Nadia, Camila y los tres del apocalipsis

Nadia, Camila y los tres del apocalipsis

Algunas cosas terminan por agradarnos de pura repetición, por el mero hecho de reincidir, otras por falta de alternativas o simplemente por conveniencia. Por ejemplo este bar en el que ahora me encuentro. No puedo decir que el lugar me haya gustado de entrada, pero quiso el destino que la profesora de danza de Camila tuviera su estudio justo en la vereda de enfrente. Camila fue terminante el primer día de clases: “Ningún papá se queda a esperar a sus hijas, no me hagas pasar vergüenza” Eso explica por qué desde hace dos años, todos los jueves, de seis a siete de la tarde, mientras Camila toma su clase de danzas, me convierto en un visitante más de este bar sin nombre.

Siempre elijo la misma mesa, la del fondo del local, la más oculta, bien atrás como en la escuela. No me gusta tener gente cerca, mucho menos en un bar. Desde aquí puedo ver a los demás y ser un fisgón de manual.

Por ejemplo, ahí tenes a esos tres, todos los días de dios en el bar. Yo los llamo “Los tres del apocalipsis”. Cada vez que vengo están sentados en la misma mesa, andá a saber desde qué hora. Cuando me voy siguen ahí, como parte del mobiliario. “Fisic du rol” dicen los franceses, tres viejos en un bar de viejos. Roque, Alfredo, y Vicente, así bauticé a cada uno de ellos. Me gusta imaginar quiénes son, cómo son sus vidas.

Roque ( o el que tiene una cara de Roque que no puede más ) es un hombre rechoncho, no es del todo calvo, pero le falta poco para serlo. Platinado por las canas, lleva el cabello peinado hacia atrás, sostenido con no menos de medio quilo de gomina. Se sienta con los brazos cruzados apoyados sobre su prominente barriga, con las piernas un tanto abiertas para la mejor disposición de la morfología de su bajo vientre, es decir, le cuelga la panza entre las piernas. Además de cara de Roque tiene cara de estar jubilado hace tiempo, bancario seguro, un trabajo monótono y aburrido, gerente de sucursal. Sigue casado con Nélida, el próximo mes cumplen las bodas de oro, cincuenta pirulos con la misma persona, que locura, ya no saben si son amantes, hermanos o amigos. Nélida vive para los nietos, los cuida todas las tardes. Roque, que nunca tuvo mucha química con los niños, aprovecha y se raja para el bar. Esa es su vida, o por lo menos eso es lo que su aspecto y mis prejuicios me dictan. Dato crucial sobre el bueno de Roque, viste de manera impecable, es más que seguro que Nelida le elige el atuendo.

Sentado a la derecha de Roque lo encontramos a Alfredo. Él es otra cosa. Alfredo es Alto, delgado, de cabellera frondosa y canas disimuladas con un meticuloso tratamiento de tintura “Koleston negro azabache”. Tiene una cara de ferretero que te morís. Abre tarde y cierra temprano, no necesita vender mucho, es dueño del local y de la casa, no gasta en alquiler. Además cobra su jubilación y la pensión de Estela. Enviudó hace un timpo, extraña a su esposa, fueron muchos años juntos, aunque nunca la amó verdaderamente, Alfredo es homosexual. Lo supo el primer día de clases en el bachillerato cuando vio a Román.

El pobre Alfredo perteneció a un mundo muy diferente al nuestro, no pudo vivir su sexualidad como hubiese querido. Se casó con Estela para mantener las apariencias. No tuvo hijos, nunca se animó a estar con un hombre, y hoy que ya es viejo, viudo y jubilado siente que es demasiado tarde para ser feliz. “Qué le vas a hacer Alfredo” (me digo a mí mismo.) alguien tiene que ser “el entrañable desdichado” al que todos queremos abrazar por su mala fortuna.

Nos queda Vicente para completar este singular trío. Le faltan unos años de aporte para la jubilación, es taxista, se le nota de acá a la china, tiene aspecto de “Gorila y antiperonista” como todos los taxistas (y yo de prejuicioso como todos los burgueses de clase media). Vicente es separado, tuvo un matrimonio tortuoso marcado por los malos tratos.

Se ve con Carmen, su ex mujer, solo en Navidad y por pedido expreso de Anabela su hija quien quiere verlos juntos para que los nietos puedan disfrutar de sus abuelos en las fiestas. Vicente piensa que Anabela es una malcriada e inocente boba que sigue creyendo en, y cito sus palabras; “Todas las pelotudeces atómicas de las princesas de Disney”. Es un hombre amargado. Tuvo una vida difícil, quedó huérfano a los nueve años. De todos modos la orfandad no lo disculpa de haber sido un padre violento. Nunca le levantó la mano a Carmen o Anabela, pero su mal carácter y la crueldad para dirigirse hacia su familia hacían que cohabitar con Vicente fuese una experiencia traumática. O tal vez Vicente es un abuelo amoroso, amado por su esposa e hija, admirado por la comunidad científica por sus magníficos aportes en la investigación de varias vacunas que previenen día a día las más terribles enfermedades en el áfrica. Que se yo Vicente, dame un par de meses más y te cierro la historia.

Desde mi posición puedo ver todo el bar, todos sus detalles, todos sus años y su mugre también. Siempre me pregunté quiénes o cómo serán los dueños de los bares. Me imagino que son personas con mucho dinero que viven en las mejores zonas de la capital o incluso en las afueras, dejando en manos de sus empleados todo lo relacionado a la atención del negocio.

Ahí está Nadia, la mesera. Qué linda que es, me encanta. Es muy joven, ¿qué tendrá? ¿veinticinco años? A veces la pesco mirándome, ¿o será al revés y es ella quien me pesca mirándola? Es dueña de una belleza sencilla, encantadora. No es ni muy alta ni muy baja, es delgada. Verla sin ropa debe ser una experiencia exquisita. Los ojos de color miel, los rasgos delicados, el cabello un poco rebelde y de color castaño. Me encantaría hablarle, decirle que es hermosa, pero me da miedo todo. Está difícil la cosa hoy, los hombres tenemos que andar con mucho cuidado, todo está en entredicho, todo puede ser una falta, un error. Que se yo, me gustaría poder decirle algo lindo sin que sea un peligro para mi integridad moral y sin que ella se sienta intimidada o piense que soy un viejo pajero. Hoy no te podés acercar a nadie, es una cagada, vamos a morir de soledad y de corrección política. Todo queda limitado a que ella tome la iniciativa, ahí sería otro cantar. Puede ser, puede ser, ¿por qué no? Apenas tengo cuarenta y dos años, estoy en forma, casi no tengo canas y me gusta creer que soy dueño de cierto ingenio. Algunas veces cuando el bar está en calma me da charla, una parte de mi quiere creer que lo hace porque abriga algún interés romántico, las otras partes mías, las más crueles, me dicen que soy un hombre grande, de poco atractivo para una joven veinteañera y que ella me habla solo para pasar el tiempo o para asegurarse una buena propina. ¿Qué pensará ella de mí? Me gustaría que crea que soy un artista de renombre y que le resulte irresistible el deso de conocerme, de pasar juntos una y mil noches de sexo, charlas y licores embriagadores. Podría vivir esa mentira como la única verdad el resto de mi vida. Sí, sí, lo sé, es una idea un tanto infantil, pero me la permito ya que solo vengo una vez por semana a este bar a soñar despierto.

A veces siento que estoy más cerca de sentarme a la mesa de “Los tres del apocalipsis” que de conocer a alguna “Nadia la mesera”.

Qué tristeza che, mejor pago el café y me voy, ya casi son las siete, se hace tarde y me gusta llegar unos minutos antes para ver a Camila bailar en el final de la clase, me enternece. Ella me tiene “prohibido” verla bailar, pero sabe que la espío desde la puerta y no me dice nada.

Mario Polverigiani.

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