Las «cosas» (eufemismo) que hacemos por los pequeñajos

Las «cosas» (eufemismo) que hacemos por los pequeñajos

Oliver Palmero

19/08/2022

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Entro asustado, el volumen desproporcionado será una colaboración subrepticia con los centros de audición privados. A nadie parece incomodarle la percutante vibración que la canción repetitiva hasta el tedio de la rubia y despampanante Mariah Carey suena en el pabellón. Por supuesto, las distancias de seguridad son como los mitos ancestrales descatalogados de la tribu Samburu, nadie se los cree. Un sin fin de conductos respiratorios lucen con la tira metálica en la base de la nariz, recibiendo lentamente el liquidillo cargado de gran variedad de bacterias. La seguridad es ambigua.

Las voces de medio centenar de personas impulsadas por algún instinto remoto les apremia a comunicarse a grandes entonaciones con sus semejantes más cercanos. Yo les observo desde mi sepulcral silencio. No logro entenderlo. El ambiente sonoro es el típico de discoteca, pero con unos temas que no rebasan el límite del garrulismo del Vallés, gracias a Dios.

La espera es aceptable para el espectáculo tierno y desprovisto de grandes exigencias que en pocos minutos dará comienzo. Doy una pista, mi sonrisilla se mantiene en su expresión más extensa y durante un tiempo insólitamente largo. Mis ojos brillan más de lo normal y los párpados abultados se proponen descender algún milímetro el telón. Os propongo dos opciones a elegir, cansancio o drogas o las dos cosas. Que vuestro prejuicio no os estorbe en la respuesta. Sigo.

Pegado al escenario, en una pequeña tarima con el equipo de sonido a mano del que dirigirá las sucesivas escenas navideñas, un hombre ufano ajusta los instrumentos antes de que los chiquillos nerviosos asciendan al tablado para que los padres recuerden cómo ellos también de pequeños aún conservaban algo extremadamente importante como la inocencia. Inocencia extraviada no, mejor vilmente arrebatada. Recomendación urgente y necesaria: Libro de Neil Postman «La desaparición de la niñez». Libro que me dejó helado.

Disculpen, vuelvo a retomar el hilo.

Los insensibles móviles se alzan como una nube electrónica, nube que obliga a más de uno a removerse de su asiento para enfocar con sus ojos biológicos que no graban, hacia la escena que comienza. La multiplicación es imparable, gran número de marcas ultra capitalistas se interponen entre los padres y madres que aún no han caído en la trampa de filmar hasta la mierda que cagan. Un respeto para ellos, son la esperanza para el reinicio que la tormenta solar que sí o sí nos asolará, nos dejará con el culo frío, la casa sin luz y las calles anárquicas.

Perdón de nuevo, hoy ando difuso. Reprosigo.

La primera tongada de entrañables niños suben con buen ánimo las escaleras laterales y se plantan en la tarima organizadamente para que se les pueda ver. Por ahora es lo más bonito que he visto. Esa falta de vergüenza que les hace moverse con una decisión pasmante me encanta, lo reconozco. Los niños y su capacidad de asombrarse por cosas que ya a nosotros y a nuestro inconsciente les parecen residuos cotidianos, gajos de vida inservible para nuestro día a día, ellos los perciben como la llegada del hombre a la luna, la caída del muro de Berlín o el primer contacto sexual de nuestra lejana juventud. Qué cabrones.

Todos los progenitores se dan cuenta muy pronto de la deficiencia en la calidad del sonido. Pero opino que es necesario. Es una condición perentoria que haya problemas técnicos irresolubles para que desaprendemos un poco, adaptándonos a la desazón de los sentidos que se ven acorralados entre algún que otro agudo rugido sibilante por los acoples que se van produciendo. Eso obliga a los espectadores a centrarse en el disfrute canturrón que sus hijos sienten pasando un buen rato con sus amigos.

Es un ejercicio de empatía, hay que aguantar la hora de errores de sonido, desentonos, gallos, olvidos de letra y un largo etcétera de desfases que para mí deberían ser tradición para que nunca se deje que la belleza del escenario y el agradable sonido unido con una impecable disciplina militar arruinen lo más importante de actos donde los niños son los principales actores.

Ellos nos transportan en momentos como esos a un lugar mucho más real, divertido y desdibujado, donde por un momento se puede ser feliz sin la necesidad opresiva de que salga todo bien. Para mi era como una meditación daimónica, una acontecimiento Zen, una borrachera de inconexiones que, vistas con otra perspectiva más amplia, dibujaban en mi cerebro la estructura de la nada y el caos, ese principio de incertidumbre, esa sorpresa física que después sintetizó en el orden cósmico indisoluble de nuestras diminutas vidas.

Un estallido de gratitud afloró en mí, como un Big Bang profundo. Y una frase, que puede ofender, me vino como un flechazo: Las mierdas que aguantamos por nuestros pequeñajos. Lo siento si alguien se siente insultado por parecerle una frase desatinada pero, en mi contexto mental, es todo lo contrario.

Las canciones de navidad fueron fonadas de boca en boca por distintas clases que saltaron al ruedo con entusiasmo. Ole por ellos.

Entre todos tratemos con mimo la niñez para no defraudarles, no les inyectemos demasiado temprano la ponzoña del mundo, ese veneno que todos conocemos pero que debemos ir suministrándolo gota a gota para no abrumarlos y crearles un sentimiento de continua inseguridad.

Gracias a la antropología con obras literarias tan brillantes como la del ilustre mitólogo Joseph Campbell, me han hecho comprender que las transiciones hacia capas de la realidad cada vez más amplias se deben controlar y tomar muy en serio.

Nuestra sociedad, que hace muy difícil el escondite de facetas problemáticas para nuestros pequeños por la ilimitada posibilidad que les da internet para contemplar lo más terrible, es una acechante encrucijada que se debe de regularizar de algún modo para preservar esa inocencia sagrada que poco a poco van perdiendo nuestros hijos.

Al contemplar las cantaletas navideñas de este año, algo me ha revoloteado interiormente. Pienso que es una lucha de una pequeña minoría desgraciadamente, pero lucha incansable, y de obligada ejecucion, que los pocos que las sientan deberán remar a contracorriente para salvaguardar a sus hijos del despropósito acelerado y egoísta de nuestro tiempo.

La desaparición de la niñez, como nos presentó Neil Postman, ya es un hecho incontrovertible, una normalidad y, para mí, un quiste por extirpar. Por eso he escrito esto.

Que paséis unas apaciguadas navidades y centraros en lo importante que tantas veces se nos escabulle. Fijaos en lo fácil que es pasarlo bien sin la necesidad mercantilizada que nos engatusa, llevándonos a arruinar unas fechas que están ahí no para comprar como autómatas. Eso es una nueva costumbre muy bien desarrollada por los especialistas en marketing que ofrecen su inteligencia para aumentar los beneficios desorbitados de una gran célula de empresarios sin escrúpulos. Sí, está mal generalizar, pero si tuviera que discernir continuamente y procurar ser más preciso, el escrito se alargaría y aburriría con mis opiniones extensas al respecto.

Por supuesto que hay de todo, ni todos los ricos son unos déspotas ni todos los pobres unos humildes ciudadanos, me niego a pensar así.

Que cada cual haga limpieza a su manera. Yo hace mucho que comencé a desechar objetos, ideas, costumbres, odios y, lo más importante, quitar ese hierro oxidado a los asuntos que no se lo merecen. Os ahorraréis muchos dolores de cabeza.

Buen viaje.

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