Corría una época que no reconozco. Un lugar totalmente desconocido. La «noche» es la más oscura que vi jamás, ni siquiera distingo la luna. Mis ojos no perciben ni el más ínfimo resplandor. ¿Dónde estoy?

Esto se siente tan perturbador como una niebla espesa que no te deja ver más allá que unos diminutos metros, pero la oscuridad hace todo más tétrico. La difuminación de una niebla sería más descontracturante que esto.

Me arrastro por el suelo intentando buscar una pared que me sostenga de este mareo desasosegante, que me brinde un apoyo más psicológico que físico. Pero me embisto con la nada misma. Un alrededor repleto de incertidumbre sin fin. Una calamidad amenazante que irrumpe en todos mis sentidos. Solo siento el supuesto suelo bajo mis pies, pero nada más. Corro, salto, lanzo gritos y sollozos, y únicamente recibo un vacío penetrante a cambio.

Mi mente no me transporta a ningún sitio, no me muestra ruta de escape alguna. No existe diferencia entre cerrar y abrir mis párpados. Experimento el dolor más puro pero sin saber las causas del mismo. Esto es la nada. La escasez de motivos y fundamentos de existencia. Solo hay intención, pero no resultados; ni positivos ni negativos. Nada. Las articulaciones funcionan, la carne funciona, pero no hay sonido si no se escucha, no hay movimiento si no hay visión, no hay sentimientos si no hay percepción. Pero entonces ¿Por qué creo que siento dolor y tristeza? Quizás ni siquiera son emociones, sino estados «naturales» del cuerpo y de la mente.

La creación nace del dolor, el dolor nace del vacío. La permanencia es fugaz y a la vez infinita a causa de eso. Sufro incansablemente sin posibilidad de claudicar. El tiempo erradica todo excepto el dolor.

Nacemos de la nada, y a la nada volvemos.

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