Respondo al nombre de Gheorghe Dumitru y trabajo en la Venta de mis padres, la Posada Golden Krone, a la entrada del pueblo de posta de Bistritz. Les ayudo con los huertos, los animales, los mandados y con todo lo que va surgiendo.
Todos los carruajes que van a y vienen de Bucovina paran aquí para que descansen los caballos y para comer nuestro delicioso «biftec robado», con rodajas de tocino, cebolla y carne de res, todo sazonado con pimiento rojo ensartado. Además, nos gusta acompañarlo con un vino de la zona, el Mediasch Dorado, que produce una rara picazón en la lengua, la cual, sin embargo, no es desagradable.
Mañana mismo, día de San Jorge 23 de abril, cumpliré veintidós años y, en ocasiones, llevo a viajeros a pueblos cercanos, en nuestro carromato, sencillo y con un toldo que protege de las inclemencias del tiempo. Es un trabajo que me resulta muy entretenido, porque conoces a gentes de otros países, y te cuentan cosas de sus lugares, que yo nunca visitaré, pero que, al menos de esta forma, imaginaré.
Hoy, por ejemplo, tendré que llevar a un viajero de los que llegaron ayer desde Budapest y que ha pasado la noche en nuestra Posada.
Se trata de un caballero inglés, llamado Jonathan Harker, que nos preocupa, tanto a mis padres como a mí mismo. Desea que le lleve al Paso del Desfiladero de Borgo, exactamente al anochecer, donde nos ha asegurado que un carruaje, enviado por el Conde, le estará esperando, para trasladarle al Castillo donde tiene que resolver unos asuntos de importancia.
Me ha pedido que, en dos días, vuelva al mismo punto y a la misma hora a recogerle, para su retorno a Londres. Naturalmente, nosotros no podemos interferir en los deseos de un caballero tan ilustre, pero hemos tratado de prevenirle sobre ciertos peligros que pueden acecharle.
El Señor Harker ha mostrado un rostro de incredulidad, según mi madre le recalcaba que hoy es la víspera del día de San Jorge y que, cuando el reloj marque la medianoche, todas las cosas demoníacas del mundo tendrán pleno poder. A continuación, ha seguido con historias sobre “ordog», «pokol»,»vrolok» y «vlkoslak», palabras que llevo oyendo durante toda mi vida y que, sin saber su significado, me erizan los cabellos con tan sólo oírlas, pero que nuestro huésped inglés ha escuchado, solamente por educación, pero sin darles ninguna credibilidad.
Nada ha alterado los planes del caballero inglés y únicamente ha accedido a llevarse un crucifijo de plata que mi madre le ha entregado, pero asegurando que si lo aceptaba era porque nos devolvería tan valioso objeto al regreso de su visita al Castillo. Ha rechazado llenar sus bolsillos con ajo y ramitas de romero.
Cuando partimos, se habían congregado bastantes personas alrededor de la puerta de la posada, sabedoras del destino de nuestro huésped. Todas ellas musitaban rezos y se santiguaban con miedo y tristeza.
No fue necesario que fustigara a los caballos, porque éstos galopaban frenéticamente, como si supieran adónde iban y desearan retornar lo antes posible, a la seguridad de su establo en la Posada.
Transcurrido un tiempo, que a mí y a mis asustados caballos se nos hizo eterno, a través de la oscuridad, pude ver una especie de mancha de luz gris delante de nosotros, como si hubiese una hendidura en las colinas. Entonces, las montañas parecieron acercarse a nosotros desde ambos lados, como si quisiesen estrangularnos, y nos encontramos a la entrada del Desfiladero de Borgo.
Paré el carromato, en el cruce de caminos donde la pequeña capilla de la Virgen María protegía a los viajeros, tanto de este mundo como del otro. Había sido erigida por los propios campesinos, sabedores de que, en ese punto, ni la propia Virgen María se hubiera encontrado completamente a salvo.
Al instante, como surgida de la nada, apareció detrás de nosotros una calesa negra y se detuvo al lado de nuestro carromato.
Pude ver que los caballos eran unos espléndidos animales, negros como el carbón. Estaban conducidos por un hombre alto, con una larga barba grisácea y un gran sombrero negro, que parecía ocultar su rostro de nosotros. Sólo pude ver el destello de un par de ojos muy brillantes, que parecieron rojos al resplandor de la lámpara, en los instantes en que el hombre se volvió a nosotros: —Llegó usted puntualmente, mi amigo.
El Señor Harker contestó: —La proverbial puntualidad inglesa, supongo.
El conductor de la calesa negra sonrió, y cuando la luz de la lámpara cayó sobre su fina y dura boca, con labios muy rojos, sus agudos dientes le brillaron blancos como el marfil.
-Dadme el equipaje del Señor Harker, mientras el caballero se acomoda en la calesa.
Así lo hice, no sin antes recordarle que en dos días y a esa misma hora, pasaría a recogerlo.
Al poco, el extraño cochero agitó las riendas, los caballos dieron media vuelta y la calesa desapareció ante mis ojos, envuelta en una niebla que se espesaba cada vez más.
Regresé al cabo de dos días y el Señor Harker no apareció.
Y volví al mismo lugar durante los siguientes catorce días, con la esperanza de encontrar al amable caballero, pero con la certeza de que no lo volvería a ver nunca más.
Como así sucedió.
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