En ocasiones me digo que las historias más bonitas son las que tienen nombre de mujer…
Era julio a mediados del mes, eran días nublados y muy lluviosos. Aunque nos gustaban porque así teníamos la excusa perfecta para tomar chocolate caliente acompañado con sándwiches de queso, mientras veíamos películas o leíamos algún cuento. En uno de esos días nos llegó un aviso de desalojo. Yo vivía junto a Leslie. Leslie era una niña pequeña y muy divertida, con la mirada misteriosa, siempre andaba sorprendida por el mundo que le rodeaba. Me encantaba verla tan feliz jugando por las tardes en el patio de los tomates, jugando distraída y muy risueña. Se metía entre las verduras que juntos plantamos, iba de aquí para allá dando brincos. A veces contaba piedritas o insectos que atrapaba entre sus manecitas. Y otras veces ponía caras cuando mordía un tomate y no tenía el sabor que esperaba. No entendía porque los tomates a pesar de estar tan rojos eran tan desabridos, imaginaba que los tomates debían tener sabor a caramelo por su color.
El desalojo nos tomó desprevenidos. Recuerdo a Leslie cuando le dije que tendríamos que cambiarnos de casa, ella solo me miró dulcemente y con tono serio me dijo: “No olvides empacar mis juguetes”. Lo tomó con mucha madurez a pesar de tener 6 años… Aún recuerdo ver nuestras pocas maletas apiladas en la puerta, algunas eran pequeñas y un par eran grandes. Casi no teníamos demasiadas cosas.
Vivíamos en un departamento en el centro de la ciudad, era un departamento bonito con un pequeño patio donde cultivamos tomates. Leslie tenía siempre sus juguetes por todas partes, iba y venía con el mismo afán de una ejecutiva sin tiempo. Primero la cena con el señor oso, luego la taza de té, la cita con la plastilina y cuantas cosas se le podrían ocurrir en una tarde de juegos. La última vez que estuvimos en el departamento, vino a verme con la carita manchada de pintura y me dijo que extrañaría a los tomates, asentí con cierta nostalgia, porque yo también lo haría.
Ese día buscamos hoteles con los precios más bajos en los periódicos, encontramos uno que estaba a dos cuadras del departamento. Nos fuimos antes que nos desalojaran. Ella llevando sus mochilas repletas de juguetes, y yo llevando nuestra ropa y unos cuantos libros. El departamento quedo vacío sin el dulce desorden de Leslie y sin mis libros y mis lápices. Apagamos todas las luces, cerramos todas las puertas, caminamos por el departamento hasta el pequeño corredor mientras me tomaba la mano con la mirada perdida como recordando todas sus travesuras. Y llegamos al pequeño patio dónde los tomates parecían decirnos adiós a través de la puerta de cristal, brillaban como nunca con un halo de sol que los vestía. Y vimos nuestro reflejo dibujado en el cristal. Leslie abrió la puerta, camino hacia los tomates y arrancó uno. Le dio un fuerte mordisco y me miro sonriendo, y me dijo con su pequeña voz: «Ahora ya están dulces». Salimos y cerramos la puerta.
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