudad con fuerza. Inesperadamente me empujaron y arrancharon la mochila.

Me levanté y corrí tras ellos gritando auxiolio. Eran dos ladrones. Los perseguí cuatro cuadras hasta perderlos. Terminé en una calle vacía. Ellos ya habían escapado, me robaron todo excepto la libreta.

-¡La estilográfica! – pensé

Cuando la metí en la mochila la guardé en un bolsillo chiquito del segundo cierre. Mi llanto no se contuvo más y salió. En parte, de alegría por no haber perdido los únicos recuerdos y herramientas para no defraudar al señor Vásquez. Por otro lado, de tristeza por todas mis desgracias.

Al otro lado de la calle se encontraba un vagabundo que atestiguó toda la escena. Cuando me vio llorar se me acercó. Era un hombre enano, con una barba descuidada y canosa que llegaba hasta la parte baja de su cuello. Vestía con harapos y unos pedazos de costales amarrados en los tobillos con pasadores sucios para cubrirse los pies.

-Como si esta zona no pudiera ser peor, aparecen esos malditos. El pobre robándole al pobre ¿Qué pueden conseguir con eso? ¿Un cartón de última generación para dormir? – dijo intentando calmarme – Un gusto, mi nombre es Segismundo, pero puedes llamarme Seg o Mundo o Segis.

El vagabundo me tendió la mano, pero yo seguía absorto en mis desgracias.

-Veo que no eres de muchas palabras. Por tu ropa pareces un forastero proveniente de la Bella Ciudad, ya sabes, en la que no hay ratas peleando por un trozo de plástico carcomido por otros roedores.

Sigo sin responder.

-Creo que nunca te han asaltado, vamos, ya pasó. Imagino también que no tienes a dónde ir, por algo haz llegado acá, pasa siempre. Nadie viene aquí por voluntad propia. Es como si la tierra nos trajera a toda la escoria humana. No digo que seas escoria, solo un hombre con muy mala suerte. Ven, acompáñame, te llevaré a mi refugio, tenemos sopa con pollo en casi buen estado y algunas sobras de atún.

El hombresito me cargó en su hombro, me llevó a un baldío con carpas y toldos que servían como escudo para la torrencial lluvia.

-¡Señores! – gritó con un tono con el que se pronuncia un rey – Aquí os traigo a mi nuevo amigo… – Hizo una pausa – ¿Cómo me dijiste que te llamabas? – me preguntó en voz baja – No importa, yo te pongo un nombre ¡Aquí os traigo a mi nuevo amigo Libro Azul!

Apenas escuché mi apodo me reincorporé a la realidad. No podía creer que se había inventado mi nombre por el objeto que tenía en la mano.

Levanté la cabeza y me encontré con un grupo de tres personas y, como regalo divino por haber vivido esta pesadilla, entre ese pequeño gentío me topé con una mirada conocida. Era Mariam, a pesar de estar cubierta con andrajos, su belleza latía como el primer día que la vi cruzar el portal de la universidad. Mi semblante pasó a dibujar una sonrisa atontada, tal como un niño.

La tristeza pasó a segundo plano durante breves instantes. Me entregaron una toalla vieja y me hicieron un espacio en el círculo de su fogata mientras cocinaban la cena. Segismundo no paraba de inspeccionar mis prendas. Decía que no veía una tela en tan buen estado en años. Nos contó que trabajó en una fábrica textil en sus años dorados. Era un experto en todo el rubro y le apasionaba la costurería.

-Gracias a la mano hábil de mi abuela, y su sabiduría heredada a mi persona, nunca tuve que comprar un pantalón en esas sádicas empresas donde quieren que les entregues hasta los bolsillos por un short que con suerte te dura cinco meses. Yo aún conservo mis pantaloncillos que usaba de chico y podría usarlos hasta ahora si no fuera porque mi musculatura pronunciada me hubiera ensanchado más que llanta de camión.

-Dudo mucho que fuera por musculatura, Seg – Dijo uno de ellos.

-Solo tienes envidia porque yo, si quisiera, pudiera ser físico culturista. Solo que yo no estoy para exponerme de esa forma. Aquí por los burdeles ya hay mucho talento exhibicionista, no desearía parecerme a una de esas furcias – tomó un gran sorbo de una lata que contenía agua hervida recogida de la lluvia y continuó – Hasta ahora no dices una sola palabra, Libreta Azul. Pareces tímido. Déjame presentarte al grupo – Aclaró su garganta y empezó de izquierda a derecha – El hombre que ves ahí sentado como el más malo de todos los malos es Gladiador. Fue el primero en venir y le debo la vida. Me salvó de unos rufianes que intentaban hacerme añicos. Con él hemos armado este pequeño campamento. Es como tú, no le gusta hablar mucho. El que está a su costado es Ferrari, él fue el segundo en integrarse, lo encontramos a unas calles de aquí, bajaba a toda velocidad en un carrito de compras al que le faltaba una rueda. En el momento en que se le salió una del frente voló como quince metros y se estrelló contra el piso.

Segismundo dio un salto, cayó al lado de Mariam y la abrazó.

-Y ella es nuestra queridísima Perla. No basta explicar su apodo, mira nomás esos ojitos tan encantadores.

¿Perla? Me pregunté. Quise llamarla por su nombre, pero sentía que sería escalofriante. Ella no sabía quién era y si le decía que la veía, me temerá.

-Ahora cuéntanos, Libreta Azul ¿Cómo es que llegaste aquí?

Vi a Segismundo con una gran sonrisa ansiosa por conocerme. Les conté todo el trajín de los últimos días. También del señor Vásques y los poemas a Mariam, pero cambiando algunas cosas para que no sospechara. Todos prestaron atención a mi historia. Algunos hasta se emocionaron. Cuando acabé, el ruido de la lluvia acompañaba al silencio sostenido por la impresión de todos.

-Así que tenemos a un poeta – dijo Seg – Pues ahora te llamaremos de esa manera, El Poeta. Deberías escribir sobre tu historia cuando seas famoso. Sabes, el hecho que estés aquí no significa que estés completamente derrotado, entre nosostros nos ayudamos para que ningún sueño muera ¿Sí o no chicos?

Todos asintieron y sonrieron. Hasta Gladiador dio una media sonrisa.

-Ahora te armaremos una carpa para que descanses. Quédate el tiempo que gustes, nosotros encantados.

Asentí. Mientras comíamos restos de arroz blanco, conversamos acerca de algunas cosas sobre el refugio y los pequeños grupos que se armaron por la zona. Me hicieron leer uno de mis poemas, dijeron que era la paga de mi estancia. Usé las escasas técnicas de oratoria que me sabía. Cuando terminé todos me aplaudieron, les había encantado el poema.

-Con una labia así, hasta yo te hubiera quitado ese libro – dijo Ferrari.

Después de cenar, nos fuimos a descansar. Mientras todos guardaban las cosas yo no podía dejar de seguirla con la mirada. Ahora con el pseudónimo de Perla, llenaba de misterio su semblante angelical.

Las noches eran frías y los días olían a cigarrillo. Poco a poco me fui adaptando al grupo y sus responsabilidades. Las tareas se basaban en buscar comida, llenar sacos de arenas para la lluvia y cambiar el toldo de vez en cuándo.

Con respecto a Mariam o Perla, poco a poco nos fuimos acercando hasta hacernos amigos. Hablábamos del refugio, lo asqueroso que era esa parte de la ciudad y las peleas de ratas que hacían Seguismundo y Ferrari. Nunca me habló acerca de su vida universitaria. No me habló de las tardes que pasaba en el café con sus amigas. Mucho menos del sujeto con el que me rompió el corazón.

Una noche nos quedamos hasta tarde conversando después de la cena. Todos ya se habían ido a dormir y las luces estaban apagadas. Tuvimos que guardar los utensilios de cocina a oscuras. Primero unos roces entre nuestros cuerpos. Me pidió que le pase algunas cosas y, cuando las sostenía, acariciaba mi brazo delicadamente hasta llegar a mi mano para finalmente sostenerla y entrelazar sus dedos con los míos. Nuestros cuerpos se acercaron lentamente. Con miedo, le tomé de la cintura. Ella posó su mano en mi hombro. Bajo la tenue luz que nos brindaba la noche contemplé sus ojos que por mucho tiempo creí que nunca tendría la dicha de perderme profundamente en ellos. De pronto, ya nada existía, solo nosotros y un beso que parecía eterno. Los pasos desordenados nos tumbaron en el piso de su carpa. Se desvistió con la glamour de una modelo en Paris, sin despegarse de mis labios. Encantado por sus flacas carnes, penetré su sexo haciéndola cantar el himno de San Valentín. Nos revolcamos con pasión, saboreando cada parte de su piel. Noche de ensueño, si tan solo no se me hubiera escapado por un gemido el nombre con el que la conocí.

Su expresión cambió dráticamente. De gozo pasó a un pálido como si le hubiera presentado a una criatura paranormal. Me alejó con todas sus fuerzas.

-¿Cómo me llamaste? – Me preguntó temblando mientras se cubría los senos cruzando sus finos brazos.

-Perla – mentí

-No, me llamaste de forma diferente ¿Cómo es que sabes ese nombre? – preguntó molesta.

-No sé de qué me hablas – respondí intentando cerrarme a todo lo que me dijera.

-Sal de aquí, por favor. Ya no te quiero cerca.

Me vestí sin mirarla. Ella se puso a llorar en silencio. Cuando salí ni siquiera volteó a verme, quedó sumida en un recuerdo que seguro avivé.

El tiempo posterior a esa noche se mantuvo distante y ajena a mí. Segismundo lo habría notado, porque días después me encontró sentado en mitad del área común pensativo, mirando las estrellas, y me preguntó.

-¿Todo bien amigo Poeta? Veo que tú y la damisela ya no os lleváis de maravilla como antes.

Di un suspiro largo y melancólico. Le conté que ella era la dueña de todos mis poemas. Le hablé de aquella noche de ensueño y su amargo final.

-Dios me la entregó en la forma en la que la trajo a este mísero mundo y yo, como todo lo que se me presenta, lo arruino.

-Tuviste que notar que todos tienen un apodo porque les duele pensar que aquellos nombres que usaron en gloriosa vida se vea manchado por encontrarse de esta manera. Es duro encontrarte a alguien que conocías o te conocía antes. Te recuerda lo bajo que llegaste. Ella nunca nos contó el motivo por el cual llegó hasta aquí, seguro le avergüenza y no la culpo ¿Quién que lo tuvo todo estaría orgulloso de vivir entre la basura? Pero bueno, tú no lo sabías, no lo hiciste a propósito. Solo no le des más vueltas al asunto.

Hubo un pequeño silencio y siguió.

-Por cierto, me enteré que Carlos Jirón se hizo bastante conocido por tu poemario. Tanto así que estará en la capital, en un evento donde le harán un reconocimiento por el aporte a la literatura del país. Puedes aprovechar en ir y hablar con él – dijo Segismundo.

-Pero ¿cómo llegaré hasta allá? no tengo dinero, ni siquiera ropa limpia para ir.

-Por eso no te preocupes mi amigo Poeta. Tú déjaselo a tu confiable Segismundo.

En unas semanas era el evento y planeamos todo a detalle. Segismundo habló con un amigo camionero que frecuentaba con la capital. Nos permitió ir con él hasta las afueras de la ciudad. Luego, con respecto al atuendo. Gladiador nos consiguió un par de trajes nuevos casi a de nuestra talla.

-Es impresionante Gladiador ¿Cómo los conseguiste? – le pregunté.

-Maté a unos gangsters – respondió con toda la seriedad del mundo.

Ambos nos quedamos helados por su respuesta.

Cuando finalmente llegó el día, Ferrari nos llevaría al punto de encuentro. Nos despedimos de los demás. Perla, cuyo semblante no había cambiado, se me acercó cabizbaja, se quedó en silencio delante de mí un momento y, por último, me abrazó con un cálido que derretía todo galcial formado entre nosotros.

-Ve y cumple tus sueños – me susurró al oído – sé que puedes…

Cuando pronunció de nombre una bomba de emociones explotó dentro de mí. Quería abrazarla, besarla, llorar, reír, intrigarme, pero lo que no quería era moverme de ahí. Me observó caminar hasta perderme entre las calles. En mi memoria aún permanece en la entrada del refugio y la imagino esperando mi regreso de la misma manera.

Viajamos durante siete horas. Tomamos unas paradas en el camino para comer. El amigo de Seg se arrepintió de invitar la cena porque Segismundo se tragó medio restaurante. Con el estómago hecho una pelota por haberlo llevado hasta la gula. Le agradeció a su amigo, el cual tenía cara de pocos amigos, por haberle invitado una cena modesta.

Llegamos y aún faltaban unas horas para el evento. El conductor nos prestó unos billetes para algunas comidas y transporte.

-Muy amable tu amigo ¿de dónde lo conoces?

-De los barrios bajos.

-Y ¿Cómo así es que te estima de esa forma?

-Chico, cuando uno es fuerte, galán y buen samaritano se gana el cariño de cualquiera. Aparte que le ayudé a conseguir el trabajo de camionero. Fue difícil debido a su historial. No quieres saber la clase de atrocidades que cometió. Gladiador le teme, pero para mí no es más que un excelente conductor con un exquisito gusto en restaurantes de carretera.

-¿Y él no puede ayudarlo a salir del refugio?

-¿Quién dijo que yo necesitaba ayuda?

-¿Le gusta vivir ahí?

-No, no del todo. Claro que si me ofrecieran una mansión en la ladera de una montaña con una copa de champagne y una mujer con figura esbelta que me esté esperando en la alcoba vistiendo lencería que no deje nada a la imaginación, pueda que me la piense. Pero creo que es una pequeña excepción. Por otro lado, no es que me encante, pero me agrada vivir como estoy, supongo que en parte me acostumbré.

-¿Hace cuánto está ahí?

-Años, lustros, décadas, no lo sé. Mido el tiempo con mi barba. Pero no todo es malo ¿Sabes? A veces te encuentras a gente que tuvo que llegar a ser presidente, con ideas innovadoras o talentos innatos, como tú. Tan solo tuvieron un golpe, no, un nocaut de mala suerte. Nadie se merece vivir así, todos nacemos con potencial, inocencia, buenas intenciones, es la vida la que se ríe de muchos de nosotros y juega a ver cuánto es que aguanta uno. Cuánta tierra está dispuesta a comer para no morir de hambre. Los que no aguantan, se tiran de un puente, nosotros aguantamos esas burlas e intentamos sobresalir. Esa es mi tarea, quedarme ahí para asegurarme que cada uno de mis huéspedes sepa que uno solo pierde todo tipo de esperanza cuando deja de respirar y se puede renacer incluso de las cenizas.

-Eso es impresionante, Segismundo.

-No lo veas así, solo espero que me menciones en alguno de tus libros cuando rostro sea esculpido e inmortalizado en una estatua.

Nos reímos los dos. A veces no podía creer que existen personas que les va mucho mejor en la vida y no serían capaces de cederles un asiento en uno de sus carros de lujo aunque se estén muriendo. Recordé a los taxistas que no me querían llevar al hospital porque mi brazo no paraba de llorar en rojo. Segismundo no tiene siquiera el timón de ese auto y me trajo hasta la capital.

-Por cierto, primero quiero hacer una parada.

Nos detuvimos en una iglesia, recién terminaba la misa de las cinco y todos se estaban yendo. Entré cuando todo estaba vacío. Recé por el alma de Segismundo, que retorne a él la ayuda que brindó, sin interés alguno, a todos aquellos que lograron sobresalir en su nombre y por mí, para que, en esta noche, mi voz se escuche.

Fuimos a un gimnasio cuadras abajo. Pagamos la hora para tomar una buena ducha. Nos cambiamos con los trajes bastante elegantes que nos había conseguido Gladiador y caminamos hasta el local del evento, el teatro.

Hoy se iban a presentar varios artistas. Desde bailarines de talla mundial hasta Jirón. Cuyo reconocimiento, inmerecido, llegó a cada rincón de la patria y rompiendo sus límites para ser nombrado en otros países. Iba a ser un festín cultural solo para aquellos miembros de la biblioteca nacional o quienes pagaran la entrada. Nosotros hemos gastado hasta el último céntimo, nos hubiera sobrado unas monedas si a Segismundo no se le hubiera antojado una empanada de carne.

Dejamos las mochilas entre los arbustos que adornaban los alrededores y esperamos a que lleguen más personas para camuflarnos y pasar sin que se den cuenta. Mientras estuvimos en la cola a que abran las puertas, dos hombres nos empujaron haciéndose espacio.

-Con permiso, prensa.

Segismundo terminó tirado en el piso por el golpe.

-¡Malditos ¿acaso no saben quién soy? Los demandaré por agresión!

Se levantó, le limpió el traje con sus manos y alzó el dedo con ademán de habérsele ocurrido la solución para la hambruna mundial.

-Tengo una idea – dijo con emoción y mirada pícara.

Nos dirigimos al estacionamiento. Segismundo estuvo jugando con una piedra del tamaño de su mano tirándola al aire y agarrándola antes de que se le vaya al piso. Esperamos un buen rato.

-¿Seguro que esto funcionará?

-Hey ¿quieres ver al tal Jirón o no? Hazme caso que nadie tiene más razón que yo.

A los minutos para una camioneta con el logo de un canal de noticias reconocido a nivel local. Me acerqué a ellos.

-Buenas tardes señores, prensa entra por la puerta trasera, si gustan los acompaño.

Ambos, periodista y camarógrafo, se miraron y me agradecieron por el dato.

Los seguí y, cuando cruzaron la esquina donde la vista de todo testigo se perdía, estaba Segismundo esperando con la piedra que colisionó con la nuca de uno de ellos. Yo, al mismo tiempo, desmayé al otro. Les quitamos los chalecos de prensa. Segismundo tomó la gran cámara y yo el micrófono. Ambos tenían un audífono en el oído y nos lo colocamos de igual manera.

-¿Todo bien? – preguntó una voz detrás del aparato.

Segismundo me quitó el micrófono, lo encendió y dijo.

-Todo de maravilla, señor. Más bien si nos pueden traer unas empanadas de carne al teatro estaríamos espectacular. No hay un solo quiosco en todo este cuchitril, por gusto pago impuestos.

-Deja de bromear y concéntrate – respondió con seriedad la voz.

-Entendido señor – respondió. Le quité el micro con rapidez. Lo apagué.

-Deja de decir tonterías o nos atraparán.

-Ya te dije, no te preocupes, sé lo que hago. Aparte pudimos ganarnos unas empanadas de carne gratis, valía la pena intentar.

De pronto, la voz volvió a hablar.

-Recuerden encender la cámara apenas empiece el evento, deben tener buenas tomas de todo y cubrir lo más posible. Supongo que Jorge ya tiene preparadas sus preguntas. Recuerda que debes esperar tu turno, no como la otra vez. No sé cómo es que aún te mandan.

Nos terminamos de poner los fotochecks de la prensa y entramos lo más rápido posible para que no se notara el cambio de rostro.

-¡Prensa con permiso!

Un hombre nos dirigió al gran salón. Nos separaron, yo tenía que estar en los butacones del frente y a Segismundo lo llevaron a un balcón especial para que pueda realizar una buena toma. Lo vi desde abajo, me hizo señal de que todo iba bien y tenía hambre. El espectáculo comenzó a la media hora. Todo el teatro estaba lleno. Empezaron cantando el himno nacional y luego con algunas exposiciones de pinturas y narradores de cuentos. Los números pasaban sin dar indicios de Carlos.

-¡Damas y caballeros! Gracias por ser partícipes de esta magnífica noche… – Empezó a hablar el presentador. Por un momento imaginé que no se aparecería. Que este viaje fue en vano. Sin embargo, salió un hombre, se paró en mitad del escenario y todo se hizo silencio. Se acercó al micrófono.

Amo ver el atardecer, al menos en esta tarde, porque muero junto al sol. Muero y amo morir de esta manera, porque lo hago en lo abrasador de tus abrazos. En el resguardo de tu cuerpo, mientras tu respiración acaricia mi pecho. Y si me muriera ahora mismo me encantaría, porque el último recuerdo sería el de tu tímida sonrisa. Moriría sonriendo, dichoso de haberte encontrado, y mi alma se pasearía por la calle donde nos enamoramos. Donde te tomé la mano y tus refinados pómulos se convirtieron en pétalos de rosas. Amo morir, porque es por ti. Y me mataría mil veces en este momento, porque me moriría feliz, en el silencio de tu amor y el ardor de uno de tus besos.

Todo el teatro se hizo una ovación. Infinidad de aplausos, elogios al aire, comentarios que llegaban a mis oídos. Por un momento los sentí como si todos lo hicieran para mí y la lágrima que cayó al verme en la sombra del público. Lloré en un teatro, pero mi lágrima nadie la vio caer en el escenario. Nadie la vio, nadie me vio. El presentador anunció su nombre. Mi ovación, se hizo de él. Yo debería estar ahí. Aquel pirata se mostró sonriente, orgulloso de haber robado el mayor tesoro que se le puede quitar a un poeta, sus versos y, con ellos, su alma.

Las preguntas comenzaron, me enfurecía escuchar cómo cada una de sus respuestas eran cínicas. Había inventado toda una historia, contando que el poemario era para su madre, esposa e hija ¡Vil mentira! Otro le preguntó desde cuándo le apasionaba la poesía – Desde que tengo diez, al mismo tiempo que decidí ser abogado – respondió. Era mi turno de preguntar. Intenté mantener la calma, volteé asegurándome de que Segismundo esté grabando. Prendí el micrófono.

-Buenas noches, señor Carlos Jirón. En esta noche de ensueño para usted, me imagino que la está pasando de maravilla, considerando que todo el esfuerzo puesto en esas páginas: Nohces desveladas, dolores de cabeza, búsquedas en el diccionario interminables. Por fin dan sus frutos, dígame ¿Se siente orgulloso?

-Por supuesto ¿Esa era su pregunta?

-Seguro que no fue fácil escribir tales obras, imagino que aquellos escritos tuvieron que ser reescritos, corregidos o incluso borró algunos ¿Tuvo algún borrador?

-Muchos, este es un proyecto de años, escribir y reescribir, borrar y agregar. El camino a lo más alto no solo es cuesta arriba.

-Me alegra que me entienda, ahora ¿Podría contarnos acerca de alguno de sus borradores? ¿Qué cambios hubo? ¿Nos los podría mostrar algún día?

-Algún día se los mostraré.

-Pero conteste lo demás, dígame un cambio en “El mar de los solitarios” por ejemplo.

-Creo que ya se te acabó tu tiempo.

-Disculpe su excelencia, solo una pregunta más ¿Qué se siente ser un fraude?

-¿De qué habla usted?

Saqué el borrador quemado del chaleco.

-¿Qué se siente haberle robado el poemario a un chico? – Le pasé los papeles a los periodistas. Todos querían tenerlos – Sin vegüenza ¿sabes lo que es trabajar duro y que un idiota con pasta venga a quitártelo? Todos descubrirán la verdad hoy y quedarás relegado a la humillación de que te recuerden como un ladrón mentiroso.

-Fue suficiente, no soportaré más de ese palabrerío. Me retiro.

Ahora todo eran susurros. Inquietud. Desosiego. Rumores. Logré que dudaran. Faltaba que me creyeran. Subí y me coloqué bajo las luces.

-Querido público, discúlpenme por amargarles la noche. Ese hombre que consideran el orgullo nacional, vino hoy para actuar de poeta. Yo soy el autor del poemario que a tantos corazones encantaron – Cuando dirigí la mirada hacia los balcones, ya no estaba Segismundo. Sabía que me quedaba poco tiempo – Damas y caballeros, el nombre del verdadero autor, mi nombre, es…

Apagaron las luces. Cortaron la electricidad. Todo el salón se llenó de gritos. Sentí como dos sujetos me interceptaron al instante. Me taparon la boca con un paño y quedé sumido en un sueño profundo.

Desperté en una habitación oscura. Un foco iluminaba el centro. Al frente mío estaba Segismundo, tenía morenotes por todo el cuerpo y sangraba por la ceja. Yo seguía mareado, bastante confundido, veía doble y los párpados me pesaban. De la oscuridad escuché una voz conocida.

-Te felicito por tus agallas. Pensamos que aquel mugriento lugar te mantendría encerrado para siempre, que olvidaría todo tipo de esperanza y te ocultarías como todas las ratas que vivían contigo – Levanté la mirada y vi una silueta dilatada por la negrura detrás de Seg – Sánchez y yo decidimos dejarte en paz, porque era ya mucho castigo el dejarte ahí. Pero tenías que aparecerte a dar vergüenza nacional. A arruinar una noche con gente de culto. La pléyade de literatos se encontraba viendo tu show del pobre envidioso que no soporta el éxito de algunos – Aquella silueta se dejó ver, era el detective Torres y a mi costado apareció Sánchez – ¿Por eso mataste a esa señora? ¿Por hojas quemadas?

-Es mi borrador.

-¿Ah sí? ¿Leíste el nombre del autor siquiera?

Me mostró el dosier de hojas y en todas se leía el nombre de Jirón. Por acto siguiente, el detective me lanzó una cachetada que me tiró de la silla. No tenía fuerzas para levantarme, mi cuerpo seguía adormecido.

-Aún así fueras el autor, dime ¿Cómo le devuelves la vida a Silvia? ¿Cómo despierto a aquellos periodistas? – La culpa me pesó – Eres un demente, un egoísta. Debiste quedarte con las ratas, comiendo cartón. En unas horas se te juzgará y enviará a prisión por homicidio, agresión, robo, enter otras cosas – Quedé estupefacto, de mis ojos brotaron lágrimas, pero mi expresión era serena – Y con respecto a tu amigo, bueno, se le dio su merecido, no sabemos qué se hará de él. Ya no es nuestro asunto – Miré a Segismundo, en ese momento tocaron la puerta, ya nos iban a llevar. Entraron varios hombres de la policía y nos cargaron. El pequeño cuerpo de Seg no paraba de sangrar y mientras avanzaba dejaba un rastro de sangre. Antes de salir de la habitación di un último vistazo al detective – Púdrete – dijo con expreción seria.

Me condenaron a nueve años tras las rejas.

No quiero hablar mucho de la prisión. Lo más que les puedo comentar es que es un lugar despiadado, donde sobrevive el más vivo o el más fuerte. Para mi mala suerte yo no era ni uno ni lo otro, pero mi compañero, con el que hice buenas migas desde el primer día, sí. Le encantaba leer, así que le contaba historias a cambio de su protección. Todo bien hasta que años más tardes descubrí que se había enamorado de mí. Es todo lo que puedo decir. Cada que recuerdo los acercamientos me dan ganas de vomitar.

Al principio los días son desesperantes, contarlos no ayuda, por lo contrario, te dan una gran ansiedad las cuales te dan ganas de golpear la pared hasta derrumbarla. Si embargo, el cuerpo se acostumbra. Se dice a sí mismo que falta mucho para salir y la mente se aletarga para no sentir más el tiempo. Duerme, despierta, come, se pierde, come, se pierde, cumple alguna tarea, come y duerme. No hace más, contra menos pienses, más rápido se pasa el tiempo.

Por otro lado, lo que me mantenía en cierta parte lúcido era el seguir escribiendo. El detective había encontrado mis cosas entre los arbustos y, gracias a mi buena conducta, me concedieron el favor de otorgarme la libreta y la estilográfica. Desde ahí los días se hicieron menos pesados. Le escribí al señor Vásquez, a Mariam, a los chicos del refugio, a Jirón, a la injusticia, a mis dudas sobre Dios y a mí.

Ahora estoy a un día de salir. No siento emoción, ni ganas. Tampoco quiero quedarme, pero ¿qué más puedo hacer?

Al salir me devolvieron la mochila. Le pregunté al guardia qué había pasado con el hombrecillo que fue arrestado conmigo. No sabía nada. Su delito era menor que el mío, así que tuvo que ser liberado hace ya mucho tiempo. Regresé al la ciudad de los marginados, donde solía ser el refugio. Imaginé encontrarme a Segismundo con los demás, un poco más envejecidos, realizando las tareas diarias. En especial a ella, que en mi mente seguía en mi espera en la entrada. Cuando llegué, lo siniestro se respiraba en el aire. Todo parecía abandonado. Apenas quedaba el esqueleto de las carpas. Revisé cada una y no había un solo indicio de que alguien hubiera vivido ahí, a excepción de Mariam. El piso y el cartón de su carpa estaba manchado con un fluido que quedó tatuado como recuerdo del lugar. Era un largo charco de sangre que se expandió como río. A su costado, unos huesitos diminutos. Estuve a punto de llorar. No quería imaginar qué es lo que había pasado, pero me hice una idea. Salí corriendo, sin más. Por temor a ver lo que no debería.

Fui a la policía después. Pregunté por los detectives Torres y Sánchez. Me atendieron rápido, más de lo que esperaba. Torres llegó con el mismo aspecto que el último día. Su mirada mostraba frialdad. Primero no mostró contento alguno por verme, a simple vista estaba con la guardia arriba, pensando que yo planeaba una venganza, supongo. Poco a poco empezó a tener confianza. Le conté de mis años en prisión, lo mínimo que pude. No tocamos el tema por los cuales fui arrestado, no quise reclamar más. Él me contó que ya no estaba con Sánchez- Se retiró, viajó a Europa por unas vacaciones, eso es lo último que sé de él – me dijo con nostalgia. Le hice la misma pregunta que al guardia de la prisión. Encorvó la espalda y bajó la mirada – Tu amigo falleció a las horas, no aguantó, lo lamento. Se le hizo un digno entierro en un espacio del cementerio municipal. No íbamos a dejarlo en una fosa común, si quieres te llevo – Asentí levemente mientras procesaba la información. Ya no quedaba absolutamente nada. Me llevó al cementerio y me guió a través de todas las lápidas hasta llegar a la suya.

SEGISMUNDO LUZDIVINO TESIFONTE DUARTE CERONA – Rezaba su losa.

El detective siguió hablando, yo ya no escuchaba. No sé en qué momento se fue. Yo miré durante horas el lugar de su descanso hasta que el encargado del lugar me dijo que ya iban a cerrar.

Intenté rehacer mi vida, tuve pequeños trabajos en todos lados, me mudé de ciudad varias veces, tuve mil nombres, miles de historias, pero ningún otro amigo, ni amor. Las únicas personas en las que pensaba al escuchar esas palabras eran Segismundo y Mariam.

Mi último departamento, en el que estoy viviendo, es en un séptimo piso de un barrio mala muerte en el sur del país. Con un trabajo mal pagado, unos vecinos para nada afables y un olor a mierda proveniente de la alfombra.

Todo se desemboca a este día, en el que estoy terminando de escribir las páginas de mi vida, observando como el gentío a mis pies sigue agrupándose con expresiones nerviosas. Acaricié suavemente las páginas. Disfrútalo – dije nuevamente. Quizás sea uno de los únicos momentos de tu vida en el que te lleves la atención de todos. Cerré la libreta azul que representaba mi existencia y en la cual había dejado mi alma. Observé una vez más la muchedumbre, me pareció ver a Perla entre ellos, con un ademán de preocupación. El sol ha caído y las luces de la ciudad daban sombra a los diablillos que habitaban en ella. Me levanté con el cuaderno en brazos.

-¡Solloza pobre recuerdo blanco de un niño soñador, evapora su figura con un melancólico abur! – Exclamé y me lancé a los brazos de un Dios que se río de mí durante mucho tiempo, sentí como él quitaba sus manos y me dejaba a merced de lo más profundo de los infiernos.

La policía llegó al instante, se encendió el pánico al atestiguar la presencia de la muerte entre las calles. Recogieron el cadáver el cual tenía un libro entre los brazos. Lo abrieron e investigaron qué contenía dentro. Una infinidad de deleitantes versos se mostraban en él manchados con la sangre de su autor. Meses más tarde, al esparcirse la noticia, todas las editoriales querían las páginas con el alma de aquel hombre. Finalmente fue publicado y reconocido a nivel internacional el poemario que llevaba por autor al Poeta Ignoto.

José Carlos Edmundo Grados Pinto

Carax

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