Le encantaba observarla. Cómo bebía su café con leche (tres cuartos de café y el resto de leche, sin azúcar), la forma de sus labios rosados cuando soplaba antes de cada sorbo, y cómo movía inútilmente la cuchara en el sentido de las agujas del reloj. Incluso en la distancia, llegaba a notarle el dedo índice apenas enrojecido, seguro por el vapor del café al sostener la cucharita contra la taza para que no se deslizara y chocara con su pequeña y respingada nariz.

Miraba obnubilado la forma en que ella movía el cabello: cómo pasaba sus delicados dedos entre las hebras y hacía que un remolino se formara primero del lado izquierdo, luego del lado derecho, hasta que volvía a su forma original y terminaba acomodándoselo detrás de la oreja derecha, dejando una cortina de pelo del otro lado. Después de unos minutos, comenzaba nuevamente con su ritual. Mientras la observaba no podía evitar preguntarse cómo se sentiría si fueran sus manos y no las de ella las que la acariciaran.

Ella siempre estaba acompañada de un libro. Algunas veces lo comenzaba junto con su café y otras lo terminaba con éste. Le gustaba imaginarse sentado a su lado y a ella leyéndole alguna de las historias, fieles compañeras de sus desayunos. Gracias a éstas, la había visto sonrojarse, reír y sonreír, negar con la cabeza indignada o abrir mucho los ojos sorprendida. Una vez hasta llegó a ver el destello de una lágrima resbalarse por su mejilla. Le gustó que no la haya interrumpido, sino que la dejó correr libremente. Pensó que le habría gustado haber estado a su lado para así poder acercarse a su mejilla y atrapar a la pequeña lágrima con un dedo antes de que cayera por su mentón. Pensó, también, que le gustaría beber de sus lágrimas, y se le ocurrió que éstas debían ser dulces y no saladas.

Nunca llegó a ver qué leía porque desde el rincón en donde ella siempre se sentaba y el lugar desde donde él la observaba sólo se llegaba a apreciar su perfil derecho. Por esa misma razón, no sabía de qué color eran sus ojos. Se los imaginaba lila, resplandecientes, soñadores… Debían ser insólitos como ella, única en su especie.

«No vi jamás una criatura tan hermosa», pensó. Siempre estaba a punto de acercarse a presentarse, para poder develar, al fin, el misterio de su color de ojos, para poder escuchar el sonido de su voz cuando le dijera su nombre (no podía pensar en uno que le quedara bien, todos parecían insuficientes, mundanos). Tal vez ella hasta le dedicaría una sonrisa, le sonreiría como tantas veces la había visto hacerlo a las páginas de sus libros. Y sabía que, si lo hacía, se enamoraría aún más de ella, si es que era posible. Pero tenía miedo. Miedo de que al acercarse se rompiera el hechizo, esa especie de aura que la rodeaba. Así que, una vez más, se quedó sentado en su lugar, observándola hasta que ella cerró el libro con un suspiro, empujó la silla hacia atrás, se paró y salió de la cafetería como siempre lo hacía: con la cabeza gacha y una cortina de pelo ocultando su perfil, el dedo índice enrojecido, y sus ojos un misterio. La vio salir del lugar caminando sin prisas, como flotando. En ese momento pensó que debía ser un ángel.

Él pagó su café, pero cuando se levantaba del asiento, la vio entrar nuevamente, y se paralizó. Sus ojos eran color caramelo y los más bonitos que había visto en su vida. La veía acercarse a él con paso decidido, pero era incapaz de apartar la mirada de sus profundos y expresivos ojos. Cuando se detuvo frente a él, se miraron fijamente por un tiempo, ninguno se atrevía a hablar. Pensó que estaba soñando o que había muerto y estaba en el cielo, y así se lo dijo. Una sonrisa algo tímida fue lo que recibió como respuesta y le temblaron las piernas. Ella le dijo su nombre y su voz fue música para sus oídos. Le contó que había notado cómo la observaba, pero que nunca se había atrevido a acercarse. Él, después de tanto tiempo, por fin se presentó y ella le dedicó otra sonrisa, pero esta vez no temblaba, se sentía eufórico, y se enamoró un poco más de ella.

La invitó sentarse con cierto temor a ser rechazado, sin saber que ella lo había estado deseando casi tanto como él. En ese momento le confesó, sin pudor alguno, que siempre se sentaba a observarla. Ella le mostró el libro que tenía en las manos. Él le pidió que le leyera un fragmento, y ella lo hizo encantada. Hablaron de muchas cosas y bromearon como si se conociesen de toda la vida. Ese día él no fue al trabajo, ni ella a la facultad.

El atardecer los encontró profundamente enamorados. La cafetería, ese santuario que vio nacer su amor, debía cerrar sus puertas y a ellos los invadió una profunda tristeza por la inminente despedida. Pero sus corazones se negaban a separarse, y ellos, por primera vez en sus vidas, decidieron obedecerles. «Cuando te enamorás es así», pensó él, «no podés evitarlo, es como estar abajo de la lluvia sin paraguas, como estar en medio de la nada cuando el cielo se abre en dos y el agua cae torrencialmente. No podés ignorar a tu corazón más de lo que podés ignorar a la lluvia calándote hasta los huesos…».

Sintiéndose valiente, él la invitó a su casa para cenar y ella aceptó encantada. Se alimentaron de palabras y caricias. Esa noche besó por primera vez sus rosados y delicados labios, y a ella se la escapó una lágrima de alegría que él atrapó con un beso. Descubrió que era salada, y se enamoró un poco más de ella.

Se dedicó a amarla y adorarla toda la noche, ambos iluminados por la luz de la luna que les daba un aspecto etéreo. La colmó de caricias y dulces palabras susurradas al oído hasta que el sol comenzó a reclamar su lugar en el cielo. En ese momento, tendidos en la cama y saciados el uno del otro, mientras él trazaba con reverencia la línea de su espalda, pensó, antes de dejarse vencer por el sueño, que no se trataba de un ángel, sino de una mujer, y se enamoró un poco más de ella.

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