Podcast la Componeurostera en Ivoox
Reconozco que en este preciso momento tengo las tripas desechas, un dolor punzante en todo el abdomen me incapacita, me indispone para cualquier tarea de moderada dificultad física. Por ejemplo, mi estupendo hijo acaba de salir de la habitación del ocio y él solito ha agarrado un Brik de leche de avena para llenarse un vaso. Pues bien, con su diminuta mano en comparación con la anchura del cartón de agua avenizada, ha tratado ineficazmente de parar el vertido antes del desbordamiento. Yo desde el sofá le increpo, él me mira con la cara de cabrón típica de su personalidad rayana en el surrealismo y suelto, como de costumbre, mi coletilla final:” La madre que te parió”. Constantemente, la medio grito en esos momentos en los cuales debes serenarte para no saltarte a la torera los derechos del infante. Es una buena terapia, siempre y cuando consigas solucionar las perrerías que, día sí día no, los “agradables” niños cometen delante de tus narices.
En fin, como me encuentro fatal, y ya había conseguido acomodarme en el sofá, ordeno a mi hijo que lo limpie. Por supuesto, el muy pícaro pasa de mi autoridad como los insistentes teleoperadores pasan de nuestras tentativas para finalizar la comunicación educadamente. Observando el charco de la mesa que a Pau no le ha apetecido limpiar, me dispongo a la nada desdeñable tarea de concentración mientras el rebelde se descojona por cualquier banalidad infantil que Peppa Pig le ofrece.
Así es como uno, en una tarde fría de diciembre, prueba a escribir algo que merezca la pena que alguien lea. Pero de nuevo la interrupción. El voluminoso Netflix, por algún cambio interno en su funcionamiento, le da por enseñarle un anuncio, tráiler o lo que demonios sea, de otros dibujos después de acabar el capítulo de su Peppa querida. Os parecerá mentira pero una pequeña taquicardia de unos segundos me han acelerado la patata por el llanto tan desconsolador que mi hijo, desde la habitación de los horrores, profiere. Por un instante, pienso que se ha lastimado o que en la pantalla del ordenador se ha colado alguna imagen traumática de esas que en algunos videos de niños pequeños se incorporan para asustarlos. La única definición que se me ocurre para esas personas aburridas que detentan contra la mente de los más pequeños es “hijos de puta”, en voz alta y, ya que estamos, que a la descalificación verbal le preceda una buena bofetada de regalo. Yo, después de tanto leer a todo tipo de santos desviolentados a lo Ramana Maharshi, Buda, Jesús, San juan de la Cruz, Dalai Lama, Ramiro Calle, Lao Tse, Bodihdharma, Aless Gibaja y un largo etcétera de históricas figuras comprometidas en la perfección del alma humana, no me han calado lo suficiente sus compasivas enseñanzas como para impedirme la eclosión de una filosofía propia sobre el arte de la violencia controlada.
Ya lo dijo Paracelso, todo es veneno, nada es veneno o algo del estilo, queriendo proclamar la virtud del término medio en el mundo de las sustancias químicas, claro, pero yo lo traslado al mundo de la ostia dada en el momento adecuado, con la fuerza adecuada y con la intención de no provocar más que un hematoma que no le desfigure mucho el moflete al ya mencionado “hijo de puta”, que luego la mascarilla no le encajaría bien.
Si aún tenéis el suficiente estómago para seguir leyendo, podréis comprobar la versatilidad emocional que nos aporta tener un sentido del humor óptimo. Si sois de los que os habéis forjado, con el paso del contínuo tiempo, esa pátina de ironía que nos afloja y protege de vez en cuando de lo más denso y oscuro de la vida, estaréis capacitados para una más fácil digestión de los párrafos que a continuación se os presentarán.
Desde el principio de este escrito, que mi adorable hijo me ha dificultado, tenía en mente contaros, a rápidos trazos, la vida de un hombre. Hará no más de una semana, que mis ansias de lectura me llevaron a la biblioteca municipal de mi montañoso pueblo. La idea era seguir aprendiendo de tantos y tantos conflictos bélicos desde la perspectiva de los corresponsales de guerra, una visión indudablemente cercana de los acontecimientos desoladores que los más atrevidos nos han podido enseñar gracias a sus trabajos.
Mientras manoseaba los libros de una estantería impecablemente ordenada, mis manos toparon con un grueso libro de tapa dura. Al acercar mi vista a la portada, vi la imagen muy cercana de un hombre con gafas redondeadas y filmando con su cámara, sin duda alguna, una escena impactante. La cara me suena y acabo recordando algo sobre él. Se llamaba Miguel Gil. Y su intensa vida no tiene el más mínimo desperdicio. Joven Barcelonés que ejerce la abogacía, de familia muy católica, del Opus Dei. Miguel desarrolló, en este caso para bien, un profundo fervor religioso. Tenía una vida por delante sin obstáculos a la vista, con diversas posibilidades de desarrollo tanto personal como económico. Pero algo sucede en lo más hondo de este señor y decide hacer un cambio de rumbo que lo embarca en una aventura que tristemente acabó por quitarle la vida.
En 1993 Miguel cuenta unos 25 años muy bien aprovechados. Cansado de ir cada día al despacho en autobús, se monta en su motocicleta de trial con una cilindrada de 650 c.c, mochila en hombro y acelera como nunca hacia territorio peligroso. Su idea de romántico idealista en pleno funcionamiento es llegar a Mostar. En esos momentos aciagos, Bosnia y Herzegovina se declaran independientes del estado Yugoslavo, Slobodan Milosevic toma cartas en el asunto. Comienza un asedio del ejército popular Yugoslavo. Y allí se planta nuestro compatriota, recorriendo centenares de kilómetros a solas para documentar, por un lado, la barbarie y, por otro, ayudar en todo lo que pueda.
Miguel Gil consigue adentrarse en la zona este de Mostar, zona musulmana, lugar asediado a base de bombardeos ininterrumpidos donde ni siquiera la ayuda humanitaria conseguía llegar. Vivió con la población perseguida como uno más, incluso lo apodaban el muyahidín por su parecida constitución física con los guerreros islámicos. A raíz de su ardoroso entusiasmo, acabó aprendiendo el oficio de golpe, a lo brusco. De mano de sus nuevos amigos, todos ellos profesionales de la comunicación, consiguió doctorarse en una profesión de gran riesgo. Sus primeras crónicas aparecen en el periódico El Mundo, y comienza su ascensión que ya no se detendrá hasta sus últimos 32 años.
Pasado un tiempo y disminuida la presión en la ciudad de Mostar, Miguel se traslada a Sarajevo, donde comienza un foco de intensa beligerancia. En su nueva localidad tiene que alquilar una destartalada habitación para que su alargado cuerpo descanse lo más decentemente por las noches. Cerca de su nueva vivienda, por llamarla de alguna manera, se encuentra un hotel llamado Holiday Inn, situado en la famosa avenida de los francotiradores, donde un nutrido grupo de periodistas gozan de unos servicios estables y un descanso seguro. En Sarajevo, a Miguel se le apoda el católico. Con todo aquél con quien se cruzaba y convivía, aunque fuera un único día a su lado, se daba cuenta de su inquebrantable fe en el ser humano. Miguel pudo madurar y salvaguardar durante mucho tiempo sus convicciones morales rodeado de las más injustas atrocidades, una prueba de fuego para cualquier creyente. La oración le restituía cada día un poco de la esperanza perdida conforme presenciaba el mal cara a cara. Miguel siempre arriesgaba su pellejo y alcanzaba zonas donde muy pocos se atrevían a ir. Algo le impulsaba a correr un riesgo extra para poder filmar una realidad perversa que nunca sería registrada si alguien no se acercaba a ella para grabarla y presentársela a todo el mundo. Hacía que la atención internacional tomara conciencia y actuara cuanto antes para que el genocidio cesase.
No pienso recargar mi crónica con morbosas descripciones de sufrimiento, muerte, torturas límite y una larga ristra de las variedades sobre la maldad humana en crudo que Miguel y muchos de sus compañeros de viajes pudieron contarnos. Me limitaré a ensalzar su figura desconocida para muchos y al que le acabe picando la curiosidad y decida saber más sobre él o tantos otros de su estirpe, que tome precauciones y se prepare para no salir magullado y con la sensibilidad herida para varios días. Es terrible.
Prosigo el periplo de Miguel. Siguiente conflicto, Chechenia. Nuestro cervantino amigo aparece en Grozni, con su tarea irrevocable de informar sobre las deportaciones masivas de Chechenos que el ejército Ruso efectuaba, infringiendo de pe a pa los derechos humanos y con una connivencia malsana de la atención internacional que lo entendía como un conflicto interno de un estado. Vladimir Putin era el recién llegado al Kremlin después de suceder a Boris Yeltsin. Moscú intervino con todo lo puesto para que los Chechenos fueran domados al antojo del poder Ruso. Chechenia era la última comunidad rusa que fue conducida por setenta años de comunismo soviético. Grozni, la capital, fue el último reducto de resistencia. Miguel vivió en esa ciudad que se iba desmoronando como un castillo de arena por la artillería rusa que la acribillaba. Cuando en Sarajevo se atacó el mercado central cobardemente asesinando a civiles, la opinión pública se conmovió y la OTAN acabó interviniendo.
En Grozni, una masacre parecida en otro maldecido mercado central dejaba 300 muertos. Una noticia que fue olvidada a los pocos días. Cosa de Rusos. El desprecio del Kremlin por las vidas de inocentes Chechenos era descomunal. El problema era intocable. Rusia advertía con amenazas a la comunidad internacional que no asomaran las narices en sus ajustes de cuentas. Por eso los llantos de Grozni no eran replicados machaconamente en los medios de comunicación, no existían.
Al final, como era de esperar, Grozni cayó en el año 2000.
Miguel también documentó la guerra en Kosovo, otro conflicto europeo de tinte étnico, visitó el Congo donde sufrió la paliza de los matones del general Mobutu. Finalmente se dirigió a Sierra Leona, donde la estructura del conflicto era distinta. Diversas guerrillas aumentaban en número vertiginosamente con el secuestro de jóvenes, la mayoría drogados por sus capataces y obligados a torturar y matar a sus conciudadanos, un panorama embrutecedor. Sierra Leona y sus yacimientos diamantíferos eran el santo grial. Las guerrillas psicotropizadas se abastecían de armamento por el intercambio innoble de diamantes con los ricachones occidentales. A decir verdad, muchos intermediarios eran Libios y Judíos. El coronel Gadafi ostentaba cierto control en el contrabando sangriento. Allí Miguel se topó con unos hospitales que albergaban cientos de amputados. Era ya tradición esa práctica, las imágenes son impactantes. Observar los grupos de menores de edad armados hasta los dientes, hiperestimulados y con la libertad para extender por las aldeas el horror era una experiencia descorazonadora.
Y llega el día, un día para recordar. 24 de mayo del 2000.
Miguel conducía un todoterreno blanco tipo Land Rover, con un teniente y dos soldados más encargados de su seguridad. Sus compañeros Marck Chishlom, Kurt Shork y Yannis Behrakis se encontraban en un mercedes antiguo color azul, con varios soldados del gobierno. El automóvil de Miguel era el segundo. Se dirigían hacia Lunsar, zona diamantífera donde se encontraban las dos fuerzas antagónicas que luchaban por el control de Sierra Leona. La decisión de cruzar por primera vez la línea de combate era arriesgada. El valeroso grupo de corresponsales pretendían conseguir material fresco para sus respectivas agencias de noticias. Pero sufrieron una emboscada.
Una avalancha de disparos les sorprendió en plena carretera, un grupo de guerrilleros o los esperaban o se toparon con ellos. Miguel y Kurt murieron en el acto, Marck Chishlom y Yannis Behrakis sobrevivieron y pudieron describirnos su suerte. Una pérdida insustituible para el periodismo de la época.
No explicaré mucho más. Únicamente deseo que algún lector le de por curiosear en Internet y se conmueva como yo lo hice con las historias que tantos corresponsales de guerra nos ofrecieron. Muchos murieron por el deber moral que les movía a narrar las atrocidades que, sin ellos hubieran desaparecido en el vacío de la historia, vacío que ellos trataron de rellenar pagándolo con sus vidas. Gracias al trabajo de los corresponsales de guerra, muchos conflictos han sido intervenidos por la OTAN. Algo que se consigue presionando, desde abajo, primero con la información obtenida por ellos, luego replicada a conciencia por las agencias de noticias, a continuación, la presión social remueve poco a poco las agendas políticas mundiales y, finalmente, se lleva a cabo la acción militar de esos ejércitos pagados con los impuestos de millones de ciudadanos, ejércitos que supuestamente velan por el bien común.
Otro tema controvertido sería reflexionar sobre el intervencionismo interesado, que muchas veces cronifica la inestabilidad de los estados para extraer todo tipo de réditos.
En fin, acabo ya, recordando el comienzo de mi escrito, con ese dolor abdominal que intento reducir con un medicamento, recostado en un sofá de 500 euros, escribiendo sobre una Tablet de unos 100, abrigado eficazmente gracias a la abundante cantidad de ropa que mi armario posee egoístamente, dentro de una casa por ahora sin humedades a la vista que me resguarda del frío, con tres estufas enchufadas a toda potencia para calentarme, con mi hijo sentado enfrente de otra pantalla que conecta a un pc que a la vez recibe una conexión de alta calidad, con la nevera rebosando de alimentos que dentro de un rato inspeccionaré como un espeleólogo para decidir la sabrosa cena que degustaremos esta noche, con mi coche Mitsubishi aparcado, que mañana me llevará hacia donde me apetezca: a comprar, a visitar un bonito lugar, a ver a algún familiar olvidado por la tremenda cantidad de opciones a hacer o me llevara al trabajo. Donde sea.
Oteado desde esta perspectiva de abundancia y libertad, el dolor de barriga me sabe a vergüenza, vergüenza de quejarme de algo tan nimio, algo que en un día o dos se pasará, pero estas son nuestras penurias, nuestros sufrimientos. Las comparaciones son odiosas y es verdad.
Espero de corazón que alguien lea esto y busque información sobre Miguel Gil Moreno.
En días de tanto influencer, de tanta obsesión de visibilidad, de aceptación externa, de likes, de videos cortos superfluos, de odio en las redes y de desconfianza con lo ajeno, estaría bien darse un baño de realidad verdadera de vez en cuando de la mano de personas como él.
No es agradable pero es necesario.
Buen viaje.
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