Hablemos. Ahora que al fin el tiempo parece estar de mi lado. Ahora que irremediablemente me tocó el turno de hablar y a ti de escucharme. Ahora que tu incómodo silencio apenas si te debe de alcanzar para reconocer cómo tu calvicie se abre paso más allá de ti por el imperio de tus genes.
Hablemos. A ti que tan poco te gustaba hablar. O quizá debo decir más bien que te encantaba hacerlo y lo que no hacías era escuchar. O mejor aún, sí escuchabas. Pero más bien únicamente cómo se oía tu propia voz que te traían de vuelta las paredes de la casa en un eco que te vanagloriaba. Entretanto era yo quien en verdad escuchaba por ambos. A ti te oía en tus palabras. Esas ceremoniosas y eruditas de siempre. A mí solo en mis pensamientos. Los recónditos de toda la vida. Y me oía a mí mismo una y otra vez preguntarte muy tímido en qué momento podría contestar. Cuándo vendría por mí esa libertad acogotada por tu verborrea. Sabrás que de niño me inventaba artefactos mientras aguardaba a que ella llegara. Me decía por ejemplo que tal vez al contar hasta tres te darías cuenta que ya me tocaba mi turno. Como en los juegos con mis amigos. La cuenta regresiva comenzaba entonces en mis adentros: “Uno… dos… y…” no, seguías hablando sin parar, así que a contar de nuevo: “Uno… dos… y…” de nuevo otra vez. Contar y contar para saber cuándo hablar. Y los números apilados en montones me fatigaban. Y abrumado por ellos ya te hablaba al fin. Lo hacía sí, pero solo conmigo mismo. Y ahí, delante de ti, a veces frente a la hosquedad tus gafas gruesas, y a veces frente a tu nariz empolvada de talco, y a veces frente a tu perezoso bivirí, pero de todas formas siempre frente a tus aspavientos, mientras se dilataba tu grandilocuencia, mi minúscula humanidad te respondía desde todos mis silencios.
Claro que te respondía. Aunque no lo creas. Pero en silencio papá. Y mi cabeza se convertía entonces en un peculiar auditorio. Allí dentro tus palabras eran los lobos con su tiránico derecho a aullar. Las mías eran los corderos apiñándose como podían. Y allí dentro, contigo delante todo el tiempo, con tu calvicie indubitable de por medio, los lobos hacían escarnio de las ovejas. Y las ovejas ante la embestida, ya sabes, siempre son ovejas. Los lobos, los lobos en cambio vaya que mordían cuando silabeabas: “Res – pon – sa – bi – li – dad. Res – pon – sa – bi – li – dad…” Las ovejas en su alboroto te replicaban: “Sí, lo que pasó fue de que…” Pero los lobos les salían al paso para abrumarlas: “Eso es lo que te falta. Y si no la tienes, cómpratela en la esquina.” Y las ovejas dentro de su capullo con un enclenque esfuerzo: “Lo que te quiero decir es que…” Y de nuevo los lobos interrumpían: “Ahí en la tienda la venden por kilos. Ve y cómprate un par.” Las ovejas insistían con angustia: “Ya pero yo… yo…” “Res – pon – sa – bi – li – dad. Res – pon – sa – bi – li – dad…” aullaban los lobos de nuevo entronizados en su monolito feroz. Las ovejas al borde de la fuga: “¿Dónde está mi mamá…?”. Los lobos martillaban: “Pero cuándo entenderás por los clavos de Cristo.” Las ovejas: “Mamáaa…” Los lobos con su paciencia despedazada: “¿Entendiste…? ¿Ahora si ya me entendiste?” Las ovejas petrificadas: ”mmm…” Y los lobos: “Te estoy hablando Dany, respóndeme, ¿entendiste…? ” Y entonces ahí, las ovejas enmudecidas en su infeliz reino se asomaban a un mundo hostil al que no hubieran querido salir, y oías mi propia voz realmente decirte: “Sí papá… ya entendí…” Y los lobos, ahora extrañamente mansos, se marchaban dejándome solo. Solo con los garabatos que continuaba haciendo absurdo con los dedos. Solo para que al fin sobre una almohada cóncava y cada vez más húmeda, el débil rebaño gimoteara amargamente todo lo que tus ceremoniosas y eruditas criaturas no le habían dejado decir.
¿Tenías que hablar siempre? ¿Tenías que hacerlo por horas? ¿Y al día siguiente también? ¿Veías a tu hijo realmente o a una estatua en su lugar? Ya me sabía de memoria hasta los pliegues en que quedaba deformado el bividí sobre tu pecho desnudo, ¿sabes? Y luego se apoderaba de mí un tedio supremo que me hacía redescubrir el exceso de tus vellos que el bividí dejaba al descubierto. Cuál de ellos ya había encanecido. Cuál le ganaba en ser más ensortijado al de al lado. Cuál de entre toda esa maraña peluda era el vello más lejano en reclinarse sobre el resto de tu piel estéril, como la última hoja del último árbol que alcanza la orilla inmediata de un páramo. Y mientras seguías hablando y hablando y hablando, me tocaba ahora resignarme a escudriñar el talco que te espolvoreabas sobre tu nariz regordeta y grasienta. Dónde estaba más tupido. Dónde ya se había desvanecido de tanto repasarlo con la manía de tu índice implacable. Dónde el blanco del talco dejaba de ser blanco para adquirir un color sin nombre. Y así te iba repasando con enfermizo detalle mientras confundías hasta el hartazgo la facilidad de palabra con tu dificultad de quedarte callado.
El reloj con toda su impiedad de hacerme infinito me impulsaba entonces a buscar mendrugos de esparcimiento fuera de tu cuerpo. Completaba la frase trunca en el calendario detrás de tu cabeza añadiéndole caracteres como si de una clave de caja fuerte se tratase y con ese empeño descifrarla. Te sacaba los lentes y te los volvía a poner en las posiciones más dispares. El salitre que desollaba caprichoso la pintura de la pared jugaba a la guerra con una tribu de enanos antes de convertirse en una mancha de donde surgía el extraterrestre que continuaba escudriñándome, incluso luego de buscar en la alfombra nuevos artificios. La perforadora y las tijeras servían de rampas para las piruetas de una insólita hormiga en patines. Tu áspero monólogo se perpetuaba aún al golpear miserable la frase “ya no sigas más” en tu máquina de escribir al lado de tu escritorio sobre su propia mesita. Luego en el otro renglón de esa hoja invisible aporreaba “aburrido”. Al instante borraba la erre de más con que fantásticamente la había escrito. Borraba enseguida toda la palabra aburrido y me quedaba el burro oculto dentro de ella. Borraba al burro con todo y patas y me quedaba tan solo con sus orejas. Al querer borrar sus orejas me aparecían las mías, y luego ya no podía borrarlas más de mi imaginario febril. Sería de seguro porque mis orejas, sí mis orejas, siempre fueron tuyas, y te apoderaste de ellas como lo hacías con la antena de conejo sobre nuestro televisor cuando impaciente veías lluvioso tu programa de box.
“No te vaya a entrar por una oreja y salir por la otra nomás”. Así resumías tu cháchara. O la primera de ellas porque a veces eras como un perro que se persigue la cola y andabas en círculos. Consagrado ya en la tortuosa ágora de tus habladurías, había aprendido a reconocer esas frases lapidarias como preámbulo del fin. La sensación agotadora de haber sido vapuleado convivía así extrañamente con el alivio de saber que estaba a punto de liberarme de tus embestidas. Y el ver tan cerca el final me daba la perspectiva de uno de tus boxeadores desdichados que tras una soberana paliza, la lona donde quedaba derrumbado su cuerpo sudoroso y exhausto no era como podía parecer el escenario de una vil derrota, sino la piadosa tregua que te obsequiaba el suelo debajo de tus pies. Así ocurría en efecto algunas veces. Tu cháchara del día culminaba en una estocada final. Dolorosa y humillante, incluso hasta perversa, pero después de todo nada que el abrazo de mi oso de peluche o el ajedrez conmigo mismo o la mirada perdida en busca de una ensoñación, no pudieran hacerme olvidar.
Lo peor de todo sin embargo sucedía cuando andabas en círculos papá, porque entonces no tenía forma que mis ovejas se consuelen entre sí diciéndose: “ánimo, que ya acaba esto” pues el fin terminaba por ser incierto. Cuando los lobos parecían estar a punto de irse una vez dinamitada ya tu frase lapidaria que anticipaba el final, de pronto una mirada de soslayo les hacía ir por más. Y venían de nuevo por las ovejas. Si antes las ovejas huían a tropezones como por un desfiladero con la certeza de saber que las fauces ceremoniosas y eruditas venían tras ellas, les quedaba al menos el vano consuelo de que si mantenían ese rumbo, en algún momento sabrían detrás de qué peñasco acabaría su pequeño infierno. Ojalá al menos hubiera sido así. Pero esa mirada de soslayo las traía de vuelta en una nueva fuga y de pronto el desfiladero pasaba a ser un auténtico laberinto. Y en esos pasadizos impredecibles los lobos solo se detendrían ya no por agotarse todo cuanto tenían por aullar, sino a causa de su propia fatiga. Y en esos pasadizos fortuitos los lobos aparecían duplicados primero y multiplicados después. Las huellas de su paso siniestro quedaban sobrepuestas por otras huellas de las mismas pezuñas que acababan de pasar. De vociferar lo ya dicho. De insistir lo ya vociferado. De repetir lo ya insistido. De reiterar lo ya repetido. De porfiar lo ya reiterado. De regresar por todas y cada una de esas cosas ya porfiadas.
Ya se sabía que eras persuasivo papá. No tenías por qué serlo con tu hijo también. Yo no era el burgués a quien debías superar como lo hacías en tu sindicato. Yo no usaba cuello y corbata como el gerente del banco al que tenías que arrancarle un reajuste salarial de ustedes los agremiados. Ni siquiera podía pronunciar plusvalía. Y para mí ese Lenin que conservabas perpetuado en cerámica solo era un pelado más como lo eras tú. ¿Es que eras incapaz de reconocer el miedo en la mirada de alguien que tan solo te llegaba al primer botón de tu camisa proletaria, la misma que te planchaba mamá? De acuerdo, en casa me reprendías dentro de tu oficina llena de tus libros abultados, de tu incesante tu máquina de escribir, y de todo aquello que te diferenciaba de mamá con su universo propio de ollas enternecidas, de porcelana intangible y de manteles hospitalarios, ámbito por cierto dolorosamente ajeno a tu incontinencia verbal. Allí en tu oficina donde me hacías llamar nos separaba tu escritorio de madera con su serie de tres cajones de cada lado y uno central con su propia llave, llave que los años escupieron de óxido primero y extraviaron después. Ese escritorio dividiéndonos a uno y otro lado de nuestro eterno conflicto, era la única simetría posible entre ambos, entre tú y yo, y lo que experimentabas en la oficina de algún banquero, donde los extremos de un escritorio de linaje más ennoblecido de seguro que el tuyo les recordaban la dialéctica que cada quien personificaba. Ahí acababa todo el parecido papá. Pero no, ese tribuno que llevabas dentro hizo de su propio escritorio un anfiteatro desmesurado. Hubiera preferido en cambio que fuera el lugar donde comiera en paz mis galletitas y yo jugara a ser tú mismo.
Desde luego otra cosa que hubiera preferido es decirte todo esto mucho antes. Pero tú ya lo debes suponer papá. Siempre me habías dicho que vaya por un par de kilos de responsabilidad a la tienda, y la verdad es que no he tenido la suficiente responsabilidad de ir a buscar la que me hace falta. Por lo visto tal vez tenías razón en tus reproches. Y sí pues, no fui el hijo que tú hubieras querido tener. Podría decir que lo lamento pero no sé si importe ya. El tiempo ha transcurrido como una huella en la pared, ya sin la pared. De todos modos me parece una ironía muy cruel que ahora sea yo quien te haya hablado sin parar como lo hacías tú conmigo. Lo es porque esta vez solo puedes mirarme sin parpadear siquiera desde esa fotografía marchita en ese rincón. Y allí guardas un irremediable silencio. Un silencio atroz como los míos.
Tu hijo Dany.
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