El mito de los seis Heraldos

El mito de los seis Heraldos

Angel Trejo

02/06/2022

I

“Antes de que el primer segundo fuese escrito, Omentië reinaba la existencia. Un poder inconmensurable, capaz de crear y destruir, unir y separar. El perfecto equilibrio entre Rhón y Ëala, las escencias de la realidad, el cuerpo y el alma. Todo era Omentië, y estaba solo. Comprendió que su poder debía ser utilizado para crear, por lo que de su propio ser engendró a seis seres eternos: los Heraldos. Fueron tres los Heraldos de Rhón, y tres más los de Ëala, todos fragmentos de Omentië y poderosos por igual; nacidos como hermanos, criados en igualdad. No poseían un cuerpo que nuestra mente mortal sea capaz de imaginar, y su alma era algo mucho más grande, extraño y crudo que lo que somos capaces de comprender como tal. Eran todos tan diferentes y magníficos que las palabras no alcanzan para honrarlos adecuadamente.

El primero de los Heraldos de Rhón fue Silamie. Era el mayor de sus hermanos, y se dice que era tan grande que adondequiera que sus hermanos mirasen, él estaba. Era también el más sabio, pues entendía a Omentië mejor de lo que nadie jamás lo ha podido entender. Cuando hubo comprendido todo cuanto pudo, y el ansia de creación heredada de su hacedor no pudo ser contenida más, Silamie sacrificó su gran tamaño para crear el tiempo y el espacio con una terrible explosión. Ante sus ojos y los de sus hermanos se extendió un vasto océano de vacío en el cual nadaban feroces manchas de materia sin forma ni vida. Silamie fue pequeño desde aquel momento, el más pequeño de sus hermanos, y en ellos despertó esa misma ansia por crear, fascinados con la obra de su hermano mayor.

Arquárë fue el segundo heraldo de Rhón, el más fuerte de los seis. Cuando vio la creación de su hermano mayor, sintió una gran alegría, pues vio cumplida la voluntad de Omentië; sin embargo, afirmó que la obra estaba incompleta: no tenía orden alguno, los elementos bailaban sin ritmo ni sentido. Así fue como vio lo que debía hacer. Arquárë se adentró en la obra de su hermano y con sus más de mil brazos moldeó con potentes golpes las rocas y de ellas formó planetas, con amplias palmas formó estrellas de los gases, y con sus brazos tomó el agua y el resto de los líquidos y los lanzó al espacio. Cuando hubo hecho esto, tomó con cuidado cada astro que había moldeado y los juntó en sistemas que se orbitaban mutuamente, formando galaxias y cúmulos de éstas. Por último, pasó a cada planeta y, con golpes y palmas menos potentes, como cinceladas, creó ríos, océanos, montañas y valles. Cuando el cansancio le hizo saber que había concluído, escogió el más grande de sus planetas y se sentó en él a descansar.

Detrás de Arquárë iba siempre Inuvanë, el más joven de los hermanos, y el primer heraldo de Ëala. Inuvanë quedó fascinado por lo que habían hecho sus hermanos, se sintió atrapado por las formas y el movimiento, a la vez que por la súbita explosión de Silamie que lo cubrió todo en el principio. Pero Inuvanë, quien era el más talentoso y artístico de los hermanos, se sentía a la vez triste por un sencillo motivo: la creación de sus hermanos no tenía belleza ni sustancia ni color. Así que decidió que su propósito era dárselo, y con gran talento y habilidad dio a cada estrella su resplandor y tinte, pintando las galaxias; a los planetas les dio viveza y melodía, y otorgó belleza a cada paisaje que existía. Gracias a Inuvanë, no hubo ni un solo lugar en la creación que careciera de belleza, y aquel planeta donde Arquárë descansaba fue el más bello de todos, pues Inuvanë descansó también ahí, en lo profundo del más grande océano.

Después recorrió la creación Kelvada, el segundo heraldo de Ëala. Era el más curioso y hábil de los seis, y había estado observando todo desde fuera. Llegó entonces al Descanso de los Heraldos, donde sus hermanos dormían. Se sorprendió de la belleza y la perfecta armonía que abundaba en el lugar, y durante eones estuvo ahí, estudiando la creación como sus hermanos, sintiendo una profunda admiración hacia ellos. Un día, sintiendo curiosidad por la obra de sus hermanos, intentó crear algo igual de bello y perfecto, así que tomó un trozo de Rhón y un trozo de Ëala, los juntó y moldeó con extensa dedicación durante muchos, muchos años, y cuando terminó, había creado. De su dedicación y determinación nació la primera y la más hermosa de las criaturas: Taule, un enorme árbol, cuyo tronco medía horas de viaje y su copa medía veinte veces eso. Desde la tierra no se podía ver el fin de la copa, que se perdía en las nubes. Desde ese momento Kelvada amó a su creación, y poco después quiso darle un compañero, pues sabía lo que era vivir acompañado y sintió el deseo de compartirlo. Tomó de nuevo un trozo de Rhón y un trozo de Ëala y los moldeó durante muchos años. Sin embargo, descubrió que no podía replicar lo que había hecho antes, así que usó su experiencia y su determinación para crear algo más complejo, pero menos bello. Así nació Vëo, una masa enorme con la forma de una oruga, que podía moverse por sí sola y trepar por el tronco de su hermano Taule. Kelvada pasó eones más viviendo en el Descanso de los Heraldos, cuidando de sus criaturas y procurándoles descendencia y vida próspera, los expandió por toda la creación y pronto las criaturas ya no eran iguales en un planeta y en otro. Así nacieron los hijos de Kelvada.

Fuera de la creación estaba Silamie, siempre contemplando, tranquilo e inmóvil. Con él estaban Minyatar y Amilatar, los últimos de los hermanos y los únicos que no habían cumplido aún la voluntad de Omentië. Minyatar era el último de los Heraldos de Ëala, el más sensible de los seis, y Amilatar era el último de los Heraldos de Rhón, el más inteligente de todos. Desde el nacimiento de los heraldos, ambos habían pasado su tiempo siguiendo y admirando al otro. Durante eones, habían visto juntos a la creación surgir, crecer y vivir, e inevitablemente, entre Minyatar y Amilatar nació un profundo amor. Sin embargo, el sentimiento de Amilatar nunca podría equipararse a lo que sentía Minyatar, pues en el primero dominaba la esencia de Rhón. El hermano más sensible se dio cuenta de esto, así que, en un acto de amor, tomó parte de Ëala que vivía en si mismo y se la otorgó a su amado para que pudiera sentir con la misma intensidad que lo hacía él. Esto hizo menguar las fuerzas de Minyatar, pero en respuesta, Amilatar pasó parte de Rhón a su hermano, y uno se convirtió entonces en el eterno complemento del otro, y su amor perduró hasta el final de los tiempos.

Silamie se quedó sólo cuando sus dos hermanos bajaban al Descanso de los Heraldos para contemplar la obra del resto de sus hermanos. Minyatar y Amilatar, tan sensibles e inteligentes como eran, quedaron a la vez fascinados y enamorados de los hijos de Kelvada, dotados ahora de la belleza de Inuvanë. Ambos acudieron al padre de las criaturas y le ofrecieron un trato: si él les prestaba su habilidad para crear la vida, ellos le prestarían su inteligencia para mejorarla y su sensibilidad para enriquecerla. Así fue como juntos, los tres tomaron trozos de Rhón y de Ëala y los moldearon con proporciones y técnicas mucho más precisas que las que antaño hubiera usado Kelvada, y después de mil quinientos años de trabajo, de su trabajo, una nueva criatura cobraba vida. Tan bella como todos los hijos de Kelvada, era la primera mujer que había existido: alta, esbelta, bella y fuerte como ninguna otra criatura, de cabellos negros como la noche y ojos marrones como las montañas. Con un último esfuerzo, Amilatar le otorgó a su creación lo que había estado moldeando: un alma. Cuando estuvo completa, la mujer cobró consciencia, y vivió. Así nació Anelatar, la primera de los Áoser, los primeros hijos.

Como regalo para Kelvada, Amilatar moldeó tres almas igual de perfectas que la de Anelatar y se las dio a su hermano. Una fue para Déoser, el primer hombre de los Áoser y compañero de Anelatar; las otras dos las otorgó a Taule y Vëo, sus primeros hijos, y éstos vivirían por toda la eternidad, hasta que la creación de Silamie fuera destruida. Kelvada, por su parte, dio como regalo a sus hermanos dos cuerpos perfectos, aunque a diferencia de los Áoser, estos cuerpos estaban dotados de una belleza superior a la de los Áoser gracias al toque de Inuvanë y eran andróginos y carentes de sexo para honrar la naturaleza de los Heraldos.

Así pues, enamorados de su nueva creación y deseando vivir entre sus hijos, Minyatar y Amilatar tomaron sus nuevos recepientes. Fueron ellos los primeros de los hermanos en unirse a su creación en cuerpo, viviendo con ella y sintiéndola. Esta era la voluntad final de Omentië, ellos pensaban. Siendo por fin seres corpóreos, la pareja se amó eternamente, y eterno sería, pues ni su cuerpo ni su alma envejecería jamás.

Así terminó la Edad de la Creación.

II

Del amor entre Minyatar y Amilatar nació Anonatar, un hombre bello de piel oscura como la de Minyatar y ojos grises como los de Amilatar. Su piel era fina y sus cabellos largos y lacios que corrían como ríos bajando una montaña. Él fue el primero de los Hréoser. De su unión con Garéoser, hija de Déoser y Anelatar, nacería una larga descendencia y la raza de Anonatar perduraría. Así mismo, de la unión entre Anelatar, Déoser y Kendiater, hija de Anonatar y Garéoser, la raza de Anelatar perduraría por milenios. Grande fue la descendencia de Minyatar y Amilatar, quienes vieron nacer y morir a cientos de Áoser y Hréoser. Con el tiempo, ambos padres otorgaron a sus hijos los idiomas y la capacidad de comunicarse, y los criaron en las artes y las ciencias, volviéndolos cultos y sensibles.

Fuera, Silamie observaba todo desde la misma posición en que había estado eones atrás. Se sentía ofendido porque sus hermanos hubiesen profanado tanto su obra, y a su vez celoso de que la hubiesen mejorado. Bajó entonces al Descanso de los Heraldos y por primera vez en mucho tiempo se reencontró con sus hermanos, a quienes saludó con elogios y bellas palabras. Buscó primero a Kelvada y lo engañó para aprender el arte de crear vida, pidiéndole que crease un bosque en su honor, pues él había sido quien todo lo había creado en un principio. Kelvada así lo hizo, pues admiraba a sus hermanos casi tanto como admiraba a Omentië. Silamie, tan sabio como era, no tuvo problemas en aprender los secretos de su hermano, y se retiró a la más grande montaña creada por Arquárë, donde tomó un trozo de Rhón y un trozo de Ëala y durante dos mil años los moldeó. Sin embargo, su resultado no fue bello como los Áoser y los Hréoser; en cambio, su creación era una criatura encorvada, de piel gruesa y cabeza grande. Se sintió frustrado y, con un gesto, hizo volar la montaña.

Iracundo, Silamie buscó a Inuvanë con la intención de que éste le otorgara la belleza a su creación. Para su grata sorpresa, su hermano accedió de buena gana, y lo siguió hasta el lugar donde escondía a la criatura. Inuvanë tomó parte de Ëala como lo había hecho tantas veces antes y la canalizó a la criatura, pero no pudo hacer mucho; la espalda se irguió y la cabeza redujo un poco su tamaño, pero seguía siendo más grande que la de otras criaturas. El menor de los hermanos descubrió, triste, que la criatura había sido creada con odio, y sólo odio podía ser moldeado en ella. Silamie no tuvo más que aceptar su creación como era. Pidió a su hermano ayuda para crear a una mujer y éste así lo hizo. Pasado ese tiempo, el odio y la envidia de Silamie habían corrompido a Inuvanë, que ahora se preguntaba por qué las creaciones de sus hermanos eran más bellas que las suyas, siendo él quien había dotado de belleza la creación entera. Habiendo dado vida al primer hombre y la primera mujer de los Terókuser, Silamie convenció a Inuvanë de tomar el cuerpo del hombre y formar, junto a él, un nuevo linaje.

Durante muchos años, las tres razas proliferaron, pero los Terókuser vivían aislados, formando sus propios pueblos y ciudades, siempre alejados de los Áoser y los Hréoser. Silamie e Inuvanë se coronaron como sus líderes y sembraron ideas de odio y rechazo hacia las otras razas, con especial énfasis en los segundos. Así fue que dos mil quinientos años después del nacimiento de los primeros Terókuser, Silamie construyó una flota entera con los hijos de Taule, y embarcó a tantos hijos como pudo con destino a las costas del gran continente, donde residían sus hermanos. Los grandes pueblos costeros habitados por Áoser fueron masacrados, y la guerra comenzó.

Pronto, Minyatar y Amilatar congregaron a todos sus hijos, y Amilatar, que ante todo era aún la más inteligente de los Heraldos, formó estrategias y batallones con los que, esperaba, ganarían tiempo. Mientras tanto, Minyatar hizo una visita a su hermano Kelvada, quien vivía con gran parte de los Áoser bajo la sombra del gran árbol sintiente Taule. Minyatar le pidió a su hermano que hiciera para él grandes bestias para combatir, unas aladas para poder surcar los cielos y unas grandes y fuertes para poder aplastar a sus enemigos. Pero Kelvada se negó, ofendido porque su hermano quisiera usar su tan bella creación para causar daño. Pidió, en cambio, que Minyatar y Amilatar parasen de planear la guerra, y entonces él ayudaría a poner un alto a los Terókuser de manera no violenta. Sin embargo, sus hermanos eran orgullosos como ningún otro, y Minyatar se negó rotundamente. Se les había ofendido, y la guerra era inminente.

Molesto y a la vez triste, Kelvada llamó a todos sus hijos y les ordenó no tomar partido. Él mismo se adentró al gran tronco de Taule y ahí vivió, hasta que ninguna guerra desolase al Descanso de los Heraldos. Se dice que los Áoser, fieles hijos de Kelvada, vivieron desde entonces en lo alto del gran árbol, y aún cuando Kelvada volvió, ellos ya no deseaban vivir pisando la tierra. Así que Kelvada hizo una nueva criatura, grande y parecida a las generaciones más nuevas de los antiguos hijos de Vëo: con ocho piernas y diez grandes ojos, dos alas enormes y el cuerpo cubierto de una gruesa crisálida. Y tomó el cuerpo para sí mismo.

Por su parte, ambos Silamie e Inuvanë bajaron en busca de Arquárë a las entrañas del mundo, y lo hallaron dormido en lo alto de un peñasco rodeado de aguas negras que hervían. La pareja le rogó a su hermano que compartiera con ellos el don de la fuerza, contándole su historia, pero de igual manera, éste se negó. Para Arquárë, su trabajo había concluído hacía mucho tiempo, y no había nada más que pudiera hacer por la voluntad de Omentië. Entonces, furioso y lleno de odio, Silamie tomó la parte de Rhón que formaba a su hermano y la torció y pervirtió sin que éste pudiera hacer nada, convirtiéndolo en una figura humanoide hecha de roca negra, que ahora estaba atada a la creación. Se cuenta que tal vez Arquárë habría podido liberarse de esta maldición, pues se ha dicho antes que los seis Heraldos gozaban de poder por igual, pero el más fuerte de los hermanos durmió desde el principio de los tiempos, y nunca se dedicó a estudiar la obra como lo hicieron sus hermanos. Fue entonces su ignorancia quien lo condenó a vivir de la roca, la misma que antaño había moldeado a golpes, cuando sus brazos eran más de dos y su fuerza mayor a la de un simple trozo de roca.

Así, sin obtener nada de sus hermanos, y habiendo perdido ambas partes a los Áoser como posibles aliados, la guerra de las razas dio comienzo.

La primera batalla se dio en los campos de Teronne, al centro del gran continente. A la cabeza de los Hréoser corrieron Minyatar, Garéoser y Anonatar, vistiendo relucientes armaduras doradas y portando las primeras espadas, primitivas pero hermosas y letales para los mortales. Del sur corrían los Terókuser, liderados por Silamie e Inuvanë, portando todos enormes garrotes y rocas pesadas que lanzaban a sus enemigos. La batalla fue brutal, y cientos murieron, pero la victoria sería para los Terókuser, pues, aunque no tenían táctica y su forma de luchar era salvaje y poco eficiente, sus pieles eran resistentes y eran fuertes por naturaleza.

Fueron muchas las batallas, con historias dignas de contar, pero aquí no han de relatarse, pues esta historia habla de creación, y en la guerra de las razas no hubo más que destrucción. Así fue, sin embargo, una de las infinitas veces en que se cumplió la única ley que no fue escrita por Omentië o los Heraldos: Habrá de perdurar el equilibrio, así de Ëala y Rhón, así de caos y orden.

Cuando la guerra terminó, ciento ochenta y seis años después de iniciar, había concluido la Edad de los Heraldos.

III

Muchas vidas se perdieron a lo largo de la guerra, y tanto los Hréoser como los Terókuser no eran ya ni siquiera una tercera parte de lo que fueron antaño. Cientos de batallas se libraron y nunca estaba claro quién vencería. Los hijos de Inuvanë superaban a los de Amilatar en fuerza, resistencia y número, pero los segundos superaban a los primeros en inteligencia, belleza y unidad. Para todo aquel que vivió en aquellos tiempos, la guerra fue una época de oscuridad y sufrimiento. Al final de esta, incluso para Minyatar y Amilatar lo fue, pues el amor que tenían por su pueblo murió el instante en que Anonatar fue atravesado por la hoja de Silamie. La amargura inundó la Ëala de la pareja y todo se volvió frío y oscuro. Fue la primera vez que experimentaron el asesinato, algo que ellos no habían creado, y que no podían reparar. Silamie e Inuvanë probaron entonces el sabor de la venganza, y éste les pareció sucio y grotesco; su Ëala se llenó de culpa, vergüenza y una serie de emociones que nunca habían sentido. Incluso a Silamie, el menos sensible de los hermanos, la sensación le comió por dentro.

Así, la guerra terminó, gran parte de los hijos habían muerto, pero ni aún con eso los Heraldos habían dejado de crear, pues crearon con Ëala la venganza y la crueldad, la amargura y el desespero.

Cuando el odio se atenuó en la Ëala de Silamie e Inuvanë y el amor de Minyatar y Amilatar se había roto, viendo la pena y el sufrimiento que le habían causado a sus pueblos, los cuatro Heraldos se dieron cuenta que debían volver. El Descanso de los Heraldos ya no les pertenecía: era ahora de sus hijos, y éstos lo merecían. Llamaron de nuevo a Kelvada y Arquárë, quienes tenían ahora cuerpos hechos con Rhón. Escogieron un lugar para dejar sus cuerpos y volver a como fueron antes, pero esto no pudo cumplirse; habían abandonado sus formas, cambiando su Rhón y torciéndolo, y esto ni siquiera ellos podían deshacerlo. Lo conocían todo, lo habían creado todo, menos a sí mismos: no se comprendían.

Durante quinientos años se sentaron a pensar, a estudiar. Sus pueblos poco a poco se recuperaban en número, y los cuerpos inmóviles de los seis Heraldos inspiraron cientos de obras artísticas. Al principio hubo enemistad entre los pueblos Hréoser y los Terókuser, además de recelo hacia los Áoser, que habían permanecido ajenos al conflicto; pero al cabo de un par de siglos, la reunión de los Heraldos se convirtió en un símbolo de paz entre los pueblos y la unidad entre las razas.

Fue Silamie, por supuesto, quien lo comprendió primero. Había pasado tanto tiempo y habían tenido siempre la misma ansia por crear, que nunca habían considerado la idea de un final; eran seres eternos, después de todo. Pero ahora lo veía. Habían terminado su obra, habían creado todo cuanto podían crear, o por lo menos todo cuanto la voluntad de Omentië había deseado. Ya no había más que pudieran hacer, les habían heredado a sus hijos el ansia de crear que ellos habían tenido, y ahora era su turno. Entonces Silamie dijo a sus hermanos que era hora de volver a ser uno, de unirse. Quien más se resistió fue Kelvada, quien aún ansiaba vivir con sus hijos y verlos crecer y prosperar, pero al final cedió. Era ilógico resistirse, pues sabía que Silamie tenía razón; siempre fue quien mejor comprendió a Omentië y su voluntad. Así que estaba decidido.

Aún pasaron años antes de que la decisión de los Heraldos fuese ejecutada, y durante ese tiempo se sucitaron muchas historias dignas de contar. Kelvada acudió a Arquárë, y le ofreció un cuerpo más bello y funcional a cambio de construir para él un gran santuario. Arquárë aceptó el trabajo, pero rechazó el cuerpo, se había encariñado con el suyo y había creado todo un pueblo propio de seres semejantes a él que ahora vivían en las entrañas del mundo. Tomó entonces el sitio que su hermano le indicó, donde yacía Taule, y a su alrededor moldeó un anillo de enormes montañas, más altas que cualquiera que alguna vez existió en el Descanso de los Heraldos, que protegerían por siempre el hogar de los Áoser, de Taule y de Vëo. Todos hijos de Kelvada.

Por su parte, Inuvanë se encargó de enseñar el arte de la escritura y a perfeccionar y embellecer el habla y las lenguas de los Áoser. Hecho esto, Amilatar otorgó a Anelatar una serie de tablas en las que le pidió que escribiera. Le pidió que se encargara de contar a todo aquel que pudiera la historia de los seis Heraldos tal como pasó, y que la historia perdurase hasta que la creación dejase de existir.

Entonces los Heraldos se reunieron por última vez en la meseta que alguna vez fue el pico más alto del Descanso, aquel que por ira Silamie destruyó; y se colocaron en círculo. Silamie frente Inuvanë, Arquárë frente a Kelvada y Amilatar frente a Minyatar. Se sentaron y durante mil años moldearon sus propias partes de Rhón y Ëala en una sola. Poco a poco abandonaban sus cuerpos y los moldeaban también. Luego de eso, y para toda la eternidad, sobre la meseta hubo seis gigantescos monolitos: tres de ellos fueron rosados y ásperos, mientras que otros tres fueron como cristales y brillaron con luz propia intensamente, y cuando se les tocaba parecía como si se atravesara un cúmulo de niebla.

Y a su vez, los Heraldos dejaron de serlo, y Omentië volvió a reinar la existencia, hasta que un día la nueva ansia lo invada y el equilibrio de la creación se cumpla.

Este fue el fin de la Edad de la Ultima Reunión, y el comienzo de la Historia.”

Estas palabras, tal como las he transcrito, son las mismas que se hallaban escritas en los Tablones Eternos que encontramos hace veinte años en lo profundo del Bosque Alto. Al principio pensé que eran vestigios de una antigua sociedad poco civilizada debido a lo caótico y poco ortodoxos que eran los glifos tallados, pero con el tiempo pude identificar que muchos de ellos se parecían a raíces de la propia Lengua Común, y al fin he podido descifrarlo por completo. Parece que estaba equivocado, esto es mucho más de lo que había podido imaginar, ahora entiendo que los tablones no sufrieran la erosión luego de tanto tiempo.

Debo mantener la transcripción oculta. Si los Ghjeroti la descubren será mi fin, pero es mi deber transmitir este conocimiento. Que los Dioses me protejan.

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