En medio de la discusión, tomé la cartera, las llaves del auto y salí a dar una vuelta para intentar despejar la cabeza.

Había llegado a uno de mis lugares favoritos en el mundo: la librería a la cual íbamos a pasar un rato con mamá después de que me buscara por el colegio. Ella pedía un café cortado y yo, como siempre, un café con leche. Solíamos comentar sobre los libros que me hacían leer en el colegio y nuestras charlas se basaban sobre cualquier libro. Otros días, cuando teníamos un breve “descanso” de los libros del colegio, elegíamos alguna historia de entre las bibliotecas e, infusión mediante, nos poníamos a leer y debatir. Honestamente nunca me gustó conocer el final de las historias que leíamos porque era sinónimo de que algo se terminaba, y yo quería más de esos relatos que me atrapaban o me alejaban por un rato de toda la realidad; entonces mamá los leía para ella y, sorprendida, dejaba anotado en una servilleta los libros inconclusos para que leyera el final cuando yo quisiera. Durante años mantuve esa misma costumbre, lo traté en terapia pero no hubo caso.

Me baje del auto, me apoyé en él y me quedé observando la fachada de ladrillos que seguía teniendo “mi” librería. Aún conservaba la antigua imagen, aunque con cierto mantenimiento. Por dentro, sus techos altos lleno de bibliotecas y la escalera a la cual siempre quise subirme porque me parecía divertido andar en busca de un libro para leer. El olor a café, a libros nuevos y también los de la sección más vieja, el murmullo tenue de la gente que iba a disfrutar de una infusión acompañada de una buena lectura; me hacía pensar que seguía asistiendo al lugar correcto donde esa cantidad infinita de historias me alejaban por un rato de la realidad que en cierta forma había elegido. Mi vida había dado un vuelco de ciento ochenta grados en cuestión de meses y no lograba adaptarme. Por tal motivo, las discusiones con Mauro se tornaban frecuentes, como la de hoy a la cual, una vez más, deje en pausa para evadir cualquier tipo de problema mayor.

Me senté en una mesa que daba a un pequeño jardín de invierno y cada una tenía un velador que permitía crear un espacio cálido. Al rato se acercó una chica muy bonita llamada Carla, lo supe porque lo vi en el cartel que colgaba de su remera. Ella preguntó con una sonrisa si quería tomar algo o solamente disfrutar de un libro, a lo que respondí que haría ambas.

-Un café con leche, ¿puede ser?

-Sí, ¿cómo no? Enseguida se lo traigo.- Finalizó Carla mientras levantaba la carta de la mesa.

Seguí observando el lugar, era increíble que a pesar de haberlo modernizado siguiera manteniendo ese espíritu pueblerino de muchos años atrás. Me sentía en una cápsula del tiempo, pero de libros.

Mientras Carla acomodaba en mi mesa una taza color rojo brillante, acompañada de una mini masita para degustar, y un pequeño vaso de soda; yo me entretenía leyendo El Diario de Ana Frank, uno de los libros que había dejado hacía años y quería tachar de la lista de inconclusos que había iniciado con mi madre.

A medida que pasaban las páginas y los sorbos, una llamada inesperada cortó toda concentración y el clima había cambiado drásticamente; Había vuelto a la realidad de la que tanto quería escapar. Segunda llamada, era Mauro; en un WhatsApp pedí resolver cualquier inconveniente pero yo no estaba para retomar ese capitulo de mi vida para cuando regresara a casa. De cualquier manera, atendí el teléfono y le comenté que en breve estaría volviendo.

Marqué la hoja por la que iba leyendo, aún sabiendo que posiblemente ese libro volvería a ser, por segunda o tercera vez consecutiva, uno más sin terminar. Agarré mi cartera, dejé el libro en el mostrador y salí hacia el auto sin percatarme que mi taza aún contenía un pequeño fondo de café con leche. Desde que tenia uso de razón dejaba un pequeño espejo de líquido en el vaso, lo cual era un hecho un tanto inconsciente. Parecía ser que dejar discusiones, libros o cafés a medio terminar era un símbolo claro de las cosas inconclusas que atravesaban mi vida.

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