Es difícil no poder molestarse, no poder perder el control a veces y azotar la puerta cuando estoy molesto. Es complicado para mí tener que controlar mi fuerza todo el tiempo y no poder descargar mi fastidio cuando tengo un mal día. La última vez que lo hice, tuve que inventar la mentira más inverosímil a mis vecinos para explicar cómo la puerta y media pared de mi departamento se habían hecho añicos. Tuve que decirles que extrañamente el televisor, que también estaba destruido, explotó de un momento a otro, cuando en realidad lo que sucedió fue que no llegué a tiempo para ver el último capítulo de mi serie favorita y le di una palmada al televisor, que salió disparado destruyendo todo a su paso.

También me resulta aburrido tener que caminar lento y medir cada paso para no dejar huellas en el cemento de la vereda o para no dejar un rastro de fuego al acelerar mi andar. Eso, sin contar el hecho de que debo cuidar mis zapatillas de la extrema fricción con el suelo, que las deshace cada vez que estoy apurado. El dinero no me sobra, al menos no lo suficiente como para comprarme los cientos de pares de zapatillas que requeriría si corriera a todos lados. Aunque seguramente me sobraría si aprovechara e hiciera público aquello que solo yo sé sobre mí.

En este preciso momento, si quisiera, podría abrir la ventana, caer con estilo y controlar mi descenso desde este cuarto piso hasta el suelo, para sorprender a los dos ladrones que le están quitando hasta el último centavo a esa pobre anciana. Sería un héroe, pero no quiero. La verdad, prefiero quedarme tendido en el sillón, buscando una película o cambiando de canal sin mover un solo dedo, tan solo pensándolo, queriéndolo, siendo yo mismo. Me gusta extender mi mano hacia el televisor y ver como los canales cambian a mi antojo. No necesito realmente extender la mano para hacerlo, pero es una gracia personal, una burla interna sobre esta capacidad que tengo.

No me molesta el sol, la nieve o la lluvia, yo camino sobre el agua. Podría sin problemas volar a la velocidad de un rayo rumbo al mar, a mil kilómetros de aquí y salvar a ese pobre niño que, desde aquí lo puedo ver, se está ahogando, pero prefiero no hacerlo. Se que suena cruel, pero no quiero hacerlo. Si lo hiciera, si salvara a ese niño, todos comenzarían a esperarme cada vez que una desgracia estuviera a punto de ocurrir y no quiero eso. Todo mi tiempo lo tendría que ocupar en eso y, la verdad, no es mi plan de vida. Prefiero quedarme en casa y cocinar, no para saciar mi hambre, puesto que no necesito comida, sino porque disfruto del sabor, que en mi paladar se multiplica por mil.

Soy capaz de percibir cualquier tipo de enfermedad en los otros, veo un haz de luz alrededor de todos que me indica qué es exactamente lo que les ocurre, aura creo que le llaman. Detecté el cáncer en mi madre, lo mismo en mi padre y en mi tío, en los tres desde mucho tiempo antes de que sintieran lo síntomas. Hubiera sido muy extraño que les advirtiera a los tres sobre sus mortales pronósticos, así que opté por advertirle solo a dos de ellos. No diré a quiénes. La cuestión es que nunca se corrió la voz sobre mi “buen ojo” ¿Se imaginan la cantidad de gente que vendría a verme a diario para que les diga sus males? ¿Se imaginan la cantidad de noticieros que vendrían a mí para difundir mi “talento”? Derrumbaría religiones, vencería la muerte, yo sería el camino de vida y la verdad, pero prefiero seguir viendo televisión.

Sí, entiendo que sueno egoísta, quizás cruel, pero no quiero ser el héroe que este mundo necesita y no creo que este mundo merezca un héroe. No hiero ni salvo. No doy vida ni la quito. Mi poder no conlleva ninguna gran responsabilidad más que la de ser testigo de todo lo que ha sucedido desde que nací y todo lo que sucederá hasta el fin del mundo, el cual, obviamente, sobreviviré en soledad.

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