Si es la honestidad la que ha de salir a subasta, debe de ser puesto en evidencia que jamás ella le quiso. Todas las alternativas de respuesta encajaban en sus expectativas. Mientras deshacía la maleta abandonando pertenencias en cajones abarrotados de otras ropas, se preguntaba cuál sería el siguiente episodio en el que performar. Terminada la maleta se dispuso a desmaquillar esa piel seca y áspera como hojas de higuera. Solo ante la quietud escrutadora de su espejo podía pensar, ni siquiera decir, y reconocer que era la actriz de su vida. Cuan poco le importaban las vidas ajenas, solo ella lo sabía. Le gustaba jugar al rol y la sociedad le otorgaba el más noble, elegante y sacrificado de todos. Esa chica compasiva que, de tan buena, quebraba el Karma de quienes osaran una crítica. Su áurea podía llevarse por delante una vida monástica y ascética. Por decir que sus intenciones no eran tan puras, la santidad del mismo Papa era arrollada cuál jabalí en el guardabarros. 

Pero a solas, en sus habitaciones, entre sus disfraces colgados en percheros, la sospecha se desvanecía. Imposible engañar la soledad de la figura que cepillaba sus dientes largos: viajaba, se juntaba y sentía amor con otras personas igual que el depredador aguarda. Esperando almacenar a cada ruptura, a cada atisbo de imposibilidad fáctica, y también, en todas las situaciones de plenitud, de infinito cariño y dulzura. Como la flor carnívora que atrae el insecto con su aroma inocentemente embriagador. En una vigorexia emocional y existencial, Penélope se mostraba como el personaje de la historia de amor más épica. Cuál relojera emocional había construido un engranaje social infalible. Hablando de sus otras relaciones afectivas, construía un Curriculum vitae de persona altamente cotizable. Su transparencia casi espontánea generaba en sus amantes la ilusión perfecta de haber llegado a conocer sus más oscuros pensamientos, pero también, la pureza de corazón que su atractivo pecho encerraba. Sin embargo, bajo la calidez resplandeciente de la bombilla nocturna, sus cálculos mentales recurrían sin pausa a literaturizar las situaciones. Protegiendo así sus sentimientos de ser verdad incluso de tener lugar. Constantemente emponzoñando sus libretas del consuelo que no sabía pedir en el abrazo ajeno. Lloraba en las páginas, pero si alzaba la mirada, el reflejo opaco en la ventana le devolvía el rostro, seco, frío y lúcido, de un autorretrato flamenco. Nada parecía importarle demasiado al craquelado en sus mejillas y el lagrimeo al óleo de sus iris. Excepto el punzón agudo que representaba no poder escribir ese relato. Su historia de amor se truncaba y a ella únicamente le quedaba la problemática de las líneas en blanco.

Aquella noche le extasiaba la idea de encontrar la próxima situación social en la que cazaría de nuevo un Ulises. Alguien dispuesto a concederle algunos meses de revolcones y desayunos soleados. Vio al lado de su cama el cementerio de sentires amontonados. Como urnas se abalanzó sobre sus libretas y en ellas encontró alguno de los comienzos que más tarde se tornaron agrios. Ante las páginas concedidas a su presunta lucidez no pudo hacer más que sonreír. Todo empezó queriendo creer que le habían dado más de lo que en realidad cedieron.

Dice así:

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