El Cristo Roto

El Cristo Roto

SR Figgs

14/06/2022

Dios se conjuga igual en todos los tiempos, aunque aún hay quienes no saben que es Verbo.

Recuerdo muy bien cuando cumplí 16 años pues alrededor de esa fecha conocí al más enigmático de mis vecinos. Curiosa persona era Bruno Salle: 62 años, blanco anglosajón de cara larga y rosada con amplias entradas en su cabellera, barba corta y canosa, nariz prominente en medio de dos grandes ojos azules que se escondían detrás de unos gruesos lentes de carey negros; andaba siempre con el ceño fruncido que hacía lucir más pobladas sus cejas entrecanas, y el semblante desencajado, que lo hacía ver fastidiado. Medía 1.96 metros que repartía de forma desigual entre sus largas y delgadas piernas y un torso de complexión robusta, con abdomen prominente, por lo cual gustaba de vestir ropa oscura y holgada que despedía un fuerte olor a naftalina; cuando salía a la calle remataba su atuendo con un saco oscuro de gabardina largo y un sombrero fedora negro a la cabeza. Todo en su apariencia se conjugaba para darle un aspecto añejo y desgarbado. Los vecinos lo evitábamos pues era huraño y de aspecto adusto. Quien osaba dirigirle la mirada generalmente no podía sostenérsela y terminaba alejándose de él. Hablaba de forma osca y desconsiderada. Por razones que no entendía entonces, mi mamá empatizaba con el tipo; él a cambio, la excluía de sus ásperos modales y le brindaba una deferencia por demás galante.

Era principios de octubre, cerca de mí cumpleaños, cuando mi madre me mandó a recoger unos libros que le había pedido a Bruno a préstamo para la tesis que preparaba mi hermana mayor. Recuerdo que fui recién entrada la tarde, caminé pesadamente el pequeño porche hasta llegar a la vieja y pesada puerta de su casa mientras lamentaba que mi mamá me hubiera mandado a mí en lugar de mi hermana, que era la interesada: «Va a ser una visita interesante», me dijo, a lo que respondí con una cara de fastidio elevando los ojos al cielo. No tenía botón de timbre así que toqué la puerta con el puño: cada golpe que daba parecía que la madera absorbía el sonido; esperé unos segundos, que parecieron eternos, para ver si me había oído y fue cuando noté la aldaba. Estaba a punto de usarla cuando abrió la puerta. Sentí un escalofrío que recorrió mi espalda, ahí estaba él, grande, ocupando todo el espacio visible. De la casa salió un hedor en el que predominaba una fuerte mezcla de tabaco y licor. Me dirigió una mirada despectiva, primero me señaló con el dedo la aldaba que no usé y después hizo una seña para que entrara. No hubo ninguna palabra de por medio. La casa olía a rancio y estaba mal iluminada. Murmuró algo que no entendí inmediatamente, me quedé tieso y solo atiné a mirarlo fijamente con cara de asustado. Luego levantó la voz:

— ¡Vienes por los libros para tu hermana! –masculló de forma grosera, o por lo menos así lo sentí.

— S… síii –dije tragando saliva.

Primero me miró fijamente luego movió de un lado al otro su cabeza diciendo en voz baja y entre dientes:

— No estaba preguntando, pero en fin…

Suspiró de mala manera mientras se daba la vuelta y todavía refunfuñando se perdió en un laberinto de oscuridad. Me sentí un poco abrumado, pero a la vez curioso, nunca había estado dentro de su casa. Por instinto realicé unos giros de reconocimiento y cuando paulatinamente mis ojos se fueron reconciliando con la penumbra, la casa empezó a dejar ver algunos de sus misterios. En el fondo de la sala se escuchaba música: era la “Cabalgata de las Valquiras” de Richard Wagner, claro eso no lo sabía en ese momento. Mi sentido común me hizo seguir las hipnotizantes notas de la sinfonía “El Idilio de Sigfrido”, primero revisé el pasillo por donde desapareció Bruno y no verlo de regreso me animó a entrar. Fue una experiencia mística y catatónica al mismo tiempo, ambientada en una densa atmósfera provocada por el grueso humo de un puro fumado a medias que despedía un desagradable tufo. Mi fascinación fue inmediata, la sala parecía un museo desordenado, objetos intrigantes y pinturas exóticas colgaban de las paredes, al fondo se divisaba un gigantesco mueble repleto de libros. Al lado derecho, un sistema estereofónico tocaba solo; de éste se desprendían en estética armonía y fidelidad los movimientos finales de esa estupenda sinfonía. De lado izquierdo había un par de sillones con una mesita en medio que alojaba un gran cenicero de cristal cortado donde estaba sentado el puro y un vaso a medias con un whiskey en las rocas a su lado. Atrás de los sillones, en un mueble hecho de cubos de cristal transparente, se albergaba una magnífica colección de cascos de guerra flanqueados por una armadura grande y brillante. Mi cabeza daba vueltas, mis ojos escudriñaban cada rincón del inmenso cuarto sin saber en dónde fijar la vista, fue entonces, casi enfrente de mí, que noté una pequeña mesita rustica pegada a la pared de la entrada de la sala, volví a revisar el pasillo, calculé que me daría tiempo de verla, había algo sobre ella, iluminado difusamente por un pequeño spot en la pared, que me llamaba la atención. Me acerqué lentamente, y lo que vi me dejó extrañado, sobre la pequeña mesa reposaba un crucifijo tallado en piedra blanca de alrededor de 25 cm que se había quebrado de la parte inferior y de los brazos. «¿Cómo, eso era todo?» pensé. Me acerqué al objeto, pero no tenía nada en particular, salvo el hecho que estaba viejo y quebrado. «¿Quién guarda algo así?», pensé. Empecé a acercar mi mano para tomarlo, quizá había algo que ignoraba.

— ¡No lo toques! –escuché fuerte y grave la voz de Bruno detrás de mí.

Bruno es una persona con temperamento rudo, mandón, impaciente, inflexible, vaya, no muestra mucha simpatía por los demás, sin embargo, algo cambió en ese momento.

— No tienes la menor idea de lo que significa –dijo suavizando el tono.

— Bueno, mmh…no –dije tartamudeando–, ¿perteneció a alguien de su familia? ¿tiene alguna historia? –pregunté.

Dejó suavemente los pesados libros que acarreaba sobre una silla cercana y suspiró. Me miró de arriba abajo como estudiándome, pensando si yo pudiera ser digno de la historia que empezaba a entretejerse en su cerebro. El momento se convirtió en una pausa por demás incomoda por lo que comencé a retirarme lentamente, primero un paso atrás, luego el siguiente…

— ¡Muchos años atrás cayó desde donde estaba colgado y se quebró! –dijo repentinamente en voz alta.

Tragué saliva y regresé mis pasos con cautela, intimidado por la diferencia de estatura y complexión de Bruno.

— Su dueño trató en vano de pegar las piezas, pero el pegamento no cuajaba y lo tiró a la basura –empezó a decir sin mirarme a los ojos, moviendo las manos elocuentemente como si eso ayudara a contar la historia. Luego continuó de forma retórica mirando al vacío: ¿Para qué pudiera servir ahora que estaba roto? Sin más, su dueño se fue a dormir –terminó, bajando el tono.

Hizo una pausa y miró fijamente el crucifijo, como pidiéndole permiso para seguir la historia, luego me miró a mí de forma sombría:

— En la mañana del día siguiente estaba sobre esa mesita –continuó.

— Alguien de su familia lo sacó de la basura y lo colocó ahí –me atreví a decir con un poco más de confianza, sintiendo el reto del pequeño y simple enigma lanzado por Bruno.

— Eso pensó él –dijo inmediatamente sin sorprenderse de mi respuesta–, que alguien de su familia lo estaba bromeando, así que lo volvió a tirar, pero ahora, sin que nadie supiera, lo puso en el fondo de otro bote de basura y tiró algunas cosas arriba para esconderlo. Al día siguiente en la mañana, sin que nadie se diera cuenta revisó el bote, ahí estaba, al fondo, debajo de toda la basura. Todo transcurrió normal para él ese día, aunque la curiosidad le pico un par de veces y fue a revisar su mesita solo para encontrarla vacía. Solo que cuando se levantó a la siguiente mañana, el crucifijo estaba de nuevo sobre su mesita.

No pude sino esbozar una sonrisa la cual Bruno no correspondió, me miró fijamente, sin expresión y mi sonrisa se convirtió en una mueca incómoda; alzando un poco la voz continuó:

— Estaba enojado, lo tomó, lo envolvió en varias hojas de papel grueso, se cercioró que nadie se diera cuenta y lo escondió en el ático: en un baúl viejo que guardaba triques y acumulaba polvo de varios años. No quería mencionar nada a su familia ya que pensaba que era objeto de burla y no quería darles la satisfacción. En ese momento creyó que había dejado el asunto por sentado.

— Volvió a aparecer al día siguiente –me aventuré a decir un poco altaneramente, como si supiera la respuesta. Tratando de seguirle la charada.

Bruno me miró fijamente, pero su mirada ya no era pesada. Suspiró y de nuevo miró el crucifijo roto.

— No, el crucifijo no apareció… –dijo en tono sombrío–, por un par de días se detenía constantemente a mirar la mesita sola, pero curiosamente su sentimiento no era el mismo; por un momento llegó a pensar que…, a desear que el crucifijo apareciera, pero su mente práctica y realista lo sacaba de ese ensueño. «No podía ser de otra forma», pensaba y se reconfortaba.

Bruno detuvo su narración y reflexionó por un par de minutos mientras yo trataba de desentrañar que rumbo tomaría esta historia, o que lección pudiera él pensar que esta pudiera dar. De momento, mi mente joven, inexperta y escéptica llegó a la conclusión de que Bruno había inventado la historia, quizá era su propio crucifijo y por alguna razón lo había romantizado y ahora se dedicaba a contar esa historia a quien le llamara la atención ese viejo cachivache para tratar de impresionarlo. Pero siguió adelante:

— Ese fin de semana –continuó–, salió muy temprano de paseo con su familia, comieron, hicieron compras, caminaron por la plaza y visitaron a un tío enfermo. Hubo momentos en los que quiso preguntar a su familia quién lo había hecho, quién estuvo sacando ese crucifijo roto e inservible de la basura y regresándolo a la mesita. Pero no lo hizo, prefirió que su familia pensara que él no le daba importancia a esa broma. Pero cuando llegaron a su casa, el crucifijo roto estaba de regreso en la mesita.

Por alguna razón sentí un escalofrío en la espalda, claro en la sala se sentía baja temperatura y el ambiente húmedo hizo recorrer alguna fría gota sobre mi espalda. Por un momento pensé que Bruno había acabado su historia pues fue por el puro que estaba al fondo de la sala, el cual se había consumido hasta la mitad, dejando en su lugar ceniza perfectamente conformada; tomó lo que quedaba y dio una gran chupada, exhalando luego una gran e impecable voluta. Tomó lo que quedaba de su bebida y regresó. Se puso frente a mí y continuó casi gritando y manoteando:

— Estaba furioso, reunió a su familia y les contó lo sucedido, esperando que alguno de ellos confesara quien lo estaba bromeado. Nadie se hizo responsable pues nadie lo había hecho, ni en ese momento, ni antes. Sin estar convencido de lo que le habían dicho, y no queriendo permitir que alguien jugara con sus sentimientos, lo metió en una caja y la cerró. Salió de su casa y caminó un par de cuadras, buscó un bote de basura de cualquiera de sus vecinos y lo tiró al fondo. Antes de alejarse, sintió un viento frío que lo hizo titiritar y dudó, «es un crucifijo roto e inservible», pensó tratando de convencerse de lo que hacía, «su figura no está completa, está quebrada, a quien le puede servir». Suspiró, rechazó su duda y se fue. Sin embargo, al siguiente día su mente no dejaba de pensar en él, la ansiedad lo empezó a consumir, cada mañana y cada vez que llegaba a su casa, se dirigía a su mesita. Tres días y nada. Finalmente se había deshecho de ese crucifijo. Sin embargo, no se sintió satisfecho, sino vacío. Había un dejo de tristeza, aunque en realidad ocurrió lo que él esperaba –dio otra chupada a su puro y continuó–: trató de alejar de su mente lo sucedido, pero inmediatamente se encontraba divagando en estos hechos, y aunque él no se pensaba muy creyente, su corazón quería que hubiera sucedido alguna especie de milagro y el Cristo estuviera de regreso en su mesa. Más tarde comenzó el tormento: «¿Por qué le di la espalda?, ¿solo por qué estaba roto?», pensaba. Esa noche de regreso de su trabajo pasó por casa del vecino donde tiró la caja con la esperanza de ver qué no hubieran recogido su basura, fue en vano, los botes estaban vacíos, y suspiró.

Mi rostro se comenzó a desencajar, «¿Hasta dónde podía la llegar la obsesión de un hombre por un objeto?, ¿hasta perder la razón?», pensé. «El hecho que hubiera aparecido de nuevo en la mesita hubiera sido una imposibilidad, los milagros no existen», me dije.

Bruno había consumido su puro y lo apagó lentamente en un cenicero cercano, vio lo que restaba del whiskey en su vaso, y de un solo sorbo se lo tomó, mientras yo me empezaba a impacientar. Me miró y siguió:

— Después de un par de semanas, llegó su vecino con un paquete, «es tuyo vecino», le dijo, y él se sorprendió. «¿Cómo? ¿de dónde?». Y le dijo, todavía con el paquete en la mano, «estuve fuera de la ciudad y vi la caja hace varios días cuando llegué a mi casa. Estaba en la entrada de mi casa. Pensé que era para mí, pero después vi que la caja tenía una etiqueta con tu nombre y dirección, aunque la caja estaba maltrecha, la guarde para traerla, disculpa la tardanza, pero aquí está ya». Su cara no podía contener la sorpresa, la tomó y la abrió lentamente, sus manos temblaban, removió los papeles sucios y… ahí estaba, era su Cristo, su crucifijo roto. Las lágrimas brotaron de sus ojos, eran de felicidad. Abrazó a su vecino y le agradeció. Pensé que lo había perdido, le dijo, mientras el vecino decía en voz baja, «es un crucifijo roto, no entiendo»; «algún día lo harás», le contestó, «nunca debí abandonarlo, él nunca lo hizo conmigo» –terminó diciendo con un suspiro.

Me quedé callado mirando a Bruno, no sabía que decir, estaba estupefacto. Él por su parte trataba de anticipar mi reacción.

— ¿Cuándo le sucedió todo esto? –me aventuré a preguntar a Bruno.

— Oh, no fue a mí –dijo impasible–, yo era el vecino que le llevó la caja –dijo con una mueca de ingenio.

Mi reacción fue de sorpresa, advertí que se dio cuenta y sonrió.

— Él me contó la historia unos meses antes de morir, el Cristo roto y la mesita lo acompañaron hasta el final de sus días. Unos meses después de fallecido, la esposa hizo una venta de remate, me di cuenta de que estaba ofreciendo las dos cosas y se las compré. No es lo tangible lo que adquirí, sino lo intangible. Por eso lo conservó aquí en esta mesita, y me acompaña todos los días, como un símbolo que Dios nunca nos abandona.

Hizo una pequeña pausa sopesando mi reacción, y continuó:

— Como símbolo de que cuando algo en la vida se nos dificulta, o sufrimos una desgracia; o cuando algo no sale como queremos; o como solución pragmática a nuestras dudas existenciales; o por otras creencias, … se nos hace fácil dejar de lado a Dios. Lo reprimimos, lo culpamos y lo mantenemos fuera de nuestras vidas. Pero Él no se da por vencido y regresa, por más difícil que sea la situación, va a buscar la forma de regresar. No siempre con la presentación más elegante o la más fina, a veces puede presentarse humildemente, quizá como un pequeño trozo de piedra tallado, quebrado, sin pies ni manos, como este Cristo roto, para recordarte que él ahí está contigo, siempre.

Agachó un poco la cabeza buscando los libros, los tomó y me los dio.

— Para tu hermana… –dijo y dejó caer el grueso de libros en mis manos–. Hay uno para ti ahí –terminó con una sonrisa.

Le devolví la sonrisa y salí de su casa. En ese momento no lo supe, pero algo había cambiado en mí.

Han pasado más de 20 años desde este evento; seguí frecuentando a Bruno por varios años más. Eventualmente me ofreció la misma deferencia que tenía con mi madre. Nunca me cansé de su forma de interpretar la vida y lo discutíamos amenamente. Luego la vida misma me llevó a otros lugares, terminé mi carrera profesional, me casé y me mudé de casa de mis padres. Las visitas a Bruno empezaron a ser más cortas y escasas. Llegaron los hijos y me desconecté de él totalmente. Hace un par de años, de visita en casa de mis padres un domingo de otoño, cuando el viento fresco y húmedo del norte comienza a echar fuera el sofocante calor del verano, me sobrevino un extraño presentimiento y le pregunté a mi madre por él. Me dijo que Bruno había ido con ella un par de meses atrás. «Se despidió de mí», explicó; «me dijo que iba a encontrarse con su hermano Bernardo y me encargo especialmente despedirse de ti». Mi corazón dio un vuelco, aunque rápidamente me repuse, por mi mente circularon rápidamente todos los encuentros que tuvimos. Cuando partí, ese día más tarde, la nostalgia se apoderó de mí y recordé la historia del crucifijo roto mientras pequeñas lágrimas humedecían mis ojos al pasar enfrente de su casa. «Por qué lloras», preguntó mi esposa… «algún día lo entenderás», le dije.

Pasados un par de meses llegó un camión a mi casa, traía una caja grande de madera. Desconocía el remitente, pero la recibí, traía mi nombre escrito a mano en el frente. Conseguí un martillo y comencé a desarmar la caja. Mi cara no pudo esconder la sorpresa cuando terminé de desarmar el embalaje, era la vieja mesita de Bruno, con una nota pegada en la parte superior. «Él nunca te va a abandonar, abre el cajoncito». Lo abrí y envuelto en varias capas de papel ahí estaba…, igual que aquella primera vez que lo vi. Mis ojos se llenaron de lágrimas, de todas las cosas interesantes, exóticas, inusuales, ésta es la única que en realidad le hubiera yo pedido. Orgullosamente lo tengo en el recibidor de mi casa, en esa misma mesita vieja, y siempre que alguien me pregunta por él, les cuento la misma historia; muchos la ven con escepticismo, unos con indiferencia, otros con esperanza, algunos con amor; yo siempre que salgo o que llego lo veo y le doy gracias a Él, que siempre esté conmigo.

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